18 Ariel Colombo

Published on July 2016 | Categories: Documents | Downloads: 34 | Comments: 0 | Views: 146
of 31
Download PDF   Embed   Report

Comments

Content

Ariel H. Colombo

DESOBEDIENCIA CIVIL Y DEMOCRACIA DIRECTA

Trama editorial/Prometeo libros

Ilustración de cubierta: Pablo Maojo

I. La paradoja del legislador

© Ariel H. Colombo, 1998 © de esta edición, Trama Editorial y Prometeo Libros, 1998 Apartado postal 10.605 28080 Madrid Tel/Fax: 91 5738048 E-mail: [email protected]

ISBN: 84-89239-11-8 Depósito legal: M-43550-1998 Realización gráfica: Carácter, SA. Impreso en España

Decisionismo y deliberación ideal

La democracia es actualmente fórmula universal de legitimación. Pero para la teoría política todavía representa una opción problemática. A mediados del siglo XVIII Rousseau presenta una definición procedimental de la soberanía popular, pero condicionándola a requisitos que deben resultar de su propio ejercicio. La práctica de la voluntad general por medio de la deliberación legislativa directa conduce a decisiones legítimas, pero con el objeto de garantizar que la voluntad particular de todos sea asumida desde una perspectiva imparcial, Rousseau exige que se despliegue dentro de una situación de igualdad empírica que se crea legislativamente por una voluntad popular ya generalizada1. La democracia es posible si existen individuos capaces de abstraerse del particularismo y de asumir la imparcialidad, colocándose en el lugar de los demás. Las preferencias no son incomunicables ni inmodificables si se abstraen de su contexto, y a través del diálogo que desemboca en decisiones vinculantes modifican recíprocamente sus opiniones. El único individualismo admisible para Rousseau —criticando la tradición liberal del contrato— es el que surge de la intersubjetividad y que quiere contenido en la comunicación. Una democracia de individuos racionales pero autointeresados es inconcebible ya que la racionalidad emerge de la cooperación contractual. Esos procedimientos son: a) la participación directa, b) en deliberaciones públicas, c) de asambleas periódicas, d) que legislan por consenso o mayoría, e) y

14

que designan representantes, f) encargados, siempre sujetos a revocación, de ejecutar las leyes. En virtud de estas reglas se obtendrán resultados colectivamente vinculantes, es decir, decisiones moralmente justas. Sin embargo, Rousseau también se pregunta por qué habrían de adoptar la perspectiva de la voluntad general, subordinando sus voluntades particulares. ¿Por qué razón los individuos actuarán virtuosamente en un contexto estratégico como el que surge de las desigualdades y dependencias originadas en la propiedad privada, en la burocracia estatal y en las facciones partidarias? No optar por la voluntad general equivale a actuar en contra de uno mismo, pero semejante opción no es exigible a menos que se reviertan las circunstancias históricas. «Resumamos en cuatro palabras el pacto social de los Estados: vosotros tenéis necesidad de mí, pues yo soy rico y vosotros sois pobres. Hagamos, pues, un pacto: yo permitiré que tengáis el honor de servirme, a condición de que me deis lo poco que os queda a cambio de la pena que me causará mandaros»2. Ante la duda, introduce el requisito de la igualdad material. Que convertirá a la voluntad general en opción estratégica: si todos están sujetos a las mismas leyes y éstas tienen impactos comparables porque los ciudadanos comparten una situación básicamente igualitaria, nadie tendrá interés en leyes perjudiciales para los demás dado que serán onerosas para quienes las propulsen. Rousseau radicaliza a Montesquieu para garantizar la razonabilidad de la ley; gobernados y gobernantes son iguales ante la ley, pero también al experimentar personalmente sus efectos. En síntesis, el ciudadano tiene que imaginar e imaginarse en una situación hipotética a través de un acto voluntario que, por no ser obligatorio en un contexto dominado por el cálculo que instrumentaliza a unos contra otros, debe promoverse políticamente mediante una

generalizada igualdad económica que hace racional la opción por la voluntad general. El caso es, sin embargo, que ello no puede ser obra sino de la voluntad razonable del pueblo; pues el compromiso de los ciudadanos con la justicia depende de que previamente se haya consumado su realización revolucionaria; paradoja que no fue ignorada por Rousseau, multa paucis: si los proyectos legislativos son progresistas no obtendrán consenso suficiente, y si lo obtienen es porque son conservadores. Para que un pueblo se oriente por la voluntad general («regla de lo justo y de lo injusto») «sería forzoso que el efecto se convirtiese en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fueran antes de las leyes lo que deben llegar a ser por ellas»3. Este razonamiento circular no fue resuelto por el pensamiento posterior; o se negó su carácter problemático declarándose incompatibles «autoridad» y «autonomía», siendo imposible fundamentar ningún régimen político moralmente vinculante, como postula el anarquismo; o se evitó, buscando la quiebra o punto de ruptura inargumentable del círculo —el decisionismo— que deroga la exigibilidad moral de la democracia por más que en los hechos sea considerada preferible a todos los regímenes políticos. El legado de la indeterminación se prorrogó indefinidamente al recurrirse al corte dogmático e infundado, a una interrupción arbitraria de la circularidad a partir de la cual la justificación de la democracia deriva en provisional y en dato autoevidente, que los individuos pueden hacer suyo por medio de una decisión subjetiva, pero que retrotrae a un relativismo filosófico según el cual todas las alternativas se derogan recíprocamente o en el que la libertad de elección conduce a todas por igual4. Desde su flanco normativo, las teorías políticas propusieron dos formas generales por las que ese acto pri-

16

17

vado en favor de la democracia podía convertirse en público. El pacto de coexistencia pacífica, que perdura mientras sea el interés de las partes mantenerlo, y las que se servirán del diálogo para poner a salvo de las decisiones colectivas las libertades prepolíticas que el acuerdo consagra. Y el proceso dialéctico por el cual un interés particular que encarna la voluntad general y la contiene como su telos histórico conduce a la democracia verdadera, siendo esta última una cualidad independiente de su asunción conciente por parte de los individuos. La voluntad general —lo que podríamos querer si fuésemos capaces de superar nuestro egoísmo—, y cuyo ejercicio por medio de procedimientos garantiza la producción de leyes normativamente correctas, es desplazada o por una ley que positiviza libertades previas a lo político a la que deben adaptarse tanto las instituciones como la acción colectiva, o por una dinámica que desemboca necesariamente en su realización y no puede ser formalizada en procedimientos porque en tal caso encubriría las divisiones reales de la sociedad. Tampoco coincidirán razón práctica y soberanía popular: una vez que la revolución creara las condiciones de la democracia real, ésta pasaría a ser innecesaria por el grado de desinstitucionalización que implica una sociedad sin clases5. Mientras en Rousseau las prácticas deliberativas de la autolegislación llevan inscritas unas estructura racional, y la razón que legitima al poder no necesita ubicarse fuera, antes o por encima de la voluntad popular6, el encapsulamiento de la voluntad general en la ley o en la historia conduce a la irresponsabilidad política. Nadie se hace responsable ni se reclama que lo sea si la democracia es destruida por ausencia de recursos, límites y cualidades morales. En un caso, porque el pacto beneficia exclusivamente a los intereses contratantes y nadie espera nada de nadie; y en el otro, porque el astuto devenir de las contra-

dicciones internas del capitalismo vuelve inmoral oponerse a leyes derivadas científicamente. Lo público será gobernado por la racionalidad del estratega o del técnico mientras que los valores son relegados a la esfera privada. El decisionismo ético consiste, precisamente, en esta abdicación de la posibilidad de acuerdo racional en la esfera pública de valores en base al supuesto de que no habría razones para preferir una norma porque todas son moralmente inargumentales, cumpliendo así la función ideológica de consolidar la hegemonía de las élites poseedoras de las habilidades correspondientes a ese tipo de racionalidad. Mientras los fundamentos morales de las decisiones colectivas son «privatizados», la tarea de adoptarlas queda a cargo de élites iluministas de derecha o izquierda, liberales o populistas, siempre dispuestas a reemplazar al pueblo en la creación de las condiciones —también siempre postergadas por alguna razón estratégica o técnica— de las cuales emergerá su voluntad generalizable. La brecha abierta entre gobernantes y gobernados pudo ser aceptada, de todos modos, gracias a la percepción de Hume, según la cual no habría principios cuya objetividad sea independiente de las relaciones de poder vigentes. De acuerdo con ello, todo régimen es legítimo si produce la creencia en su legalidad y si su validez equivale a la conformidad respecto de las relaciones de fuerza. Esta reducción de la legitimidad a conductas adaptativas empíricamente observables se expresó en un déficit normativo crónico. Enfrentado a este reduccionismo, Habermas ha señalado que excluye la posibilidad de argumentar racionalmente sobre los criterios de validez que intervienen en los procesos de legitimación, y meramente constata el reconocimiento fáctico de un orden. Sólo una definición puramente empirista de la regla de la mayoría puede obviar, por ejemplo, su relación interna con el principio

18

19

de la soberanía popular. La legitimidad, sostiene, se desprende de razones cuya validez sólo puede juzgarse si se deja de lado la posición del observador externo y se participa de una argumentación no como espectador neutral de aquello que este o aquel participante considera como tales. No alcanza con ofrecer una descripción de las diferentes formas de legitimación; hay que interrogarse además por el criterio normativo que juzga tales pretensiones a la luz de razones indisolublemente ligadas a la comunicación, y que son las que permiten distinguir un acuerdo obtenido entre personas libres e iguales frente a un consenso forzado. Según tal criterio, legítimo es lo que todos podrían querer como participantes de un discurso práctico irrestricto que trascienda intereses y valores particulares. Pese a la complejidad que introduce la modernización y la diversidad de interpretación en cuestiones de justicia, para Habermas la acción comunicativa es efectiva, y la necesidad de entenderse aumenta en el mismo grado que la diferenciación, debiendo ser satisfecha en niveles cada vez mayores de abstracción. Si el autor ginebrino descubre la fuerza legitimadora en la formación del consenso racional a través de la deliberación directa en materia legislativa, Habermas expone la idea de que en el propio hecho de argumentar se aceptan ya implícitamente los presupuestos formales del discurso, que son los que permiten distinguir entre un consenso legítimo y otro contingente, y que operan corno criterio de crítica de diálogos reales. Resolver los conflictos mediante el debate significa reconocer de inmediato que todos tienen iguales derechos de participar, que es posible llegar a acuerdos públicos con la sola fuerza de los argumentos, que una decisión es válida siempre que sea acordada por todos sus afectados, reales o virtuales, y que no se admite otra coacción que la del mejor argumento. Estas reglas conforman una situación ideal de diálogo

incondicionalmente válida, que no dependen de ningún consenso racional porque éste ya las supone por definición, constituyéndose en una anticipación contrafáctica que no puede ponerse sistemáticamente en duda sin cuestionar la propia racionalidad, y que no puede negarse sin autocontradicción pragmática ni demostrarse sin petición de principio8. Apel, con mayor énfasis, ha señalado que si la evaluación ética no puede partir de una fundamentación racional última y en su lugar se pretende una decisión última prerracional en favor de la razón, es porque se confunde erróneamente fundamentar con «deducir» o con el principio lógico de coherencia proposicional. La razón, observa, no es algo que pueda ser trascendido argumentativamente; por sí misma corrobora que cuando alguien argumenta admite el punto de vista de la razón y la validez universal de las reglas del discurso, y quien se negase por principio a razonar no podría argumentar, renunciando con ello al entendimiento y a la identidad; una decisión irracional contra la razón es posible pero auto-destructiva. Se llega a una «fundamentación última» cuando se advierte algo que, por estar ya presupuesto en la argumentación, no puede cuestionarse sin cometer «autocontradición performativa» (es decir, una contradicción entre el contenido semántico de lo que se dice y lo que está necesariamente afirmado en el acto de decirlo), ni puede fundamentarse deductivamente9. Apel sostiene que Kant no advierte que lo trascendental está en la intersubjetividad entendida como condición de posibilidad del entendimiento, pues los «otros» y su «Yo pienso» o son constituidos como objetos del yo-sujeto trascendental o tienen que suponerse como entidades metafísicas-inteligibles que, junto con Dios, forman el «reino de los fines». La transformación pragmática o posmetafísica de la ética kantiana se centra en su princi-

