La voz del abogado

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Los abogados

Novela

© Rubén García Cebollero

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Primera edición: 2 de enero de 2014

© Rubén García Cebollero

Diseño de cubierta: Rubén García Cebollero

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sugerencia que l@s lector@s le hagan por correo electrónico:
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Sólo hace falta proteger los secretos pequeños.
Los grandes se mantienen secretos
debido a la incredulidad de la opinión pública.
Marshall McLuhan

Para saber quien te gobierna,
simplemente busca a quien no se te permite criticar.
Voltaire

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UNO

Conócete a ti mismo.
Solón, de Atenas
Templo de Apolo. Oráculo de Delfos

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Soy abogado.
Hace cinco años defendí a un culpable y conseguí que lo absolvieran.
No me arrepiento de nada de lo que hice.


Aquel tipo también era abogado, y un monstruo, aunque no sé en qué
orden. ¿Por qué no se defendió a sí mismo?
En la profesión decimos que el abogado que se defiende a sí mismo
es un mal abogado, y supongo que razonó, examinado su caso, que si alguien
podía salvarle ése era yo.

Cuando pasa el tiempo, y miras las cosas en perspectiva, es fácil hacer
conjeturas, pero los hechos son los que fueron, y los remordimientos a veces
estrangulan con mucha más fuerza de la que cabría esperar.

Así que hice lo que hice porque me sentí obligado a ello.

—Lo que voy a contarle —le dije a María Luisa Viu B.—, lo que vas a
saber, es como he llegado hasta aquí.

El día que acepté el caso del señor Brull, que así se apellidaba aquel
monstruo, nada indicaba que mi vida fuese a cambiar, de forma radical, en
poco tiempo.

El bufete Casas&Samso, en la calle Roger de Llúria, en Barcelona,
vivía otra mañana tranquila, mientras saboreaba el café, con los ojos puestos
en la pantalla del Mac, y me preparaba para otra vista penal, en el juzgado
doce, que fue satisfactoria para los intereses de mi cliente.

En aquella época vestía pantalón negro, camisa blanca y corbata
violeta viva, aunque las tallas eran grandes porque el volumen de mi cuerpo
tendía a la expansión, como los problemas en cualquier casa, a causa de otra
crisis matrimonial.

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Había tenido tres mujeres y una hija, y mi padre tenía razón cuando
me decía que no sabía escoger, que el día que acertase ya sería demasiado
tarde para todo, y tampoco ayudaba el hecho, imprevisto, que le pudieran
diagnosticar un cáncer a mi hermana Bea.

Con mi primera mujer, Blanca, hubo más sexo que amor, pero duramos
poco, porque, por fortuna, nos dimos cuenta pronto que ninguno de los dos
estaba hecho para el otro.
Con la segunda, con Lorena, la cosa fue a peor porque tuvimos una
hija, Susi, que no tenía la culpa que ambos trabajáramos en el mismo lugar, y
el desgaste diario nos agrietara la vida familiar hasta romperla.
Después llegó Alicia, gallega, una médico forense de muy buen ver,
pero amar a una mujer nunca es bastante y hay que saber demostrárselo, y
creo que Alicia aún cree que quiero más a mi trabajo de lo que nunca la he
querido a ella.

Me acostumbré a los divorcios, como quien se acostumbra al hueco
entre los dientes de una muela caída, pero no creo que fuera ésa la causa por
la que defendí al monstruo Brull.

Quizá lo más sensato hubiera sido darle la espalda, pensar un poco
más donde me metía. No obstante, las circunstancias se aliaron, por una
maldita vez en mi vida, para que pesaran más los principios que había creído
no tener que la prudencia, el bienestar y la lógica.

Incluso aquel monstruo merecía un juicio justo, y una buena defensa,
y si me había tocado a mí conseguir que así fuera, aunque fuese contra mí
mismo, el destino tendría sus motivos.

Me sobraba estómago, creía, para ése caso y otros mucho peores, pero
nunca sabemos hasta donde el dolor puede filtrarse, el horror, la locura, ni
porqué nos insisten en que todo el mundo es bueno, que sólo hay días azules,
y que nunca nos va a pasar nada.

