SACRAMENTO

Published on May 2017 | Categories: Documents | Downloads: 38 | Comments: 0 | Views: 332
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Carlos A. Mackevicius.

Sacramento I Siempre me gustaron los equipos chicos, o con menos suerte: prefiero Gimnasia a Estudiantes, el Atlético al Real, Indochina a Francia. Y no dudé: The Mongols. El locutor de NatGeo fue directo: un grupo más reducido pero ultra violento, rival histórico de los Hell Angels. En el año 2002, en un enfrentamiento entre pandillas de San Francisco, los Mongols le mataron a dos a los Angels, en el Casino Harrah's de Laughlin, Nevada. En youtube está filmada la pelea por las cámaras de seguridad 1. Según Wikipedia, el origen de los Mongols se dió cuando un grupo de chicanos quisieron entrar a los Hell Angels y fueron rechazados por su raza. Resentidos, fundaron The Mongols, y en su chaqueta llevan un jinete mongol montado a una motocicleta en actitud guerrera. La rivalidad es violentísima. Volvieron a correr los giles de los Angels. II Sacramento queda en el Estado de California. El segundo esposo de mi madre, Carlos Piancatelli, vive acá con su familia. Es gerente para Latinoamérica de la revista Playboy, y vende a través de internet un curso de inglés acelerado muy bueno (lo hice); aparte tiene una pequeña empresa de diseño y creo que algunas cosas más de las que no estoy muy al tanto. Es alto y pelado, de brazos y piernas flacos pero con una panza gigante y dura, de cara es muy parecido a mi hermano menor Laureano: su hijo. El tipo abandonó la Argentina y a mi madre hace más de 20 años y consolidó una pequeña fortuna acá en los Estados Unidos.

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http://www.youtube.com/watch?v=Frb12K7MKXc

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Estuve parando unos meses en su casa; digo “casa” pero podría decir “mansión”. Vivíamos en un barrio residencial típicamente yanky, o típicamente según las películas. Igual al de “Kevin creciendo con amor” (a veces traducido por canal 9 como “Aquellos años felices”); pero las propiedades eran incluso mas lujosas. Para llegar a la casa había una pequeña colina de pasto muy bien cuidado por Harry, el jardinero nazi que venía día por medio. Luego de la colina se alzaba la casa, blanca inmaculada y con mucho vidrio. La primera vez que la vi pensé: ¿a cuántos habrás cagado? Ahora me doy cuenta que fue un pensamiento bastante argentino. Ahí el tipo había formado familia de nuevo, y tiene dos hijas que fueron algo así como mis hermanas, aunque no compartíamos sangre, pero así me llamaban: brother; se llamaban Lisa y Danielle. Su esposa, que no era la madre de las chicas, era una gordita simpática que me trataba muy bien, me obligaba a comer mucho, y lo mejor era que me llevaba al Down Town con la tarjeta de crédito y me compraba ropa. En rigor, estaba muy bien y todos me trataban como a un ser querido. De hecho el pelado me decía “hijo”. Entiendo que cierta culpa por habernos abandonado, hacía que el tipo me diera ese trato. Después, empecé a trabajar en la empresa de diseño y aprendí a usar unos programas para dibujar. Trabajaba 4 o 5 horas por día y la gente era agradable, me gustaba sobre todo porque me podía relacionar, las primeras semanas había estado solo en la casa sin mucho que hacer y me estaba aburriendo. III Los sábados a la tarde salíamos todos juntos: mamá, papá, las chicas y yo. Íbamos a cenar a algún restaurant, y después a jugar a los bolos o a tomar algo a la mansión de alguna familia amiga. Charlábamos o jugábamos al TEG. En una de esas reuniones es que la conocí a Virginia. Era la hija de un matrimonio amigo de papá. Pegamos onda bastante rápido y en una de las cenas se ofreció a mostrarme la ciudad y a presentarme a sus amigos. Recorrimos a pie buena parte de Sacramento y en auto otro tanto. Los padres de Virginia eran gente muy adinerada, aun más que mi familia. El padre tenía y aún debe tener un puesto alto en el gobierno, creo que en el área de medios de
