La Historia de Cristo

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GIOVANNI PAPINI

HISTORIA DE CRISTO

Edición Original: 1921 Edición Electrónica: 2010

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INDICE Giovanni Papini: Sinopsis biográfica No Olvidemos a Papini (por Fernando Castelli) HISTORIA DE CRISTO EL AUTOR AL QUE LEYERE EL ESTABLO LOS PASTORES LOS TRES MAGOS OCTAVIANO HERODES EL GRANDE EL PERDIDO, HALLADO EL CARPINTERO PATERNIDAD LA ANTIGUA ALIANZA LOS PROFETAS EL QUE HA DE VENIR EL PROFETA DE FUEGO LA VIGILIA EL DESIERTO EL RETORNO CAFARNAUM LOS CUATRO PRIMEROS LA MONTAÑA LOS QUE LLORAN EL RENOVADOR FUE DICHO PERO YO OS DIGO NO RESISTIR ANTINATURA ANTES DEL AMOR AMAD PADRE NUESTRO OBRAS PODEROSAS LA RESPUESTA A JUAN TALITHA QUMI LAS BODAS DE CANA PANES Y PECES OCULTISTA, NO : POETA LA LEVADURA LA PUERTA ESTRECHA EL HIJO PRÓDIGO 2

LAS PARÁBOLAS DEL PECADO LOS DOCE SIMON, LLAMADO PIEDRA LOS HIJOS DEL TRUENO OVEJAS, SERPIENTES Y PALOMAS MAMÓN EL ESTIERCOL DEL DEMONIO LOS REYES DE LAS NACIONES ESPADA Y FUEGO UNA SOLA CARNE PADRES E HIJOS MARTA Y MARÍA PALABRAS. EN LA ARENA LA PECADORA HA AMADO MUCHO ¿QUIEN SOY? SOL Y NIEVE SUFRIRE MUCHAS COSAS MARAN ATHA LA CUEVA DE LOS LADRONES LAS VÍBORAS DE LOS SEPULCROS PIEDRA SOBRE PIEDRA OVEJAS Y CABRITOS PALABRAS QUE NO PASAN LA PARUSIA EL INDESEADO EL MISTERIO DE JUDAS EL HOMBRE DEL CANTARO EL LAVATORIO DE PIES TOMAD Y COMED ABBA, PADRE SUDOR Y SANGRE LA HORA DE LAS TINIEBLAS ANAS EL CANTO DEL GALLO LA TUNICA SAGRADA LOS OJOS VENDADOS PONCIO PILATO CLAUDIA PROCULA EL MANTO BLANCO "¡QUE MUERA!" REY CORONADO LA PARASCEVE EL JUDIO ERRANTE EL LEÑO VERDE 3

CUATRO CLAVOS DIMAS LA OSCURIDAD LAMMA SABACTANI LA CRUZ INVISIBLE AGUA Y SANGRE LA LIBERACION DE LOS DURMIENTES NO ESTA AQUI EMMAÚS ¿NO TENÉIS NADA QUE COMER? TOMÁS, EL GEMELO EL RESUCITADO RECHAZADO EL RETORNO AL MAR LA NUBE ORACION A CRISTO Otras Obras Recomendadas Denes Martos Los Deicidas Maestro Eckart Obras Alemanas

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Giovanni Papini: Sinopsis biográfica Giovanni Papini, nacido en Florencia en 1881 y fallecido en 1956 fue escritor y poeta. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria que se produjo en su país a principios del siglo XX. Hijo de un modesto comerciante de muebles, lo bautizaron a escondidas para soslayar el agresivo ateísmo de su padre. Adoptó desde niño un talante escéptico, pero lleno de curiosidad por las diversas doctrinas y religiones. Una de sus ilusiones tempranas, nunca abandonada, fue escribir una enciclopedia que resumiera todas las culturas. Obtuvo el título de maestro y trabajó como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia, pero a partir de 1903, año en que fundó la revista Leonardo, se volcó con polémico entusiasmo al periodismo. Leonardo se convirtió en un instrumento de lucha contra el positivismo que imperaba en el pensamiento filosófico italiano y, al mismo tiempo, contribuyó a difundir el pragmatismo. Ese mismo año se convirtió en redactor jefe del diario nacionalista Regno, mientras que en 1908, finalizada ya la andadura de Leonardo, empezó a colaborar activamente en La Voce, convirtiéndose en uno de los representantes más inquietos y ruidosos del movimiento filosófico y político que surgió en Florencia alrededor de esa revista. Más tarde fundó también Anima (1911) y Lacerba (1913), de orientación más literaria y donde durante un tiempo defendió las tendencias futuristas de F.T. Marinetti. Agnóstico, anticlerical, pero no obstante siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, su actividad periodística le permitió dar rienda suelta a su afición de sorprender y escandalizar a los lectores y de arremeter contra personajes más o menos famosos. Se acercó al fascismo y obtuvo una posición en la Universidad de Bolonia en 1935 (a pesar de que sus estudios sólo lo habilitaban para enseñanza primaria). Las autoridades fascistas confirmaron la "impecable reputación" de Papini a través de ese nombramiento. En 1937, Papini publicó el primer y único volumen de su Historia de la Literatura Italiana, que le dedicó a Benito Mussolini: "A Il Duce, amigo de la poesía y de los poetas", que fue de gran consideración para la academia, especialmente en el estudio del Renacimiento Italiano. Antisemita, creía en una conspiración internacional de los judíos, y apoyaba las leyes de discriminación racial impuestas por Mussolini en 1938. Cuando cayó el régimen fascista (1943), Papini pasó a integrar la cofradía de los "escritores malditos" que los medios políticamente correctos prefieren ignorar. 5

Fernando Castelli [*] No Olvidemos a Papini Murió en 1956, pero desde hace ya varios años la cultura «oficial» se ha empeñado en erigir en torno a su obra el muro del olvido, y en parte lo ha logrado. Al toparse con Papini, las historias literarias y las antologías salen del paso en forma rápida, como tomando nota de un caso literario definitivamente archivado, o bien lo ignoran enteramente, dando preferencia a escritores «comprometidos» aun cuando sean de tercera o cuarta categoría. Ciertamente, Mondadori tuvo el valor de publicar las obras completas de este escritor florentino y todavía hay quienes hablan sin vacilar de Papini con la frente en alto. Con todo, el ostracismo del autor de la Storia di Cristo (Historia de Cristo) es un dato de hecho. ¿Cuáles son las causas? Indudablemente, en la obra papiniana hay elementos caducos y zonas en la sombra que es justo denunciar y olvidar, pero no residen en esto las causas de su ostracismo. Éste se explica, en primer lugar, por la moda (¿o esclavitud?) consistente en ver y enmarcar todo en una óptica laicista y radical progresista. Ansiosos por no perder un pequeño lugar al sol, nos alineamos con devoción en las nuevas fronteras de la «cultura», moviéndonos de acuerdo a las órdenes impartidas. Es comprensible, con esta perspectiva, la expulsión de Papini al silencio. Como escribe un crítico no alineado, él: «fue la antítesis del literato de nuestra época, que se somete gustoso a la ideología prevaleciente ( …). Las grandes ideas, que agitan las almas de los hombres – en el bien y el mal –, eran los temas que lo fascinaban, y sobre todo en sus escritos se plasmaba la forma de esta pasión, que lo convertía, antes que en escritor, en un hombre batallador, un polemista ardiente, que desenmascaraba falsos mitos y exaltaba virtudes ya imposibles de encontrar. Y sin embargo, si bien era un hombre de partido, en el sentido más noble, siempre estuvo alejado del poder político, y cuando en la posguerra el clima ideológico-cultural le fue sumamente adverso, no procuró por eso reorientarse, inventando puntos de contacto y de inserción 6

en el marco del gusto de los nuevos poderosos; por el contrario, no dejó de manifestar su desprecio ante esos intelectuales que habiendo sido en el pasado aduladores y serviles, como nunca él lo fuera, en la posguerra se sometieron a otros jefes sin cambiar sus inclinaciones. Papini es por este motivo un personaje incómodo en la cultura de nuestro siglo XX; se desearía olvidarlo ( …). En una época en que la aspereza polémica complicaría el pacífico reparto de la torta cultural, en que todos están prácticamente de acuerdo dentro del gran cauce del conformismo de izquierda, cuyas corrientes pueden ser más lentas o más veloces, pero todas conducen al mismo mar; en una época en que los vanguardistas y los adversarios se transforman rápidamente en función de la industria cultural; claramente, en una época como ésta, el ejemplo de Papini es demasiado anacrónico o quizás demasiado peligrosamente actual como modelo de una condición humana posible, pero, por ser incómoda, temida por nuestros literatos, que no obstante retóricamente dan muestras de posiciones dramáticas y de sacrificio» [1]. Otra causa del ostracismo es la conversión de Papini al catolicismo. Tuvo una inmensa resonancia, suscitando polémicas, entusiasmos, desconfianza y excusas. Al igual que en el lejano 1919, también en nuestros días ciertos espíritus, enfermos de iluminismo e incapaces de comprender el significado de una conversión religiosa, la visualizan como un acto de renuncia y sumisión, por lo cual envuelvenen un manto de conmiseración a quienes han encontrado a Dios y han sintonizado con el Evangelio. Así ocurre en relación con algunos disidentes rusos creyentes (Solzhenitsyn, Maksimov, Siniavsky). ¡Imaginemos esto en el caso de esa «mala lengua» de Papini! Por último, el ostracismo se debe a la incomprensión. En Papini hay una multiplicidad de rostros, más bien de almas. Es también literato, también polemista, también narrador, también poeta, también erudito, también analista de su propia alma y su época, y las quince mil páginas de su obra ofrecen de esto un testimonio perentorio; pero hay algo más: trasciende inesperadamente los aspectos definidos y se presenta bajo posiciones angulares que no todos son capaces de asir. ¿Quién era Papini? La mejor definición de su personalidad de escritor la proporcionó él mismo en una carta del 3 de marzo de 1920 a Domenico Giuliotti. Al ser acusado por el Solitario de Greve de escribir bajo la dictadura del demonio («Tu pluma ha escrito durante veinte años bajo la dictadura del demonio. Durante veinte años has envenenado a los demás y a ti mismo»), Papini respondía: «¿Y realmente crees que toda mi obra anterior, incluyendo las partes más puras y atormentadas, fue escrita bajo la dictadura del demonio? ¿No te parece que en ella se lee, cuando se sabe leer, sobre una 7

aspiración a lo absoluto y lo infinito, una intolerancia ante las imbecilidades comunes, burguesas, filisteas y fariseas y un deseo anhelante de luz, certeza, elevación espiritual y liberación de la materia y el mal?»[2]. Ahí está Giovanni Papini, un alma con reflejos agustinianos y pascalianos sobre un fondo enteramente peculiar. Queremos decir: apasionado buscador de la verdad, nostálgico de Dios, espíritu totalitario, amante de la belleza; pero también temperamento arisco, polemista violento, escritor paradojal y verboso, combatiente audaz. En todos estos aspectos es inconfundible, a menudo desconcertante y a veces magnífico. ¿Y cómo se hace entonces para ubicarlo, por ejemplo, en una historia de la literatura? Pensemos en Léon Bloy. ¿Quién no advierte una sensación de incomodidad al recorrer, en una literatura francesa, las pocas páginas (¿o líneas?) dedicadas al pélerin de l’absolu, tan estimado por Papini y cercano al mismo? Vuelve a la mente el famoso pensamiento de Pascal: «(…) esperábamos encontrar un autor y encontramos en cambio un hombre» [3]. Es un hombre que supo descubrir y expresar de una manera nueva ciertos componentes universales y por tanto esenciales del espíritu humano. Para comprender (y amar) a Papini, es necesario ir más allá de la mera literatura (que de hecho no es verdadera literatura) y abandonarse a la búsqueda del hombre que trasciende infinitamente su propio ser: hecho para el infinito, pero circunscrito a caminar por tantas vías estrechas; anhelante de verdad, pero vacilante en la ignorancia y la duda; con hambre de belleza, vida, superación y amor, pero envuelto en una maraña de carencias y límites. Es en suma el hombre creado por Dios y para Dios, pero retenido por la tierra y para la tierra. En el fondo, la aventura papiniana, como en tanta literatura de los siglos XIX y XX, es una paráfrasis del axioma agustino: «Por cuanto nos has creado para ti, oh, Señor, tenemos el corazón inquieto mientras no descanse en ti» [ 4]. Es una característica de Papini haber acogido y fomentado siempre esta inquietud metafísica, sin dejar jamás de buscar, de llamar a todas las puertas, de interrogar a todos los transeúntes, superando las tentaciones de abandonarse a la desconfianza y amodorrarse al borde del camino. En su carrera salvando obstáculos a través de la babel de las más diversas corrientes de pensamiento – del pragmatismo al idealismo, del pesimismo al misticismo mágico, de un moralismo de dudosa ley a un escepticismo exasperado y desesperado – nunca se resignó a permanecer quieto. Siempre tuvo un instinto especialmente dispuesto a intuir lo falso y distinguir los equívocos, dejándolos de lado para ir más allá. Es también digno de destacar, junto a esa furibunda búsqueda de la verdad, el elevado concepto que siempre tuvo Papini de la vida. Incluso cuando galanteaba con el pesimismo y escribía páginas negando los 8

valores humanos y exaltando con locura el suicidio – un suicidio ciertamente colectivo –, todo eso se explicaba por el hecho de que lo descubierto por él dentro y fuera de sí mismo no respondía a su concepción de la vida. La abofeteaba porque le parecía banal, pero sin saber qué era necesario para hacerla digna de ser vivida. Cuando lo supo, fue tal su alegría como para transformar hasta las horas más oscuras en canto de amor y sobresalto de juventud. Permítannos citar un trozo dictado poco antes de su muerte. Es algo extenso, pero da la medida de su alma. «Me asombran a veces quienes se sorprenden ante mi calma en el estado lastimoso al cual me ha reducido la enfermedad. He perdido el uso de las piernas, los brazos y las manos y me he vuelto casi ciego y mudo (…). Con todo, no es despreciable lo que me ha quedado y es mucho y lo mejor (…). Siempre tengo la alegría de poder escuchar las palabras de un amigo, la lectura de una bella poesía o una bella historia; puedo sentir un canto melodioso o una de esas sinfonías que den calor nuevo a todo el ser. «Y todo esto no es nada en comparación con los dones aún más divinos que Dios me ha dejado. He salvado, aun cuando haya sido a cambio de guerras cotidianas, la fe, la inteligencia, la memoria, la imaginación, la fantasía, la pasión por meditar y razonar y esa luz interior llamada intuición o inspiración. He salvado también el afecto de los familiares, la amistad de los amigos, la facultad de amar incluso a quienes no conozco personalmente y la felicidad de ser amado incluso por quienes sólo me conocen a través de las obras. Y todavía puedo comunicar a los demás, aun cuando sea con dolorosa lentitud, mis pensamientos y mis sentimientos. «Y si pudiera moverme, hablar, ver y escribir, pero tuviera la mente confusa y obtusa, la inteligencia torpe y estéril, la fantasía desvanecida y fatigada, el corazón árido e indiferente, mi desventura sería infinitamente más terrible. Sería un alma muerta dentro de un cuerpo inútilmente vivo. ¿De qué me serviría poseer un lenguaje inteligible si no tuviera nada que decir? Siempre he afirmado el predominio del espíritu sobre la materia: sería un estafador o un bellaco si ahora, habiendo llegado al punto de la nueva prueba, cambiase de opinión ante el peso de los padecimientos. Con todo, siempre he preferido el martirio a la imbecilidad. «Y puesto que estoy en ánimo de confesiones, quiero ir más allá de lo verosímil y avanzar hasta lo increíble. Las señales esenciales de la juventud son tres: la voluntad de amar, la curiosidad intelectual y el espíritu agresivo. A pesar de mi edad y por encima de mis males, siento con gran fuerza la necesidad de amar y ser amado, tengo un deseo insaciable de aprender cosas nuevas en todos los ámbitos del saber y el arte y no evado la polémica y la batalla cuando se trata de la defensa de los valores supremos. 9