20

21

pió de universalización —el imperativo categórico— (según el cual las máximas tiene que poder pensarse como ley universal), que es reformulado en términos de un conjunto de presupuestos innegables que conforman la «comunidad ideal de comunicación», equivalente a la «situación ideal del habla» de Habermas, y que no necesita fundamentarse en ninguna otra cosa porque tales presupuestos no pueden ser entendidos sin saber que son verdaderos. La transformación del a priori irrebasable del «Yo pienso» por el a priori del «Nosotros argumentamos», puede mostrar que tanto privada como públicamente el discurso anticipa relaciones ideales de comunicación por las que se reconocen iguales derechos y deberes a todos los participantes a lo largo de una comunicación ilimitada e irrestricta cuya finalidad es llegar a un consenso normativo10. Según se puede apreciar, la voluntad general de Rousseau, la situación ideal de habla y la comunidad ilimitada de comunicación, son un mismo principio formal de mediación entre lo particular y lo universal, al que pueden recurrir todos, y que consiste en adoptar el punto de vista de todos los afectados por una norma para determinar si sería aprobada por ellos y si en consecuencia podría ser adoptada como norma general. La idea común consiste en que una norma es válida si reúne el acuerdo de todos los afectados bajo condiciones de discusión que los obliga a adoptar una actitud imparcial. La diferencia radica en que Rousseau concibe a la voluntad general como un estado hipotético en el que es opcional situarse (agregando por ello una condición empírica que «obliga» a ser libre), mientras que en la situación ideal de diálogo no existe tal posibilidad: estamos ahí desde el vamos, cualquiera que rechace sus presupuestos formales ya los ha tenido presentes pragmáticamente, y no hay alternativa ni sustituto para las reglas irrebasables de ese factum

que es la razón en diálogo, un hecho ideal no empírico, que no se puede negar sin inconsecuencia práctica. Habermas recupera de Rousseau el poder legislador de la razón, pero también trasciende su razonamiento cíclico en la fundamentación de la democracia. En Rousseau la voluntad general es deducida lógicamente de condiciones que en Habermas están presupuestas pragmáticamente. La voluntad general no es algo por lo que se pueda optar: «Todo participante en una práctica argumentativa tiene que suponer pragmáticamente que en principio todos cuantos pudieran verse afectados podrían participar como libres e iguales en una búsqueda cooperativa de la verdad, en la que la única coerción que puede ejercerse es la coerción sin coerciones que ejercen los buenos argumentos». La democracia se fundaría, entonces, en el principio ideado por Rousseau según el cual son las condiciones formales para el consenso las que tienen fuerza de legitimación, pero que están presupuestas en la comunicación y respecto de las cuales el poder nunca podrá desvincularse totalmente. Con Rawls, Habermas hereda la noción de voluntad general como aquello que todos hubieran podido querer, pero en el autor de Teoría de la justicia esta voluntad se construye a partir de una hipotética situación en la que es opcional situarse —como en Rousseau—, mientras que en la situación ideal del habla subyace implícita, sin procesos ilativos. A su vez, lo que intenta Rawls con el velo de ignorancia en el que la reflexión individual es soberana mientras el debate ocupa un lugar auxiliar, se logra a través de la acción comunicativa de Habermas y de los mecanismos de decisión legislativa directa de Rousseau. La distinción entre «voluntad de todos» y «voluntad general» se mantiene, pero la voluntad general está ahora presupuesta contrafácticamente en la voluntad de todos los que argumentan en serio. Estos últimos coinciden en

22
23

que la voluntad general o principio de universalización no tiene contenido; dicen que hay un mejor argumento o una resolución racional del problema, pero no dicen cuál y que son los propios afectados los que deben averiguarlo. Rawls dice que hay uno y que es «el principio de la diferencia». En Rousseau la voluntad general es una perspectiva formal de imparcialidad que llega a tener un contenido por medio de procedimientos deliberativos. Aunque, según Niño, «Rousseau veía la política profundamente interconectada con la moral. Estaba profundamente preocupado por la forma en que se pueda llegar a soluciones moralmente correctas dentro del proceso político... El cumplimiento del contrato social cambia a los individuos a través de inspirar en ellos sentimientos de justicia en lugar de puros instintos egoístas y de desarrollar sus ideas y sus facultades. Sin embargo, no es tan claro en Rousseau el modo en que este proceso de transformación de las personas tiene lugar, particularmente cuando los mecanismos comúnmente utilizados para afectar esos cambios, como la discusión colectiva, son descartados»". Y agrega en una cita: «En cierto momento Rousseau describe el proceso de transformación refiriéndose a "individuos involucrados en la deliberación", pero está haciendo referencia a la reflexión individual o discurso monológico. Inmediatamente después agrega que la voluntad general podría conocerse incluso "si no existiera ningún medio por el cual los ciudadanos pudieran comunicarse los unos con los otros"»12. Pero esta interpretación de Niño es polémica. En muchos pasajes del Discurso sobre la economía política y de El contrato social, Rousseau se refiere a la deliberación como mecanismo decisional y no como simple autorreflexión. Ni su modelo normativo ni su propuesta institucional tendrían sentido sin la deliberación como práctica colec-

tiva, ya que es lo único que puede obligar a cada uno con todos. «Para que una voluntad sea general no siempre es necesario que sea unánime, pero sí es indispensable que todos los votos se tomen en cuenta. Toda exclusión formal destruye la generalidad»; al referirse a que la unanimidad sea exigida sólo en el acto más voluntario de todos, la ley del pacto o de la asociación civil, señala: «En cambio, la unanimidad se restablece cuando los ciudadanos, esclavizados, carecen de libertad y de voluntad. Entonces el temor o la lisonja transforman en aclamaciones el sufragio; no se delibera, se adora o se maldice». O también: «En una ciudad bien gobernada todos recurren a las asambleas... Toda ley que el pueblo en persona no ratifica es nula, vale decir, no es una ley». «Cada cual, al dar su voto, emite su opinión, y del cómputo de ellas se deduce la realidad de la voluntad general.» «Podría hacer aquí muchas reflexiones acerca del derecho de sufragio en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede arrebatar a los ciudadanos, así como el de opinar, proponer, dividir y discutir, cuyo ejercicio el gobierno tiene siempre gran cuidado de no permitir más que a sus miembros; pero esta importante materia exige un tratado aparte.»13 La frase de Rousseau que es aludida por Niño está incluida en realidad en un texto más amplio: «Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, los ciudadanos pudieran permanecer sin ninguna comunicación entre ellos, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la resolución sería buena. Pero cuando se forman intrigas y asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas conviértese en general con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado, pudiéndose decir entonces que no hay ya tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como asociaciones. Las diferencias se hacen menos numerosas y da un resultado menos

24

25

general. En fin, cuando una de esas asociaciones es tan grande que predomina sobre las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular»14. O sea, lo que rechaza Rousseau es la constitución de coaliciones o facciones que impiden, justamente, el diálogo real por el que afloran las diferencias de opinión entre los ciudadanos. Esta aclaración resulta crucial, porque al dejarla de lado ha llevado a la casi totalidad de los intérpretes de Rousseau a un equívoco que, en Niño, se expresa de la siguiente manera: «Rousseau pensaba que el pueblo soberano era un sujeto moral diferente de la mera sumatoria de individuos que lo componían... Esta transformación del sujeto de la política causada por el surgimiento de una entidad distinta y separada de los ciudadanos considerados en forma individual puede transformar las preferencias en su sentido moral, ya que sólo algunas preferencias son compatibles con la estructura y los elementos constitutivos de esta nueva entidad. En este sentido podemos comprender la afirmación de Rousseau: "Ahora, el pueblo soberano, sin tener ninguna existencia fuera de los individuos que lo componen, no tiene y no puede tener ningún interés en conflicto con los de ellos"... pues esto implica que el hecho de que la persona colectiva no tenga una dimensión empírica —no siente ningún placer o dolor, deseos o inclinaciones— significa que ella no tiene intereses contrapuestos a los de sus miembros constitutivos. Esto asegura su imparcialidad, interpretación que resulta confirmada por lo que Rousseau dice unas pocas líneas mas adelante: "El soberano, por el solo hecho de existir, es siempre lo que debe ser". En otras palabras, esta entidad colectiva moral es poseedora de una existencia que no es material sino normativa. En mi opinión, la visión de democracia que la asocia a la soberanía popular puede

sólo entendida a través de esta concepción orgánica o colectivista del pueblo»15. Sin embargo, que Rousseau entienda al pueblo soberano como entidad distinta a la mera suma de individuos no quiere decir que lo entienda como algo diferente a los ciudadanos individuales que lo componen, y que se convierten en tales por y en el ejercicio procedimentalizado de la voluntad general. A diferencia de Habermas, Rousseau prolonga su principio de legitimación en una institucionalidad compuesta de procedimientos cuya plasmación en decisiones vinculantes implican la expresión de la voluntad general por medio de la ley. Habermas no cree esto posible ni deseable, y visualiza la voluntad general como idea regulativa de públicos informales que de modo espontáneo discuten sin estar forzados a llegar a ninguna decisión, y que en todo caso influyen sobre el sistema político por medio de un modelo de «asedio» o de «esclusas». La soberanía es intersubjetivamente ocupada por formas anónimas de comunicación sin sujeto, a pesar de que Habermas apela a sujetos capaces de guiarse según intereses generalizabas, oscilando quizás por esto mismo entre su adhesión a las formas liberales establecidas y su denuncia por promesas morales incumplidas. Ambos afirman que si bien la deliberación nunca es plenamente racional tampoco debe reducirse a un experimento mental como en Rawls, y a diferencia de éste no suponen individuos ideales en circunstancias ideales sino sujetos reales cuya voluntad razonable es la que tendrían en circunstancias ideales, dado que nada les impide o prohíbe imaginarse lo que su sociedad debiera ser aun en peores condiciones. Contra Rawls, ambos rechazan la acomodación recíproca de intereses en beneficio mutuo postulando la generalizabilidad de intereses a través de la formación cualitativa de las preferencias, inducida por presupuestos informales de la comunicación en

26

27

Habermas y por los procedimientos formales de la autolegislación en Rousseau. Y también acuerdan que el individuo habitualmente no convierte sus opiniones en razonables y se orienta más bien hacia una acción no justificable a través de razones públicas. Rousseau y Habermas pretenden por igual que la democratización sea un aprendizaje que redefina intereses y que no tenga por objeto sólo procesar conflictos entre diferencias, muchas de las cuales son consideradas legítimas por el mero hecho de existir. Pero mientras Rousseau propone instituciones que presionen moldeando a los ciudadanos para que adquieran la responsabilidad necesaria al experimentar personalmente las consecuencias de sus actos, Habermas sustrae a la ética discursiva toda pretensión institucional, siendo entonces posible que la potencia racionalizadora implícita en todo acto discursivo sea frustrada tan pronto las circunstancias permitan evadirse de la misma. Para Habermas el problema de Rousseau empieza, justamente, cuando éste extiende su principio de legitimación a una propuesta concreta de institucionalización, confundiendo ambos niveles. En efecto, Rousseau no hubiera disociado el principio ético del discurso de los mecanismos que regulan las acciones políticas, y cuya relación con la búsqueda de decisiones moralmente correctas trataba de «interiorizar» en instituciones para que la voluntad general no represente una sobrecarga subjetiva y lograr el mejor ensamblaje posible entre la necesidad de universalizar las preferencias individuales y los procedimientos colectivos aptos para ello, es decir, algo que se reclama a fines del siglo XX: instituciones que promuevan la constitución autorreflexiva de identidades. Habermas, y también Apel, podrán alegar que su principio ético no puede aplicarse directamente a la política en sociedades complejas, y que defender su moralización directa significaría retroceder en el proceso

de diferenciación social y avanzar hacia el de la politización total; pero eso sería pertinente para ideas sustantivas de bien aplicadas a cuestiones públicas de justicia, y no para su ética formalista y universalista limitada a justificar normas colectivamente vinculantes que, al aplicarse inmediatamente a la acción, no pueden tener nunca esos efectos. El avance fundamental que se registra con la moral deliberativa respecto de la fórmula rousseauniana consiste en zafarse del racionalismo cíclico sin recaer en el decisionismo. Quien argumenta ha reconocido sin recaer en el decisionismo. Quien argumenta ha reconocido ya contra-fácticamente la idea de comunidad ideal de comunicación en la que sólo son normas legítimas las que todos los afectados admitirían tras un diálogo en condiciones de igualdad y libertad para una argumentación, que busca el acuerdo respecto al mejor argumento sin recurso posible a la coacción. Cuestionarla requiere deliberar con la misma estructura procedimental que se denuncia, y quien reivindicara la superioridad de otras alternativas deberá hacerlo comunicativamente basándose en las mismas condiciones que rechaza.

29

Justificación y desobediencia de la democracia

Con todo, Niño advierte que la posición de Habermas, a veces, «puede verse como una variedad más compleja y sutil del subjetivismo ético de índole social… que sostiene que las razones morales se construyen a través del desarrollo del discurso moral. Los principios morales válidos son aquéllos a los que se arriba mediante un proceso de discusión sometida a ciertas restricciones formales (obviamente las restricciones no pueden ser morales si no se desea presuponer un orden moral independiente)» Su observación deriva del análisis de la «paradoja de la irrelevancia moral del gobierno»: si obedecer a un gobierno es una decisión autónoma fundada en un principio libremente aceptado, ¿en qué medida entonces estamos obedeciendo a un gobierno o nos estamos autogobernando? Y si siempre nos estamos autogobernando, ¿para qué es necesario el gobierno? Esta paradoja, aclara, puede presentarse sólo al postularse un orden moral y un conocimiento moral independientes de las prácticas colectivas de discusión. En tal sentido, Habermas negaría la posibilidad de que exista un sistema moral externo a las prácticas sociales involucradas en la formación y ejercicio del poder. Siendo la democracia el sistema que incorpora ese discurso a través del cual se constituye la verdad moral, producirá decisiones moralmente correctas, corrección que se mide con criterios inmanentes al propio procedimiento. De acuerdo con su interpretación, debería añadirse que el valor ontológico que Habermas atribuirá al procedimiento democrático escapa a la paradoja de la irrelevancia,

pero para desembocar en otra. Si los principios morales válidos son el resultado de una discusión real bajo determinadas condiciones, ¿a qué se refiere, entonces, la discusión? En caso de que todos los participantes asumieran que lo correcto es lo que resulta de ella, nadie aportará opinión alguna dado que su validez depende de que concluya la discusión, y nadie adelantaría lo que juzga correcto; en consecuencia, la deliberación no versará sobre nada sustantivo, convirtiéndose en una experiencia frustrante. Niño propone, en definitiva, que los principios morales no se constituyen como resultado del discurso moral, sino que simplemente se conocen. El resultado del discurso tendría un «valor epistemológico», y puede presumirse que se aproxima a la solución correcta o que habría sido aceptada en condiciones de racionalidad, conocimiento debido a los efectos positivos que tiene la discusión para detectar fallas en la racionalidad, en el conocimiento y en la imparcialidad. Si la relación entre discurso y verdad se entiende desde una posición en la que los principios no se constituyen como resultado de la discusión, sino que ésta es simplemente una buena aunque falible forma de conocerlos, la democracia, en tanto «sucedáneo» normado e imperfecto del discurso moral ilimitado cuando éste se vuelve inoperante, compartiría ese valor epistemológico en tanto preserva en un grado mayor que cualquier otro sistema los rasgos del discurso moral. La discusión, tanto en el discurso moral como en el democrático, promueve tendencias a la imparcialidad individual al maximizar el conocimiento de los intereses ajenos, la demanda de justificación de los propios, y las posibilidades de detectar errores lógicos y fácticos en los argumentos, como también la tendencia a la imparcialidad colectiva cuanto mayor es el número de participantes, el cual incrementa la probabilidad de decisiones correctas.

