Sacramento de La Confesion

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El sacramento de la confesión fue instituido por Jesucristo para todos los cristianos; nuestro Santo Padre también tiene la obligación de confesarse con la frecuencia necesaria, como todo buen católico

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Por estas palabras de Cristo, los
Apóstoles y sus legítimos sucesores
(Nuevo CATIC, n. 1441) recibieron la
potestad de perdonar y retener los
pecados (Concilio de Trento. DENZINGER:
Magisterio de la Iglesia, n. 894; Ed. Herder.
Barcelona). Por esto, dice San Pablo
que el Señor: “nos confió el
ministerio de la reconciliación” (2ª
Cor. 5, 18). Es un mandato de
Jesucristo, por lo tanto, la Iglesia
deberá administrar éste y todos los
sacramentos, (que también fueron
instituidos por Nuestro Señor),
hasta el final de los tiempos.
El sacramento de la confesión fue instituido por Jesucristo para todos
los cristianos; nuestro Santo Padre también tiene la obligación de
confesarse con la frecuencia necesaria, como todo buen católico.
Jesucristo instituyó el
sacramento de la confesión
cuando se apareció a sus
Apóstoles reunidos en el
cenáculo y les dio facultad
para perdonar los pecados,
diciéndoles: “A quienes
perdonéis los pecados, les
serán perdonados; y a
quienes se los retengáis, les
serán retenidos” (Jn. 20, 23);
(DENZINGER: n. 911. Ed. Herder.
Barcelona).
Algunos hermanos separados, (protestantes), para no admitir
la confesión, sostienen que ésta se estableció en el IV
Concilio de Letrán (1215), pero está históricamente
demostrado que lo que el citado Concilio mandó, fue la
obligación de confesar una vez al año (Cap. XXI. DENZINGER;
Magisterio de la Iglesia, n. 437. Ed. Herder. Barcelona).

La confesión privada, como hoy la tenemos, existe desde el
siglo VI, introducida por los monjes irlandeses que
reaccionaron a la muy dura práctica de la penitencia de
entonces.

Desde el siglo II había una larga lista de pecados, muchos de
los cuales excomulgaban para toda la vida. Así como la vida
es dinámica y va cambiando con el paso del tiempo, a lo
largo de la historia de la Iglesia, el modo de practicarse la
confesión también ha ido cambiando, aunque SIEMPRE
manteniendo lo esencial del sacramento.
Sabemos que la presencia real del confesor y del penitente son esenciales;
es inválida la confesión por cualquier medio de comunicación disponible,
(P. Royo Marín O.P. “Teología Moral para Seglares”, 2°, 2ª, IV, n° 193). Ed. BAC, Madrid), entre
otras razones, porque pone en peligro el secreto sacramental.
El Ritual de la Penitencia, (n° 9, b. Pg. 13, 1975), indica que el ministro
competente para el sacramento de la reconciliación o penitencia “es
el sacerdote, que, según las leyes canónicas, tiene facultad de
absolver”.
El sacerdote
debe perdonar o
retener los
pecados con
equidad y
responsabilidad;
se supone que el
pecador debe
manifestárselos.
Solamente el
pecador puede
informarle qué
grado de
consentimiento
hubo en su
pecado.
Se peca gravemente si no atendemos al mandato de la Iglesia, que
nos obliga a una confesión anual como mínimo (tal como lo expresa el Nuevo
Código de Derecho Canónico, n. 989) o antes si hubiera peligro de muerte o si
se ha de comulgar (DENZINGER: Magisterio de la Iglesia, n. 918. Ed. Herder.
Barcelona).
Es necesario confesarse con más frecuencia; con la frecuencia
necesaria para no vivir habitualmente en pecado grave. Un buen
cristiano se confiesa una vez al mes, como algo normal.

La confesión devuelve la gracia, si se ha perdido; la aumenta si se la
tiene; y da auxilios especiales para evitar nuevos pecados. Los
sacerdotes deben prestarse a confesar a todos los que se lo pidan de
modo razonable (Nuevo CATIC, N. 1464).
Para hacer una buena confesión son cinco
los puntos a ser tenidos en cuenta:


1. Examen de conciencia.
2. Dolor de los pecados.
3. Propósito de enmienda.
4. Decir los pecados al confesor.
5. Cumplir la penitencia.
Es necesario el arrepentimiento en la confesión porque si bien “es dogma
de fe que cuando Dios perdona, perdona de veras” (Lamberto de Echevarría:
“Creo en el perdón de los pecados”, IX. Cuadernos BAC, n. 67), también su justicia es
infinita, y por lo tanto no puede perdonar a quien no se arrepiente. Dios no
puede perdonar sin arrepentimiento previo (P. Royo Marín O.P., “Teología Moral para
Seglares” 2°, 2ª, IV, n. 178, c. Ed. BAC. Madrid).
Quien haya tenido la desgracia de pecar
gravemente, si quiere salvarse, debe, además
de arrepentirse, confesarse para que le sean
perdonados sus pecados; el sacramento de la
penitencia fue instituido por Cristo para
perdonar los pecados cometidos después del
Bautismo
(DENZINGER: Magisterio de la Iglesia, nn. 839, 911, 916. Ed.
Herder. Barcelona).
El Papa Pío XII, en la Encíclica Mystici Corporis, habla de los
valores de la confesión frecuente diciendo que: “aumenta el recto
conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se
desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la
pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma
fuerza del sacramento” (Acta Apostolicae Sedis, n. 35 -1943- 235).

El Concilio Vaticano II dice que “la confesión sacramental frecuente,
preparada por el examen de conciencia cotidiano, ayuda a la
necesaria conversión del corazón” (Presbyterorum Ordinis, n. 18).
Quien vive en pecado grave es fácil que se condene por tres
razones:

1. Porque es muy probable que después le falten las ganas de
confesarse, como tampoco las tiene ahora;

2. Porque aún teniendo la decisión de confesarse próximamente, es
probable que la muerte sorprenda a esta persona y no llegue a
tiempo al sacramento.

3. Porque quien descuida la confesión, acumula cada vez más
pecados, y cada vez tendrá más dificultades para vencer tanta
debilidad espiritual.
Jesucristo es muy claro al advertirnos: “Me buscaréis y no
me encontraréis, y moriréis en vuestro pecado”
(Jn. 7, 34; 8, 21).
Consiste en recordar los pecados (de pensamiento, palabra,
obra o por omisión, contra la ley de Dios, de la Iglesia o contra
las obligaciones particulares) cometidos desde la última
confesión bien hecha.

Este examen debe hacerse antes de la confesión
(Nuevo CATIC. N. 1454). TODOS los pecados deben ser dichos en la
confesión, inclusive, la cantidad de veces que fueron cometidos,
si se trata de pecados graves.

Para quien se confiesa con frecuencia, basta una mirada seria
a su conciencia, con arrepentimiento y propósito de enmienda,
pensando en el modo de evitar las ocasiones de pecado.
Examen de Conciencia
“Arrepentirse” implica que a uno le duele el alma, le pesa haber hecho
- o no haber hecho – algo, por lo cual sentimos dolor, culpa y ganas de
no reincidir, porque comprendemos que fue algo malo y mal hecho que
ofende a Dios y al prójimo, y, propone no repetir dicha ofensa.
El arrepentimiento es un aborrecimiento del pecado cometido.
El Nuevo CATIC, n. 1451 dice que es “un detestar el pecado”.
El arrepentimiento es una cuestión de voluntad, quien menciona “no
haber querido cometer tal pecado” tiene verdadero dolor.
El verdadero arrepentimiento incluye el pedir perdón a Dios por el
pecado cometido; el P. Diego Muñoz, S.I. nos invita a la reflexión al
decir: “No sería sincero nuestro arrepentimiento si pretendiéramos
despreciar el modo ordinario establecido por Dios para perdonarnos”
(“Pueblo de Dios”, II, 3. Montilla. Córdoba).
¿Me arrepiento?
El dolor es lo más importante de la confesión porque si hay dolor,
hay arrepentimiento, entonces, explica el P. Royo Marín O.P.,
podrá haber perdón de los pecados
(“Teología de la salvación”, 1ª, III, n. 77.
Ed. BAC. Madrid).
Por esto es muy importante que los enfermos no estén muy graves a
la hora de llamar a un sacerdote; si el paciente pierde sus
facultades mentales tal vez no llegaría a arrepentirse de sus faltas.
Sin arrepentimiento, no hay perdón, y sin perdón no hay salvación
posible. Si sólo hubieren pecados veniales, también es necesaria la
presencia del pesar, al menos por alguno de los mencionados.
Se llama “contrición perfecta” (o de caridad) al
arrepentimiento, dolor y detestación al pesar sobrenatural del
pecado cometido, como ofensa a Dios, por amor a Dios, por
ser Él tan bueno, porque es nuestro Padre que nos ama tanto y
porque no merece que lo ofendamos. Merece, en cambio, que
lo agrademos en todo y sobre todas las cosas; por esto es un
dolor perfecto: porque moviliza el amor de amistad hacia
Dios.
El Nuevo CATIC, n. 1452 dice: “Cuando brota del amor de
Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama
“contrición perfecta”. Semejante contrición perdona las faltas
veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si
comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea
posible a la confesión sacramental”. Pero además, debe
existir la firme decisión de no volver a pecar
(Nuevo CATIC, n. 1451).
“Atrición” es un pesar sobrenatural de haber ofendido a Dios
por temor a los castigos que Dios puede enviar en esta vida y en
la otra, o por la fealdad del pecado cometido, que es siempre una
ingratitud para con Dios y un acto de rebeldía.
También, con propósito de enmienda y de confesarse lo antes
posible. Se trata de un dolor imperfecto, pero basta para la
confesión
(Nuevo CATIC, n. 1453).
No puede haber confesión sin propósito de enmienda, además,
dicho propósito, no puede limitarse a los pecados de la
confesión presente; debe ser “para siempre”. Sin verdadero
propósito de enmienda, la confesión es inválida y sacrílega, lo
aclara el P. Royo Marín
(“Teología de la salvación” 1ª, III, n° 78. Ed. BAC. Madrid).
El “propósito” parte de la voluntad, mientras que la razón lo
preverá. Al primer paso, debemos darlo cada uno con firme
determinación; Dios hará el resto si se lo pedimos a través de
mucha oración, pidiéndole a Dios y a la Santísima Virgen, y si
fuera posible, comulgando con frecuencia.
Si a pesar de la firme
determinación, la debilidad
nos superara y
reincidiéramos en el
pecado, deberemos
confesarnos enseguida.
Nadie puede tener la
certeza total de no volver a
caer en los mismos errores.
Al respecto,
Juan Pablo II enseña:
“No se trata de la
certeza de no volver a
cometer pecado, sino de
la voluntad de no volver
a caer” (“Ejercicios
Espirituales para jóvenes”, 1ª, V.
Ed. BAC POPULAR. Madrid).
Se considera “ocasión próxima de pecado” a toda persona, cosa
o circunstancia, exterior a nosotros, que nos induce a pecar, nos
da oportunidad de pecar, nos facilita el pecado, nos atrae hacia
él y constituye un peligro de pecar.