«Por más que pueda parecer un ridículo delirio, tengo la osadía de afirmar que también hoy me siento elevado, en el inmenso mar de la vida, por la alta marea de la juventud» [5]. Además de ser una espléndida página de antología, este trozo revela la grandeza de alma del escritor y el secreto de su obra, más bien de su vida, a partir de esos años lejanos en que, siendo un adolescente florentino y ávido lector, se refugiaba para leer bajo los faroles de la Plaza Santa Croce en las noches de invierno o bajo los cipreses de San Miniato en las mañanas de verano. Las impaciencias de Papini En primer lugar, la impaciencia ante el saber. Alcanzar las fronteras extremas de la ciencia, aventurarse en todos los senderos del saber, interrogar a vivos y muertos, asir los secretos del universo: éstas son algunas expresiones de esa impaciencia suya que lo indujo a devorar con pasión y furor enciclopedias y bibliotecas. «Y me lancé de cabeza en todas las lecturas que me sugerían mi naciente curiosidad o los títulos de los libros que encontraba en los libros que iba leyendo. Y emprendí entonces, sin experiencia, guía ni proyecto alguno, pero con todo el furor de la pasión, la vida dura y magnífica del omnisapiente» [6]. Estudió y renovó en su espíritu los grandes sistemas filosóficos: pesimismo, positivismo, monismo, idealismo, solipsismo, pragmatismo; escuchó los mensajes de las grandes religiones; se embriagó de poesía. Algunos autores se le presentaron como amigos siempre buscados, otros como adversarios para rechazar sin misericordia y otros más como personas para apoyar y animar. Junto a la impaciencia del saber, apareció enseguida la impaciencia del asalto. Era urgente derribar paredes para escrutar nuevos horizontes; inquietar los espíritus e incitarlos a la búsqueda; invocar la tempestad para renovar el aire. Así, Papini, «armado con lanza para la defensa y la ofensa, penetra abusivamente, a comienzos del siglo, en el reino de la cultura. Asume un tono inconfundible y su pluma pronto adquiere prestigio, produciendo confusión en los ambientes tradicionales. Como un nuevo cabecilla, conduce cuadrillas de jóvenes talentos, que en él reconocen la guía tras la cual pueden agruparse con el fin de remover los olímpicos silencios de maestros adormecidos» [7]. No se podía aceptar el mundo tal como era. Había que rehacerlo con la fantasía o transformarlo con la destrucción. En este clima de asalto, nació Leonardo (1903). Nació bajo la consigna de la intolerancia: 10

intolerancia ante el «servilismo nazareno» de tantos cristianos, ante la cultura italiana cerrada y provincial, ante la vacuidad de los filósofos que vivían labrando «variaciones de nomenclatura», ante el «panburguesismo» de la política y todo academicismo, ante las «formas inferiores del arte»; intolerancia, por último, ante todos los monismos, tanto materialistas como idealistas [8]. «Modificar a los hombres – escribía en Leonardo (agosto de 1906) –, amputar y engrandecer almas, transformar espíritus: ése es mi arte favorito. Mi objetivo es por tanto bien preciso: no se trata de un lema político o religioso, sino puramente espiritual e interno (…). «Hacer sentir la necesidad de llevar a cabo algo importante para que nuestra vida tenga sentido y cierta belleza. Arrancar a las almas de los surcos de la vida común y elevarlas a la contemplación desde lejos y en libertad de los posibles destinos de los hombres y la terrible necedad de la existencia cotidiana». Cortaba y demolía a causa de la impaciencia por una realidad distinta y mejor. Perennemente insatisfecho e inquieto, se aventurabaen las diversas corrientes del pensamiento y luego las refutaba para buscar en otros ámbitos, sin importar en qué dirección ni en qué compañía. Judío errante del saber (como más tarde se definió), le resultaba imposible detenerse y establecerse ordenadamente en un territorio. En el fondo, su impaciencia aspiraba a lo absoluto. Un uomo finito (Un hombre acabado) (1912) es el relato, idealizado y en tono épico, del drama de una conciencia inquieta, aguijoneada precisamente por la impaciencia ante lo absoluto. El libro analiza la génesis, las etapas y la embriaguez de la tentación de «convertirse en Dios». Varios capítulos reflejan tonos nietzschianos, delirios místicos, perspectivas de quienes han procurado escalar hacia el cielo (Novalis, Lautréamont, Nerval, Poe, Strindberg, Mallarmé). Las páginas más logradas (además de las que recuerdan la infancia del autor) son las que describen la destrucción de los sueños locos: en ellas se puede encontrar el iter de quienes, incapaces de tolerar la condición humana, han osado traspasar las columnas de Hércules. «¿Cómo puede contentarse con poco quien todo lo ha deseado? ¿Cómo puede gozar de la tierra quien ha buscado el cielo? ¿Cómo puede conformarse con la humanidad quien ha avanzado en el camino de la divinidad? Todo ha terminado, todo se ha perdido, todo está cerrado. Nada más hay que hacer. ¿Consolarse? Ni siquiera. ¿Llorar? ¡Pero para llorar se necesita otra vez energía, se necesita un poco de esperanza! Ya nada sé, ya no cuento, nada quiero: no me muevo. Soy una cosa y no un hombre. Tocadme: estoy frío como una piedra, frío como un sepulcro. Aquí está enterrado un hombre que pudo convertirse en Dios» [9]. 11

«Acabado», por tanto, pero únicamente porque no logró ser «infinito» («Algo distinto a acabado. Pero si aún no he comenzado (…). Lo mejor viene ahora: solamente hoy nazco». En el naufragio de los locos espejismos, sus compañeros de impaciencia fueron presa de la manía suicida, el pesimismo resignado o la ofuscación de la conciencia. Él tuvo la fuerza para dirigir la proa hacia orillas más humanas. Pudo así invocar «un poco de certeza» en páginas que tienen el ritmo de una oración y la resonancia de una nostalgia que se confunde con la voz profunda de la naturaleza humana. La impaciencia ante un loco espejismo se convirtió en la impaciencia ante la verdad que salva. «No pido pan, gloria ni compasión (…). Pero pido y clamo humildemente, de rodillas, con toda la fuerza y la pasión de mi alma, por un poco de certeza; una sola, una pequeña fe segura, un átomo de verdad (…). «Necesito un poco de certeza – necesito algo verdadero. No puedo prescindir de eso; no sé vivir sin eso. No pido otra cosa, nada más pido, pero esto que pido es mucho, es una cosa extraordinaria: lo sé. Pero la quiero de todos modos – a toda costa debe dárseme, si es que en el mundo hay alguien a quien le importa mi vida (…). «Sin esta verdad ya no logro vivir y si nadie tiene piedad de mí, si nadie puede contestarme, buscaré en la muerte la felicidad de la luz plena o la quietud del vacío eterno» [10]. Llegada a la fe Le respondió ese Dios siempre presente en las invocaciones sinceras y sufrientes. En las Memorie d’Iddio (Memorias de Dios) (1911), libro definido como satánico por el mismo Papini [11], el ateísmo es un estribillo cantado en todos los tonos. En varias páginas abunda una insolencia a veces en el límite del sacrilegio, como al formularse una «mística del ateísmo». Dios no sólo es despersonalizado, sino además reducido a la miseria y recubierto de escepticismo hasta el punto de dudar de sí mismo. Sólo existe porque algunos mortales todavía piensan en Él. Negaba a Dios y lo maldecía, pero en el fondo sentía nostalgia de Él y lo invocaba secretamente. Tenía una energía espiritual, oscura y prepotente, que le impedía abandonarse al positivismo, el pragmatismo y el escepticismo. Su alma era más fuerte que su cerebro: un alma profundamente religiosa, naturalmente cristiana. Al leer los Evangelios, San Agustín, Pascal, la Introduction à la Vie Dévote de San Francisco de Sales, los Ejercicios espirituales de San Ignacio, los místicos españoles (Lull, Santa Teresa, San Juan de la Cruz) y alemanes (sobre todo Meister Eckhart, Suso, Böhme) creía seguir la cultura, pero en realidad seguía a Dios e invocaba a Cristo. 12

El Papini de los años anteriores a la conversión da la idea del enamorado que se enoja con la amada, pero porque la ama. Y él amaba a Cristo, desde hacía varios años, sin saberlo. En el Crepuscolo dei filosofi (El ocaso de los filósofos), lo defendió contra Nietzsche («Cristo vino al mundo no sólo para anunciar el Reino de los Cielos, sino también como portador de salud y fuerza»). Si no se decidía a tener el encuentro definitivo, era ya sea por carecer de un conocimiento interior y profundo del cristianismo, por la dificultad de deshacerse de tantos años de mucho polvo anticristiano [12] o por temor a agruparse con la «nueva oleada de inclinación católica» que – recordaba [13] – llegaron a integrar, después de Huysmans y Verlaine, Claudel y compañía. En Italia, formó parte de eso Domenico Giuliotti, «del cual se esperó mucho, pero sólo surgió del mismo un pequeño volumen de poesías terriblemente impersonales y literarias». La «conversión» se produjo en 1919. La guerra, con su carga de tragedia, y el remordimiento por haberla invocado y pretendido; la primera comunión de sus hijas y la dulzura cristiana de su esposa; las reprimendas amigables, pero punzantes, de Giuliotti: todo eso allanó el camino; pero el elemento decisivo – además de la gracia – reside en una necesidad interior e impostergable del escritor: necesidad de certeza, de atracaderos seguros, estables y liberadores, de un orden moral e intelectual. Sin embargo, como él mismo escribiera, la conversión no fue un refugio en un cómodo asilo ni la aceptación supina de una norma moral o un esquema doctrinal. Fue ciertamente un atracadero, pero también un rebote hacia alta mar para conquistar orillas de mayor exaltación. En la Storia di Cristo (1921), al presentar al Hombre-Dios, Papini da testimonio del mismo, lo exalta y sobre todo lo invoca, con el entusiasmo del neófito, con la alegría del caminante que, tras años de extravío, llega a la casa del padre, con la necesidad de expresar a gritos a todos, pero especialmente a los hombres de la cultura, la urgencia de un regreso al Salvador. «Ambiciones desmesuradas» Entre las notas que caracterizan la personalidad de Papini, podemos recordar «el delirio de grandeza», «la ambición de lo grande y excesivo» y la volubilidad. Si bien la conversión, con la posesión de la verdad definitivamente alcanzada y la superación de resentimientos e impaciencias, puso un freno a su recelo intelectual, no aplacó los ardores de su espíritu. Con sesenta y cinco años cumplidos, escribía: «Es curioso cómo a esta edad conservo ambiciones desmesuradas que reafloran todos los días: de construir una nueva filosofía, de escribir una 13

historia de la humanidad, de hacer un drama fantástico que abarque toda la vida, etc. etc.» [14]. La imagen de Papini al leer el Diario, de publicación póstuma, es de un volcán en fase de erupción permanente. Nos asombra cómo el cerebro de ese hombre pudo resistir una ebullición continua de proyectos, sueños y propósitos: son tantos que si se suman, se llega a la conclusión de que las obras materializadas constituyen únicamente la décima parte de aquellas puramente ideadas. Carecía de sentido de la medida y no supo superar la ambición de escribir obras que abarcasen todos los campos, obras inmortales bajo la estela de su Dante y su Miguel Ángel, para cuya realización toda una vida no habría sido suficiente y para las cuales no disponía de una adecuada preparación. Durante más de cincuenta años acarició el proyecto de una «obra inmensa», «redentora», «enorme, pavorosa, sobrehumana», y le dedicó tiempo, estudio e impulsos. Debería haberse llamado Rapporto sugli uomini (Informe sobre los hombres) o Adamo (Adán). Hecha, deshecha y rehecha varias veces, de ella quedó un montón de carpetas, testimonio de un gran sueño desvanecido. Se apoyó el Rapporto en la idea de un Giudizio Universale (Juicio Universal), otro proyecto que lo exaltó y ocupó durante muchos años, otro sueño desvanecido. «Hay un canto dentro de mí que nunca podrá salir de mi boca, que mi mano no sabrá escribir en trozo alguno de papel (…). Hay un canto dentro de mí que siempre se quedará dentro de mí» [15]. En estas expresiones se encuentra todo el drama del escritor florentino. Intuía el milagro de la transfiguración artística, pero no lograba traducirla en acto al escribir el Giudizio (ni las otras obras «titánicas»), de donde surgió la idea de quemar el manuscrito. No lo quemó, pero tampoco lo publicó, lo cual es testimonio de honestidad y buen sentido. «Llegar al último día con el alma entera» Es tarea ardua seguir a Papini a través de su obra: más de sesenta volúmenes, sumamente densos en problemáticas, erudición e intuiciones; inspirados por la nobleza de los propósitos, el amor y el respeto por lo que es genuinamente humano, el culto a la verdad y la dignidad; geniales, envueltos en poesía, vigor estilístico y capacidad de evocación. La aparición de algunos de ellos fue como la explosión de una bomba en la soñolienta provincia italiana, y suscitó polémicas, contiendas, confrontaciones, investigaciones y ardores, todo menos indiferencia. Pensemos en Un uomo finito, Stroncature, Storia di Cristo, Sant’Agostino, Dante vivo, Gog, Storia della letteratura italiana, Lettere agli uomini di papa Celestino VI, Il diavolo. 14

En todo caso, Papini nos ofreció su más bella sorpresa en sus últimos años de vida. Quien se opusiera, como él, durante toda la vida a hombres e ideologías, no podía no oponerse a la sumisión del alma al cuerpo, gracias a una especie de milagro en el cual la fuerza de la fe se manifestó a la par con la fuerza de voluntad. «Cada vez más ciego, cada vez más inmóvil, cada vez más silencioso. La muerte no es sino inmovilidad taciturna en las tinieblas. Muerto por tanto un poco cada día, en pequeñas dosis, según el modelo homeopático. «Pero espero que Dios me conceda la gracia, a pesar de todos mis errores, de llegar al último día con el alma entera» [16]. Llegó efectivamente con el alma entera a ese día. No estando solo, y superando dificultades gravísimas, logró dictar una cantidad de material tan grande como para constituir varios volúmenes: La spia del mondo, La felicità dell’infelice, Schegge. Se encuentran entre sus cosas más logradas. La serenidad espiritual, alcanzada con esfuerzos heroicos, se despliega en la página en oleadas de poesía que cubre a todas las criaturas, desplegándose con tranquilidad juicios sobre los más diversos argumentos, con riqueza de cultura, ansia de conquistas siempre nuevas y conceptuosa densidad. Un día lejano, en una de sus profecías sorprendentes, había anunciado con anticipación: «Hay un canto dentro de mí que debo escuchar yo solo, que debo padecer y soportar sólo yo. Este canto no se pronunciará sino en la última hora de mi vida; este canto será el principio de una feliz agonía» [17]. ¿Qué canto? El canto del paralítico, que en la inmovilidad del sillón hace el Inventario delle felicitá (Inventario de las bienaventuranzas) [18]. En estas páginas ya no está presente el flujo de palabras sonantes ni la violencia del polemista centrado en no abandonar la presa; está el canto de un Job nuevo, que se reitera el haber «nacido hombre y no bestia», «a imagen y semejanza de Dios», «un ser vertical que mira el cielo, iluminado por el espíritu, capaz de ser purificado y redimido por el mismo dolor», con un alma «tan noble que puede venerar el genio y desear la santidad», con un pensamiento tan poderoso que además de hacerte «copropietario de un planeta», te permite exaltarte junto a David, Sófocles, Platón, San Francisco, Dante, Petrarca, Leopardi, Rousseau, Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. «Eres mortal como las yeguas de los campos, pero sólo en ti resplandece la esperanza – que para algunos es certeza – de la victoria final sobre la muerte. Eres, también en la cárcel de la carne y el tiempo, la impaciente larva de un Dios». 15