30

31

La democracia es, así, el método que minimiza la probabilidad de desvío moral en las decisiones, y que garantiza su obligatoriedad aun cuando contengan errores morales. Al respecto, añade: «...el procedimiento de discusión colectiva constituido por el discurso moral y aun por su sucedáneo imperfecto, el régimen democrático, es el procedimiento más fiable de acceso a la verdad moral... Pero no es el único. Es posible, aunque generalmente improbable, que por medio de la reflexión individual un sujeto se represente adecuadamente los intereses en conflicto, y que llegue a la decisión correcta en cuanto a su imparcialidad... Esta posibilidad explica el aporte que cada uno puede hacer a la discusión y que pueda pedir legítimamente reiniciar una discusión concluida por consenso... Pero dado que en general el procedimiento colectivo es más fiable y que él no operaría si en cada caso decidimos observar sus resultados o no de acuerdo a los de nuestra reflexión individual, ello justifica la obligación de tal observancia aunque nuestra reflexión individual nos indique una respuesta distinta»17 Para repetirlo con otras palabras: la democracia como método deliberativo es la única forma de poder que permite el conocimiento de decisiones moralmente correctas; es un instrumento útil para conocerlas aunque por sí mismo no determina la justicia de tales decisiones; su valor epistémico depende del grado de ajuste a las condiciones que hacen posible la tendencia a la imparcialidad (que todos puedan participar, sobre la base de una igualdad razonable, sin coacciones de ningún tipo, con capacidad de expresar sus intereses y justificarlos, en un grupo cuyo tamaño maximice la probabilidad de resultados correctos, sin minorías sistemáticamente excluidas, etc.). Al compararlas con nuestra propia reflexión individual, ésta en general tiene un valor epistémico más bajo debido a las dificultades para

representarnos—por altruistas que seamos—- la situación e intereses de personas muy diferentes a nosotros. La superioridad epistémica de la democracia genera, así, razones excluyentes para obedecer sus decisiones, aunque individualmente se tenga la percepción de que son moralmente erróneas. «A menudo es obvio que los intereses de algunos han sido ignorados y que la decisión mayoritaria es parcial. Sin embargo, el valor epistémico general de la democracia provee una razón para obedecer la decisión democrática aun en aquellos casos donde nuestra reflexión individual nos dice con certeza que la decisión es equivocada. Si ignoramos el resultado de la discusión colectiva y la decisión mayoritaria cada vez que nuestra reflexión en forma aislada nos dice que ella está equivocada, estamos dando prioridad a la reflexión y obedeciendo la decisión de la mayoría sólo cuando ésta coincide con nuestro propio pensamiento. Esto contravendría claramente nuestra conclusión de que el proceso democrático de discusión y decisión es generalmente más fiable epistémicamente que el proceso de reflexión aislada de cualquier individuo. De acuerdo con ello, debemos observar el resultado del proceso democrático aun en el caso en que estemos seguros de que está equivocado, siempre que se den las condiciones sobre las cuales se basa su valor epistémico». Y, agrega más adelante: «Específicamente, el valor del proceso no puede ser menospreciado por los resultados alcanzados a través de él, dado que el valor del proceso radica en producir los resultados que son presumiblemente valiosos. De manera similar, el proceso democrático no es contingente y no nos vemos expuestos a tener que demostrar que estos buenos resultados podrían producirse mediante otros procedimientos. Se presume que los resultados son buenos sólo porque han sido producidos a través de ese proceso. En consecuencia, la tensión entre el valor de este último y el de sus resultados simplemente se diluye debido a la conexión esencial existente entre los dos»18.

32

33

Caben dos objeciones al filósofo argentino. Primero, y en el caso de que su posición suponga un orden moral independiente constituido en criterio externo a las reglas de decisión, enfrenta nuevamente a la paradoja de la irrelevancia. La democracia produce decisiones cuya corrección es constitutiva de sus procedimientos en el sentido de que quienes los emplean presuponen procedimientos ideales a la luz de los cuales las juzgan como correctas o no, evaluando si otras reglas, distintas a las vigentes, o un mejor uso de las efectivamente tenidas en cuenta, no hubieran llevado a decisiones más justas que las obtenidas empíricamente. Lo que se incorpora a la discusión, y que es lo que interesa a Niño al objetar el «construccionismo ontológico» de Habermas, son principios de justicia «material» o «sustantiva», y argumentos de carácter causal y estratégico que, al ser debatidos, deben pasar por una doble prueba de validez: la prevista por los propios procedimientos de deliberación vigentes constitucionalmente, y la mucho más exigente sobreimpuesta por el principio normativo de justificación inherente a los mismos, y que no es anterior ni posterior ni exterior a las formas democráticas de hacer política. La acción comunicativa presupone ideales procedimentales que mantienen una relación interna con las reglas decisionales de la democracia real, y que permiten a sus participantes calibrar su validez tomando como punto de referencia empírico las decisiones resultantes, juzgando en cada caso cuál es el grado de ajuste o desviación de las reglas existentes respecto de las ideales, y actuar en consecuencia. Planteando de este modo, el criterio de crítica de los resultados de las reglas de decisión no supone un orden independiente de evaluación moral: permanece implícito como ideal procedimental en las prácticas discursivas de la acción colectiva que «apela a» y «hace uso de» reglas decisorias, y que dictaminando sobre la justicia

de sus resultados lo tiene que hacer necesaria y simultáneamente con ellas. En el fondo, todo cuestionamiento de las minorías a las decisiones mayoritarias es procedimental, y sea cuales fueren las bases sustantivas del desacuerdo supondrá, por ejemplo, que la deliberación no fue suficientemente prolongada como para que esa mayoría circunstancial entienda sus razones, y que deberían perfeccionarse los procesos decisionales o aplicarse de manera más apropiada las cláusulas formales que rigen al respecto. Sin este recurso a la crítica procedimental, dirigida a una deliberación que no ha sido suficientemente perfeccionada como para socializar el conocimiento e información vía intercambio público de argumentos conducentes a la imparcialidad, e indirectamente a la convertibilidad de mayorías en minorías, estas últimas tendrían que, o bien aceptar la paradoja antes aludida, o acusar mecánicamente de tiránica a la mayoría. En otros términos, la democracia es un procedimiento necesario para producir decisiones legítimas, y el criterio suficiente para determinar si las que ha producido son realmente justas es un procedimiento ideal en relación al cual se mide el grado de desvío o ajuste de las reglas vigentes; no se evalúan resultados reales en relación a resultados ideales, sino que se constatan resultados reales para evaluar si a la luz de los procedimientos ideales los vigentes podrían o deberían haber producido mejores resultados o deberían reformarse para que los produzcan. Que este procedimiento ideal se denomine discurso moral originario o situación ideal de habla o comunidad ilimitada de comunicación, o soberanía popular procedimentada, no cambia el planteamiento. La política es el debate por la definición de la democracia porque el contenido de toda decisión siempre es objetable procedimentalmente, disidencia que puede ser dirigida a: 1) errores o defectos en el empleo de los procedimientos democráti-

34 cos vigentes; 2) violación u omisión de los procedimientos; 3) insuficiencia o errores o defectos en el diseño institucional de los mismos; y 4) ausencia de determinados procedimientos o presencia de otros que son incompatibles con los procedimientos ideales. Segundo, si la reflexión individual puede concluir en soluciones más correctas en la medida que los procedimientos de decisión registren un desvío sustancial respecto a las condiciones que dinamizan la tendencia hacia la imparcialidad, pero aun en este caso los participantes deberán obedecer las decisiones democráticas —aunque sean moralmente erróneas— ya que de lo contrario —según Niño— pondrían en peligro al sistema, entonces se enfrenta a los participantes con la situación de tener que aceptar simultáneamente dos principios de corrección, quedando obligados a admitir que la decisión mayoritaria es correcta e incorrecta al mismo tiempo19. Si, por el contrario, adoptaran un punto de vista independiente de ese resultado, podrían estar aceptando dos principios de corrección moral diferentes y hasta incompatibles: «correcto» es tanto lo que defienden en la discusión como lo que resulta de ella. Si el grado de conocimiento de la verdad moral que la democracia permite es relativo al ajuste o desvío de las condiciones que posibilitan la dinámica hacia la imparcialidad y maximizan su valor epistémico, y si tales condiciones pueden estar tan distantes de la realidad que finalmente la reflexión individual resulte más fiable que la democracia para lograr una solución imparcial, ¿por qué la desobediencia a decisiones mayoritarias de escaso valor epistemológico desestabilizaría el sistema, imposibilitando —como preocupa a Niño— que en el futuro las decisiones cuenten con una mayor presunción de verdad moral? Que la democracia sea el único régimen justificable no equivale a decir que se deban obedecer sus decisiones moralmente incorrectas; se trata exactamente de lo con-

35

trario: por ser el único régimen normativamente fundamentable frente a la irrelevancia moral de los gobiernos, todas sus decisiones pueden ser desobedecidas en tanto resultan de procedimientos decisorios que implican siempre un determinado grado de desajuste con los ideales, condicionado a que el propio acto de resistencia sea pragmáticamente consecuente con estos últimos. Más bien es obedeciendo decisiones democráticas arbitrarias como se estancan y distorsionan sus procedimientos hasta el punto de exponerlos a un serio riesgo. La justificación y la desobediencia de las democracias no se basan en principios independientes de los procedimientos de deliberación pública para la adopción de decisiones, sino en criterios inmanentes a la propia argumentación, y que de acuerdo a la ética del discurso son innegables según el principio de consistencia performativa. Las razones por las que la democracia puede producir decisiones justas son ipso iure las mismas por las que hay que desobedecerla si no lo son. A la pregunta sobre si un individuo está moralmente obligado a cumplir una norma fácticamente consensuada debería responderse en sentido afirmativo si la considera justa procedimentalmente, tanto como que está obligado a oponerse a ella si juzga lo contrario. La resistencia civil es la señal inequívoca de que la autonomía individual puede ser moralmente compatible con la autoridad pública. La distinción de Habermas entre validez y vigencia, al tiempo que rompe con el círculo vicioso —el poder crea y aplica derecho mientras pretende legitimarse por mediación de ese mismo derecho—, ya no condena a la desobediencia a justificarse en valores privados e infundados racionalmente, puesto que para ello puede acudir a los mismos principios que legitiman el orden democrático. De esta manera existe una salida para el dilema que enfrenta a la legitimidad de la