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comunicación. El tipo se llamaba George Papaloukas, pero en mi casa le decían el Griego. Por eso yo a Virginia le decía la griega. Virginia era una morocha de rulos y piel oscura; una nariz pequeña pero con rasgos de su pasado helénico; unos ojos negros que solo con verlos se me cerraba el estómago, y un cuerpo como de vedette de Sofovich. Siempre tenía la mirada perdida en algo. Tenía 25 años y estudiaba Literatura en la universidad. Aparte de eso le gustaba más coger que cualquier otra cosa, salvo quizás que la cocaína, el alcohol y el hachís. Lo raro es que pese a su cuerpo diseñado para el sexo y a su condición de fiestera total, la griega lograba mantener ante sus padres un aura inmaculada. IV En poco tiempo, mi relación con la griega había modificado mi rutina. La siguiente escena es una muestra de cómo transcurrían mis días por ese entonces. Estoy en el departamento que los padres de Virginia le dan para que viva durante la semana cuando cursa en la universidad. Deben ser las 7 u 8 de la tarde. Estamos tomando Absolut con jugo de naranja (tipo Citrus) y ya nos tomamos una bolsa gigante de merca. Ya sé que en un rato la griega me va a exigir que la viole. Después nos vamos a ir al bingo a jugar unos cartones y fumarnos 30 cigarrillos. Yo pongo unos packs de budweiser en el freezer para cuando volvamos del bingo. La griega me pregunta porqué pongo las cervezas en el freezer. Yo le explico que es para cuando volvamos del bingo. Ella me dice que no hablamos de ir al bingo hoy, que si quiero ir al bingo que vaya solo. Yo no le respondo. Me pregunta si quiero ir al bingo porque extraño a la chica que vende los cartones. Yo le contesto que es obvio que vamos a ir al bingo: lo hacemos todas las noches. La griega me dice que si mi vida con ella es tan rutinaria y predecible que me vaya, que me vaya al bingo con la que vende cartones que seguro que es una mina muy divertida e impredecible. Yo saco las cervezas del freezer y le digo que si no quiere ir, no vamos al bingo, que a mi me chupa un huevo, que es ella la adicta al bingo. La griega me pregunta si le estoy diciendo “enferma”. Yo me vuelvo loco y le pego una trompada con
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toda mis fuerzas a la heladera y le hago un bollo. La griega se pone a llorar y se quiere ir del departamento pero no encuentra la llave, que la tengo yo en el bolsillo del jean. La griega empieza a buscar la llave por toda la casa. Yo me voy al dormitorio que tiene aire acondicionado, me saco las zapatillas, me prendo un porro y me pongo a ver televisión. V La griega le compraba el hachís a un francés, compañero de la universidad. El francés se llamaba Pierric y vivía anestesiado, se fumaba diez porros por día y escuchaba hip hop argelino. Nos hicimos muy amigos y pasábamos juntos los tres gran parte de nuestros días. Jugábamos al virtual tenis o ayudábamos a Pierric a construir un barco del tamaño de un ovejero alemán que el francés estaba haciendo artesanalmente hacía más de dos años. Su padre y su abuelo habían sido obreros navales en un astillero de no se que ciudad de Francia, y Pierric tomaba la construcción de esa réplica de galeón como una de las razones por las que había venido a este mundo. Puede ser que influenciado por un libro que estaba leyendo de Bryan Weiss sobre la regresión y la reencarnación. Estábamos en la parte final del barco, solo faltaban algunas decoraciones y la pintura. Todas las tardes Pierric acariciaba su galeón y nos decía con su acento a Luca Prodan: c'est ma vie. Había invertido en el barco mucho tiempo y mucho dinero, que no le costaba recaudar gracias a su actividad un tanto secundaria pero no menos lucrativa de venta de hachís a la comunidad universitaria. Pero la cocaína Virginia no se la compraba a seres tan amables como Pierric, sino que la compraba en un bar propiedad de unos viejos Hell Angels, un poco alejado de la ciudad, donde funcionaba la sede de la banda en el condado de Sacramento. Estos ángeles del infierno eran unos motoqueros sucios, borrachos y drogones que se divertían intercambiando sus propias mujeres, arreglando sus motos y preparando atentados muchas veces mortales contra miembros de pandillas rivales o contra la policía estatal. Mi griega no solo compraba droga en aquel bar, sino que se acostaba con el dueño y con algunos otros de la banda. Mi griega conseguía cocaína y sexo en una sola