El Inventario prosigue. Nacimiento en medio de un pueblo civil, en una nación cristiana (cuyos santos demuestran «que el hombre puede ser más que humano cuando se une, él muerto, al Cristo vivo»), «en una de las comarcas más maravillosas y gloriosas de la tierra», en tiempos «de sangre, colapso y espanto» (que pueden por tanto orientarnos hacia esos «bienes que realmente vale la pena recuperar»). «Levantemos entonces la cabeza para buscar con los ojos un trozo de cielo, un beso de sol. La mayor infelicidad se convierte en razón suficiente del ascenso a una felicidad mayor. Y la alegría más verdadera para los actores de esa Divina Comedia que es la vida humana ya no consiste en poseer, sino en reconquistar la felicidad, que es nuestra por derecho de nacimiento y guerra. «Y por consiguiente tú, hombre de aflicción y rencor, levántate del tugurio de zarzas, sacúdete el polvo delictuoso y recoge tus bienaventuranzas abandonadas. «Señala el cielo, mira bien; desaparecen las estrellas en la niebla, pero en la línea de oriente una sombra de oro anuncia la revancha del Padre de regreso». Rara vez un escritor ha alcanzado semejante grandeza moral; rara vez el canto de un hombre ha girado en tonos tan elevados; rara vez una «juventud» ha explotado con semejante plenitud de vitalidad. Limitaciones y méritos de Papini Es imposible negarlo. Estuvieron muy lejos de favorecer a Papini sus excesos de estilo, el hecho de abusar demasiadas veces de su habilidad léxica y llegar a acuñar cierta terminología demoledora cuando no le bastaba la del vocabulario, que además conocía perfectamente. Resultan poco gratas sus complacencias verbales, los frecuentes tonos forzados, la mano cargada en el color, la tendencia a expresarse en superlativo y el uso destemplado de la paradoja. Además, pocos autores consiguen con tanta frecuencia, como Giovanni Papini, atraer vigorosamente al lector y luego, en medio del placer que le han entregado, alejarlo con algo inadecuado. Y es ciertamente inadecuado ese ademán altanero de legislador absolutista, así como la sistematización de las cosas mediante afirmaciones categóricas más que con argumentos válidos, la insistencia demasiado excluyente en un aspecto determinado de un asunto o un personaje o la excesiva seguridad en la propia manera de interpretar incluso ciertas figuras históricas, como Dante, Miguel Ángel y otras. Éstas son las limitaciones de Papini [19].Sería grave, en todo caso, detenerse en esas limitaciones sin saber llegar al alma del escritor y descubrir así el significado de su presencia en la cultura de nuestro siglo. 16

Fue ante todo el hombre de la búsqueda inquieta. Su rebeldía, su provocación, su delirante arrojo hacia todos los puntos del horizonte y su forma de aventurarse en todos los caminos para abatir los andamiajes circunstantes no son sino reacciones ante la mentira del pensamiento oficial, la historia oficial y la vida oficial. Esta oficialidad se le presentaba como traición a las exigencias naturales y tradicionales de nuestro pueblo, como parálisis intelectual y moral [20]. Al ir contra la corriente y despedazar los ídolos del pasado y las formas cristalizadas de la inteligencia y la cultura del país, pretendió actuar sobre el hombre, reivindicando su dignidad y originalidad, es decir, su capacidad de investigación y su vocación para proyectarse a sí mismo, construir su destino y rechazar toda forma de deshumanización en curso y de servilismo intelectual. Buscador de lo absoluto y la verdad, trabajador comprometido a «actuar en el alma» para redescubrir y rehacer al hombre, sostenedor del primado de la vida sobre la ideología, amante de la conquista riesgosa más que de la posesión negligente: únicamente en esta perspectiva adquiere unidad y significado su aventura. En una época de servilismo con la estética idealista, tuvo el valor de escribir un ensayo titulado Lo scrittore come maestro (El escritor como maestro) [21], que marca un final y propone una meta. Al arte como juego, arte por el arte, arte por placer, arte desvinculado de toda finalidad espiritual, contrapuso el arte como vida y moralidad, como compromiso y misión. El centro de su obra es el hombre. Con incansable pasión, lo persiguió por todos los caminos para interrogarlo, conocerlo y salvarlo. De ese modo, erigió una galería de bustos, esbozados con brío e inmediatez, y al recorrerla podemos encontrar al hombre eterno, sujeto a infinitos llamados, en manos de Dios y Satanás. Detrás de cada busto se encuentra sobre todo Papini, hombre de «diversas almas», irritado, exaltado, profético, pero siempre valeroso, sincero y comprometido. Papini nunca bromeó con su misión de escritor ni trampeó con la verdad. Una vez encontrada, permaneció fiel a ella, conservando con todo – en el ámbito de la ortodoxia – la libertad de movimiento y la posibilidad de tener resbalones (como ocurrió con Il diavolo (El diablo)). No se olvida, por último, la fascinación que brota de sus páginas, debido al atractivo de una prosa robusta, de estructura firme y sabia, de una lengua modulada en todos los tonos, viva, expresiva, límpida.

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Por qué amo a Papini Lo amo porque fue un hombre. Vivió intensamente, animado por la pasión por las batallas y las conquistas, dirigiendo siempre la mirada hacia horizontes de dignidad, elevación moral e inteligencia en lo tocante a los valores auténticos de la vida. Lo amo porque yendo contra la corriente, supo decir que no a todo lo que es fácil, cómodo, común, consuetudinario. Tuvo pasión por el debate constructivo con miras a un mundo distinto, más digno, más humano, más cívico. Lo amo porque rechazó la concepción de una literatura banal, de diversión, artificial, que explota los instintos animales, venal, desprovista de alma, anémica. La literatura – nos enseñó –, además de arte, debe ser pedagogía y profecía, cultura y mensaje. Lo amo porque describió – más bien cantó – las grandes razones del vivir: el ansia de lo absoluto, el estremecimiento ante la belleza, el llamado del amor, la necesidad de Dios, la impaciencia por la verdad. Lo amo porque, una vez que encontró a Cristo, permaneció siempre fiel al mismo, desafiando miserias, temores y fatigas. Y además supo reanimar en cristianos soñolientos la alegría de una fe que libera y el entusiasmo de una lucha que se refleja en la eternidad. Lo amo porque al final de su vida ofreció a todos un ejemplo sumamente elevado de la forma en que se puede y debe sublimar el sufrimiento, transfigurar lo trágico cotidiano, conservar la juventud del espíritu y vivir abiertos a la historia. Lo amo, por último, porque catorce días antes de morir, en medio de sufrimientos inauditos, logró dictar estas palabras: «Mira las estrellas. Las estrellas son maravillosas. Las estrellas dicen a quien sabe leer una palabra más precisa que los retóricos y los expendedores de vanidades. El pequeño trozo de barro apagado sobre el cual pones tus pies no es sino un grano estelar en un precipicio sin orillas. No te infles con el soplo de la soberbia, no te creas un dios amo, un rey terrestre; confiesa que no eres creador, sino criatura. «Nuestras filosofías son como la hierba de los techos, que se seca antes de florecer: sentencias de ceniza y razones de viento. Estamos solos al borde del infinito. ¿Por qué rechazaremos la mano de un padre? Somos lanzados, nosotros, efímeros, desde lo alto de la eternidad. ¿Por qué rechazaremos un apoyo, aun cuando sea a cambio de ser fijados con los clavos de una cruz de campo?» [22] 18

Notas *)- Publicado en http://humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/552.html - Consultado el 24/07/2010 1)- F. GIANFRANCESCHI, «Attualità di Papini», en Il Tempo, 29 de octubre de 1972. 2 Extractado de L. DEL ZANINA, «D. Giuliotti profeta in estilo», en Letture, 1967, 667. 3 B. PASCAL, Pensamiento (29). 4. SAN AGUSTÍN, Le confessioni, Sulmona, Ed. Paoline, 1968, 49. 5 Schegge, Florencia, Vallecchi, 1971, 250-251. 6 Un uomo finito, Florencia, Vallecchi, 1926, 39. 7 B. GOGO, «Giovanni Papini apprendista dell’infinito», en Profili di scrittori, 6, Milán, Ed. Letture, 1966, 48. 8 Ver P. BARGELLINI, Pian dei giullari, XI, Florencia, Vallecchi, 1953, 37. 9 Un uomo finito, op. cit., 202. 10 Ivi, 246-250. 11 Ver J. LOVREGLIO, Une odyssée intellectuelle entre Dieu et Satan. Giovanni Papini. L’homme, París, Lethielleux, 1973, 97, en nota. 12 «Hijo de padre ateo, bautizado a escondidas, habiendo crecido sin prédicas ni misas, nunca tuve las llamadas «crisis espirituales», «noches de Jouffroy» o «descubrimientos de la muerte de Dios». Para mí, Dios nunca estuvo muerto porque nunca estuvo vivo en mi alma» (Un uomo finito, 12). 13 En Puzzo di cristianucci, escrito en 1913, referido en la recopilación Testimonianze e polemiche religiose, Milán, Mondadori, 1960, 14 Diario, Florencia, Vallecchi, 1962, 382. 15 Poesia in prosa, Florencia, Vallecchi, 1933, 273. 19

16 La spia del mondo, Florencia, Vallecchi, 1955, 794. 17 Poesia in prosa, op. cit., 273. 18 La spia del mondo, op. cit., 722-723. 20 Ver F. CASNATI, «Papini, operaio della vigna», en Vita e Pensiero, agosto de 1956. 21 Citado en La pietra infernale, Brescia, Morcelliana, 1934. 22 «Il cielo sopra i dormienti», en Schegge, op. cit., 293.

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EL AUTOR AL QUE LEYERE
I Desde hace cincuenta años, los que se dicen "espíritus libres" porque han desertado de la Milicia por los Ergástulos, deliran por asesinar por segunda vez a Jesús. Por matarlo en el corazón de los hombres. No bien les pareció que esta segunda agonía de Cristo estaba en los penúltimos estertores, se adelantaron los necróforos. Búfalos presuntuosos que habían tomado las bibliotecas por establos, cerebros aerostáticos que creían tocar el cielo subiendo en el globo de la filosofía, profesores enardecidos por fatales borracheras de filología y de metafísica se armaron — ¡el Hombre lo quiere! — como cruzados contra la Cruz. Ciertos frívolos revoloteadores quisieron hacer ver, con una fantasía que avergonzaría a la famosa Radcliffe, que la historia de los Evangelios era una leyenda a través de la cual se podía a lo sumo reconstruir una vida natural de Jesús, quien habría tenido un tercio de profeta, un tercio de nigromante y otro tercio de enredapueblos; y no habría hecho milagros, fuera de la curación hipnótica de algún obseso, ni muerto en la cruz, sino que se habría despertado en el frío de la tumba y reaparecido con aire misterioso para hacer creer que había resucitado. Otros pretendían demostrar, como dos y dos son cuatro, que Jesús es un mito creado en los tiempos de Augusto y de Tiberio y que todos los Evangelios se reducen a un tosco mosaico de textos proféticos. Otros representan a Jesús como un buen hombre, pero demasiado exaltado y fantástico, educado en la escuela de los Griegos, de los Budistas y de los Esenios, que habría amasado como pudo unos plagios para hacerse creer el Mesías de Israel. Otros hicieron de él un humanitario maníaco, precursor de Rousseau y de la Democracia: hombre excelente para su tiempo, pero a quien hoy se sometería a la cura de un alienista. Otros, en fin, para acabar de una vez, recogieron de nuevo la idea del mito y, a fuerza de calendarios y comparaciones, concluyeron que Jesús no había nacido nunca en lugar alguno del mundo. Pero ¿quién ocuparía el puesto del gran Desahuciado? Cada día era más profunda la fosa y, con todo, no conseguían soterrárnoslo por entero. Y he aquí un escuadrón de faroleros y pintureros del espíritu, dispuestos a fabricar religiones para el consumo de los irreligiosos. Durante todo el siglo XVIII las sacaron del horno a pares y por medias docenas. La religión de la Verdad, del Espíritu, del Proletariado, del Héroe de la Humanidad, de la Patria, del Imperio, de la Razón, de la Belleza de la Naturaleza, de la Solidaridad, de la Antigüedad, de la Energía, de la Paz, del Dolor, de la Piedad, del Yo, del Futuro, y así sucesivamente. Algunas no eran sino refundiciones de un Cristianismo desmochado y deshuesado, de un Cristianismo sin Dios; las más eran políticas o filosóficas que intentaban trocarse en místicas. Pero eran pocos los fieles y flaco su entusiasmo. Aquellas heladas abstracciones, aunque sostenidas a veces por intereses sociales o por pasiones literarias, no llenaban los corazones de los que se había querido desarraigar a Jesús. 21

Se intentó, entonces, barajar simulacros de religiones que tuviesen — algo mejor que las otras — lo que los hombres buscan en la religión. Los Francmasones, los Espiritistas, los Teósofos, los Ocultistas, los Cientificistas creyeron haber encontrado el substituto del Cristianismo. Pero estas mezcolanzas de mohosas supersticiones y de cabalística cariada; estos guisados de insípido racionalismo y de ciencia fracasada, de simbolismo simiesco y de humanitarismo avinagrado: estos zurcidos mal hechos de budismo de exportación y de Cristianismo traicionado, contentaron a unos miles de mujeres ociosas, de asnos en dos pies, de condensadores del vacío, y pare usted de contar. En tanto, entre un presbiterio alemán y una cátedra suiza, se venía aprestando un nuevo Anticristo. "Jesús – dijo el tal, descendiendo de los Alpes al sol – ha mortificado a los hombres; el pecado es bello, la violencia es bella; es bello todo aquello que halaga la Vida." Y Zarathustra, después de haber arrojado al Mediterráneo los textos griegos de Leipzig y las obras de Maquiavelo, comenzó a brincar a los pies de la estatua de Dionisio con la gracia que puede tener un alemán nacido de un pastor luterano y recién llegado de una cátedra helvética. Pero aunque sus cantos eran dulces al oído, no consiguió nunca explicar qué es esa adorable Vida a la que pretendía sacrificar una parte tan viva del hombre como es la necesidad de reprimir los propios instintos de bestia, ni supo decir en qué manera Cristo, el Cristo verdadero de los Evangelios, se opone a la vida, cuando Él precisamente quiere hacerla más alta y feliz. Y el pobre Anticristo, cuando estuvo próximo a la locura, firmó su última carta: "El Crucificado".

II Con todo, después de tanta dilapidación de tiempo y de ingenio, Cristo no ha sido expulsado de la tierra. Su memoria está por doquier. En las paredes de las iglesias y de las escuelas, en las cimas de los campanarios y de los montes, en las ermitas de los caminos, a la cabecera de las camas y sobre las tumbas, millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado. Raspad los frescos de las iglesias, quitad los cuadros de los altares y de las casas, y la vida de Cristo llenará todavía los museos y las galerías. Arrojad al fuego misales, breviarios y eucologios y seguiréis encontrando su nombre y sus palabras en todos los libros de literatura. Hasta las blasfemias son un involuntario recuerdo de su presencia. Hágase lo que se quiera, Cristo es un fin y un principio, un abismo de misterios divinos entre dos períodos de historia humana. La Gentilidad y la Cristiandad no pueden soldarse. Antes de Cristo y después de Cristo. Nuestra Era, nuestra civilización, nuestra vida, comienzan con el nacimiento de Cristo. Podemos investigar y saber lo que hubo antes de él, pero ya no es nuestro, está señalado con otros números, circunscrito en otros sistemas, no mueve ya nuestras pasiones: puede ser bello, pero está muerto. César hizo, en sus tiempos, más ruido que Jesús, y Platón enseñaba más ciencias que Cristo. Todavía se habla del primero y del segundo, ¿pero quién 22

se acalora por César o contra César? Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas? Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros. Hay todavía quien le ama y quien le odia. Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción. Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto. Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina se pasan la vida recordando su nombre. Vivimos en la Era Cristiana. Y no ha terminado. Para comprender nuestro mundo, nuestra vida, para comprendernos a nosotros mismos, hay que ir a Él. Cada edad debe volver a escribir su Vida. También la nuestra la ha escrito y más que otra alguna. De suerte que el autor de este libro debería en este punto justificarse de haberlo escrito. Pero la justificación, si es que hace falta, aparecerá manifiesta a los que quieran leerlo hasta la última página. Ningún tiempo estuvo tan separado de Cristo y tan necesitado de Él como el nuestro. Mas para hallarlo de nuevo no bastan los viejos libros. Ninguna vida de Cristo, ni aun escrita por un escritor de genio superior a cuantos fueron, podrá ser más bella y perfecta que los Evangelios. La cándida sobriedad de los cuatro primeros historiadores no será nunca superada por todas las maravillas del estilo y de la poesía. Y bien poco podemos añadir a lo que dijeron. Pero ¿quién lee, hoy, a los Evangelistas? Y ¿cuántos los sabrían leer de veras si los leyesen? Las glosas de los filósofos, los comentarios de los exégetas, las variantes y la erudición de los apostilladores de poco aprovechan — acomodos de la letra, pasatiempos de pacientes cerebros. Pero el corazón quiere otra cosa. Cada generación tiene sus preocupaciones y sus pensamientos y sus locuras. Es menester retraducir el antiguo Evangelio para ayuda de los extraviados. Para que Cristo esté vivo siempre en la vida de los hombres, eternamente presente, es forzoso resucitarlo, por decirlo así, de cuando en cuando. No ya para repintarlo con los colores del día, sino para representar con palabras vivas, con referencias a lo actual, su eterna verdad y su historia inmutable. De tales resurrecciones librescas, doctas o literarias, está lleno el mundo; pero al autor de ésta le parece que muchas han sido olvidadas y otras no son apropiadas. Especialmente en Italia, después de las últimas experiencias. Para contar la historia de las historias de Cristo sería menester otro libro, aun más voluminoso que éste. Pero las historias más leídas y conocidas se pueden distribuir, a ojo de buen cubero, en dos grandes divisiones. Las escritas por gente de Iglesia para los creyentes, y las escritas por hombres de ciencia para uso de profanos. Ni aquéllas son perfectas ni éstas pueden satisfacer a quien busca, en una vida, la Vida.