36

37

norma con la legitimidad del acto que la desobedece: ambas conducen al mismo principio; y, aunque ningún orden legal —según Habermas— puede admitir su desobediencia, progresa en su legitimidad gracias a los impulsos que, como los de la resistencia pacífica, quiebran el consenso establecido, y promueven normas que la expresen en forma más coherente y profunda19 bis. La desobediencia justificada no está presente en Rousseau porque el autogobierno la hace innecesaria. Habermas, en cambio, la presenta como mecanismo de renovación de la legalidad20. En tal sentido su teoría proporciona un criterio que dirime la validez racional de las normas cada vez que se pone en duda que su validez positiva refleja suficientemente el principio que la ética discursiva establece para la producción imparcial de normas, o sea, de aquellas que expresan una voluntad general. «¿Por qué habría de estar justificada la desobediencia civil en el Estado democrático de derecho y precisamente en esta forma de Estado? Quisiera dar a la pregunta una respuesta iusfilosófica en lugar de una jurídico-positiva y sin saber con exactitud en qué medida coincide con la de Rawls... El Estado democrático de derecho, al no fundamentar su legitimidad sobre la pura legalidad, no puede exigir de sus ciudadanos una obediencia jurídica incondicional, sino una cualificada... (y)... si quiere mantenerse idéntico a sí mismo se encuentra ante una tarea paradójica. Tiene que proteger y mantener viva la desconfianza frente a una injusticia que pueda manifestarse en formas legales, si bien no cabe que tal desconfianza adopte una forma institucionalmente segura. Con esta idea de una desconfianza de sí mismo no institucionalizada, el Estado de derecho trasciende incluso el conjunto de sus propios ordenamientos positivos. Esta paradoja encuentra su solución en una cultura política que reconoce u otorga a los ciudadanos la sensibilidad, la capacidad de raciocinio

y la disposición a aceptar riesgos necesarios que son imprescindibles en situación de transición y de excepción para reconocer las violaciones legales de la legitimidad y, llegado el caso, para actuar ilegalmente por convicción moral... Precisamente por estas razones (se refiere a la imposibilidad de influir a través de los órganos o canales convencionales de la democracia), la presión plebiscitaria de la desobediencia civil suele ser a menudo la última oportunidad para corregir los errores en el proceso de aplicación del derecho o para implantar innovaciones. El hecho de que en nuestro ordenamiento jurídico se cuente con muchos mecanismos de autocorrección... viene a apoyar la tesis de que el Estado de derecho está frecuentemente precisado de revisión y no la otra de que deban excluirse otras posibilidades de revisión... Dado que el derecho y la política se encuentran en una adaptación y revisión permanentes, lo que aparece como desobediencia prima facie puede resultar después el preanuncio de correcciones e innovaciones de gran importancia. En estos casos, la violación civil de los preceptos son experimentos moralmente justificados, sin los cuales una república viva no puede conservar su capacidad de innovación ni la creencia de sus ciudadanos en su legitimidad. Cuando la Constitución representativa fracasa ante retos que afectan a los intereses de todos los ciudadanos, el pueblo puede resucitar los derechos originarios del ciudadano soberano. En última instancia, el Estado democrático de derecho depende de este defensor de la legitimidad... (por lo que)... el Estado tiene que prescindir de la tentación de aplicar todo su potencial sancionador con tanta mayor razón cuanto que la desobediencia civil no pone en cuestión el conjunto del ordenamiento jurídico... los tribunales han de admitir que la desobediencia civil no es un delito como los demás... (ya que)... deriva su dignidad de esa elevada aspiración de legitimidad del

38

Estado democrático... (y cuando)... persiguen al que quebranta la norma como si fuera un criminal y le penan de la forma habitual, incurren en un legalismo autoritario. Presos de un concepto de Estado derivado de relaciones jurídicas convencionales y premodernas, ignoran y empequeñecen los fundamentos morales y la cultura política de una comunidad democrática desarrollada»21. Y en otra parte agrega: «La desobediencia civil en el sentido de una transgresión no violenta de las reglas, como apelación simbólica a la mayoría que piensa de otro modo, es un caso extremo en el que pueden estudiarse el mutuo juego de relaciones que entre sí guardan la comunicación pública no institucionalizada y la formación democrática de opiniones y voluntades jurídicamente formalizada. La primera puede influir sobre la segunda porque la formación institucionalizada de la voluntad común está sujeta al principio al que me he referido antes: en los parlamentos, la formación de opiniones orientada a la verdad ha de hacerse preceder como una especie de filtro de las decisiones mayoritarias, de suerte que éstas puedan reclamar para sí la presunción de racionalidad»22. La desobediencia civil, finalmente, constituye la prueba más fehaciente de la madurez alcanzada por la cultura política moralmente motivada, siendo tarea de la teoría de la acción comunicativa fundamentar normas morales pero también la de detectar en la práctica cotidiana misma la insistente voz de la razón, incluso allí donde ésta está reprimida, desfigurada, distorsionada, esto es, identificar los potenciales de la racionalidad del «mundo de la vida», «en el que los recursos de la resistencia pueden regenerarse incluso en circunstancias desesperadas». Reafirmando su idea, podría suponerse que si la asimetría en la distribución del poder demanda legitimación por referencia a fines colectivos, cuya validez es determi-

nada formalmente (la simetría de poder se legitima por sí misma), y que si nunca se cumplen todos los requisitos formales ni los vigentes se aproximan tanto a los válidos, el rechazo a los fines acordados o decididos mayoritariamente hace de la resistencia una vía siempre abierta y necesaria para conflictos institucionales innovadores en términos de aquellos requisitos. No obstante, la desobediencia no juega en su teoría normativa de la democracia ningún papel que pueda reconstruirse conjuntamente con las reglas ideales implícitas e inevitables del diálogo Significativamente, no ha sido integrada a la teoría moral ni al modelo deliberativo de democracia, pero sí ha sido objeto de «ensayos» o «conversaciones» políticas. Si la libre obediencia a las normas legales, como sostiene Habermas, exige como primera condición un proceso democrático en el que los ciudadanos se puedan convencer de la legitimidad de sus decisiones y del ejercí' ció de la coerción para hacerlas cumplir, la resistencia civil no es un simple recurso ad hoc in extremis porque es obvio que esa primera condición —las formalidades a la que debe atenerse la toma de decisiones para que la ciudadanía se cerciore de que son democráticas— se verificó siempre parcial y limitadamente. Dicho en otras palabras, en su esquema la democracia no garantiza su propia desobediencia como mecanismo de autocorrección. Y esto es una deficiencia, al menos si la legitimación discursiva ha de tener como propósito nada menos que «desarrollar un modelo de diálogo público tal que puede desmitificar las relaciones de poder existentes y el diálogo público vigente que las santifica... (y)... Esto comprende: identificar las cuestiones a las que se les impide volverse públicas a causa de las constelaciones de poder existentes; identificar a los grupos que no han tenido acceso a los medios de expresión pública y de defender su inclusión en el discurso de la legitimidad; distinguir entre los acuerdos genuinos y

40

41

los pseudo compromisos basados en la intratabilidad de las relaciones de poder»23. En la medida en que las leyes y los actos que las resisten son igualmente legítimos porque remiten a los mismos principios de justificación, entonces la lógica de la resistencia está contenida en los propios presupuestos formales de la argumentación como regla que disocia y genera conflictos. La comunicación, en efecto, no se despliega sobre aquello en que se está de acuerdo sino en relación a lo que divide, pues toda opinión si es desinteresada puede comunicar exclusivamente una diferencia; por oposición a la «pertenencia a un interés» que elimina las «diferencias de opinión», la opinión se manifiesta como diferenciación y como radical apertura al diálogo, a un diálogo orientado a decidir. Como ha señalado Flores D'Arcais, la opinión es siempre «proyecto de ley», portadora de universalidad, que es lo que confiere poder a la ciudadanía24. Ante ello Haber-mas podrá alegar que en el discurso práctico no se pretende llegar a resoluciones sino simplemente a convicciones, y que en tal sentido no habría ninguna decisión vinculante que desobedecer. No obstante, si el diálogo está bajo la presión o «coacción del mejor argumento» de hecho se acepta la obligación de argumentar para llegar a un consenso en torno a cuál es ese argumento, del mismo modo que se confirma el derecho a desafiar los acuerdos vigentes, esto es, el derecho a su incumplimiento si se demuestra que se han pasado por alto alguna de las normas procedurales del discurso racional y que, de haberlas acatado, se habría llegado a un mejor resultado. Esta recreación del conflicto es inherente a las pretensiones de validez, y nadie puede guiarse por una idea de consenso racional —basado procedimentalmente en condiciones ideales de diálogo— si antes no hay ningún conflicto que resolver. Si el consenso basado en razones es un ideal crítico de los procedimientos reales de deliberación, no lo es menos

el conflicto como disputa racional hipotética, presupuesta de modo irrebasable e inevitable por cualquiera que se asuma argumentativamente como afectado por una decisión, pero excluido de las reglas que conducen hasta ella; esto es: cualquier afectado puede convertir su problema o el de otros afectados en un conflicto público exigiendo que se adopte una posición fundamentada al respecto, o poner en discusión las materias más controvertidas y las opciones más polémicas, reclamando a la contraparte que justifique sus diferencias sean cuales fuesen, o demandar la presentación pública de las mismas en términos de una formulación mutuamente comprensible. Todo argumento expone una diferencia disociadora respecto de acuerdos contingentes previos, dentro de una discusión que se presupone también forzada a buscar no necesariamente el consenso sino el mejor argumento. Tal complementariedad impide que cualquiera de ellos se conciba como derivación de identidades formadas privadamente en un mundo sin política. La idea de «consenso racional» es operativa para impugnar y corregir esos acuerdos si el conflicto que gira alrededor de la desigualdad no se concibe como «naturalmente dado». Si hay un diálogo contrafactual, un ideal desprovisto de contenido histórico, presupuesto en los diálogos reales, es porque éstos surgen por la presión de problemas que necesitan ser convertidos por «alguien» en conflicto público para ser resueltos, y porque hay un modo de plantearlos como tales que hace posible su resolución pacífica, esto es, en términos de aproximaciones sucesivas y revisables al consenso racional. El principio que ha de mediar entre la agregación de las voluntades particulares de todos y el ejercicio de la voluntad general de cada uno, cuya búsqueda introdujo a Rousseau en aquel razonamiento circular que se mencionaba al principio, no es otro que el que Habermas y Apel

42

43

postulan y que de modo inevitable se presupone en cualquier argumentación con sentido; pero, en su reconstrucción, la ética discursiva deja de lado el componente que activa precisamente esta búsqueda o pretensión de validez, y que no consiste en una inmediata necesidad de acuerdo guiada por la idea de consenso racional sino en la explicitación de un problema, en términos de una controversia que transcurre bajo los contornos de la idea regulativa de consenso, pero sin que para actuar racionalmente en lo sucesivo quien realiza el planteamiento esté obligado a llegar a un acuerdo determinado25. Este rechazo a la «obligación» de llegar a un acuerdo no anula en absoluto aquellas precisiones aportadas por Habermas al responder a la pregunta de McCarthy relativa a si una interpretación de la política en términos de teoría del discurso deja suficiente espacio para un desacuerdo racional. El mismo la replantea: «¿No resulta absurdo partir de la base de que en los procedimientos judiciales, o incluso en el proceso democrático, por principio debe haber, como mínimo, exactamente una respuesta correcta para toda cuestión de justicia?» 26 . E indica, al respecto, que en tal teoría la premisa de una única respuesta correcta no se postula ni para los compromisos entre intereses contrapuestos ni para los conflictos de valor (entre visiones del mundo o concepciones de lo bueno), pero que hay que mantenerla si de lo que se trata es de poder enfrentar el problema de la necesaria coexistencia, en igualdad de derechos, de diferentes culturas dentro de un mismo marco político. En tal sentido, las constituciones modernas han sido una solución eficaz y, precisamente, en la construcción de su entramado de derechos ha sido imprescindible desde un punto de vista lógico partir de la premisa de una única respuesta correcta. Aun ante cuestiones de justicia —dice Habermas— resulta útil manejarse «a partir de la analogía

de la verdad y con el código binario verdadero/falso, al que se remite la premisa de una única respuesta correcta (que, en este caso, vendría expresada por los elementos binarios justo/injusto)»27. Si se eximiera —continúa— al proceso democrático del supuesto que hacen los participantes de que, en principio, una y solo una respuesta es la correcta (aunque como observadores sepan que no tienen el tiempo suficiente para llegar a dicha solución), perdería necesariamente toda su fuerza de legitimación, puesto que entonces o bien tendría que concebirse como un puro compromiso entre intereses (que se canaliza por medio de reglas constitucionales que no pueden dilucidarse, a su vez, en términos de acuerdos de intereses), o concebirse como una discusión éticopolítica a gran escala entre subculturas que intentan coincidir de alguna forma en todas las cuestiones. «Esta sería una situación desesperada, pues en último extremo, puesto que es posible mostrar que en el plano del puro conflicto de valores no es posible un acuerdo racional, el proceso democrático quedaría, con ello, en manos de un poder estatal (o de una instancia semejante), el cual, después de que se hubiese discutido lo suficiente, adoptaría una decisión definitiva y vinculante. Y entonces uno se pregunta quién puede forzar aquí tal decisión y a partir de qué reglas, si no es precisamente basándose en reglas que puedan, por su parte, ser aceptadas... Por consiguiente, es racional contar con que en las cuestiones de justicia —que, en principio, sólo admiten una respuesta— no podemos llegar a un acuerdo a su debido tiempo (in due time). Esto es realista. Porque sabemos que en la práctica —a causa de las restricciones cognitivas y espaciotemporales a las que estamos sometidos— esta solución no es alcanzable, hemos introducido procedimientos de decisión (como la regla de la mayoría) que nos permiten decidir de una forma razonable en ese

44

tipo de situaciones.» Y agrega: «También es racional contar con que en algunos casos probablemente no nos pondríamos ni siquiera de acuerdo sobre si se trata de una cuestión moral, que pueda ser regulada realmente en interés de todos, o si se trata de una cuestión ética. Para ello afortunadamente están también los procedimientos institucionales, que, como los que regulan la actividad de nuestros parlamentos, son neutrales frente a la clasificación de tales cuestiones; al estar suficientemente indiferenciados respecto a contenidos determinados —no discriminan y posibilitan deliberaciones que obedezcan a su propia lógica—, permiten confiar en la fuerza autoselectiva de los discursos en los que se podrá poner de manifiesto aquello que no es susceptible de compromiso —por ejemplo, en los conflictos de valor— o aquello que falsamente es tratado como una cuestión ética a pesar de ser una cuestión de justicia»28.