Tenía medio vaso de Cardhu, calentándose junto al Mac, cuando sonó
el teléfono y reconocí su voz. No hizo falta que me dijera mucho más, pues

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la llamada ya indicaba que quería que lo defendiera, aunque el muy cabrón
añadió un “por favor”, casi capaz de convencerme que podría haber sido
inocente.

La justicia es ciega.

No hay duda.

A mí me bastó mirarle a los ojos, cuando nos reunimos por primera
vez, para creer que el monstruo Brull lo había hecho, y que además no tenía
ningún remordimiento. Su risa de psicópata, como un violín en la ducha de
Psicosis, se repetía temblorosa, rebosante de escalofríos, tintineante.
Pude imaginar con qué morosa frialdad ejecutó los hechos imputados,
y me dijera lo que me dijera su caso lo tenía todo en contra.

Si hubiera hecho caso de lo que solía decirme mi padre otro gallo
habría cantado, pues con un “no, gracias” todo habría terminado, y me habría
ahorrado más de un disgusto.

¡Qué tonto era! TON-TO. Aunque no me diera cuenta. Aunque
creyera en la placa colgada en la pared, la placa con los mandamientos del
derecho, en latín, de Ulpiano, que repetía de vez en cuando: “honestumvivere,
alterum non laedere, sum cuiquetribuero”.
Y suenan bien. Es sensato creer que: “hay que vivir honestamente,
no hacer daño a los demás, y dar a cada cual el derecho que le corresponde”.
TON-TO. El ego pesa, ciega y hunde, y ante el reto de buscar la
justicia, de defender a quien no podía discutir que mereciera una defensa, me
llevé los dedos a la frente, me la rasqué como si fuera a salir el genio de la
lámpara, y dejé escapar un “déjame pensarlo”.
Algo que a todas luces era un anuncio que, tarde o temprano, iba a
acabar cediendo.
Le pedí a Gloria Samso, mi socia de bufete, que me acompañara a
tomar un café.
—¿Fuera? —dijo.
—Necesito que me de el aire —murmuré—, y saber qué te parece un

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caso que me han propuesto.
Gloria asintió, cogió su bolso y la chaqueta y salimos al rellano.
Mientras subía el ascensor, al tercer piso, sus ojos me sondeaban con esa
extraña sensación de anormalidad que presentía.
Salimos a la calle y entramos en el Ría Kamba.
En una mesa del rincón, a la izquierda, nos anclamos frente a un par
de cafés.
—Bueno, dispara —dejó caer, Gloria, con una media sonrisa
intrigada—. ¿Qué es eso tan importante?
—¿Importante?
—Miquel, hace ocho años que trabajamos juntos —enarcó las cejas
intentando recordar—, y puedo contar con los dedos las veces que has
necesitado tomar café. Así que… ¿de qué se trata?
—Del caso Brull.
—¿El monstruo Brull?
—Sí, el abogado JordiBrull.
—No hace falta que sigas —negó con la cabeza—. ¿Sabes la presión
que nos va a comportar?
—Puedo ganar el caso. Lo sé.
—Es lo que menos me importa, Miquel —afirmó Gloria—. Ese tío
no merece a alguien tan bueno.
TON-TO. Yo no pensaba en si era o no un buen profesional. Ni en
lo que cuesta criar a un hijo, a una hija, y en como un instante puede hacer
añicos toda una vida, en como la rabia puede erosionar cualquier dique de
contención e inundar un cuerpo cualquiera, una mente cualquiera. Ni en si
era justo o injusto lo que había sucedido, el juicio que se fuera a celebrar, o el
precio del café que aún no habíamos pagado.
—No me toca a mí decidir qué merecemos —contesté—, y qué no.
—¿Estás seguro, entonces?