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III Muchas de las vidas de Jesús destinadas a los devotos exhalan no sé qué de enmohecido y flojo que repele, desde las primeras páginas, al lector hecho a más delicados y sustanciosos manjares literarios. Hay un humo de cirio apagado, un vaho de incienso desvanecido y de aceite malo que ahoga el aliento. No se respira bien. El incauto que se acerca y recuerda las vidas de los grandes hombres escritas con grandeza, y tiene alguna noción del arte de escribir y de la poesía, se siente desfallecer cuando se adentra en esa prosa blanda, floja, deshilachada, toda remiendos y zurcidos de lugares harto comunes que fueron vivos mil años ha, pero que ahora están exánimes, petrificados, reunidos como las piedras de un lapidario o las recetas de un formulario. Pero todavía es peor cuando estos corredores exhaustos quieren emprender de pronto el galope de la lírica o el trote de la elocuencia. Esas gracias fuera de uso, ese dulzor que sabe a Arcadia purista y a modelos de buen estilo para academias provincianas, ese falso calor templado y de melosa dignidad, acobardan a los más resistentes y temerarios. Y cuando no se abisman en las intrincadas cuestiones de la escolástica caen en la desvaída oratoria de la homilía dominical. Son libros hechos, en suma, para quien cree en Jesús, es decir, para quien podría, en cierto sentido, prescindir de ellos. Los hay óptimos también, pero los legos, los indiferentes, los profanos, los artistas, los acostumbrados a la grandeza de los antiguos y a la novedad de los modernos, no buscan esos volúmenes o, apenas los cogen, los dejan. Con todo, son precisamente estos lectores los que más sería menester conquistar, porque son los que se han apartado de Cristo y los que hoy constituyen la opinión y hacen ruido en el mundo. Los otros, los doctos que escriben para los no creyentes, logran todavía menos atraer a Jesús las almas que no saben ser cristianas. Primeramente, porque no es ése casi nunca el fin que se proponen, y ellos mismos, casi todos, son de los que deberían ser conducidos de nuevo al Cristo vivo y verdadero; y luego, porque su método – que quiere ser, según dicen, histórico, critico, científico – los lleva más bien a detenerse en los textos y en los hechos exteriores, con el fin de determinarlos o destruirlos, que a considerar el valor y la luz que, si quisieran, podrían hallar en esos textos y en esos hechos. La mayoría de ellos tiende a encontrar el hombre en el Dios, la normalidad en el milagro, la leyenda en las tradiciones, y sobre todo buscan las interpolaciones, las falsificaciones y los apócrifos en la primitiva literatura cristiana. Los que no llegan a negar que Jesús haya vivido, sustraen cuantos testimonios pueden de los que de Él nos quedan, y a fuerza de "síes", de "peros", de "consideraciones" y de "respeto", de dudas y de hipótesis, no llegan a escribir una historia cierta, aunque tampoco, por fortuna, a deshacer la contenida en el Evangelio. Tantas son las contradicciones entre ellos mismos, que todo sistema nuevo tiene, por lo menos, el mérito de reducir a nada los excogitados anteriormente. En suma, estos historiadores, con todo su aparejo de retazos y de andrajos, con todos los recursos de la critica textual, de la mitología, de la paleografía, de la arqueología, de la filología semítica y helenista, no hacen sino triturar y diluir, a fuerza de desmenuzamientos y capciosidades, la sencilla vida de Cristo. La conclusión de todo este afán y agitación sería, según ellos, que Jesús no ha venido nunca a la tierra, o que, si por acaso vino en verdad, nada podemos decir de cierto. Les queda todavía por explicar el hecho del Cristianismo; pero lo mejor que saben hacer estos enemigos de Cristo es andar buscando en Oriente y Occidente las "fuentes", según dicen, 24

del pensamiento cristiano, con la intención, nada disimulada, de resolverlo todo en sus prejuicios judaicos, helénicos y hasta indios y chinos, como para decir: “¿veis?; ése vuestro Jesús. En el fondo no solamente fue un hombre sino un pobre hombre, pues no ha dicho nada que el género humano no supiese de memoria antes que él”. Se podría, entonces, preguntar a estos negadores de milagros cómo explican el milagro de un sincretismo de antiguallas que habría creado en torno a la memoria de un oscuro plagiario, un movimiento inmenso de hombres, de pensamientos y de instituciones, tan fuerte y avasallador, que cambió la faz del mundo. Pero, al menos por ahora, no haremos ésta y otras preguntas. En pocas palabras, si del mal gusto de ciertos compiladores devocionales se pasa, en busca de luces, a los monopolizadores de "la verdad histórica", se cae de la vaguedad pietística en el barullo estéril. Los primeros no saben llevar de nuevo a Cristo los extraviados, y los otros lo dejan en los zarzales de la controversia. Ni los unos ni los otros invitan a leer. Es decir: escriben mal. Si la fe los divide, la cacografía los une. Tanto el énfasis untuoso como la gelidez de los universitarios repugnan a los espíritus cultos que conocen, aunque más no sea de pasada, la poesía del Evangelio, idilio divino y tragedia divina. Tan es así, que la única vida de Jesús leída hoy todavía por muchísimos laicos, después de tantos años y tantas mudanzas de gusto y de opinión, es la del apóstata Renán, que repugna, sin embargo, a todo cristiano verdadero por su diletantismo, insultante hasta en la alabanza, y a todo historiador puro por sus componendas y su insuficiencia crítica. Pero el libro de Renán, aunque parezca la obra de un novelista escéptico maridado con la filología o de un semitista que padece nostalgias literarias, tiene el mérito de estar "escrito", es decir, de hacerse leer aun por aquellos que no son especialistas. Hacerse leer de buen grado no es el único ni el mayor mérito que puede tener un libro, y quien se satisficiera con eso sólo y no diese importancia a lo demás, demostraría ser más antojadizo que enamorado. Pero convengamos en que es un mérito, y no tan pequeño, para un libro: es decir, para una cosa que se propone precisamente ser leída. Especialmente cuando no quiere ser únicamente instrumento de estudio, sino llegar a lo que antes se decía la "moción de los afectos", o, por decirlo a la buena de Dios, quiere "rehacer a la gente”. Al autor del presente libro le ha parecido — y si se equivoca agradecerá el ser advertido por quien esté más al día que él — que entre tantos miles de libros que hablan de Jesús falta uno que pueda satisfacer a quien busque, en vez de doctas disquisiciones, un alimento apropiado al alma, a las necesidades actuales y de todos. Intenta escribir un libro vivo, que muestre más vivo a Cristo, viviente siempre, con amorosa vitalidad, a los ojos de los vivos. Que lo haga sentir presente, con una presencia eterna, a los presentes. Que lo represente en toda su viviente y presente grandeza — perenne y, por tanto, actual — a los que le han vilipendiado y recusado, a los que no le aman porque no han visto nunca su rostro verdadero. Que manifieste cuánto hay de sobrenatural y simbólico en sus primeros pasos humanos, en sus principios tan oscuros, sencillos y populares, y cuánto de familiar humanidad, de popular sencillez se trasluce aún en su mansión de libertador celestial, en su fin de ajusticiado y resucitado divino. Que muestre, en fin, en aquel epos trágico, en el que verdaderamente han puesto mano cielo y tierra, cuántas enseñanzas a propósito para nosotros, adecuadas a nuestro tiempo, a nuestra vida, se 25

pueden deducir, no sólo de la lectura de los discursos, sino también de la misma sucesión de vicisitudes que se extiende desde el establo de Belén hasta la nube de Betania. Un libro escrito por un seglar para los seglares que no son cristianos, o que solamente lo son en apariencia. Un libro sin ternezas pietistas y sin la aridez de la literatura que se llama "científica" únicamente porque siente un perpetuo terror de la afirmación. Un libro, en fin, escrito por un moderno que tenga un poco de respeto y conocimiento del arte y sepa llamar la atención incluso de los hostiles.

IV

El autor no pretende haber hecho un libro de esa índole, aunque confíese haber pensado en ello muchas veces; pero, cuando menos, ha intentado, en cuanto su capacidad le ayuda, acercarse a ese propósito. Y declara desde ahora, con sincera humildad, no haber hecho labor de "historiador científico". No la ha hecho porque no hubiera podido hacerla; pero, aun habiendo poseído toda la ciencia que fuera menester, tampoco hubiera querido hacerla. Téngase en cuenta, entre otras cosas, que el libro ha sido escrito, casi todo él, en el campo, y en un campo lejano y selvático, con poquísimos libros, sin consejos de amigos ni revisiones de maestros. No será, pues, citado por los Porteros de la Alta Crítica, ni por los escudriñadores de cuádruple anteojo, entre las "autoridades en la materia". Poco importa si puede hacer algún bien a un alma —aunque sea una sola. Porque quiere ser, según se ha dicho, como un nuevo hallazgo del Cristo — del Cristo embalsamado por algunos en aromas evaporados o descarnado por los escalpelos universitarios y no ya otra inhumación. El escritor se ha fundado en los Evangelios: tanto, bien entendido, sobre los Sinópticos como sobre el cuarto. Las infinitas disertaciones y disputas sobre la autoridad de los cuatro historiadores, sobre las fechas, sobre las supuestas interpolaciones, sobre su dependencia recíproca y sobre las verosimilitudes y derivaciones, le han dejado indiferente, lo confiesa. No poseemos documentos más antiguos que esos; ni otros contemporáneos, judíos o paganos, que nos permitan corregirlos o desmentirlos. Quien se arriesgue en semejante trabajo de tamización y de verificación podrá dilapidar mucha doctrina; pero no hará progresar un paso el verdadero conocimiento de Cristo. Cristo está en los Evangelios, en la Tradición apostólica y en la Iglesia. Fuera de ahí todo es tinieblas y silencio. Quien acepte los cuatro Evangelios ha de aceptarlos enteros — sílaba por sílaba —, o rechazarlos desde el principio al fin y decir: no sabemos nada. Querer distinguir en esos textos entre cierto y probable, entre histórico y legendario, entre fondo y añadiduras, entre primitivo y dogmático, es empresa temeraria, que termina casi siempre, en efecto, con la desesperación de los lectores, los cuales, en medio de aquella zalagarda de sistemas que de diez en diez años se contradicen y destrozan, acaban por no entender y los dejan a todos. Los más famosos histólogos 26

neotestamentarios convienen todos en que la Iglesia ha sabido escoger, en el gran aluvión de la primitiva literatura, los Evangelios más antiguos, reputados desde entonces como fieles. No se pide más. Junto con los Evangelios, el autor de este libro ha tenido presente aquellos "logía" y "agrapha" que tenían más sabor evangélico, y también algunos textos apócrifos, usados "con juicio”. Y, en fin, nueve o diez libros modernos, entre los que tenía a mano. Le parece, por lo que ha podido ver, que se ha apartado alguna vez de las opiniones comunes, y que ha pintado un Cristo que no siempre tiene las facciones de los íconos ordinarios; pero no podría asegurarlo con certeza ni tiene en mucho la novedad que pudiera haber en su libro, escrito con la esperanza de que resulte bueno antes que bello. Tanto más cuanto que le sucederá, en cambio, repetir cosas dichas por otros, que su ignorancia le ha impedido conocer. En estas materias, la sustancia, que es la verdad, es inmutable y no puede haber en ella de nuevo sino la manera de representarla con formas más eficaces, para que sea más fácilmente aprehensible. Como ha querido huir de los laberintos de la alta crítica erudita, no ha pretendido tampoco detenerse demasiado en los misterios de la Teología. Se ha acercado a Jesús con la simplicidad del deseo y del amor, como se acercaban a Jesús, cuando hablaba, los pescadores de Cafarnaum. Aun manteniéndose fiel a las palabras de la Revelación y a los dogmas de la Iglesia Católica, ha procurado a veces representar aquellos dogmas y aquellas palabras en términos diferentes de los acostumbrados, con un estilo violento de contrastes y de escorzos, animado por expresiones crudas y fuertes, para ver si las almas de hoy, avezadas a las acres especias del error, podrían despertarse a los golpes de la verdad. El autor ha tenido presente, no sólo el mundo hebreo, sino el antiguo, con la esperanza de mostrar la novedad y la grandeza de Cristo frente a todos los que le habían precedido. No siempre ha seguido el orden de los tiempos y de los acontecimientos, porque convenía más a su fin particular — que no es, como ya ha dicho, propiamente histórico — recoger ciertos grupos de pensamientos y de hechos, para iluminarlos con más fuerza, en vez de dejarlos dispersos aquí y allá en el curso del relato. Para no dar un aspecto pedante al libro, ha suprimido todas las referencias de citas y ha querido prescindir de notas. No quiere parecer lo que no es, a saber: un doctor en bibliografía, y no quiere que la obra huela ni de lejos al aceite de las luces de la erudición. Los que entienden de estas cosas se darán cuenta de las autoridades no citadas y de las soluciones que ha escogido respecto de ciertos problemas de concordancia. Los otros, los que buscan únicamente cómo se ha mostrado Cristo a uno de ellos, sentirían fastidio de tanto aparato textual y de las disertaciones al pie de la página. Una sola palabra quiere decir aquí respecto de la Pecadora que llora a los pies de Jesús: si bien la mayoría ve en los Evangelios dos escenas diversas y dos mujeres diversas, el autor se ha permitido, por razones de arte, reunirlas en una sola, y de ello pide perdón, que espera le será concedido, porque no se trata de materia dogmática. 27

Debe también advertir que no ha podido desarrollar a su manera los episodios donde comparece la Virgen Madre: por no alargar demasiado el libro, ya extenso, y especialmente por la dificultad de mostrar de pasada todo el rico fondo de religiosa belleza que hay en la figura de María. Sería necesario otro volumen, y el escritor está tentado de arriesgarse, si Dios le da mimbres y tiempo, a "decir de ella lo que nunca aún se dijo de ninguna”. Advertirán, al menos aquellos que tienen práctica de leer los Evangelios, que otras cuestiones de menor importancia se dejan a un lado, y algunas, por el contrario, se alargan de un modo insólito. Porque éstas le han parecido al que escribe más apropiadas que aquéllas a su fin, que es — para decirlo con un término desusado y casi repugnante a los bellos ingenios — la edificación.