La resistencia pacífica como estrategia moral

Esta revisión «inmanente» de los presupuestos del discurso posee algunas derivaciones. Es obvio que las condiciones de aplicación de la comunidad ideal de comunicación no están dadas en la comunidad real de comunicación, pues de otro modo aquéllas no estarían presupuestas contrafácticamente en éstas; sin embargo, basándose en ello se ha generalizado la idea de la acción comunicativa como opuesta o antagónica a la acción estratégica, pese a que aun en el debate más logrado los interlocutores deben estimar con anterioridad las consecuencias de sus argumentos y las reacciones de los otros, siempre que quieran —claro está— identificar cooperativamente la mejor solución para un problema, tratando de convencer de la imparcialidad de la suya. Esto es, las anticipaciones recíprocas están presentes en cualquier diálogo, aunque no se asimilan al cálculo maximizador autointeresado, que conduce, en cambio, a un conflicto de suma cero o a una relación paramétrica, en los cuales la evaluación de lo que harán los demás carece de sentido. Enfrentados a situaciones de lucha entre intereses no generalizables o a juegos con equilibrios ineficientes, los individuos recurren a una acción que siempre es comunicativa y estratégica en un plano de simultaneidad. En la deliberación se plantean pretensiones de validez basadas en presupuestos ideales e inevitables de diálogo; cuando tales pretensiones son cuestionadas o desafiadas, hay que recurrir a la argumentación para restablecerlas, reduciendo la incertidumbre a través de la recreación de la confianza e impidiendo con ello que la acción estratégica,

46

47

cuando se vuelve incompetente para determinar una «solución de equilibrio», degenere en agresión. A su vez, la acción estratégica es necesaria porque las condiciones de aplicación de la ética discursiva no están ni estarán en absoluto dadas en ningún contexto y, además, porque cuando la acción comunicativa está bajo la presión de intereses no generalizables, aunque exista necesidad de comunicarse, no hay garantía alguna de llegar a un acuerdo. La comunicación debe anticipar cómo reaccionarán los demás, si quiere persuadir; las estrategias no son a-sociales o a-morales porque siempre tienen algo que comunicar, ni necesariamente se identifican con la manipulación. El mejor de los argumentos carecerá de fuerza persuasiva si no puede estimar por adelantado la reacción de los interlocutores. En una palabra, la fuerza vinculante de la comunicación y la eficacia del cálculo estratégico son complementarios; pero donde esta com-plementariedad es paradigmática es en la desobediencia civil expresada como resistencia pacífica. No es éste el punto de vista de Habermas ni el de Apel. El primero, porque si bien postula no confundir la cuestión de la fundamentación de las normas moralmente correctas con la de su aplicación contextualizada, lo hace al precio de insistir en que «las normas no contienen las reglas de su aplicación», sino que esta última es únicamente posible a través de un esfuerzo de interpretación mediante un acto de autonomía electiva e intransferible de cada sujeto moral, elección que incluye elementos cognitivos, biográficos, de motivación. Ciertamente, pero si el principio de universalización de la ética discursiva («Toda norma válida debe satisfacer la condición de que puedan ser aceptadas, con libertad por parte de todos los afectados, las consecuencias y efectos colaterales que previsiblemente resulten de su cumplimiento generali-

zado, para la satisfacción de los intereses de cada uno») no contiene la regla de su propia aplicación, es irresponsable políticamente. Pues, si los afectados por una norma han de considerar previamente las consecuencias que tendría su cumplimiento para sus propios intereses, quiere decir que puede y debe ser aplicada inmediatamente a la resolución de los conflictos actuales, y esto es imposible de llevar a cabo sin la información y conocimiento que sólo puede provenir de las interacciones estratégicas, es decir, de ámbitos que Habermas define como desacoplados o separados del «mundo de la vida». Pareciera, entonces, que cuando se trata de la traslación práctica del principio de universalización, Habermas reprodujera la dicotomía kantiana entre lo inteligible y lo empírico, y que ésta se prolongara en una tensión entre la exigencia de consenso racional y el presupuesto de la razón situada. No es que Habermas niegue los compromisos estratégicos como segunda mejor opción para resolver conflictos, sino que los reserva como mal menor para situaciones en las que no ha sido posible el consenso guiado por el juicio imparcial de los intereses de todos los afectados; es decir, a mi entender, todas. Y no es, tampoco, como cree McCarthy, que el principio de universalización de Habermas sea inaplicable cuando se dan divergencias fundamentales en las orientaciones de valor. «La separación», dice, «entre el procedimiento formal y el contenido sustantivo nunca es absoluta: no podemos estar de acuerdo sobre lo que es justo sin alcanzar un cierto grado de acuerdo sobre lo que es bueno»29. Pues, como este mismo autor aclara, el discurso práctico de Habermas está concebido precisamente para estas situaciones, en las que hay concepciones rivales de lo bueno e intereses y valores en conflicto. Precisamente porque no hay un punto arquimédico desde el cual juzgar si lo que la mayoría decidió es realmente el mejor argumento es por lo que los disidentes

48

49

han de reiniciar el debate, una y otra vez, incluso desobedeciendo decisiones. No puede haber acuerdo alguno sobre lo que es bueno; más aún, para que sea posible el desacuerdo en esa dimensión es necesario que sea precedido por un consenso sobre lo que es justo, empezando por las reglas para ponerse en desacuerdo. Las democracias, en realidad, no deberían ser diseñadas para viabilizar el consensus omnium en temas sustantivos; por el contrario, deberían pensarse en términos cada vez más flexibles y abiertos para promover la mayor variedad y sustantividad en los conflictos, así como una rápida mutación en sus contenidos. Se puede coincidir con McCarthy en algo que él aprecia como negativo: ya que el discurso político tiene lugar bajo condiciones que no son las ideales, siempre les estará permitiendo a los disidentes condenar cualquier decisión colectiva dada como si estuviera viciada por limitaciones de facto y, por lo tanto, como no aceptable bajo condiciones ideales. Esto es claro, inevitable, y no necesariamente perverso; tampoco alcanza para justificar la desobediencia, que se invalida a sí misma si pasa a ser sistemática, pues quienes resisten deben determinar cuáles son los procedimientos a «reformar» dando cuenta de por qué los vigentes son las que dan «forma» a tales limitaciones de facto. Tampoco, y a su modo, Apel concedería que lo comunicativo y lo estratégico son partes de una sola y misma acción. En este terreno desliza que la aplicación de principio de universalización —por ejemplo, el ejercicio de una regulación consensual-discursiva del conflicto— separada de la racionalidad estratégica, sólo puede realizarse aproximativamente donde el contexto moral y jurídico lo posibiliten. Por eso su implementación ha de conectarse a esos contextos y formas de vida. No se cuestiona ni limita su validez universal, sino que, en tanto las condiciones colectivas de aplicación de la ética posconvencional del

discurso no se hayan realizado, quienes comprendan la validez universal del principio en el plano de la fundamentación deberán actuar responsablemente acudiendo a la acción estratégica «de modo adecuado a la situación, de forma que la máxima de su acción pudiera considerarse como una norma susceptible de consenso, si no en un discurso real, sí al menos en uno ideal imaginario de todos los afectados de buena voluntad», con el compromiso de colaborar en la progresiva supresión de la diferencia reconocida entre la comunidad real y la ideal anticipada ya siempre contrafácticamente30. La idea de consenso racionalmente motivado opera como patrón de medida de los procedimientos institucionalizados de la democracia. En efecto, la resolución pacífica de conflictos es posible sólo por la fuerza cohesiva de las pretensiones de validez presentes en la comunicación orientada al entendimiento. Los acuerdos estratégicos, en cambio, no están libres de violencia o amenazas de violencia. No obstante, continúa Apel, los argumentantes que han aceptado una comunidad ideal de comunicación siguen siendo miembros de una comunidad real de comunicación, con intereses estratégicos, y consiguientemente se han limitado a «anticipar por contraposición» esos presupuestos ideales, que sólo podrán realizar aproximativamente. Es por ello que las democracias admiten su propia imperfección respecto a la idea regulativa subyacente en ellas, y abren «un legítimo espacio de juego a la crítica del Estado y del derecho, e incluso posiblemente a la desobediencia civil, en el sentido de la defensa de la legitimidad frente a la legalidad». Quienes argumentan están desde un principio bajo la exigencia del ideal contrapuesto de superar progresivamente la distancia entre las condiciones fácticas y las anticipadas en la comunicación, debiendo acudir tanto «como sea posible» a mecanismos discursivos y «tanto como sea necesario» a la acción estratégica31.

50

51

Sin embargo, esta recomendación de Apel —los conflictos deben resolverse por la vía del entendimiento recíproco «tanto como sea posible» o por la acción estratégica «tanto como sea necesario»— no es coherente con el principio de fundamentación defendido. Preguntarse cuándo es posible el discurso y cuándo es necesario el cálculo retrotrae al principio que la propia pragmática ofrece. Intentar determinar cuándo es o no aplicable, admitir una acción inferior a la más racional cuando ésta no es posible, limitar o suspender o condicionar o complementar el principio de universalización, desembocan irónicamente en una autocontradicción pragmática. Ese punto de vista es aún más inaceptable respecto de la resistencia civil, que no implica la autoafirmación de un interés ni instrumentaliza la relación con los otros, ni apunta a expropiar el poder generado por los demás, y que busca recrear el conflicto como vía hacia el entendimiento. Tendente a cuestionar reglas de decisión que impiden el tratamiento de determinadas materias para evitar que su conflictividad se propague de inmediato a las reglas mismas, y que re-sitúa (resistere) a las partes dentro de un diálogo bloqueado por las asimetrías de poder, poniendo en evidencia la incongruencia con el propio principio al que refieren su legitimidad, está autorizada al incumplimiento de disposiciones sin otra fuerza que la de la razón que se ofrece y que no «se tiene», y a reclamar pro forma el comienzo de la discusión con los «afectados por, pero excluidos, de las decisiones». En tal sentido, satisface la necesidad de anticipar la reacción de los demás a través del cálculo estratégico, sólo que ahora en vez de aparecer como antagónico al principio de la ética discursiva, pasa a ser el medio más racional para realizarla porque su acción no se sustenta ya en la mediatización del otro sino en la asunción personal de toda responsabilidad frente a las consecuencias de esa acción32.

No porque las reglas de la comunidad ideal de comunicación no estén realizadas institucionalmente en ninguna parte (aunque las del debate parlamentario puedan aproximárseles) es inmoral urgir incondicionalmente que todos argumenten en serio y actúen consecuentemente con ellas, sino porque se niega o ignora el derecho igual-, mente incondicionado de resistir basándose aquellas mismas reglas cualquier conclusión inferior a la que conduciría el procedimiento ideal, o de incumplir decisiones injustas por cualquiera de los cuatro fallos mencionados. Es este derecho, y ningún otro, el que autoriza legítimamente a quienes lo ejercen a reclamar el deber de argumentar seriamente; esto es, quienes sobrellevan la carga de las consecuencias de su acción sin endilgar ni transferir a terceros responsabilidad alguna al respecto son los que —a la vez que prueban la posibilidad de poner en práctica tales reglas al margen del «coeficiente de adversidad» del contexto de que se trate— tienen mayor autoridad para ello. Otra cuestión muy diferente es que quienes se preocupan sistemáticamente por la corrección de los procedimientos, al quedar fuera de la Constitución, se expongan a sufrir derivaciones represivas obvias. En tal sentido, debería impedirse que la desobediencia civil se convierta en inmolación, o que ella misma degenere en actos de violencia involuntaria contra otros derechos. El modus decidende de las democracias tendría que registrarla en términos de mecanismos institucionales que restablecen la discusión del problema que originó la decisión o de cuestiones que se ha decidido no decidir. Habermas no parece admitirlo: «En contra de la legalización de la desobediencia civil se argumenta la indeseable consecuencia de que se convierta en un comportamiento normalizado. Cuando desaparece todo riesgo personal se hace problemático el fundamento moral de la protesta de quien que-