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incursión. Una vez (antes de que yo me entere que se acostaba con ellos aunque debí suponerlo-), en la que de manera muy imprudente la griega dejó que yo la acompañe a comprar merca, me vi humillado por estos hijos de puta que pese a que Virginia entró al bar conmigo la trataron como si fuera su perra y se mostraron desafiantes conmigo. Desde ese día me juramenté no dejar impune esa ofensa. Volvimos en silencio todo el viaje de vuelta del bar. Esa misma noche al llegar al departamento donde ya convivíamos, agarré a Virginia de los pelos de la nuca y le pegué dos trompadas en el ojo y dos en la cabeza. VI Para las veces en las que mi chica iba a la facultad, o a estudiar a la casa de amigas, o a cualquier otro lado, yo me había armado mi propio circuito social para matar las tardes. Empecé parando en un bar o cafetería (de esas que te renuevan el café a cada rato) que se llamaba “Pingo-Bar”. Quedaba frente a la estación de tren, a unas cuadras del departamento de Virginia. Lo atendía una colombiana que se llamaba Vicky, y que usaba un delantal rosa con volados blancos. Vicky tenía un lunar sobre el labio, y unos ojos marrones muy curiosos. A veces me la cojía. Al poco tiempo tuve que abandonar el bar por falta de dinero. Me fui a una plaza que quedaba justo enfrente. La plaza era muy ventosa, y pese a que tenía juegos para chicos nunca vi a una madre paseando a sus hijos. Ahí se juntaban algunos ociosos con los cuales no tardé en trabar amistad. El mejor de ellos y con quien hice negocios se llamaba Pablo y era mexicano. Pablo era rubio, bajito y atlético, tenía los dos brazos y el pecho tatuados con Pancho Villa y Emiliano Zapata, con armas puñales calaveras y mujeres. Hablaba igual que los de la película Amores perros y repetía todo el tiempo la palabra gûey. Horacio era su hermano y tenía un bigote finito. También paraba con nosotros Alexis, un flaco alto que de noche manejaba un taxi y tenía contacto con algunas mafias mexicanas a través de su hermano José, que estaba preso. Lo mismo que en Buenos Aires, en las plazas de Sacramento se hablaba de futbol (ellos eran del Necaxa), de mujeres, y de cómo conseguir dinero. VII
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Los problemas empiezan cuando dejás que las circunstancias tomen las decisiones por vos. Y eso sucede siempre. Ahora estamos Pablo, Horacio su hermano, yo, Alexis y chocolate Baley (un negro que no conozco). Estamos en el departamento de Pablo, que queda en una especie de Fuerte Apache norteamericano, igual a los guetos de las películas. El departamento es grande pero oscuro, es un contra frente y a través de la ventana se ve la parte interior de otro monoblock igual a este que está al lado, las paredes ocre están comidas por la humedad. De la mayoría de las ventanas del edificio de enfrente los vecinos improvisan tenders donde cuelgan la ropa de sus hijos. En el departamento de Pablo, en el medio del pasillo que separa el comedor de la pieza hay dos bicicletas, y en un sillón, con una tele prendida, hay una señora mayor que no habla y que parece dormida, Pablo la presenta como abuela. Estamos los cinco sentados a una mesa redonda. Estefanía, la mujer de Pablo, está en la cocina que es muy chiquita (Pablo no la deja que esté con nosotros cuando hablamos de negocios). Está cocinando pollo frito, o algo parecido que despide un aroma intenso. Cada uno de nosotros tiene una botellita personal de budweiser y las que ya tomamos se acumulan en el centro de la mesa. Yo fumo Lucky Strike y los otros Marlboro. Pablo dice lo siguiente en español, aunque intercala muchísimas palabras en inglés: Vamos a robar la casa de un fiscal. Esta noche. A mi me parece demasiado pronto pero no digo nada. Si me quiero bajar tiene que ser ahora, pero callo y entonces estoy adentro. El fiscal está de vacaciones con su familia, continúa, vuelve en 10 días. En la casa quedó viviendo la ama de llaves, que es una negra que vive acá en el barrio. El que me pasa el dato es el hijo de la negra, dice Pablo, y cada vez que dice la palabra “negra” no puedo contenerme de mirar a chocolate Baley, que no se inmuta y parece estar concentrado en lo que dice Pablo. Ok, dice Pablo, la casa del fiscal queda del otro lado de la ciudad. Vamos a robar una van por acá cerca y nos vamos a trasladar hasta allá. Vamos a entrar a la casa, la vamos a desvalijar rápido y en 15 minutos tenemos que estar afuera. Debería haber joyas, dinero en efectivo, y algunos electrodomésticos.