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Removí el café, con la inquieta cucharilla.
—Si lo estuviera, Gloria, no estaríamos aquí.
—¿Y qué necesitas para estarlo?
—Me basta con que creas que puedo.
—Es mejor arrepentirse por lo que se ha intentado —sonrió Gloria—,
que lamentarse por lo que no se intentó.
Me licencié en Derecho en la Autónoma, y Gloria en la Universidad
de Barcelona. No sé si el hecho de estudiar en Bellaterra, en la Autónoma, me
hacía ver las cosas de otra forma, pero había tenido profesores y profesoras que
dejan huella, como Francesc de Carreras, Mercedes Garcia Aran, Montserrat
Peretó, Moreso, Molas, Cueto y un largo etcétera.
De aquel tiempo, cuando pasan los años, quedan las fotos de la orla,
las voces lejanas de las aulas, los libros perdidos entre el polvo, y algunos días
repetidos de mus y de nostalgia.
No somos sólo ahora.
Siempre somos una sucesión de presentes, esa huella que llamamos
pasado, y esa expectativa que llamamos futuro.
Y en la encrucijada del ahora me sentí como Edipo ante la esfinge,
en Tebas, consciente que podía dar la respuesta positiva, la que los hechos
exigían, aunque tal respuesta, como castigo, no podía comportar nada más
que tragedias.

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La mañana en la que acepté la defensa del monstruo Brull, tras el café
con Gloria, decidí tomarme unas horas libres, algo excepcional en mí, para
despejarme con un largo paseo por el Arco del triunfo, hacia abajo.
Cuando llegué a la altura de la estatua de Fuxà, antes de entrar al
parque por la puerta de arriba, tenía tantos motivos para rechazar el caso
como motivos se me ocurrían para aceptarlo.
Dejé atrás la escultura de Fuxà, la del alcalde Francesc de Paula Rius i
Taulet, en bronce sobre un pedestal y un obelisco de piedra, al final del Paseo
de Lluís Companys, pasada la zona de los juzgados, y antes del parque de la
Ciudadela.
Barcelona hervía como siempre, bajo un sol tibio, y unas nubes
inquietas oteaban los trayectos cruzados de turistas, sin papeles, paseantes y
algunos efectivos de los servicios de limpieza que, vestidos de verde y amarillo
fosforescente, repasaban el impecable aspecto de los jardines.
Sentía la tierra bajo las suelas de mis zapatos. La tierra que parecía
crujir como mis neuronas, como barba rebelde bajo la maquinilla de afeitar,
mientras sin rumbo decidido me encaminaba hacia el estanque.
Era un momento importante.
Y ahora sé que lo era. TON-TO. No tenía consciencia alguna, entonces,
que lo pudiera ser. Uno cree que un sí, o que un no, nada van a cambiar. Y a
veces nos equivocamos.
Me apoyé sobre la barandilla de madera, mirando las ondas que se
sucedían en el agua, verdecida, y no muy lejos un sudafricano desenfundó una
guitarra, y la rasgueó veloz como cada uno de los pensamientos, positivos y
negativos, como una mosca cojonera, que iban danzando tras mis ojos.
Pensé en Ulpiano. Pensé en la placa, que me había regalado mi abuelo,
y que tenía colgada en el despacho. ¿Merecía el monstruo Brull mi sacrificio?

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Si hubiese sigo pragmático, y me hubiera querido ahorrar los problemas,
habría tenido fácil justificar el no, como quien teme al abismo.
Mi responsabilidad, al margen incluso de mi consciencia, era
demostrarme que no era uno más, que era el mejor, que debía defender lo
indefendible.
Ese era mi compromiso, mi futuro, mi destino.
Aunque mis pensamientos, como las verdecidas aguas, no eran tan
claros y se dispersaban mientras las manos del sudafricano aireaban ritmos,
a guitarra, que venían de mucho más lejos que el miedo que, si fracasaba,
iba a sentir. No podía aceptar y perder. No podía fracasar y cargar, sobre
los hombros, con la condena del monstruo Brull, por más monstruo que
fuera.
Así que el sí que di fue contundente.
Debía aparentar que al menos yo sí creía en mí.
El monstruo Brull llegó a nuestro bufete, aquella tarde, con las gafas
de carey negras, el pelo engominado, una americana gris, una camisa blanca
y una corbata a rayas, y el mismo aire de siempre, como si nada fuera con él,
cuando me saludó, pasó los ojos sobre las gafas de carey, miró la placa de
Ulpiano y sonrió.
—¿Puedo? —dijo señalando el sillón.
—Por favor, señor Brull, tome asiento.
Se sentó y mostró la risa gélida que tantas veces le había visto, mitad
de indiferencia, mitad de desprecio, con la que acompañaba los gestos de sus
manos.
—A todos les parecía bien que robase mientras pudiera, incluso había
quien indicaba que era mejor que yo siguiera —explicó el monstruo Brull—,
porque ya había robado lo suficiente. Pero tú, Miquel, me entenderás. Cuando
se trata de dinero, de robarlo, nunca es suficiente.
—Me temo que los cargos que te imputan nada tienen que ver con el