52

53

branta una norma; incluso su impacto como reclamo queda desvalorizado. La desobediencia civil tiene que moverse en el umbral incierto entre legalidad y legitimidad»33. La apelación a reglas ideales no es la única base de la desobediencia. Ha debido antes recurrir a las reglas vigentes, pasando por todas las instancias previas de petición y oposición legalizadas; atenerse a todas las consecuencias a que tenga lugar el acto de resistir, el cual no ha de ser dirigido contra alguien, o cuyos efectos deban ser soportados por terceros. Se trata de una acción colectiva cuya especificidad y radicalidad consisten, precisamente, en que los afectados por una decisión la impugnan en nombre de los propios fundamentos del orden democrático en que tuvo lugar, y en que sus consecuencias constituyen un autosacrificio libremente asumido. No representa ni delega a nadie, y su efectividad se mide por su rechazo no violento a la violencia, pues en cuanto la admita revelará su impotencia y se invalidará a sí misma. Cualquier variante decisionista consideraría, a pesar de estos requisitos, absolutamente inaceptable la desobediencia civil. Y, desde su perspectiva, es lógico que lo sea: si la legitimidad se reduce a la legalidad, todo acto ilegal es ilegítimo. Para la autocomprensión normativa de los ciudadanos de las democracias capitalistas la soberanía popular es fuente fundante y fundamentadora de las decisiones públicas; consecuentemente, la desobediencia civil no puede aparecer como instrumento ilegítimo: el ciudadano no está obligado moral y políticamente a una obediencia irreflexiva, acrítica, pasiva e incondicional, por más que hayan sido adoptadas por autoridades democráticamente electas. No obstante, siendo la democracia moralmente superior a cualquier gobierno, porque cuenta con un procedimiento análogo al procedimiento moral, y es su sucedáneo cuando éste no puede operar,

puede parecer paradojal que pueda alegarse contra ella con argumentos de índole moral, y no simplemente estratégicos. La paradoja fue apuntada por Kant, quien aducirá que para que la ciudadanía sea autorizada a la resistencia debería ser por ley, que sería contradictoria porque el soberano, al admitir la resistencia contra sí mismo, renuncia a la propia soberanía34. Al respecto, Habermas, que apenas se aparta de Kant, coincide con Rawls y Dworkin35 en el sentido de que la desobediencia civil es un acto ilegal no violento con motivaciones morales y políticas que intenta influir sobre la opinión pública. Pero a esta definición la flanquea, por un lado, la inoperancia de un acto de desobediencia que reuniera sólo esos requisitos y, por otro, la vulnerabilidad frente a la fácil acusación por parte de las autoridades constituidas de que en realidad se trata de un hecho delictivo. Los mismos autores reafirman que el Estado no debe tratar a sus protagonistas como delincuentes, pero debe mantener la penalización que les corresponda para evitar el efecto indeseado de normalización. Esa definición no se corresponde con la propia valoración de Habermas en el sentido de que la desobediencia civil es el indicador más fehaciente de la madurez alcanzada por una cultura política moralmente motivada, y de que representaría el «guardián último» de la legitimidad democrática. La desobediencia civil no equivale a la objeción de conciencia (aunque sería raro que, si está fundada moralmente, no pretendiera extenderse al plano político y derogar la ley transgredida): los individuos en rebeldía no deciden aisladamente cuándo una ley es injusta, y se oponen en sentido inequívocamente político a la ley transgredida, y reclaman su reemplazo, sin establecer cuál. Es un acto de resistencia fáctica y simbólica, no un mero acto de «violencia simbólica» como afirma Habermas; aunque

54

55

nunca es total porque se supone que opera bajo una democracia, no se reduce a pura retórica ya que la validez de su argumento depende de su correspondencia testimonial con la acción desplegada por sus protagonistas ante la dominación, que nunca se abre gratuitamente a la reciprocidad y a las buenas razones. Es un acto ilegal, pero no sedicioso, ya que remite ipso jure a. los fundamentos de la legitimidad de los procedimientos, es decir, acepta su principio de justificación pero no las reglas establecidas. Hace explícito el error procedimental y coloca a la ciudadanía como intérprete de la Constitución y constituyente último. Apela previamente a todos los dispositivos institucionales, y es únicamente con el agotamiento de estos recursos que emerge su razonabilidad. Sus agentes asumen las consecuencias prácticas y calculan los efectos que su acción puede tener sobre terceros36. Habermas no compartiría este conjunto de rasgos adicionales de la resistencia civil como modus faciendi. más si se tiene en cuenta su advertencia de que nunca debe ejercitarse fuera del ámbito constitucional. Por el contrario, aquí se afirma que la desobediencia civil siempre es inconstitucional, y lo es porque cualquiera que sea el tema sustantivo que la activa impugnará indirectamente los procedimientos cuyo diseño fundamental se hallan en la Constitución. Pues, si se limitara a golpes calculados de efecto simbólico sin otra intención que el de apelar a la comprensión de la mayoría —como en definitiva pretende Habermas—, la derivación obvia es que solamente será legítima si es inefectiva. Si la legitimidad de las constituciones democráticas no procede de la irrevocabilidad de sus normas como hechos definitivos en tanto procedimientos que deciden qué reglas decisorias son las avaladas coactivamente, sino de la continua puesta a prueba de su racionalidad en cada decisión3, admitir reglas de participación directa de la

ciudadanía para proceder a este test regularmente es una posibilidad lógica, pero también política. La democracia directa, a la vez que promueve la politización de problemas hasta el momento marginados de la discusión pública, evita que se acumulen conflictos pendientes des resolución. Su institucionalidad, a través del ensamblaje de los actuales mecanismos de representación política con múltiples espacios deliberativos por los que circulen, por ejemplo, iniciativas populares constitucionales y legislativas seguidas de consulta referendaria vinculante en caso de rechazo parlamentario, harían innecesaria la desobediencia civil. La combinación permitiría, por medio del principio de la mayoría, regular los criterios y condiciones de aplicación del propio principio mayoritario en cada materia, fundamentalmente en la toma de decisiones cuya legitimidad moral debe ser reforzada a raíz de su irreversible trascendencia futura. Y redefiniría la función que cumplen los representantes. Pues, antes de la deliberación no hay nada que representar dado que el individuo no es aún un ciudadano, es decir, un sujeto con opinión pública, capaz de ponerse en el lugar de los otros y defender los derechos del adversario. Como ha dicho Flores D'Arcais: para defender los propios intereses no es necesario ser democrático. La virtud cívica constitutiva de la ciudadanía es, precisamente, la que se manifiesta como diferencia conflictiva —porque está libre de intereses— y como diferencia conflictiva — porque se dirige a obtener una decisión colectiva obligatoria— que no es posible sin un espacio deliberativo común con oportunidades simétricas de acceso. Después de la deliberación, tampoco: las decisiones relevantes ya han sido tomadas en el curso del debate. Sin embargo, las constituciones vigentes sólo suelen contemplar ad usum el derecho a la resistencia en nombre de su propia defensa, cuando en realidad el derecho a que

56

también sus decisiones puedan ser resistidas, el «derecho a tener derechos», no puede recusarse sin contradecir la misma justificación de las democracias. Pese a que los ciudadanos deberían poder demostrarse a sí mismos que si en todo caso se adaptan acrítica y deferencialmente a las decisiones de la democracia reales, o si no quieren optar libremente como tales, no es porque se lo imponen reglas de decisión en cuya legitimación no ha participado.

Notas-

1 Esta interpretación responde a una lectura del conjunto de sus obras, especialmente del Discuno sobre la economía política y El contrato social. Para puntos de vista convergentes con el expuesto, véase J. Rubio Carracedo, ¿Democracia o representación? Poder y legitimidad en Rousseau, Centro de Estudios Constitucionales, 1990; R. Grimsley, La filosofía de Rousseau, Alianza, 1993; B. Riutort Serra, «Desigualdad y dominación en el segundo discurso de Rousseau», Anthropos, Suplementos 28, 1991. 2 J.J. Rousseau, Discurso sobre la economía política, Tecnos, 1985, trad. y estudio preliminar de J. Candela, pág. 48. Este artículo breve de Rousseau rué publicado por primera vez en el tomo V de L'Encyclopédie, en noviembre de 1755. Es su primer escrito político, en el que ya aparece esbozado El contrato social. Su argumento fundamental es el siguiente: la voluntad general es el principio de justicia («es el origen de las leyes y la regla de lo justo y de lo injusto», pág. 9) adquirida históricamente por la conciencia humana y que se expresa mediante la ley, cuya obligatoriedad deriva de la reciprocidad del contrato entre hombres libres e iguales que se convierten en ciudadanos al legislar personal y directamente. La fuerza pública del gobierno (ejecutivo y judicial) subordinada a la soberanía legislativa de los ciudadanos —que es el ejercicio de la voluntad general— debe compensar a los ciudadanos por la parte del poder que le ha sido atribuida mediante un conjunto de disposiciones y actividades que permitan a éstos seguir legitimándolo, legitimación que sólo puede provenir si el gobierno actúa con virtud, «la conformidad de la voluntad particular 3 la general» (pág. 19). No alcanza con la sujeción a la ley; sin la práctica de la virtud habrá una sobreacumulación de leyes que no hacen más que profundizar una situación inicial de corrupción en la que los intereses particulares atenían contra el interés común. Ahora, lo que sea la voluntad general para los ciudadanos de una determinada sociedad puede ser particular para los de otra sociedad. «Toda sociedad se compone de otras sociedades más pequeñas... cada una de las cuales posee sus intereses y sus máximas... La voluntad de dichas sociedades presenta siempre dos tipos de relaciones: para sus propios miembros es una voluntad general; para la gran sociedad, es una voluntad particular. Con frecuencia es una voluntad recta bajo el primer aspecto y viciosa bajo el segundo... por desgracia, el interés personal está siempre en razón inversa respecto del

58 59
deber... la voluntad general es siempre la más justa... De ello no se sigue que las deliberaciones publicas sean siempre equitativas... Una cosa es, por tanto, la deliberación pública y otra la voluntad general... jamás sucederá que el pueblo no sea tentado por intereses particulares, presentados como los intereses del pueblo por algunos hombres hábiles valiéndose de su prestigio y elocuencia... Examinad con cuidado lo que ocurre en cualquier deliberación y veréis que la voluntad general propende siempre al bien común, si bien existe siempre una escisión secreta», una agrupación táctica con intereses particulares. «Así pues, el cuerpo social se divide realmente en otros varios cuyos miembros adoptan una voluntad general que es buena y justa respecto de esos meros cuerpos, pero injusta y mala respecto del todo del que todos aquéllos se desvinculan» (págs. 10, 11 y 12). La primera máxima y más importante del gobierno legítimo... «es la de guiarse en todo por la voluntad general. Pero para seguirla es necesario conocerla y sobre todo distinguirla de la voluntad particular, comenzando por uno mismo; distinción siempre difícil de hacer y para la cual sólo la más sublime virtud puede proporcionar luces suficientes. Como para querer hace falta ser libre, otra dificultad no menor consiste en asegurar a su vez la libertad pública... Ahora bien, ¿cómo forzar a los hombres a defender la libertad de uno de ellos sin atentar contra la de los demás?... ¿Cómo es posible que obedezcan sin que nadie ordene, o que sirvan sin tener amo, siendo de hecho tanto más libres cuanto que, bajo una aparente sujeción, uno pierde la libertad sólo si ésta puede perjudicar a la de otro? Estos prodigios son obra de la ley». Es tan sólo a la ley a quien los hombres deben la justicia y la libertad. Es la que «enseña a obrar según las máximas del propio juicio y a no caer en contradicción consigo mismo. Asimismo es a ella, tan sólo, a quien los jefes deben hacer hablar cuando mandan, pues tan pronto como un hombre pretende someter a otro a su voluntad privada con independencia de las leyes, sale del estado civil y entra de lleno en el estado puro de naturaleza, en el cual la obediencia es prescrita tan sólo por necesidad... En el fondo, como todos los compromisos de la sociedad son recíprocos, no es posible ponerse por encima de la ley sin renunciar a sus ventajas, ya que nadie debe nada a quien pretende no deber nada a nadie. Por la misma razón, ninguna exención de la ley será jamás aplicada... pues la república aboca en la ruina desde que alguien puede pensar que vale la pena desobedecer las leyes... La potencia de las leyes... extrae su gran peso de la razón que la dictara... el primer deber del legislador es adecuar las leyes a la voluntad general... (pero)... ¿queréis que se cumpla la voluntad general? Haced que todas las voluntades particulares a ella se orienten; y como la virtud no es otra cosa que la conformidad de la voluntad particular a la general, lo mismo da decir solamente: haced que reine la virtud» (págs. 14-20). 3 J.J. Rousseau, El contrato social, Edaf, 1991, pág. 90. Sobre est» paradoja llaman también la atención C. Orre, y U. Preub en «Instituciones democráticas y recursos morales», ¡segoria, 2, 1990. Y Rubio Carracedo, of. cit., pág. 136. 4 El decisionismo más burdo ha sido el de Schmitt, y el más elaborado el de Heidegger y Sartre. Para Sartre, dentro y fuera del individuo no hay más posibilidades, pero no la posibilidad de determinar cuál es la más auténticamente propia dado que todas son equivalentes. Una elección se justifica por el mero hecho de ser tal, pues el hombre es libre, vale decir, indiferente frente a sus posibilidades. Sin embargo, admitir la equivalencia representa renunciar desde el vamos a la elección y significa la pérdida de codas las posibilidades, indistintamente. Heidegger constata esta equivalencia menos la de una posibilidad, la que niega todas las demás: la posibilidad de la muerte. Pero si la única elección posible es vivir para la muerte, tampoco hay elección, puesto que si es precisamente la que pone fin a la existencia, revierte en necesidad. En ambos, la equivalencia de las posibilidades constitutivas de la existencia destruye su problematicidad moral. Véase al respecto N. Abbagnano, Exietencialismo positivo, Paidós, 1964, págs. 5872. En su Crítica a la razón dialéctica, Sartre mantiene que romper con la «serie» significa una apertura radical donde lo que importa es la decisión, una decisión contra la serialidad, por la que se huye sin saber a dónde, y que conserva, sin embargo, el germen de la involución, es decir, la vuelta a la serie. El autor italiano, en cambio, propone que en las propias posibilidades constitutivas del hombre está la norma para evaluarlas: la posibilidad que, habiendo sido elegida, se consolida como tal. Las decisiones derivan su valor sólo de la posibilidad de que su adopción no las haga intrínsecamente inviables. Mientras que, si se ha decidido mal o erróneamente, como puede ocurrir, la decisión se vuelve en contra e impide toda relación con uno o con otros. Esta versión existencialista podría no estar tan distante del universalismo ético: ¿qué posibilidad puede garantizarse más a sí misma que aquélla que es decidida por acuerdo y con la libre e igualitaria participación de todos los implicados en su realización? Un planteamiento en torno al irracionalismo ético pertinente para la presente discusión, en A. Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Ediciones Sigúeme, 1985, págs. 37-77. Por su parte, Kvaternik analiza la factibilidad de una recepción liberal de Schmitt, tal como lo propone H. Lubbe al tratat de encontrar un fundamento deci-sionista al principio de la mayoría. Y explica que, desde una perspectiva decisionista, las mayorías intensas son duraderas, mientras que en la visión liberal son agregados efímeros, aun cuando sean intensos. E. Kvaternik, Regla de mayoría, decisión y decisionismo, 1995, presentado en el II Congreso de Ciencia Política, Mendoza.