V Éste quiere ser un libro — la risotada está prevista — de edificación. No ya en el sentido de beatería mecánica, sino en el sentido humano y viril de renovación de las almas. Edificar una casa es una acción santa y grande: es dar un refugio contra el invierno y la noche, un ascender a lo alto. ¡Pero edificar un alma, construir con piedras de verdad! Cuando se habla de "edificar" no se ve más que un verbo abstracto, gastado por la costumbre. Edificar, en el significado ordinario, quiere decir obra de albañil. ¿Quién de vosotros ha pensado nunca en todo lo que es menester para construir, para construir bien, para hacer una verdadera casa, una casa que se sostenga, que esté asentada en tierra, con las paredes maestras a plomo, con el techo que no deje pasar el agua? Y todo lo que es menester para edificar; piedras escuadradas, ladrillos bien cocidos, vigas no carcomidas, cal de buena hornada, arena fina y no terrosa, cemento no envejecido ni disipado. Y poner en su sitio cada cosa, con vista y paciencia; hacer ensamblar las piedras unas con otras; no poner demasiada agua o demasiada arena en la argamasa; tener húmedos los muros; saber rellenar las hendiduras y pulir convenientemente el enyesado. Y la casa sube día tras día al cielo, la casa del hombre, la casa adonde llevará a su mujer, donde nacerán sus hijos, donde podrá hospedar a los amigos. Pero la mayoría cree que para hacer un libro basta con tener una idea y después coger unas cuantas palabras y reunirlas de cualquier modo. No es verdad. Un tejar, una cantera, no son una casa. Edificar una casa, edificar un libro, edificar un alma son trabajos que comprometen a todo un hombre y todas sus responsabilidades. Este libro quisiera edificar almas cristianas, porque ésta le parece al escritor en estos tiempos, en este país, una necesidad que no admite dilaciones. Sí lo conseguirá o no, no puede decirlo hoy quien lo ha escrito. Pero reconocerán, así lo espera, que éste es un libro, un verdadero libro y no un muestrario, un conglomerado de remiendos. Un libro que puede ser mediocre o equivocado, pero que está construido: una obra edificada además de edificante. Un libro con su plan y su arquitectura, una verdadera casa con su atrio y sus arquitrabes, con sus tabiques y sus bóvedas, e incluso con alguna ventana a los cielos o al campo. 28

El autor de este libro es — o por lo menos quisiera ser — un artista, y no hubiera podido olvidar esta cualidad suya en esta ocasión precisamente. Pero declara no haber querido hacer obra, como se decía antes, de "bella literatura", o, como se dice ahora, de "pura poesía”; porque le interesaba más la verdad que la belleza. Pero si aquellas dotes suyas, por escasas que sean, de escritor aficionado a su arte pueden persuadir, aunque no sea sino a una sola alma, estará más contento que antes de los dones que ha recibido, Su inclinación a la poesía le ha servido, tal vez, para hacer más "actual" y en cierto modo más fresca la evocación de las cosas antiguas, que parecen petrificadas en el hieratismo de las imágenes consagradas por el uso. Para el hombre de imaginación todo es nuevo y presente. Toda estrella grande que se mueve de noche puede ser la que nos enseña la casa donde nace un hijo de Dios; todo establo tiene un pesebre que se puede convertir en cuna cuando se llene de heno seco y paja limpia; toda montaña desnuda, encendida de luz en las mañanas doradas sobre el valle todavía en sombras, puede ser el Sinaí o el Tabor; en los fuegos de los rastrojos o de las carboneras que brillan de noche sobre las colinas podemos ver la llama que Dios enciende para guiarnos en el desierto; y la columna de humo que sube de la chimenea del pobre enseña de lejos el camino al bracero que regresa. El asno que lleva sobre la albarda a la pastora que viene de ordeñar es el mismo en que cabalgaba el profeta hacia los campamentos de Israel, o el que bajó hacía Jerusalén por la fiesta de Pascua. La paloma que arrulla sobre el alero del tejado recuerda la que anunció al patriarca el fin del castigo o la que bajó sobre el agua del Jordán. El autor, con todo, pide perdón a sus austeros contemporáneos si, más a menudo de lo que conviene, se dejó llevar de la que hoy se llama, casi con repugnancia, elocuencia — hermana carnal de la retórica y madre adulterina del énfasis y de otras hidropesías de la bella elocución. Pero tal vez se admitirá que no se podía escribir la historia de Cristo con el mismo estilo llano y pacato que le va bien a la de Don Abundio. El propio Manzoni, cuando cantó la Navidad y la Resurrección, no recurrió a los modos del habla florentina sino a las imágenes más solemnes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Sabe muy bien el autor que la elocuencia disgusta a los modernos como las telas de un rojo vivo a las señoras de ciudad y el órgano de iglesia a los bailarines de minué; pero no siempre ha conseguido prescindir de ella. La elocuencia, cuando no es pura declamación, es desbordamiento de fe, y en una edad que no cree, no hay sitio para la elocuencia. Mas la vida de Jesús es un poema y un drama de tal índole, que requeriría siempre, en vez de las palabras harto usadas de que podemos disponer, aquellos "vocablos desgarrados y convulsos" de los que habla Pasavanti. Bossuet, que algo sabía de elocuencia, escribió cierta vez: "Plut a Dieu que nous puissons détacher de notre parole tout ce qui flatte 1'oreílle, tout ce qui delecte 1'esprít, tout ce quí surprende l'imagination, pour ne laisser que la veríté toute simple, la seule force et l'efficace toute pure du Saint Esprit, nulle pensée que pour convertir!”. [1] Justísimo; pero, ¿¡conseguirlo...¡? En algunos momentos el autor de esta obra hubiera querido poseer una elocuencia animosa y arrebatadora, capaz de hacer temblar a todo corazón; una imaginación suntuosa capaz de transportar las almas, por súbito encanto, a un mundo de luz, de oro y de fuego. En otros momentos, por el contrario, se dolía de ser demasiado artista, demasiado literato, demasiado miniador y mosaicista, y de no saber dejar las cosas en su poderosa desnudez. 29

Un libro no se aprende a escribir como se debiera sino cuando se ha acabado de escribirlo. Llegados a la última palabra, con la experiencia adquirida en el trabajo, sería menester empezar otra vez y rehacerlo del todo. Pero, ¿quién tiene, no digo ya la fuerza, pero ni la intención de hacerlo así? Si este libro tiene en alguna página el tono del sermón, no será un mal muy grande. En estos tiempos en que a los sermones de las iglesias — donde frecuentemente se dicen mediocremente cosas mediocres, pero donde más frecuentemente aún se repiten verdades que no se debieran olvidar — no van generalmente más que mujeres y algún viejo: es menester pensar también en los demás. En los sabihondos, en los "intelectuales", en los refinados, en aquellos que no entran nunca en la iglesia, pero que entran alguna vez en casa del librero. Los cuales por nada del mundo querrían escuchar el sermón de un fraile; pero se dignan leerlo si está impreso en un libro. Y nuestro libro — sea dicho una vez más — está hecho para los que están fuera de la Casa de Cristo. Los otros, los que han permanecido dentro de ella, unidos a los herederos de los apóstoles, no han menester de mis palabras, Pide también perdón el escritor por haber hecho una obra de muchas — demasiadas — páginas en torno de un solo argumento. Hoy que la mayor parte de los libros — incluso de los suyos — no son sino manojos o hacecillos de páginas reunidas de los periódicos, o novelillas de corto aliento, o apuntes de cartera, y no pasan por lo común de las doscientas o trescientas páginas, haber escrito más de seiscientas [2] sobre un tema único parecerá presunción, y hasta de las grandes. El libro, ciertamente, parecerá largo a los lectores modernos, más hechos a los bizcochillos ligeros que a los panes caseros de un kilo; pero los libros, como los días, son largos o breves, según como se llenan. Y el autor no está tan curado de soberbia que crea que el libro, por su extensión, no será leído por nadie, y llega hasta a forjarse la ilusión de que pueda ser leído con menos tedio que otros volúmenes más pequeños. ¿Tan difícil es que consigan salvarse de la vanidad los mismos que a los demás quisieran curar de ella?

VI El autor de este libro escribió otro, años ha, para contar la melancólica vida de un hombre que quiso por un momento ser Dios. Ahora, en la madurez de los años y de la conciencia, ha intentado escribir la vida de un Dios que se hizo hombre. Este mismo escritor, en el tiempo en que dejaba vagar su humor voluble y loco por todos los caminos del absurdo, juzgando que de la negación de todo lo trascendente resultaba la necesidad de despojarse de toda hipocresía, incluso profana y mundana, para llegar al ateísmo integral y perfecto — y era lógico, a su manera, como el "negro querubín" del Dante, porque la única elección posible al hombre es entre Dios y la Nada, y cuando se niega a Dios no hay razón válida para someterse a los ídolos de la tribu y a todos los demás fetiches de la razón o de la pasión —; en aquel tiempo de fiebre y de orgullo, el que escribe ofendió a Cristo como pocos lo habían hecho antes que él. Con todo, no bien transcurridos seis años — pero seis años que fueron de gran trabajo y devastación fuera de él y dentro de él —, después de muchos meses de agitadas reflexiones, de pronto, interrumpiendo otro 30

trabajo comenzado muchos años ha, como solicitado y empujado por una fuerza más fuerte que él, empezó a escribir este libro sobre Cristo, que ahora le parece insuficiente expiación de aquella culpa. Ha sucedido frecuentemente que amen más tenazmente a Jesús los que antes le odiaban. El odio, a veces, no es sino amor imperfecto e inconsciente, y de todas maneras, es mejor noviado del amor que la indiferencia. Sería relato harto largo y difícil el de cómo el escritor ha llegado a encontrar a Cristo caminando por muchas sendas que, al fin, desembocaban todas al pie de la montaña del Evangelio. Pero su ejemplo — es decir, el de un hombre que tuvo siempre, desde niño, una repulsión por todas las creencias reconocidas, por todas las iglesias, por todas las formas de vasallaje espiritual y luego pasó, con desilusiones tan profundas como habían sido fuertes sus entusiasmos, a través de muchas experiencias, las más diversas y nuevas que podía encontrar —, el ejemplo de este hombre, digo, que ha consumado en sí mismo las ambiciones de una época inestable e inquieta como pocas lo fueron; el ejemplo de un hombre que después de tanto desbarrar, soñar y delirar, vuelve a acercarse a Cristo, tal vez no tiene solamente un significado privado y personal. No ha vuelto por cansancio, porque, antes bien, comienza para él una vida más difícil y una obligación más fatigosa; no por el miedo a la vejez, porque todavía se puede llamar joven; no por el deseo del "rumor mundano", porque en el ambiente de estos años le valdría más ser adulador que juez. Pero este hombre, vuelto a Cristo, ha visto a Cristo traicionado, y, lo que es más grave, olvidado. Y ha sentido el impulso de recordarlo y defenderlo. Porque no sólo le han dejado sus enemigos. Pero aquellos mismos que fueron sus discípulos, viviendo Él, le comprendieron a medias y temporalmente le dejaron durante la pasión; y muchos de los que han nacido en su Iglesia hacen lo contrario de lo que Él mandó y tienen más dilección por sus imágenes pintadas que por su ejemplo vivo, y cuando han gastado sus labios y sus rodillas en cualquier devoción material creen estar a la par con Él y haber hecho cuanto pedía, cuanto pide – casi siempre en vano – juntamente con sus Santos desde hace mil novecientos años. Una historia de Cristo, escrita hoy, es una respuesta, una réplica necesaria, una conclusión inaplazable: el peso que se pone en el platillo vacío de la balanza que está en alto, para que de la eterna guerra entre el odio y el amor salga, al menos, el equilibrio de la justicia. Y si le dicen a quien la ha escrito que es un retardatario, no le hieren. Retardatario parece muchas veces quien ha nacido demasiado pronto. El sol que se pone es el mismo que, en aquel momento, tiñe la mañana nueva de un país lejano. El Cristianismo no es, como dicen, una antigualla asimilada ya, en lo que tenía de bueno, por la estupenda e imperfectible conciencia moderna, sino que para muchísimos es tan nuevo que no ha empezado siquiera. El mundo busca hoy Paz más que Libertad, y no hay paz segura sino bajo el yugo de Cristo. Dicen que Cristo es el profeta de los débiles, siendo así que vino, por el contrario, a dar fuerza a los que languidecían y a poner a los pisoteados por encima de los reyes. Dicen que la suya es una religión de enfermos y moribundos, cuando cura a los enfermos y resucita a los durmientes. Dicen que es contraria a la vida, y vence a la muerte. Que es el Dios de la tristeza, mientras exhorta a los suyos a alegrarse y promete un eterno banquete de gozo a sus amigos. Dicen que ha introducido la tristeza y la mortificación en el mundo, cuando, 31

por el contrario, durante su vida mortal comía y bebía, se dejaba perfumar los pies y los cabellos y le repugnaban los ayunos hipócritas y las vanidosas penitencias de los fariseos. Muchos le han dejado porque no le han conocido nunca. A éstos, especialmente, quisiera ayudar este libro. Libro que está escrito, perdónese el recuerdo, por un florentino; esto es: salido de aquella nación, única entre todas, que escogió a Cristo por Rey propio. El primero que tuvo tal idea fue Jerónimo Savonarola, en 1495; pero no pudo llevarla a cabo. Se suscitó de nuevo en las penurias del asedio inminente, en 1527, y fue aprobada por gran mayoría. Sobre la puerta mayor del Palacio Viejo, que se levanta entre el David de Buonarrotti y el Hércules de Bandinelli, se colocó en el muro una lápida de mármol con estas palabras: JESVS CHRISTVS REX FLORENTINI POPVLI P. DECRETO ELECTVS Esta inscripción, aunque cambiada por Cósimo, subsiste; aquel decreto no fue nunca formalmente derogado ni desmentido, y el escritor de esta obra está orgulloso de declararse, aun hoy, después de cuatrocientos años de usurpaciones, súbdito y soldado de Cristo Rey.

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HISTORIA DE CRISTO

EL ESTABLO
Jesús nació en un establo. Un establo, un verdadero establo, no es el alegre pórtico ligero que los pintores cristianos han edificado al Hijo de David, como avergonzados de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Y no es tampoco el pesebre de yeso que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos: el pesebre limpio y amable, gracioso, de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo extático y el compungido buey y los ángeles sobre el techo con el festón volandero y los muñequitos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas, de rodillas a los dos lados del zaguán. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de los párrocos, un juguete de los niños, el "vaticinado albergue" de Alessandro Manzoni; pero no es, en verdad, el Establo donde nació Jesús . Un Establo, un Establo real, es la casa de los animales; la prisión de los animales que trabajan para el hombre El antiguo, el pobre establo de los países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico con pilastras y capiteles, ni la científica caballeriza de los ricos de hoy día o la cabaña elegante de las vísperas de Navidad. El Establo no es más que cuatro paredes rústicas, un empedrado sucio, un techo de vigas y lanchas. El verdadero Establo es oscuro, descuidado, mal oliente: no hay limpio en él más que la pesebrera donde el amo prepara el heno y los piensos. Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, ondeantes al viento, húmedos, olorosos, han sido segados; cortados con el hierro las hierbas verdes, los altos follajes finos y junto con ellos, arrancadas, las bellas flores abiertas: blancas, rojas, amarillas, celestes. Todo se ha marchitado y, seco ya, toma el color pálido y único del heno. Los bueyes han llevado a casa los despojos muertos de mayo y de junio. Ahora, aquellas hierbas y flores, aquellas hierbas áridas, aquellas flores que siempre huelen, están en la pesebrera para el hambre de los Esclavos del Hombre Los animales las toman despacio, con sus grandes labios negros, y más tarde el prado florido vuelve a la luz, sobre la paja que sirve de lecho, trocado en húmedo estiércol. Este es el verdadero Establo donde nació Jesús. El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de mujer. El Hijo del Hombre, que debía ser devorado por las Bestias que se llaman Hombres, tuvo como primera cuna el pesebre donde los Brutos rumian las flores milagrosas de la primavera. Jesús no nació en un Establo por casualidad. ¿No es el mundo un inmenso Establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infernal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divinas, en excrementos? Luego se tumban sobre los montones de estiércol, y llaman a eso "gozar de la vida". 33

Sobre la tierra, porqueriza precaria donde todos los hermoseamientos y perfumes no pueden ocultar el estiércol, apareció una noche Jesús, dado a luz por una Virgen sin mancha, armado solamente de su Inocencia. Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres. Entre los hombres buscaba a los sencillos; entre los sencillos, a los niños; más sencillos que los niños, más mansos, le acogieron los animales domésticos. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el Asno y el Buey habían visto a las multitudes arrodillarse ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo de Jehová, el pueblo santo que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto, el pueblo a quien el pastor había dejado solo en el desierto para subir él a hablar con el Eterno, ese pueblo había forzado a Aarón a hacerle un Buey de Oro para adorarlo. El Asno estaba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La Burra de Balaam, más sabia que el sabio, había salvado con sus palabras al profeta. Ocos, rey de Persia, colocó un Asno en el templo de Fta e hizo que se le adorara. Pocos años antes de que naciera Cristo, Octaviano, descendiendo hacía su flota, la víspera de la batalla de Azio, encontró a un asnero con su borriquillo. El animal se llamaba Nicón (el Victorioso), y, después de la batalla, el Emperador hizo levantar un asno de bronce en el templo que recordase la victoria. Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tierra, los pueblos que preferían la Materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre tierra ni para amar la materia. Con él acabará la adoración de la Bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los Brutos de Jerusalén lo matarán, pero en tanto los de Belén lo calientan con su aliento. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muerte, cabalgará en un asno. Pero él es profeta más grande que Balaam, ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no retrocederá en su camino aunque todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra él.