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dinero —le apunté, llevándome el índice derecho a la nariz, como si me oliera
que quería darme esquinazo.
—Este es el país de arrimarse y trincar —me reconoció el monstruo
Brull—, y puedes hacerlo mal y pringar como el Bigotes, como Camps, como
Julián Muñoz, como los ERES andaluces, o como Urdangarín, sí, pringar,
aunque sea a nivel mediático, o atar bien a tu entorno, usar la cabeza, no tener
vergüenza y vivir mejor que el Rey.
—¿Y eso que tiene que ver con la niña?
—Lo malo es que todo se acaba, Miquel —sonrió el monstruo
Brull—, y cuando tienes algo como lo que yo tenía te acosan por todas partes,
hacen lo que sea por derribarte, y creo que mi caso no es por lo que yo haya
hecho o dejado de hacer, vamos, tú eres también abogado y sabes que todos
nos equivocamos, Miquel, lo que pasa es que a veces se necesitan cortinas de
humo que desvíen la atención, y un chivo, un pato, un tonto que pague las
culpas. Y eso es lo que pasa aquí.
—Lo que yo sé —dije—, es que no tardarán mucho en detenerte, y en
ponerte a disposición judicial.
Los ojos del monstruo Brull me miraron, gélidos, en silencio.
No era un cobarde silencio causado por el miedo, ni ese silencio de
las parejas que ya no se aman aunque intentan soportarse, ni el silencio de los
padres que no escuchan a sus hijos, a esos que no entienden lo ocupados que
pueden llegar a estar los mayores.
Era más bien el silencio causado al comprender que las palabras,
limitadas, no pueden expresar lo que sentimos, como el padre que mira a su
bebé y nada más necesita que mirarlo o mirarla.
—No has comprendido nada —murmuró sonriente, rompiendo aquel
silencio.
—No quiero saber como lo hiciste. Me basta con saber que lo hiciste,
aunque no entienda porqué —le contesté.

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—Te basta con saber que soy inocente —murmuró sin inmutarse-, y
con recordar que voy a pagarte porque así siga siendo.
—No todo puede comprarse —le avisé.
—Tú no ves el mundo que es —gesticuló abriendo los brazos, con las
palmas abiertas hacia arriba—, tú ves el mundo que eres.
Poco importaba lo que el monstruo dijera. Sabía bien manejar los
silencios, como el reloj ajeno a su tic tac en medio de la noche, y esbozó
apenas una sonrisa, mientras se paseaba por el despacho, y sus dedos fueron
a detenerse en un curso de derecho penal, algo polvoriento, de la editorial
Tirant lo Blanch.

—Espero que desempolves todo lo que haga falta —murmuró—.
No creo que los honorarios vayan a ser un problema. Si necesitas que
hablemos de eso, hablamos.
—Los problemas déjalos para el ministerio fiscal —repliqué—, y para
la acusación particular. Y mis tarifas las conoces bien. En cuanto podamos
hemos de ponernos manos a la obra. Necesito información. Necesito saber
qué pasó, y yo ya sabré cómo defenderte.
El monstruo Brull me miró, respetuoso, recordando tal vez que algún
día también él sintió la fuerza que me empujaba, ese deseo de que la ley impere
incluso, o mucho más, cuando deberíamos dejarnos llevar por la bulliciosa
sangre.
—Tampoco hay mucho que contar, digo yo —me miró el monstruo
Brull.
Mi estómago parecía una lavadora, centrifugando, y los borborigmos
conseguían que salivara aún más, tal vez para olvidar que a la garganta se me
habían subido los huevos que iba a necesitar tener.
—Lo que usted diga, señor Brull —asentí—. Lo que usted diga.