60
5 La misma concepción de la razón que les impide distinguir entre legitimidad fáctica y legitimidad racional reduce a la política a enfrentamiendo entre oposiciones inconmensurables. Una propone procedimientos formales para mediar conflictos y evitar la violencia, pero sin que sea posible criticar las posiciones relativas de poder, puesto que no se admite ninguna instancia a partir de la cual puedan ser cuesionadas, y la otra rechaza tales procedimientos porque implican la conservación del orden y cualquier acción dentro de las instituciones es o inútil o estratégica. Rehuir la disyuntiva supone hacer conmensurables las diferencias. La política incluye interacciones estretégicas que remiten en último término a un acuerdo basado en el entendimiento cuyas pretensiones universalistas expone al poder a la necesidad de fundamentación y a la posibilidad de crítica, al tiempo que permite distinguir entre legitimidad fáctica y racional, entre política y violencia, entre orden justo e injusto. Este es el análisis de J.F. García, La racionalidad en política y ciencias sociales. Centro Editor para América Latina, 136, 1994, pág. 36. Para un intento de detectar el núcleo decisionista presente sin excepción en los diversos modelos teóricos, desde Rousseau en adelante, véase A. Colombo, «Las democracias y sus teóricos», en E. Kvaternik, Elementos para el análisis político, Paidós, 1998. 6 En la medida en que la revolución francesa vino inspirada por Rousseau, se distinguió de la revolución americana en que los derechos humanos no se hacían anteceder como un filtro a la práctica autónoma que representa la actividad legislativa, sino que " habían de deducirse de esa misma práctica. En los derechos del hombre Rousseau no reconoce otra cosa que las estructuras y presupuestos de los procesos de formación democrática de la voluntad colectiva. Cuando se los entiende as! se evita la lectura que de ellos hace el liberalismo. Entonces no cabe oponer unos derechos humanos entendidos en sentido individualista a las metas que representen la emancipación social.» J. Habermas, La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, 1991, pág. 146. En M. Herrera (coord.), / Habermas. Moralidad, ética y política. Alianza, 1993, págs. 27-58. Asimismo, al soslayarse que ya en Rousseau la razón se despliega en diálogo encauzado por procedimientos, ha llevado a equívocos, como el Arendt: «La obligación moral del ciudadano de obedecer a las leyes se ha hecho derivar tradicionalmente de la suposición de que, o bien consentía en obedecerlas o, en realidad, era su propio legislador; de esta manera se suponía que bajo el dominio de la ley los hombres no están sujetos a una voluntad extraña sino que solamente se obedecen a sí mismos —con el resultado, naturalmente, de que cada persona sea al mismo tiempo su propio dueño y su propio esclavo, y de que lo que se concebía como conflicto tradicional entre el ciudadano,

61
preocupado por el bien común, y el yo mismo, buscador de su propia felicidad, se ha interiorizado. Esta es la esencia de la solución rouseeauniano-kantiana al problema de la obligación, y su defecto, desde mi punto de vista, es que traslada el conflicto a la conciencia —a la relación entre el yo y el mí mismo—». En H. Arendt, La crisis de la república, Taurus, 1973, págs. 91 y 92. 7 Para una crítica basada en A. Wellmer según la cual Habermas incurre en el círculo lógico que aquí se atribuye originariamente a Rousseau, véase E. Serrano Gómez, Legitimación y racionalización. Weber y Habermas: la dimensión normativa de un orden secularizado, Anthropos. 1994, págs. 150 y 151. Si la única legitimación verdadera es la que se basa en un consenso racional —dice Serrano Gómez—, entonces sólo una relación simétrica de poder puede ser legítima, es decir, una relación que no requiere de legitimación. Pero Habermas ha despejado abundantemente las imputaciones de utopismo. 8 J. Habermas, «Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación», en Conciencia moral y acción comunicativa. Ediciones Península, págs. 39-154. J. Habermas, Escritos sobre moralidad y eticidad, Paidós, 1991, págs. 162 y 163. Y R. Maliandi, «Semiótica filosófica y ética discursiva», en K. Apel. Semiótica filosófica, Ed. Almagesto, págs. 47-62. Hay en Habermas una tensión entre un diálogo ideal que no puede dejar de suponerse en un diálogo real que la niega, y que fusiona las pretensiones de validez con las pretensiones de poder. Adquirir y ejercer el poder son casos de acción estratégica que no producen poder y que lo toman de quienes lo producen a través de la acción comunicativa. El poder no es simplemente un medio de control como el dinero, que, al sustituir a la comunicación como coordinadora de la acción, reduce los riesgos de discontinuidad debido al disenso. Al formalizarse mediante el derecho público a los cargos, requiere, además de observancia fáctica de la ley, de la obligación vinculante basada en pretensiones de validez normativa. Mientras que en el intercambio por dinero hay equivalencia, en el poder los mandatarios quedan subordinados a los mandantes ya que sólo por referencia a fines colectivos legitimados se crea un equilibrio que en el caso del intercambio está asegurado de antemano. De modo que, aun cuando funcione como control sistémico, no puede desconectarse totalmente de las exigencias normativas, siendo por ello menos eficaz que el dinero como medio de control. «Con esto Habermas está rechazando posturas decisionistas que, como el caso de Weber y Luhmann, sostienen que la pura legalidad, es decir, el procedimiento formal de creación y aplicación del derecho, es por sí mismo una forma de legitimación.» (J.F. García, ef.cit. pág. 47)

62
9 .K. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, 1991, págs. 128-132 y 148-159. 10 K. Apel, Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, Ed. Almagesto, 1990. 11 C. Niño, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, 1997, págs. 134, 135, 136 y 152. 12 C. Niño, op.cit. 13 J.J. Rousseau, El contrato social, Edaf, 1991, págs. 57, 69, 160, 161, 176, 177 y 179. En su defensa en contra de los magistrados de Ginebra, Rousseau insiste en que el acto de forzar a los hombres a vivir de acuerdo con los principios de la auto-obliga-ción política es sinónimo de que sean convencidos mediante la fuerza del buen argumento. «Un acusador tiene que convencer al acusado ante el juez. Para ser tratado como un malhechor, es necesario que yo esté convencido de que lo soy.» En la carta primera de sus Cartas desde la Montaña. 14 C. Niño, op.cit. 15 C. Niño, op.cit. 16 C. Niño, El constructivismo ético. Centro de Estudios Constitucionales, 1989. 17 C. Niño, La constitución..., op.cit., cap. 5. Véase, además, A. Rodenas Calatayud, Sobre la justificación de la autoridad. Centro de Estudios Constitucionales, 1996, págs. 223-270. 18 C. Niño, La constitución..., op. cit. 19 J. García Amado, «Justicia, democracia y validez del derecho en J. Habermas», Sistema, 107, págs. 122-126. 19 bi £_ Mino, El constructivismo..., op. cit. 20 J. Habermas, Ensayos políticos, Ed. Península, 1997, págs. 51-65. 21 J. Habermas, Ensayos políticos, op.cit. 22 J. Habermas, La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, 1991, págs. 196 y 197. 23 S. Benhabib, «Diálogo liberal versus una teoría crítica de la legitimación discursiva, en. Rosenblum (dir.), El liberalismo y la vida moral, Nueva Visión, 1993, pág. 169. 24 Esta idea se inspira en, pero no coincide, con P. Flores D'Arcais, «El desencantamiento traicionado», en Modernidad y política. Izquierda, individuo y democracia, Ed. Nueva Sociedad, 1995, págs. 13-115- El «existencialismo libertario» del autor no descarga totalmente su decisionismo, pese al último de los párrafos de la siguiente transcripción: «... Toda elección, procediendo regresivamente en la cadena argumentativa.

63
llega a un "primero" que la muestra en su carácter infundado y, por tanto, también de decisión deliberadamente moral. Por eso comprometerse con el ciudadano significa enfrentarse con un doble tabú de la tradición dominante de la izquierda: el carácter moral, no científico, infundado, que está en el origen de cada elección y que por eso nos hace individual y auténticamente responsables de ella. Y el carácter inorgánico (y nunca organizable a la perfección) del único referente social "universal": la realización (mejor dicho: la aproximación) de la simetría en la comunicación destinada a la decisión» (op. cit., pág. 102). Expresión del decisionismo que subyace aún en las más refinadas versiones del pensamiento contemporáneo es la de E. De Ipola, y J. Portantiero: La única metáfora fundadora de un orden político democrático a la altura de la diversidad de los proyectos que en su estallido constituyen la crisis, es la clásica: la del pacto. En esta dirección la democracia se coloca rigurosamente como una utopía de conflictos, de tensiones y de reglas para procesarlos... Nuestra hipótesis es que para captar el sentido de lo político es preciso concebir la acción política como una especie de juego colectivo basado en un sistema de reglas constitutivas... (dado que a veces esas reglas constitutivas son aquello mismo que está en juego)... el problema (y en ocasiones el drama) radica en el hecho de que, en ciertas ocasiones se debe luchar por el triunfo de tal o cual sistema de reglas de juego apelando a recursos, estrategias y métodos propios de otro sistema de reglas diferente e incluso antagónico respecto del que se busca implantar» (subrayado del autor). «Crisis social y pacto democrático», en el número de agosto de 1984 de Punto de vista. O la de Remo Bodei, cuando señala: «... La democracia, en cuanto gobierno de las leyes, exige que cada uno pruebe públicamente que sus pretensiones no entran en contraste con el interés general, dé razón en forma discursiva, dia-lógica, de la conmensurabilidad de las mismas con las de los otros ciudadanos. Sin embargo, en cuanto garantiza el derecho inalienable de cada uno a la libertad, a la privacidad, a la diversidad, y a la inconmensurabilidad, parece liberar al individuo y a los grupos del rígido deber de confrontarse y medirse con los otros, de demostrar la validez racional y argumentable de las propias pretensiones... No hay democracia si no se acepta esta lógica, por la cual los conflictos se pueden resolver sólo si se conservan ambos principios y las eventuales remoras que su enfrentamiento permanente provoca. Este es el núcleo de las "reglas de juego". Quien no lo acepta, que lo diga. Se ganará en términos de claridad y eficiencia política». La Ciudad Futura, Revista del Club de Cultura Socialista, 1986. 25 R. Maliandi: Volver a la razón, Ed. Biblos, 1997, cap. XIV. Maliandi reconstruye la relación interna entre razón y conflictividad —descuidada por las pragmáticas univer-

64
sal y trascendental— aclarando que la razón sólo opera en diálogo, es decir, en el intercambio de argumentos, y tiene como punto de partida la discrepancia: «El argumentar presupone necesariamente el reconocimiento conjunto, entre

65
riamente armónico que puede recuperarse por medio de la argumentación moral y del consenso que, en principio, ésta permite alcanzar... Aquí se advierte cómo —pese a las reiteradas aclaraciones por parte de Habermas y de Apel de que ellos se mueven en un pensar "posmetafísico"— la ética discursiva presupone el atisbo metafísico de la afirmación de una armonía, si no "preestablecida", al menos originaria. Se "repara", evidentemente, algo que previamente se "descompuso"; y si se "descompuso", se supone que originariamente funcionaba "bien", es decir —en este caso—, sin conflictos. Es cierto que Habermas alude a la "reparación" como una forma de asegurar reconocimiento intersubjetivo, por ejemplo, a una pretensión de validez que pudo haber estado primero "cuestionada" y luego "desproblematizada". Pero con ello sólo queda indicado que una pretensión de validez no es, por sí misma, garantía de validez... cada vez que se busca o propone un fundamento ético, se ha supuesto ya siempre un conflicto o un tipo de conflictos... (y)... a la inversa, cada vez que se advierte un conflicto se ha supuesto ya siempre la exigencia de hallar un fundamento». (R. Maliandi, Dejar la posmodernidad, Ed. Almagesto, 1993, págs. 65, 67, 70, 86-88, 106, 107, 179, 180). 26 Las citas corresponden al texto de J. Habermas, «Consideraciones finales», en J. Gimbernat (ed.), La filosofía moral y política de J. Habermas, Biblioteca Nueva, 1997. 27 J. Habermas, «Consideraciones finales», en J. Gimbernat, op.cit. 28 J. Habermas, «Consideraciones finales», en op.cit.