El Magisterio de la Iglesia nos advierte que hay obligación
grave de evitar, si se puede, la ocasión próxima de pecar
gravemente
(DENZINGER: Magisterio de la Iglesia, n. 1211ss. Ed. Herder, Barcelona).
La confesión va dirigida directamente a Dios a través del
sacerdote que es el ministro autorizado por Dios y por la
autoridad de la Iglesia, para este acto sagrado de amor hacia
nuestro Padre, en el que nos reconocemos responsables por las
faltas cometidas por las cuales ofendimos a Dios y al prójimo, por
esto le pedimos Su Perdón y Su Paz. Dice Gonzalo Flórez al
respecto: “La confesión del creyente no puede equipararse
simplemente a una declaración humana de culpabilidad. Es ante
todo un acto religioso, movido por la fe y la confianza en Dios, a
través del cual el penitente expresa su arrepentimiento,
juntamente con el reconocimiento humilde de la propia culpa, y la
esperanza de alcanzar el perdón. Es un acto que va dirigido
principalmente a Dios, Creador y Padre, fundamento último del
orden moral, cuya voluntad se siente agraviada por tanto
desorden humano, y cuyo amor se muestra siempre dispuesto al
perdón y a la reconciliación” (“Penitencia y Unción de los enfermos”, 1ª, XV, 3.
Ed. BAC. Madrid, 1996).
Se llama “sigilo sacramental” al silencio hermético que guarda el
sacerdote, con respecto a los pecados que los penitentes le confiamos
después de cada confesión. El Magisterio de la Iglesia lo define como
“secreto que no admite excepción” (Nuevo CATIC, n. 1467); por esto, es
absurdo callar los pecados graves, en la confesión, por vergüenza; porque
el confesor no puede decir NADA de lo que escucha
(Nuevo CATIC, n. 2490).
Sigilo Sacramental
Algo más, aunque el secreto de la confesión no obliga de igual modo
al sacerdote como al penitente, también el penitente debe guardar
secreto de lo que se le dice en la confesión; Baldomero Jiménez Duque
explica la razón: “Normas que serán exactas para aquella persona
determinada, aireadas fuera, pueden ser interpretadas
equivocadamente, o tomadas con un valor y sentido universal que no
tienen; y así convertirlas en un verdadero disparate”
(“La dirección espiritual”, III, A, 4. Ed. Juan Flors, Barcelona).
Sepamos que es pecado escuchar
confesiones ajenas. Y si involuntariamente,
alguien escuchara una confesión ajena,
tiene la obligación de guardar secreto; nos
lo indica Jesús Martínez García
(“Hablemos de la Fe”, IV, 10. Ed. Rialp. Madrid, 1992).

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