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3

Cuando cayó la noche, me preocupaba saber lo que sabía la prensa, así
que tiré de contactos, y llamé a Robert Camats, un amigo periodista, que me
invitó a reunirme con él en el diario, aunque una vez allí apareció el director
con muchas prisas y dijo que era urgente cerrar la portada.
—¿Le importa que esté aquí? —dije enarcando las cejas, e invitándole
con una medio sonrisa a que me dejara quedar.
—Si no molesta —dijo el director—, no.
Eran poco más de las nueve de la noche, cuando nos encerramos en
la sala.
En el centro había una alargada mesa rectangular, de roble, y a mí me
sentaron junto a un ficus que pareció mirarme como si tampoco entendiera
qué hacíamos allí.
Estaba cerca de un largo mueble en el que el polvo cubría un televisor,
de plasma, y aunque creía que iban a ser puntuales la gente aparecía a
cuentagotas, como si las prisas del director, Carles, no fueran con ellos, hasta
que diez minutos después los doce apóstoles de la información se habían
sentado en las sillas, como una tribu alrededor del fuego, con algún papel o
con varios en la mano. Algunos los dejaban sobre la mesa, y otros los sostenían
como si fueran a servirles de escudo.
Algunos me miraron como si fuera un pulpo en un garaje, harto de
coca-cola, con ojos que delataban la evidente pregunta, ¿qué hace éste aquí?,
y por fin alguien rompió el hielo hablando de noticias políticas, una mujer
con collares, y con tanto aplomo como dulzura, pese a que la mayoría ni le
prestaban atención.
Estaban repasando apuntes.
Me miró.

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La miré.
Quizá supo que sólo tenía un perro, Kiko, un carlino, un montón de
trabajo, y un caso que no debería haber aceptado, lo mismo que mi amante,
Sonia Forn, esposa del magistrado Ramón Aragonés, pero le sonreí como si
así pudiera despistarla, o despistarme.
Siguió hablando hacia Carles, el director, que presidía la mesa, y
sonrió al escuchar los nombres de Montilla y de Zapatero, como si juntos ya
enunciaran un chiste, y la cena entre ambos pudiera tener algún frío interés,
pero no, no era eso lo que buscaba.
—Mira, el titular va a ser este: “Catalunya concentra el mayor foco de
yihadistas”, y es mi última palabra -acompañó la frase Carles, el director, con
el amenazante índice izquierdo apuntado hacia el techo, y después hacia ella.
Se abrió la puerta, de forma inesperada, y entró un treintañero que se
disculpó, por la tardanza, de forma tan breve que casi ni me di cuenta.
Alguien murmuró que este está acostumbrado, y que tiene más excusas
que días el calendario.
No quedaban sillas, pero se le hizo un hueco junto al televisor.
Se puso a rallar folios y a pintar garabatos, casi sin prestar atención a lo
que decían los demás. Me miró tres o cuatro veces, y pensé que quizá también
sabía que sólo tengo un perro, Kiko, mucho trabajo y un caso que no debí
aceptar.
Se sucedieron los turnos de palabra, y pareció que todos tenían claro
su rol en todo aquello.
El tío que llevaba la sección de economía tenía la cara seria, demasiado,
cuando habló del incesante aumento del precio del petróleo, y todos alrededor
bajaron la cabeza, pero él aún guardaba noticias más funestas.
Murmuró: “el Euribor vuelve a subir”.
Y alguien dijo que Iberia iba a tener serias pérdidas.
Alguien propuso un tema sobre la marihuana. Carles, el director, dijo
que no, después que sí, después que ya veríamos.