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LOS PASTORES
Después de las Bestias, los Guardianes de las bestias. Aunque el Ángel no hubiese anunciado el gran nacimiento, ellos hubieran corrido al establo para ver al hijo de la Extranjera. Los Pastores viven casi siempre solitarios y distantes. No saben nada del mundo lejano y de las fiestas de la Tierra. Cualquier suceso que acaezca cerca de ellos, por pequeño que sea, los conmueve. Vigilaban a los rebaños en la larga noche de solsticio, cuando los estremeció la luz y las palabras del Ángel. Y apenas vieron, en la escasa luz del establo, una mujer, joven y bella, que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos abiertos en aquel instante, aquellas carnes rosadas y delicadas, aquella boca que no había comido aún, su corazón se enterneció. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre, un alma que viene a sufrir con las otras almas, es siempre un milagro tan doloroso que enternece aún a los sencillos que no lo comprenden. Y aquel nacido no era un desconocido para aquellos que habían sido avisados, un niño como todos los demás, sino aquel que desde hacía mil años era esperado por su pueblo doliente. Los Pastores ofrecieron lo poco que tenían, lo poco que, sin embargo, es mucho, si se da con amor; llevaron los blancos donativos de la pastorería: la leche, el queso, la lana, el cordero. Aun hoy, en nuestras montañas, donde están muriendo los últimos vestigios de la hospitalidad y la hermandad, apenas ha alumbrado una esposa acuden las hermanas, las mujeres, las hijas de los pastores. Y ninguna con las manos vacías: quién con dos pares de huevos, todavía calientes del nido; quién con una jarra de leche fresca, recién ordeñada; quién con un queso, que apenas ha echado corteza; quién con una gallina, para hacer el caldo a la parturienta. Un nuevo ser ha aparecido en el mundo y ha comenzado su llanto: los vecinos, como para consolarle, llevan a la madre sus presentes. Los Pastores antiguos eran pobres y no despreciaban a los pobres; eran sencillos como niños y gozaban contemplando a los niños. Eran nacidos de un pueblo engendrado por el Pastor de Ur y salvado por el Pastor de Madián. Pastores habían sido sus primeros Reyes: Saúl y David — pastores de rebaños antes que pastores de tribu. Pero los Pastores de Belén, "ignorados del mundo duro", no eran soberbios. Un pobre había nacido entre ellos, y le miraban con amor, y con amor le ofrecían aquellas pobres riquezas. Sabían que aquel Niño nacido de Pobres en la Pobreza, nacido Sencillo en la Sencillez, nacido de Aldeanos en medio del Pueblo, había de ser el rescatador de los Humildes, de aquellos hombres de "buena voluntad" sobre los cuales el Ángel había invocado la paz. También el Rey Desconocido, el vagamundo Odiseo, de nadie fue acogido con tanta alegría como del pastor Eumeo en su Establo. Pero Ulises iba hacia Itaca para tomar venganza, volvía a su casa para matar a sus enemigos. Jesús, por el contrarío, venía a condenar la venganza, a enseñar el Perdón de los enemigos. Y el amor de los Pastores de Belén ha hecho olvidar la hospitalaria piedad del porquerizo de Itaca.

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LOS TRES MAGOS
Algunos días después, tres Magos llegaban de Caldea y se arrodillaban ante Jesús. Venían tal vez de Ecbatana, tal vez de las orillas del mar Caspio. A caballo en sus camellos, con sus henchidas alforjas colgadas de las sillas, habían vadeado el Tigris y el Éufrates, atravesado el gran desierto de los Nómadas, bordeado el mar Muerto. Una estrella nueva — semejante al cometa que aparece de cuando en cuando en el cielo para anunciar el nacimiento de un Profeta o la muerte de un César — los había guiado hacía Judea. Habían ido a adorar a un Rey y se encontraban con un Infante mal fajado, escondido en un establo. Casi mil años antes que ellos, una Reina de Oriente había ido en peregrinación a Judea llevando también sus dones: oro, aromas y gemas preciosas. Pero había encontrado a un gran Rey en el trono, al rey más grande de cuantos jamás han reinado en Jerusalén, y de él había aprendido lo que nadie le había sabido enseñar, Los Magos, por el contrario, que se creían más sabios que los Reyes, habían encontrado a un niño nacido hacía pocos días, un niño que no sabía aún ni preguntar ni responder, un niño que desdeñaría, cuando fuese mayor, los tesoros de la Materia y la ciencia de la Materia. Los Magos no eran Reyes, pero eran, en Media y Persia, señores de los reyes. Los reyes mandaban a los pueblos, pero los Magos guiaban a los reyes. Sacrificadores, intérpretes de los sueños, y ministros, ellos solos decían comunicar con Ahura Mazda; ellos solos pretendían conocer lo futuro y el destino. Mataban con sus propias manos a los animales enemigos del Hombre y de las mieses: las serpientes, los insectos nocivos, las aves nefastas. Purificaban a los hombres y los campos; ningún sacrificio era tenido por agradable a Dios si no era ofrecido por sus manos; ningún rey hubiera promovido una guerra sin haberlos escuchado. Se preciaban de poseer los secretos de la tierra y los del cielo; sobresalían entre toda su gente en nombre de la Ciencia y de la Religión. En medio de un pueblo que vivía para la Materia, representaban el papel del espíritu. Era justo, por tanto, que fuesen a inclinarse ante Jesús. Después de las Bestias, que son la Naturaleza; después de los Pastores, que son el Pueblo, esta tercera potencia — el Saber — se arrodilla ante el pesebre de Belén. La vieja casta sacerdotal de Oriente hace acto de sumisión al nuevo Señor que enviará a sus anunciadores hacia Occidente; los Sabios se arrodillan ante aquél que someterá la Ciencia de las palabras y de los números a la nueva Sabiduría del Amor. Los Magos en Belén significan las viejas teologías que reconocen la definitiva revelación, la Ciencia que se humilla ante la Inocencia, la Riqueza que se postra a los pies de la Pobreza.

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Ofrecen a Jesús el oro que Jesús pisoteará; no lo ofrecen porque María, pobre, pueda necesitarlo para el viaje, sino por obedecer por adelantado a los consejos del Evangelio: vende lo que posees y dáselo a los pobres. No ofrecen el incienso para vencer el hedor del Establo, sino porque sus liturgias van a acabar ya y no tendrán necesidad de humos y perfumes para sus altares. Ofrecen la mirra que sirve para embalsamar a los muertos, porque saben que aquel niño morirá joven, y su madre, que ahora sonríe, habrá menester aromas con que embalsamar el cadáver. Arrodillados, envueltos en los suntuosos mantos reales y sacerdotales, sobre la paja del estiércol, ellos, los poderosos, los doctos, los adivinos, se ofrecen a sí mismos en prenda de la obediencia del mundo. Jesús ha obtenido ya las primeras investiduras a que tenía derecho. Apenas parten los Magos empiezan las persecuciones de los que le odiarán hasta la muerte.

OCTAVIANO
Cuando Cristo apareció entre los hombres los criminales reinaban, obedecidos, sobre la tierra. Nacía sujeto a dos señores — el uno más fuerte y lejano, en Roma; el otro, más infame y próximo, en Judea. Una canalla aventurera y afortunada había arrebatado, a costa de estragos, el reino de David y de Salomón. Ambos habían ascendido por caminos perversos e ilegítimos: a través de guerras civiles, traiciones, crueldades y matanzas. Habían nacido para entenderse; eran, de hecho, todo lo amigos y cómplices que lo permitía el vasallaje del criminal subalterno para con el criminal principal. El hijo del usurero de Velletri, Octaviano, se había mostrado cobarde en la guerra, vengativo en las victorias, traidor en las amistades, cruel en las represalias. A un condenado que le pedía por lo menos sepultura le respondió: Eso es cosa de los buitres. A los Perusinos destrozados que pedían gracia, les gritaba: ¡Moriendum esse! Al pretor Q. Gallio, por una simple sospecha, quiso arrancarle los ojos por sí mismo antes de que lo degollasen. Obtenido el Imperio, extenuados y dispersos los enemigos, conseguidas todas las magistraturas y potestades, habíase puesto la máscara de la mansedumbre y no le quedaba, de los vicios juveniles, más que la liviandad. Se contaba que de joven había vendido su virginidad por dos veces: la primera vez a César; la segunda, en España, a Irzio, por trescientos mil sextercios. A la sazón se divertía con sus muchos divorcios, con las nuevas nupcias con mujeres que arrebataba a los enemigos, con adulterios casi públicos y con representar la comedia de restaurador del pudor. Este hombre contrahecho y enfermizo era el amo de Occidente cuando nació Jesús y no supo nunca que había nacido quien había de disolver lo que él había fundado. A él le bastaba la fácil filosofía del rechoncho y plagiario Horacio: "Gocemos hoy del vino y del amor; la muerte sin esperanza nos espera; no perdamos un día”. En vano el celta Virgilio, el 37

hombre del campo, el amigo de las sobras, de los plácidos bueyes, de las abejas doradas; el que había descendido con Eneas a contemplar a los condenados del Averno y desahogaba su inquieta melancolía con la música de la palabra; en vano Virgilio, el amoroso, el tierno Virgilio, había anunciado una nueva edad, un orden nuevo, una raza nueva, un Reino de los Cielos, descolorido, es verdad, e inferior al que anunciará Jesús, pero mucho más noble y puro que el Reino del Infierno que estaba preparándose. En vano, porque Augusto había visto en aquellas palabras una fantasía pastoril y había creído tal vez, él, el corrompido señor de corrompidos, ser el Salvador anunciado, el restaurador del Reino de Saturno. Presentimiento del nacimiento de Jesús, del verdadero Rey que venía a suplantar a los Reyes del Mal, lo tuvo tal vez antes de morir, el gran cliente oriental de Augusto, su vasallo de Judea, Herodes el Grande.

HERODES EL GRANDE
Herodes era un monstruo, uno de los más pérfidos monstruos salidos de los tórridos desiertos de Oriente, que ya habían engendrado más de uno, horribles a la vista. No era Hebreo, no era Griego, no era Romano. Era Idumeo: un bárbaro que se arrastraba ante Roma y halagaba a los Griegos para asegurarse mejor el dominio sobre los Hebreos. Hijo de un traidor, había usurpado el reino a sus señores, a los últimos desgraciados Asmoneos. Para legitimar su traición, se casó con una sobrina suya, Mariamna, a la que después, por injustas sospechas, mató. No era su primer delito. Antes había mandado ahogar a traición a su cuñado Aristóbulo; había condenado a muerte a otro cuñado suyo, José, y a Ircano segundo, último reinante de la dinastía vencida. No contento con haber Hecho morir a Mariamna, mandó matar también a Alejandra, madre de ésta, e incluso a los pequeñuelos de Baba, únicamente por ser parientes lejanos de los Asmoneos. Entretanto, se divertía con mandar quemar vivos a Judas de Sarifeo y Matías de Margaloth, juntamente con otros jefes fariseos. Más tarde, temiendo que los hijos habidos de Mariamna quisieran vengar a su madre, los mandó estrangular. Próximo a morir, dio orden de matar también a un tercer hijo, Arquelao. Lujurioso, desconfiado, impío, ávido de oro y de gloria, no tuvo nunca paz, ni en su casa, ni en Judea, ni consigo mismo. Con el fin de que olvidasen sus asesinatos, hizo al pueblo de Roma un donativo de trescientos talentos, para ser gastados en fiestas; se humilló ante Augusto para que le guardase las espaldas en sus infamias y al morir le dejó diez millones de dracmas y además una nave de oro y otra de plata para Livia. Este soldadote advenedizo, este Árabe mal desbastado, pretendió ganar y conciliar a Helenos y Hebreos: consiguió comprar a los degenerados descendientes de Sócrates, que llegaron hasta a levantarle una estatua en Atenas; pero los Hebreos le odiaron hasta su muerte. Inútilmente reedificó Samaria y restauró el Templo de Jerusalén; para ellos era siempre el pagano y el usurpador. 38

Tremebundo como los malhechores viejos y los príncipes nuevos, el murmullo de una hoja, el temblor de una sombra, le estremecían. Supersticioso como todos los orientales, crédulo en presagios y agüeros, pudo fácilmente creer en los Tres que venían de los confines de la Caldea, conducidos por una estrella hacia el país por él robado con el fraude. Cualquier pretendiente, por fantástico que fuese, le hacía temblar. Y cuando supo por los Magos que un rey de Judea había nacido, su corazón de bárbaro intranquilo se sobresaltó. Viendo que no volvían los Astrólogos a mostrarle dónde había aparecido el nuevo nieto de David, ordenó que fuesen muertos todos los niños de Belén. Flavio Josefo calla esta última hazaña del Rey; mas quien había hecho matar a sus propios hijos, ¿no era capaz de suprimir a los que él no había engendrado? Nadie supo nunca cuántos fueron los niños sacrificados al miedo de Herodes. No era la primera vez que en Judea eran pasados a cuchillo los niños al pecho de sus madres. El mismo pueblo hebreo había castigado en tiempos antiguos a las ciudades enemigas con la matanza de los viejos, de las esposas, de los jóvenes y de los niños: no conservaba más que las vírgenes para hacerlas sus esclavas y concubinas. Ahora el Idumeo aplicaba la ley del Talión al pueblo que la había practicado. No sabemos cuántos serían los inocentes, pero sabemos — sí Macrobio merece fe — que entre ellos hubo un hijo pequeño de Herodes que estaba criándose en Belén. Para el viejo monarca, uxoricida y parricida, quién sabe si no fue ésta una venganza; quién sabe si sufrió siquiera cuando le llevaron la noticia del error. Poco después él mismo abandonó la vida asaltado por males asquerosos. Vivo aún, se le corrompía el cuerpo; los gusanos le roían sus miembros; tenía los pies hinchados; le faltaba el aliento; le hedía la boca insoportablemente. Repugnante a sí mismo, intentó matarse en la mesa con un cuchillo, y por fin murió, después de haber ordenado a Salomé que mandase matar a muchos jóvenes que estaban encerrados en las prisiones. El Degüello de los Inocentes fue la última hazaña del hediondo y sanguinario viejo. Esta inmolación de Inocentes en torno a la cuna de un Inocente; este holocausto de sangre por un recién nacido que ofrecerá su sangre por el perdón de los culpables; este sacrificio humano por aquél que a su vez será sacrificado, tiene un sentido profético. Miles y miles de inocentes han de morir después de su muerte sin más delito que el haber creído en su Resurrección: nace para morir por los demás, y he aquí que mueren por él miles de nacidos, como para pagar su nacimiento. Hay un tremendo misterio en esta ofrenda sangrienta de los puros, en este diezmo de coetáneos. Pertenecían a la generación que lo había de traicionar y crucificar. Pero los que fueron degollados por los soldados de Herodes este día, no lo vieron, no llegaron a ver matar a su Señor. Lo libraron con su muerte — y se salvaron para siempre. Eran Inocentes y han quedado Inocentes para siempre. Apenas se hunden en la oscuridad las casas de Belén y encienden las primeras luces, la Madre sale a escondidas, como una fugitiva, como una perseguida, como si fuese a robar. Y roba una vida al Rey; salva una esperanza al Pueblo; estrecha contra el pecho a su Hijo, su riqueza, su dolor. 39