interlocutores, de que las discrepancias pueden ser superadas. Nada garantiza, desde luego, que el acuerdo sea prácticamente alcanzado; y lo más corriente es que no pueda alcanzarse. Pero si su posibilidad no hubiera sido presupuesta, el diálogo crítico ni siquiera hubiera comenzado, porque no se habrían podido emplear argumentos... Ahora bien, esto de ningún modo significa restar importancia al disenso como tal. Ante todo, hay que insistir en que precisamente la situación de disenso da lugar al diálogo crítico y es, por tanto, la condición para el efectivo intercambio de argumentos... Pero ni el derecho al disenso, ni el esfuerzo por explicitar disensos tácitos, ni la recomendabilidad de la actitud de alentar disenso en medio del consenso, significan que el disenso sea la meta del diálogo crítico, ni tampoco algo deseable en sí mismo. Por el contrario, incluso para alentar el disenso es necesario haber supuesto que a través de él es posible llegar a algún acuerdo... A menos que se trate de un disenso no argumentativo, de un disenso en el que se interrumpa el diálogo crítico... La razón da lugar al disenso porque ella es la instancia desde la cual se reconoce la conflictividad, es decir, el carácter inevitable de los conflictos, particularmente en el ámbito de la interacción social. "Inevitable" no quiere decir, sin embargo, "irresoluble". Muchos conflictos que no pueden evitarse, una vez desatados, pueden resolverse. Y muchos conflictos que no pueden ser resueltos pueden, al menos, regularse... el carácter crítico de la razón es índice de su relación con la conflictividad. La actitud crítica se adopta —entre otras cosas— cuando no sólo se admite, sino que se exige el libre examen, cuando no sólo se reconocen, sino que también se exploran los límites de la razón, y, en estrecha relación con esto último, cuando se tiene conciencia no sólo de las estructuras problemáticas sino también de las estructuras conflictivas. Si la razón, como vimos, tiene que ser dialógica, si el diálogo tiene que ser a su vez crítico, y si la crítica, finalmente, tiene que ser conciente de la conflictividad, entonces razón y conflictividad están de algún modo referidas la una a la otra... Entrar en una argumentación moral equivale a proseguir una acción comunicativa en la que se procura recuperar un consenso interrumpido. De tal modo, dicha argumentación permite la solución de conflictos que son entendidos aquí como provenientes precisamente de alguna interrupción de acuerdos normativos. La ética discursiva —y en eso coinciden Habermas y Apel— tiene clara conciencia de la conflictividad propia de la moral; pero yerra, a mi juicio, al concebirla como una especie de estado de anormalidad, es decir, como la interrupción de un estado de cosas origina-

29 Th. McCarthy, Ideales e ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, Tecnos, 1992, pág. 204. 3° K. Apel, op.cit., 1991.
30 K. Apel, op.cit., 1991. Para un análisis de la posible complementariedad entre teoría de los juegos y teoría de la acción comunicativa, ver J. Johnson, «Is talk really chcap? Prompting conversation between critical theory and rational choice», American Política!Science Review, vol. 87, 1993. Del mismo autor, «Habermas on Strategic and communicative action», en Política! Theory, mayo de 1911. 31 «Aunque las campañas de Gandhi en la India se consideran un modelo de acción colectiva no violenta, la masacre de sus seguidores en Amritsar en 1919 —lo que Gandhi llamó su "error Himalaya"— demostró lo que puede ocurrir cuando la táctica se emplea contra oponentes sin escrúpulos o descontrolados», S. Tarrow, Les movimientos sociales, acción colectiva y la política, Alianza, 1994, págs. 193 y 194. Este concepto de desobediencia justificada equivale al vocablo «satyagraha», etimológicamente «satya», justo, recto, y «agraha», ensayo, tentativa. Lo inventó Gandhi en noviembre de 1919, en Sudáfrica, para distinguir su resistencia activa-no violenta de la

66
67
«resistencia pasiva». Al respecto véase R. Rolland, Gandhi, Ediciones Siglo Veinte, 1976, pág. 43; y M. Gandhi, Mi religión, Leviatán, 1996, págs. 143-156. «La acción colectiva no violenta surgió en el siglo XX como la forma de confrontación más teorizada. G. Sharp encuentra testimonios de acción no violenta en momentos muy remotos de la historia, pero ésta sólo fue objeto de teorización formal por parte de Gandhi después de que él y sus seguidores la emplearan contra la discriminación en Sudáfrica y para poner fin al dominio colonial británico de la India. Aunque la táctica del movimiento era pacífica, Gandhi dejó perfectamente claro su fin virulento. Al poner en marcha la campaña no violenta de 1930-1931, le escribió al virrey británico: "No se trata de convencer por medio de la discusión. Se trata, en última instancia, de una confrontación de fuerzas".» (en S. Tarrow, op.cit., págs. 192 y 193. 33 Pese a las diferencias que, según Habermas (op.cit., Conciencia moral..., 1983, págs. 114 y 115), separan a la ética del discurso de Kant, aparentemente la justificación de la desobediencia civil comparte las mismas oscilaciones. En Kant el contrato originario es una ley que surge de la voluntad general unida del pueblo (todos decidiendo sobre todos y, por consiguiente, cada uno sobre sí mismo), pudiendo votar los ciudadanos, esto es, los que tuviesen alguna propiedad en la que puedan sostener su autonomía, sin considerar el tamaño de la propiedad. El contrato originario o la convergencia de las voluntades particulares en una voluntad general, con el fin de legislar, no es un hecho sino una simple idea de razón pero que tiene una realidad en cuanto obliga a cada legislador a dictar leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad colectiva de todo el pueblo y como si cada súbdito hubiese concurrido con su voto a conformar dicha voluntad. Sólo si es posible que el pueblo pudiera haberle prestado acuerdo, es un deber tener por justa esa ley, incluso suponiendo que el pueblo estuviese en una situación o mantuviera un punto de vista tal que si se lo interrogara a ese respecto rehusara dar su acuerdo. Si el súbdito considerara que lo perjudica y es injusta, debe igualmente obedecer, pues el gobierno no está facultado para hacer feliz al pueblo, ni con ni contra su voluntad, sino para asegurar la libertad de todos. A ello se debe obediencia incondicionada; pero, incluso cuando ese poder ha violado el contrato originario y se ha desposeído del derecho a ser legislador, tampoco le está permitida al súbdito resistencia alguna en tanto contraviolencia. La razón es que, suponiendo que tenga ese derecho, ¿quiénes deberían decidir de qué lado está el derecho, si del gobierno o de quienes resisten? El derecho a la desobediencia vuelve insegura toda constitución y promueve la anarquía. Pues, «... antes de que exista la voluntad general, el pueblo no posee ningún derecho de coacción contra su soberano, puesto que sólo por medio de este último el pueblo puede coaccionar jurídicamente; pero si esta voluntad existe, tampoco el pueblo podría ejercer coacción contra el soberano, pues en este caso el pueblo sería el soberano supremo; por tanto, el pueblo jamás dispone de un derecho de coacción contra el jefe del Estado (un derecho de resistencia en palabras o en actos)... como cada miembro tiene sus derechos inalienables, a los que no puede renunciar aunque quisiera, y acerca de los cuales él mismo está facultado para juzgar, y como por otro la injusticia de la que, según su opinión, es víctima, no puede, en esta hipótesis, producirse sino por error o por ignorancia por parte del poder soberano de ciertos efectos de las leyes, es necesario conceder al ciudadano, y esto con permiso del soberano mismo, la facultad de hacer conocer públicamente su opinión acerca de lo que en las disposiciones de ese soberano le pareciera ser una injusticia para con la comunidad... Así, la libertad de escribir... es la única salvaguardia de los derechos del pueblo. Pues querer negarle igualmente esa libertad no es sólo querer quitarle toda pretensión al derecho con respecto al soberano (como lo pretende Hobbes), sino también quitarle a este último... todo conocimiento de aquello que él mismo modificaría si lo supiera, y es ponerlo en contradicción consigo mismo... En toda comunidad tiene que haber una obediencia, bajo el mecanismo de la constitución estatal según leyes de coacción (referidas al todo), pero al mismo tiempo un espíritu de libertad, puesto que cada uno, en lo concerniente al deber universal de los hombres, aspira a ser convencido por la razón de que esa coacción es conforme a derecho, a fin de no caer en contradicción consigo mismo». Emanuel Kant, Teoría y praxis, Ed. Leviatán, 1995, págs. 49-74. De este modo, la idea de contrato compromete moralmente al soberano a gobernar teniendo en cuenta la posibilidad de que el pueblo esté de acuerdo, mientras que el pueblo está comprometido jurídica y moralmente a obedecerlo. En Kant sobrevive el pacto de sumisión que Rousseau había eliminado al declarar indelegable la soberanía del pueblo, que «comisiona» y revoca gobiernos. Mientras en Rousseau el pueblo se constituye en soberano al ejercer la voluntad general mediante procedimientos de deliberación legislativa directa, en Kant subsiste un contrato entre pueblo y gobierno, y todos los miembros de la república son iguales en tanto que súbditos, siendo posible el derecho a la libertad —primer principio republicano— si el poder de coacción de cada uno es delegado a un poder soberano irresistible. No obstante, debe aclararse que para Kant ni los gobiernos ni los pueblos deben hacer intervenir en el plano público cuestiones referidas a la felicidad o a la vida buena. «El soberano quiere hacer feliz al pueblo según su particular concepto, y se vuelve déspota; el pueblo no quiere desistir de la general pretensión humana a la felicidad, y se vuelve rebelde.» Sin embargo, «se malentendería este

68
aspecto conservador de la filosofía kantiana del derecho si no se tuviera en cuenta la factura que Kant pasa a los detentadores de un poder estatal "injusto", pues éstos pueden tener "jurídicamente" razón, es decir, tener de su lado el derecho frente a los oprimidos, pero moralmente carecen de toda razón contra ellos; es decir, la vulneración o represión de ese derecho innato que, en el sentido de un principio jurídico universalista, todo hombre tiene de libertad jurídica, contradice a lo exigido por el imperativo categórico. Kant no sólo quita la buena conciencia a los revolucionarios, sino también a los represores. Pero de ello se sigue una "asimetría moral" entre represión y revolución. Pues mientras que en el caso de una dominación injusta mantenida sin necesidad resulta enteramente pensable todavía una especie de proceso moral entre las partes implicadas, tal cosa no resulta pensable ya en el caso de la resistencia o de la revolución contra el orden jurídico: el represor ha empezado, por así decir, privándose voluntariamente de las posiciones desde las que hubiera podido criticar las acciones de los reprimidos. Por consiguiente... podría decirse que, ateniéndonos rigurosamente a las consecuencias de las consideraciones de Kant, las revoluciones contra la represión injusta deberían ser consideradas como "situaciones de excepción" morales, y por cierto, de suerte que las bases de una reciprocidad moralmente entendida quedarían temporalmente en suspenso porque a los deberes morales de una de las partes no pueden asignarse ya pretensiones morales de la otra, esto es, porque una de las partes no puede ya moralmente exigir lo que la otra en reciprocidad tendría el deber moral de hacer». A. Wellmer, Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Ed. Cátedra, 1996, págs. 128 y 129. Este autor resalta que para Kant la realización de la república es posible sin la necesaria «moralización» de los ciudadanos. La relación entre el «reino de fines» y la república lega) se plantea de este modo: los deberes jurídicos son también morales, pero los derechos-jurídicos no siempre son también morales. Es decir, la legislación moral restringe la acción mis que la legislación jurídica. Pero a la violación de los derechos morales por el poder estatal no corresponde derecho moral alguno de resistencia por parte de las víctimas, ni, menos aún, el deber moral de resistir. 34 1. Kant, La metafísica de las costumbres, Porrúa, 1977, pág. 212.
35 R. Dworkin, Los derechos en serio. Planeta, 1984, cap. 8.

69
verdad (y corrección normativa) no coinciden forzosamente, y de ahí que la decisión de la mayoría haya de permanecer siempre revisable a la luz de los mejores argumentos. Si la democracia presupone la búsqueda común de acuerdos, resulta esencial que existan opiniones divergentes, e incluso contrapuestas, para que de ese proceso pueda surgir una opinión racional. El disenso es, por tanto, tan esencial como el consenso. La disidencia tiene así una función creativa con un significado propio en el proceso político. Y, en este contexto, la desobediencia civil puede ser un instrumento imprescindible para proteger los derechos de las minorías sin violentar por ello la regla de la mayoría, dos principios constitutivos de la democracia». J. Velasco Arroyo, «Tomarse en serio la desobediencia civil», Revista Internacional de Filosofía Política, Núm. 7, 1996, pág. 174. 37 Al respecto son particularmente pertinentes las apreciaciones de C. OfFe en «¿Legitimación a través de la regla de la mayoría?», en C. Offe, La gestión política. Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de España, 1992, págs. 163-214. Para una fundamentación del reconocimiento de la desobediencia civil por parte de las instituciones políticas establecidas, desarrollada en el contexto de la rebelión pacifista norteamericana de los 60, véase Arendt, op.cit., particularmente las páginas 107 y 108. Al ser institucionalizada, la resistencia civil no tendría por qué convertirse en una acción convencional o esclerótica. Al contrario, se preservaría de innumerables contingencias al prever su traslación, después de atravesar ciertas instancias de transacción y acuerdo con los órganos representativos, a un veredicto popular cuya inherente incertidumbre e imprevisibilidad equivale, o es incluso aún mayor, al poder revulsivo que la define hasta el presente.

36 «El disidente busca otras vías de participación distintas a las convencionales, que le relegan a la posición de sujeto pasivo. Eso no significa que sea un antidemócrata, sino más bien un demócrata radical... La mayoría puede ejercer tanto una omnipotencia legislativa como una insoportable presión moral sobre el conjunto de la sociedad, llegando a quebrantar cualquier opinión que se muestre disconforme, pero mayoría y

Sponsor Documents

Or use your account on DocShare.tips

Hide

Forgot your password?

Or register your new account on DocShare.tips

Hide

Lost your password? Please enter your email address. You will receive a link to create a new password.

Back to log-in

Close