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Y al final dijo que si se suavizaba que sí. O que si no, que no.
El tío de Cultura habló de los estrenos de cine, algunos en cartelera,
mientras el tío que llegó tarde no dejaba de golpear la mesa con su bolígrafo
BIC, de cristal, que por lo visto sólo alteraba mis nervios, pues todos los
demás parecían acostumbrados.
Había quienes no habían abierto la boca, y por lo que parecía ni
siquiera la abrirían, pero uno dibujaba el esquema de la portada y dijo que
hacía falta una foto.
—Así no, así —indicó cambiando su formato y dirección.
La cabeza de Carles, el director, como un resorte negó con contundencia
al tiempo que soltó un “lo volveremos a hablar”. El fotógrafo, el que había
llegado tarde, dijo que si hacía falta podía hacer otras fotos.
Carles, el director, se sacó de una carpeta gris una portada, y comenzó
a decir los temas que se publicarían, de una forma tajante, ordeno y mando,
que nadie parecía poderle discutir.
Habían acabado. Nos dijeron adiós.
Por fin, Robert y yo podíamos hablar a solas.

Mi padre y mi tío eran accionistas de Ron Pujol en Badalona, y por eso
odiaba tomar ron y vino de otras bodegas, como por ejemplo Torres.
—Cuando putean a tu familia eso se queda en el ADN —me decía.
Y aunque no sabía nada de primera mano, sino de oídas, y no sabía
ya porqué me sentía puteado, me alegró ver que Robert preparaba un par de
carajillos, regándolos con unas gotas de Ron Pujol.

Me conocía bien. Sabía que mi plato preferido son los caracoles, a la
llauna, que me gustaba perderme, de vez en cuando, por el museo del whisky,
o por la fonda Europa, si algún caso me llevaba a Granollers, y que en casa
guardaba recuerdos de mis múltiples viajes a Croacia, a Argentina, a Moscú, a
Noruega, o a Finlandia.

De hecho, había estado alguna vez conmigo en el Fahrenheit, en

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la calle Aribau. ciento treinta y uno, donde me encontraba alguna vez con
unos clientes croatas con los que tenía tratos comerciales, y asistía a partidos
de baloncesto y fútbol, al igual que con otros clientes, los rusos, a quienes
asesoraba en otras materias.

Robert sabía que era un culé perdido, y un fanático independentista,
aunque no me exaltara demasiado. Sabía que del segundo divorcio me quedó
un cuñado con el que guardaba muy buen rollo, Javier, que también era
abogado, y que quizá se preocupaba por Susi más de lo que yo lo había hecho
nunca.

Robert sabía que mis padres residían en Lliçà de Vall, y que algunos
fines de semana nos reuníamos Bea, Guillem, mis viejos (Montse, Josep) y yo
para disfrutar de una opípara comida familiar.

Y puesto que me conocía bien, y yo creía conocerle bien, supe al ver
que le caían cascadas de sudor que iba a romper esa regla no escrita, esa que
te hace escoger, entre perder dinero, o perder un amigo.

En ese momento no se atrevió a decir nada, aunque lo comprendí.

—Somos esclavos de los mercados bursátiles —dijo Robert.

—¿Sabes algo de Jordi Brull? ¿Del ex teniente alcalde?

—La gente se olvida pronto de los cargos, y de quienes los ocuparon,
pero parece que las aguas bajan turbias por los tribunales, si te refieres a eso.

—Supongamos que te digo que tengo un cliente nuevo, y que no te he
dicho el nombre que acabas de escuchar, ¿se pondrá muy pesada la prensa?

—Depende del porqué.

—Supongamos que añades a ese caso que no te estoy contando —le
dije- una menor de edad, y unos abusos que pueden constituir un delito.

—Si algún abogado como tú —terció Robert- no le salva el culo.

—Sabes bien que si algún día el diablo necesita un abogado, amigo
mío, vendrá a pedirte mi tarjeta. Pero no me jodas. Mi trabajo es defender.

—El mío informar.

—Lo sé, y por eso he venido. Si la cosa se pone fea, Robert, iré a la tele

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