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¿Y la negra? pregunta Horacio. Yo prendo un cigarrillo y me entra humo en el ojo. A la negra la vamos a matar, responde Pablo. Estefanía se asoma por el marco de la cocina, mira por encima de nosotros hacia donde está abuela y se vuelve a la cocina. Pablo se empieza a reír muy fuerte, y dice que es un chiste, que solo la vamos a amordazar. Ahora chocolate Baley se ríe, parece que el chiste le dió mucha gracia, o quizás exagera para demostrarnos que no le molesta la posibilidad de que matemos negros. Horacio y yo no nos reímos aunque a mi me resulta bastante gracioso. Solo que no me río porque estoy un poco nervioso, porque entiendo que cuando hablamos de estas cosas hay que mantener un manto de seriedad- lo vi en muchas películas- y porque todavía tengo el ojo irritado por el humo. Alexis no sabe si reírse o no, porque su cerebro no funciona. Yo digo: ok, y me levantó medio brusco, como queriendo demostrar que si la charla ya terminó me voy a ir tranquilo a hacer lo que tenga que hacer hasta que se haga la hora. Pablo me dice que nos juntamos a las once de la noche acá, en su casa. Antes de irme me acerco para mirar de cerca a la anciana y veo que está con los ojos cerrados detrás de las gafas tornasoladas. Bajo por la escalera del edificio y chocolate Baley se va conmigo, hacemos juntos unas cuadras sin hablarnos y nos separamos porque él se queda en una peluquería para cortarse el pelo. Las luces del alumbrado público se están encendiendo. Voy a buscar a la griega al departamento. Entro y me siento en la cocina y pienso en como será la casa de un fiscal del estado. Tengo el presentimiento que algo malo va a pasar, y me maldigo por que no sé como me vi envuelto en esta situación. Pero me digo que ya está, que ahora tengo que ir para adelante. El departamento está oscuro, son casi las nueve de la noche y yo no prendo ninguna luz, solo prendo una hornalla y pongo a calentar agua en una cafetera de metal. Saco un paquete de yerba Cruz Malta que me consiguió y me regaló mi amigo y socio Pablo el mexicano, y un mate plateado que tengo conmigo siempre en todos los viajes, que tiene grabada la palabra Argentina en un costado, pero que es tan viejo que casi no se lee lo que quiere decir. Pongo Un paso más en la batalla de V8 en grooveshark en la notebook de Virginia y espero a que el agua esté a punto. Me pongo a tomar mate tranquilo y pienso en mi familia verdadera, la que está en mi país, y en mis amigos. Hace casi un día que no veo a la griega y pienso que la extraño, pero me doy cuenta que
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solo añoro el afecto de alguien. Quiero a Virginia, pero a la vez tengo la certeza que nada bueno puede salir de todo esto. Ella está cada vez mas desequilibrada, y cuando se enoja me pega y me pega fuerte, yo le respondo pero no fuerte, sino solo para sosegarla. En estos días Pierric está de viaje por Nueva York y dejó su galeón en el departamento. Mientras fumo y tomo mate y miro el galeón casi terminado, llega Virginia con mucho olor a alcohol y nos tiramos en la cama y nos hacemos unos mimos. Yo no le digo nada lo que me espera esa noche pero a las diez y media sin decirle agua va me voy para Fuerte Apache. VIII Ahora estoy tirado en la cama del departamento de la griega, la tele está prendida. Recién me despierto y deben ser cerca de las diez de la mañana y Virginia no está: hace una semana que está parando en la casa de sus padres, enojada conmigo. No me acuerdo porque se enojó. Anoche vino Vicky la colombiana de la cafetería. Tuve el código de no hacerla que se quede a dormir. Me duele la cabeza. Me levanto y voy a la cocina, pongo a calentar el café, me prendo un cigarrillo y después un porro gordo como una vela que dejé armado de ayer a la noche. De fondo, en la tele de la habitación, se escucha un documental en inglés sobre desastres naturales. Intento concentrarme en el documental pero sin ver las imágenes es muy difícil. En cada seca bajo el humo del porro lo mas posible y lo retengo lo máximo que puedo, esto me produce una toz violenta. Ojeo un libro de Emilio Salgari que Virginia dejó sobre la mesa de la cocina, tiene algunas ilustraciones pero muy pocas: Sandokan, el tigre de la Malasia. Parece un libro juvenil. Me sirvo agua fría en un vaso grande. Sobre la mesa del comedor, al lado del galeón de Pierric, hay un Magnum 44 Smith & Wesson cromado con cachas blancas. Me lo llevé de la casa del fiscal la otra noche. Es el revolver de Sledge Hammer. Solo me falta el capitán Trunk, pienso, que bien podría ser chocolate Baley. El revolver me lo llevé sin que Pablo me viera. Me gusta este revolver. Me miro al espejo con él en la mano y no entiendo como nunca antes tuve un Magnum 44 cromado con cachas blancas. Está diseñado para mí anatomía. Es una extensión de mi brazo. Giro el revolver sobre mi
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índice como un cowboy pero inmediatamente me corrijo: como un taita orillero. Apunto al espejo, estoy en calzoncillos y una musculosa de Chacarita: confía en mi, se exactamente lo que hago.

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