Se dirige hacia Oriente; atraviesa la antigua tierra de Canaán, y llega en cortas jornadas — los días son breves — a la vista del Nilo, en aquella tierra de Mitsraim que tantas lágrimas había costado a sus padres catorce siglos antes. Jesucristo, continuador de Moisés, pero también en cierta forma anti—Moisés, rehace, en sentido inverso, el camino del Primer Libertador. Los Hebreos habían estado bajo el látigo de los Egipcios; esclavos mal alimentados, tolerados a duras penas, vejados. El Pastor de Madián se convirtió en Pastor de Israel y condujo a través del desierto la gente de dura cerviz, hasta dar vista al Jordán y las viñas maravillosas. El pueblo de Jesús había partido con Abraham de Caldea y con José había llegado a Egipto; Moisés lo había devuelto de Egipto hacia Canaán; ahora el mayor de los Libertadores volvía, amenazado, hacia las orillas de aquel río donde Moisés había sido salvado de las aguas y había salvado a sus hermanos. Egipto, tierra de todas las infamias y magnificencias de las primeras épocas, India Africana donde las ondas de la historia iban a deshacerse en la muerte — Pompeyo y Antonio habían terminado hacía pocos años sobre sus playas el sueño del imperio y la vida —; este país prodigioso, engendrado del agua, quemado por el sol, regado por tantas sangres de pueblos diversos, entregado al culto de dioses en forma de bestias; este país absurdo y extraordinario era, por razón de contraste, el asilo predestinado del fugitivo. La riqueza de Egipto estaba en el fango, en el fértil limo que el Nilo vertía todos los años sobre el desierto juntamente con los reptiles. El pensamiento fijo de Egipto era la muerte; el pingüe pueblo de Egipto no quería la muerte, negaba la muerte, pensaba vencer a la muerte con las simulaciones de la materia, con los embalsamamientos, con los retratos de piedra conformes a los cuerpos de carne que esculpían sus estatuarios. El rico, el pingüe egipcio, el hijo del barro, el adorador del buey y del cinocéfalo, no quería morir. Fabricaba para la segunda vida las inmensas necrópolis, llenas de momias fajadas y perfumadas, de imágenes de madera y de mármol, y levantaba pirámides sobre sus cadáveres para que el montón de piedra los salvaguardase de la consunción. Jesús, cuando pueda hablar, pronunciará la sentencia contra Egipto: el Egipto no está únicamente en las orillas del Nilo; el Egipto que no ha desaparecido todavía de la faz de la tierra con sus reyes, sus halcones, sus serpientes. Cristo dará la respuesta definitiva y eterna al terror de los egipcios. Enseñará la vanidad de la riqueza que viene del barro y barro se vuelve, y condenará todos los fetiches de los ventrudos ribereños del Nilo; y vencerá a la muerte sin cajas esculpidas, sin cámaras mortuorias, sin estatuas de granito y basalto, enseñando que el pecado es más voraz que los gusanos y que la pureza del espíritu es el único aroma que preserva de la corrupción. Los adoradores del Fango y del Animal, los servidores de la riqueza y de la Bestia, no podrán salvarse. Sus sepulcros, aunque sean altos como montañas, adornados con gineceos de reinas, blancos y limpios por fuera como los de los fariseos, no conservarán más que cenizas; cieno que cambia de sitio como la carroña de los animales. No se triunfa de la muerte copiando la vida en la madera y la piedra: la piedra se deshace y se convierte en polvo; la madera se pudre y se convierte en polvo y las dos son fango, perpetuo fango. 40

EL PERDIDO, HALLADO
El destierro en Egipto fue breve. Jesús fue llevado de nuevo, en brazos de su madre, mecido durante el largo camino por el paso paciente de la cabalgadura, a la casa paterna de Nazareth; pobre casa y taller donde el martillo golpeaba y la lima chirriaba hasta la caída del sol. Los Evangelistas canónicos no dan noticia de estos años; los apócrifos dan quizá demasiadas, pero casi difamatorias. Lucas, sabio médico, se contenta con escribir que "el niño crecía y se robustecía". Muchacho sano, desarrollado regularmente, portador de salud como debía ser el que había de dar a los demás la salud con sólo tocarlos con la mano. Todos los años, cuenta Lucas, los parientes de Jesús iban a Jerusalén para la Fiesta del Pan sin Levadura, recuerdo de la salida de Egipto. Iban muchos vecinos, amigos, familiares, para hacer el viaje juntos y engañar mejor la largura y el tedio del camino. Iban contentos. Más como si fueran a una fiesta que a la solemnidad conmemorativa de un sufrimiento, porque la Pascua se había convertido en Jerusalén en una inmensa romería, en una gran reunión de todos los Judíos dispersos en el Imperio. Doce Pascuas habían pasado desde el nacimiento de Jesús. Aquel año, luego que la caravana de Nazareth hubo salido de la ciudad santa, se dio cuenta María de que el niño no iba con ellos. Lo buscó todo el día, preguntando a cuantos conocidos hallaba si le habían visto. Pero nadie sabía nada. A la mañana siguiente, la madre se volvió atrás, deshizo el camino andado, anduvo por calles y plazas de Jerusalén, clavando los negros ojos en cada muchacho con quien topaba, interrogando a las madres en los umbrales de las casas, pidiendo a los aldeanos que aun no habían partido que la ayudasen a buscar al desaparecido. Una madre que ha perdido a su hijo no descansa hasta que lo encuentra, no piensa en sí misma, no siente el cansancio ni el sudor ni el hambre, no sacude el polvo de su vestido, no se arregla los cabellos, no para mientes en la curiosidad de los extraños. Sus ojos desencajados no ven más que la imagen de aquel que ya no está a su lado. Al cabo, al tercer día, subió al Templo, espió en los patios y vio por fin, en la sombra de un pórtico, un grupo de viejos que hablaban. Se acercó temerosa — que, siendo como eran gentes de tanta importancia, con aquellos largos mantos y barbas largas, parecía que no habían de prestar atención a una mujeruca de Galilea — y descubrió, en medio del corro, los cabellos rizados, los ojos resplandecientes, el rostro moreno, la fresca boca de su Jesús. Aquellos viejos hablaban con su hijo de la Ley y de los Profetas; le interrogaban y Él respondía, y, después de haber respondido, preguntaba a su vez, a aquellos que le enseñaban, maravillados de que un muchacho a su edad conociese tan bien las palabras del Señor. 41

María se quedó unos momentos contemplándole y casi no creía en sus ojos: su corazón, que un momento antes latía con ansiedad, latía ahora fuertemente también, por el estupor. Pero no pudo resistir más y, de improviso, le llamó por su nombre a grandes voces; los viejos se apartaron y la mujer estrechó a su hijo contra su pecho y le abrazó sin decir palabra, mojándole el rostro con las lágrimas, a duras penas contenidas hasta entonces. Lo cogió, se lo llevó afuera y, una vez segura de tenerlo consigo, de haberlo recobrado, de no haberlo perdido, la madre feliz se acuerda de la madre desconsolada: — ¿Por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, doloridos, andábamos en busca tuya. — ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Graves palabras, especialmente cuando las dice un niño de doce años a su madre, que ha padecido tres días por él. "Y ellos — prosigue el Evangelista — no comprendieron lo que les había dicho." Pero nosotros, después de tantos siglos de experiencia cristiana, podemos comprender aquellas palabras que parecen, a primera vista, duras y orgullosas. ¿Por qué me buscabais? ¿Acaso no sabéis que yo no puedo perderme, que a mí no me perderá nunca nadie, ni siquiera los que me entierren? Yo estaré siempre donde haya alguien que crea en mí, aunque no me vea con los ojos; no puede perderme ningún hombre, con tal que me tenga en su corazón. No estaré perdido cuando me halle solo en el desierto, cuando esté solo sobre las aguas del Lago, cuando esté solo en el Huerto de los Olivos, cuando esté solo en el Sepulcro. Si me escondo, vuelvo; si muero, resucito. ¿Y quién es ese padre de quien me habláis? Es él padre según la ley, según los hombres. Pero mi verdadero Padre está en los cielos; es el Padre que ha hablado a los Patriarcas cara a cara, que ha puesto las palabras en boca de los Profetas. Yo conozco lo que les ha dicho de mí, sus voluntades eternas, las leyes que ha impuesto a su pueblo, los pactos que ha establecido con todos. Si debo hacer lo que ha mandado, debo ocuparme de lo que es verdaderamente suyo. ¿Qué es un vínculo legal, humano, temporal, frente a un lazo místico, un lazo espiritual, un lazo eterno?

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EL CARPINTERO
Pero no había llegado para Jesús la hora de la separación definitiva. La voz de Juan no se había oído aún, y así tomó de nuevo, con José y con María, el camino de Nazareth, y volvió al taller de José para ayudarle en su oficio. Jesús no ha asistido a las escuelas de los Escribas ni de los Griegos. Pero maestros no le faltan; conoce a tres, más grandes que los doctores: el Trabajo, la Naturaleza y el Libro. Es menester no olvidar que Jesús fue Obrero e hijo adoptivo de un Obrero; no se debe ocultar que nació Pobre, entre gente que trabajaba con las propias manos, que ganaba su pan con el trabajo de las manos, y que él ganó el pan cotidiano, antes de predicar la buena nueva, con el trabajo de sus Manos. Aquellas Manos que bendijeron a los sencillos, que curaron a los leprosos, que iluminaron a los ciegos, que resucitaron a los muertos; aquellas Manos que fueron agujereadas por los clavos en el madero, eran manos bañadas por el sudor del trabajo, manos que se encallecieron en el trabajo, manos que habían hincado clavos en la madera: manos del oficio. Jesús fue Obrero de la Materia antes de ser Obrero del Espíritu; fue Pobre antes de llamar a los Pobres a su mesa, a la Fiesta de su Reino. No nació entre gente adinerada, en casa de lujo, en lecho cubierto de lana y de púrpura. Descendiente de Reyes, habita en el taller de un Carpintero; hijo de Dios, ha nacido en un Establo. No pertenece a la casta de los Grandes, a la aristocracia de los Guerreros, a la hermandad de los Ricos, al sanedrín de los Sacerdotes. Nace en la última clase del pueblo, la que no tiene por debajo más que a los vagabundos, los mendigos, los esclavos, los bandidos, los criminales, las pecadoras. Cuando ya no sea obrero manual, sino espiritual, descenderá todavía más ante los ojos de las personas respetables y buscará amigos entre aquella desventurada chusma que está aún por bajo de la plebe. En espera del día en que, antes de bajar al Infierno de los Muertos, baje al Infierno de los Vivos, Jesús representa, en la jerarquía de castas que divide eternamente a los hombres, un pobre Trabajador y nada más. El oficio de Jesús es uno de los cuatro más antiguos y sagrados. Entre las artes manuales, las del Labrador, el Albañil, el Herrero, el Carpintero son las más compenetradas con la vida del hombre; las más inocentes y religiosas. El Guerrero degenera en Bandido; el Marinero, en Pirata; el Comerciante, en Aventurero. Pero el Labrador, el Albañil, el Herrero, el Carpintero no traicionan, casi no pueden traicionar, ni corromperse. Manejan las materias más familiares, y han de transformarlas a los ojos de todos, para el servicio de todos, en obras visibles, sólidas, concretas, verdaderas. El Labrador rompe el terruño y saca el pan que come el santo en su gruta y el homicida en la cárcel; el Albañil labra la piedra y levanta la casa del Pobre, la casa del Rey, la casa de Dios; el Herrero templa y tuerce el hierro para dar la espada al soldado, la reja al labrador, el martillo al carpintero; el Carpintero sierra y clava la madera para construir la puerta que proteja la casa contra los ladrones, para fabricar el lecho sobre el cual morirán ladrones e inocentes. Estas cosas simples, ordinarias, comunes, usuales, tan usuales, comunes y ordinarias que ya no se ven, que pasan inadvertidas hoy para nuestros ojos, avezados a más complicadas 43

maravillas, son las más sencillas creaciones del hombre, pero más maravillosas y necesarias que todas las demás inventadas después. El carpintero Jesús vivió en su juventud en medio de todas estas cosas; y las fabricó con sus manos, y por medio de estas cosas hechas por él, entró en comunión con la vida diaria de los hombres, con la vida íntima y sagrada de los hombres: la de la casa. Fabricó la mesa a la cual es tan placentero sentarse con los amigos, aunque haya entre ellos un traidor; el lecho donde el hombre respira la primera y la última vez; el cofre en que la esposa campesina guarda sus pobres trapos, los delantales y pañuelos de las fiestas y las blancas, estiradas camisas del ajuar; la artesa donde se amasa la harina y la esponja la levadura, hasta que está dispuesta para el horno; el asiento en que los viejos, por la noche, se ponen en torno al fuego a hablar de la juventud que no ha de volver. Muchas veces Jesús, mientras las virutas claras y ligeras se rizaban al filo de la garlopa y el serrín caía en tierra al áspero ritmo de la sierra, debió pensar en las promesas del Padre, en los anuncios de los Profetas, en un trabajo que no fuera de tablas y escuadra, sino de espíritu y verdad. El oficio le enseñó que vivir significa transformar las cosas muertas e inútiles en cosas vivas y útiles; que la materia más vil, trabajada y reformada, puede llegar a ser preciosa, amiga, socorredora de los hombres; que para salvar, en suma, es menester cambiar, y que del mismo modo que de un retorcido tronco de olivo, nudoso y terroso, se obtiene el lecho del niño y de la esposa, se puede hacer del sórdido usurero y de la desventurada mujerzuela dos ciudadanos del Reino de los Cielos.

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PATERNIDAD
En la Naturaleza, donde el sol ilumina a los buenos y a los malos, donde el trigo enraíza y se dora para dar el pan a la mesa del Judío y del Pagano; donde las estrellas resplandecen sobre la cabaña del pastor y sobre el ergástulo de los fratricidas; dónde los pájaros del aire, cantando libres, encuentran el sustento sin fatiga, y hasta las rapaces raposas encuentran refugio y los lirios del campo están vestidos con más lujo que los reyes, Jesús halló la confirmación terrestre de su eterna certeza de que Dios no es el Amo que echa en cara mil años el beneficio de un día y tampoco un feroz Dios de la guerra que ordena el exterminio de los enemigos, ni una especie de Gran Sultán que quiere ser servido por sátrapas de alto linaje y está atento a que sus siervos respeten hasta en lo más mínimo la rigurosa etiqueta ritual de la regia curia. Cristo sabía, como Hijo, que Dios es Padre, padre de todos los hombres, y no sólo del pueblo de Abraham. El amor del esposo es fuerte, pero carnal y celoso; el del hermano está frecuentemente envenenado por la envidia; el del hijo, manchado tal vez de rebelión; el del amigo está manchado de engaño; el del amo, henchido de orgullosa condescendencia. Pero el amor del padre a los hijos es el perfecto Amor, el puro, desinteresado Amor. El padre hace por el hijo lo que no haría por ningún otro. El hijo es obra suya, carne de su carne, hueso de sus huesos; es una parte suya que ha crecido a su lado día tras día; es una continuación, un perfeccionamiento, un complemento de su ser; el viejo revive en el joven; lo pasado se mira en lo futuro; quien ha vivido se sacrifica por quien debe vivir; el padre vive para el hijo, se complace en el hijo, en el hijo se contempla y exalta. Cuando dice criatura, piensa en sí mismo como creador; aquel hijo le ha nacido en un momento de voluptuosidad, entre los brazos de la mujer escogida entre todas las mujeres; le ha nacido del dolor divino de esta mujer; le ha costado después lágrimas y sudores; le ha visto crecer entre sus pies, a su lado; le ha calentado las manecitas frías entre las suyas; ha oído su primera palabra — eterno milagro siempre nuevo — ; ha visto sus primeros pasos vacilantes sobre el pavimento de su casa; ha visto poco a poco, en aquel cuerpo formado por él, florecido bajo sus ojos, brillar, manifestarse un alma — una nueva alma, tesoro único que con nada se compra —; ha sorprendido en su rostro cómo se repetían poco a poco las facciones propias y, juntamente, las de su esposa, las de la mujer con la cual sólo en aquel fruto común se hace un mismo ser sin más división de cuerpos — la pareja que quisiera en el amor ser un solo cuerpo y solamente lo consigue en el hijo;— y ante aquel nuevo ser, obra suya, se siente creador, benéfico, poderoso, feliz. Porque el hijo lo espera todo del padre y mientras es pequeño sólo tiene fe en el padre y únicamente está seguro junto al padre. El padre sabe que debe vivir para él, sufrir por él, trabajar para él. El padre es como un Dios terrestre para el hijo y el hijo es casi un Dios para el padre. En el Amor del padre no hay huella de los cumplidos y de la costumbre del Hermano, del cálculo y de la emulación del Amigo, del lascivo deseo del Amante, del fingido afecto del Servidor. El Amor del padre es, en lo humano, el más puro Amor, el solo Amor verdaderamente Amor, el único que se puede llamar Amor; libre de toda mixtura de elementos extraños a su esencia, que es la felicidad de sacrificarse por la felicidad ajena. 45

Esta idea de la paternidad debidamente aplicada a Dios — que es una de las grandes novedades del Evangelio de Cristo —; esta idea profundamente confortadora de que Dios es Padre y nos ama como un padre ama a sus hijos, y no como un Rey a sus Esclavos, y da a todos sus hijos el pan de cada día, y acoge placentero incluso a los que pecaron cuando vuelven a apoyar la cabeza sobre su pecho; esta idea que cierra la época de la Antigua Alianza y señala el principio de la Nueva Alianza, la ha visto Jesús en la Naturaleza misma. Como Hijo de Dios y una sola esencia con el Padre, siempre había tenido conciencia de esa paternidad, apenas entrevista por los Profetas más luminosos; pero ahora, participando de todas las experiencias humanas, la ve reflejada y como revelada en el universo, y empleará las más bellas imágenes del mundo natural para transmitir a los hombres el primero de sus faustos mensajes. Jesús, como todos los grandes espíritus, amaba el Campo. El Pecador que quiere purificarse, el Santo que quiere orar, el Poeta que quiere crear, se refugian en las montañas, a la sombra de los árboles, al rumor de las aguas, en medio de los prados que perfuman el cielo o en los arenales desiertos abrasados por el sol. Jesús ha tomado su lenguaje del Campo. Casi nunca emplea palabras doctas, conceptos abstractos, términos incoloros y generales. Sus discursos estarán engalanados con los colores, saturados de los olores de los campos y de los huertos, animados por las figuras de los animales familiares. Ha visto en su Galilea el higo que engorda y madura bajo las grandes hojas oscuras; ha visto verdear los pámpanos sobre los secos sarmientos de las vides y pender de los sarmientos los racimos rubios y morados para alegría de los vendimiadores; ha visto elevarse, de la invisible semilla, la mostaza rica de ramas ligeras; ha oído por la noche el murmullo lamentoso de la caña batida por el viento a lo largo de los arroyos; ha visto sepultar bajo la tierra el grano que resurgirá en forma de colmada espiga; ha visto, al llegar la primavera, los hermosos lirios rojos, amarillos y morados en medio del tímido verde del trigo; ha visto el césped de hierba fresca que hoy se ostenta magnífica y mañana, ya seca, arderá en el horno. Ha visto las bestias pacíficas y las bestias malas: la paloma que arrulla de amor sobre el techo, un tanto envanecida de su cuello esplendoroso; las águilas que se precipitan con las amplias alas desplegadas sobre la presa; los pájaros del aire que no pueden caer, como los emperadores, si Dios no quiere; los cuervos que descarnan con el pico hiriente la carroña; la gallina amorosa que llama a los polluelos bajo sus alas apenas el cielo se ennegrece y truena; la zorra traidora que, después de haber hecho estragos, se esconde en la oscuridad de su guarida; los perros que husmean bajo la mesa del amo para engullir los desperdicios y huesecillos que caen al suelo. Y ha visto deslizarse a la serpiente entre la hierba oscura y a la víbora esconderse entre las piedras mal unidas de las tumbas. Nacido entre Pastores y para ser Pastor de hombres, ha contemplado y amado a las ovejas; las ovejas madres que buscan al cordero perdido, a los corderos que lloran, débiles, tras de sus madres, que maman, casi escondidos bajo el lanoso vientre materno; las ovejas que triscan por los pastos áridos y calientes de sus colinas. Ha amado con igual amor el grano que apenas si se ve sobre la palma de la mano y la vieja higuera que cobija a su sombra toda la casa del pobre; a los pájaros del aire que no siembran ni cosechan y a los peces que platean las mallas de la red y saciarán a sus fieles. Y levantando los ojos, en las tardes sofocantes en que se engendra la borrasca, ha visto el relámpago que rasga el Oriente y fustiga hasta Occidente la negrura del aire. 46

Pero Jesús no ha leído únicamente en la clara y coloreada escritura del mundo. Sabe que Dios ha hablado a los hombres por medio de los Ángeles, de los Patriarcas y de los Profetas. Sus palabras, sus leyes, sus victorias, están escritas en el Libro. Jesús conoce los maravillosos caracteres con los cuales los muertos transmiten a los no nacidos los pensamientos y las memorias de los antiguos. No ha leído más que los Libros en que sus ascendientes han escrito la historia de su Pueblo, pero los conoce en la letra y en el espíritu mejor que los Doctores y los Escribas; y le darán derecho a trocarse de escolar en maestro.

LA ANTIGUA ALIANZA
El Hebreo fue, entre los pueblos, el más feliz y el más infeliz. Su historia es un Misterio que empieza con el idilio del Jardín de las Delicias y acaba con la tragedia de lo alto del Calvario. Sus primeros padres fueron amasados por las manos luminosas de Dios y hechos dueños del Paraíso — país fértil y perpetuo Estío entre Ríos apacibles — donde pendían los frutos del rico Oriente, de pulpa carnosa, a la sombra de las hojas nuevas, al alcance de la mano. El Cielo, fresco por la reciente hechura, iluminado hacía pocos días, no manchado aún por las nubes, no herido aún por los rayos ni consumido por los ocasos, velaba sobre ellos con todas sus estrellas. Los dos debían amar a Dios y amarse: este fue el Primer Pacto. Ni fatiga, ni dolor; ignorada la muerte y su miedo. La primera Desobediencia trajo un primer castigo: el Destierro. El Varón fue condenado al trabajo; la Mujer, al parto. El trabajo es penoso, pero da el premio de las cosechas: el parto es penoso, pero da el consuelo de los hijos. Con todo, también estas felicidades inferiores e imperfectas pasaron rápidas, como hojas devoradas por las orugas. El Hermano mató por primera vez a su Hermano; la sangre humana vertida sobre la tierra se corrompió y exhaló olor de pecado. Los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres, y nacieron los Gigantes, cazadores feroces, violentos y homicidas, que hicieron del mundo un Infierno sangriento. Entonces Dios mandó el Segundo Castigo: para purificar la tierra, en un inmenso Bautismo ahogó en las aguas del Diluvio a todos los hombres. Uno solo, por ser justo, se salvó y con él hizo Dios el Segundo Pacto. Comenzaron con Noé los antiguos tiempos felices de los Patriarcas, pastores errantes, jefes centenarios, que vagaban entre Caldea y Egipto en busca de pastos, de pozos y de paz. No tenían patria estable, ni casas, ni ciudades. Llevaban consigo, en caravanas largas como ejércitos, las esposas fecundas, los hijos amantes, las nueras sumisas, los nietos innumerables, los hijos de los nietos, los siervos y las siervas obedientes, los toros bravos y 47

mugidores, las vacas de ubres colgantes, los rojos terneros triscadores, los carneros y los machos cabríos de insoportable olor de tierra, los jumentos de grupa robusta, las cabras de altiva cabeza, que patalean impacientes y, escondidos en la carga, los vasos de oro y de plata, los idolillos domésticos de piedra y de metal. Llegados a su destino levantaban las tiendas junto a una cisterna, y el Patriarca se sentaba fuera, a la sombra de las encinas y de los sicomoros, y contemplaba el vasto campamento del cual se elevaba el humo de los hogares, el bullicio de las mujeres y de los pastores, junto con los bramidos y balidos del ganado. Y el Patriarca estaba contento en su corazón al ver a todos aquellos esposos y aquellos hijos nacidos de su semilla, y todos aquellos rebaños que eran suyos, y la descendencia humana y la descendencia animal que se multiplicaba de año en año. Por la tarde elevaba los ojos para saludar la primera estrella solícita que ardía como un fuego blanco sobre la cabellera de la colina, y alguna vez su cándida barba ensortijada resplandecía a la blanca luz de aquella luna que hacia más de cien años estaba acostumbrado a ver en el cielo de las noches. De cuando en cuando un Ángel del Señor iba a visitarle y se sentaba a su mesa antes de comunicar la embajada, o el Señor mismo se aparecía en traje de Peregrino, se sentaba con el anciano en las horas de calor, a la sombra de la tienda, y hablaban frente a frente como dos amigos de juventud que se reúnen a charlar de sus cosas. El Jefe de la tribu, amo de siervos, se convertía en siervo a su vez para escuchar los mandatos, los consejos, las promesas y los anuncios de su Amo Divino. Y entre Jehová y Abraham se hizo el Tercer Pacto, más solemne que los otros dos. El hijo de un Patriarca, vendido por sus hermanos como esclavo, se hace poderoso en Egipto y llama a todos los suyos: los Hebreos creen haber encontrado una patria y crecen en número y riquezas. Pero se dejan seducir por los dioses de Egipto y Jehová prepara el Tercer Castigo. Los Egipcios, envidiosos, los reducen a mísera esclavitud. El Señor, para que el castigo sea más largo, permite que se endurezca el corazón del Faraón, pero suscita al fin el Segundo Libertador, que los saca de las torturas y del fango. No se ha acabado, sin embargo, la prueba. Durante cuarenta años vagan por el Desierto: una nube de humo los guía por el día; una columna de fuego por la noche. Dios les ha prometido una tierra maravillosa, rica en verdura y en agua, sombreada de viñas y olivos; pero, entretanto, no tienen agua que beber ni pan que comer y echan de menos las cebollas y los dioses de Egipto. Dios hace brotar el agua de la roca y caer el Maná y las codornices del Cielo; pero los Hebreos, cansados e inquietos traicionan a su Dios, se hacen un becerro de oro y lo adoran. Moisés, triste como todos los Profetas, apena comprendido de los suyos como todos los Libertadores, seguido de mala gana como todos los descubridores de nuevas tierras, lleva tras de sí con trabajo la muchedumbre remisa y querellosa y pide a Dios que le conceda el sueño de la muerte. Pero Jehová quiere a toda costa hacer el Cuarto Pacto con su pueblo. Moisés desciende del monte humoso y tonante con las dos Tablas de piedra donde el dedo mismo de Dio ha escrito los diez mandamientos. 48

Moisés no verá la tierra prometida, el nuevo Paraíso que hay que reconquistar en lugar del perdido. Pero el pacto divino queda firme: Josué y los demás héroes pasan el Jordán, entran en la tierra de Canaán y vencen a los pueblos; las ciudades caen al sonido de las trompetas; Débora puede cantar su canto de triunfo: el pueblo lleva consigo al Dios de las Batallas, escondido tras las tiendas, sobre un carro tirado por bueyes; pero los enemigos son muchos y no quieren hacer sitio a lo recién llegados. Los Hebreos vagan de aquí para allá, pastores y bandidos, victoriosos cuando mantienen los pactos de la Ley, vencidos cuando los olvidan. Un gigante de cabellos jamás cortados mata por sí solo a millares de Filisteos y Amalecitas; pero una mujer le traiciona; los enemigos le arrancan los ojos y le ponen a mover la piedra de un molino. No bastan los Héroes son menester los Reyes. Un joven de la tribu de Benjamín, alto y bien portado, mientras va en busca de la borriquillas de su padre que se habían escapado, se encuentra con un profeta que le vierte óleo santo sobre la cabeza y le hace Rey de todo el Pueblo. Saúl, hecho guerrero poderoso, derrota a los Ammonitas y los Amalecitas, y funda un Reino militar, temido por los vecinos. Pero el mismo Profeta que le ha hecho Rey, airado contra él, le suscita un rival. David, joven pastor, mata al gigante enemigo del Rey, endulza con el arpa las airadas tristezas del Rey, se casa con la hija del Rey, figura entre los capitanes del Rey. Pero Saúl, suspicaz y frenético, quiere matarlo. David se esconde en las cuevas de los montes, se hace capitán de bandidos, se va al servicio de los Filisteos y cuando éstos han vencido y muerto a Saúl en las colinas de Gelboé, se convierte a su vez en Rey de todo Israel. El temerario pastor, grande como Poeta y como Rey, pero cruel y liviano, funda su casa en Jerusalén, y con ayuda de sus Ghibborim, o valientes, vence y sojuzga a los reyes que le circundan. El Hebreo por primera vez es temido. Durante siglos y siglos suspirará por el retorno de David y pondrá sus esperanzas en un descendiente suyo que le salve de la abyección. David es el Rey de la Espada y del Canto; Salomón es el Rey del Oro y de la Sabiduría. Los tributarios llevan el Oro a su casa; adorna con Oro la primera suntuosa casa de Jehová; envía naves al lejano Ofir en busca de Oro; la Reina de Saba depone a sus pies sacos de Oro. Pero todo el esplendor del Oro y de la Sabiduría de Salomón no bastan para salvar al Rey de la impureza y al Reino de la ruina. Se casa con las mujeres extranjeras y adora a los dioses extranjeros. El Señor lo tolera en su vejez en memoria de su juventud; pero apenas muere, su Reino es dividido y comienzan los siglos oscuros y vergonzosos de la decadencia. Conjuras de palacio, asesinatos de reyes, revueltas de jefes, guerras fraternas y desgraciadas, tiempos de impúdica idolatría seguidos de efímeros arrepentimientos llenan los tiempos de la Separación. Surgen los Profetas para amonestar; pero los Reyes no los escuchan o los destierran. Los enemigos de Israel recobran fuerzas; los Fenicios, los Egipcios, los Asirlos, los Caldeos, invaden uno tras otro los dos reinos, los someten a tributo y finalmente, casi seiscientos años antes del nacimiento de Jesús, Jerusalén es destruida, derrocado el templo de Jehová y conducidos los Hebreos en esclavitud junto a los ríos de Babilonia. La medida de las infidelidades y de los pecados se había colmado, y aquel mismo Dios que los libertara de la esclavitud de los Egipcios los entrega en esclavitud a los Caldeos. Es el Cuarto Castigo y el más tremendo de todos, porque ya no tendrá fin. Desde aquel momento los hebreos estarán siempre, perpetuamente, dispersos entre los extranjeros y por los extranjeros sojuzgados. Algunos de ellos volverán a construir Jerusalén y su Templo; pero 49

el país será invadido por los Escitas, sometido a los Persas, conquistado por los Griegos y, finalmente, después de la última gesta de los Macabeos, entregado a una dinastía de Árabes bárbaros sujeta a los Romanos. Este pueblo que durante tantos siglos vivió libre y rico en el desierto y un día fue dueño de reinos y se creyó, bajo la protección de su Dios, el primer pueblo de la tierra, ahora, diezmado, dividido, despreciado y mandado por los extranjeros, se ha convertido poco a poco en el ludibrio de las gentes, en el Job de los pueblos. Después de la muerte de Jesús su destino será todavía más duro: Jerusalén será destruida por segunda vez; en la provincia devastada no mandarán más que Griegos y Romanos y los últimos restos de Israel serán dispersos por toda la tierra como el polvo de los caminos empujado por el siroco. Nunca pueblo alguno fue tan amado por su Dios ni tan atrozmente castigado; fue elegido para ser el primero, y fue siervo de los últimos; quiso tener una patria propia y victoriosa, y fue desterrado y esclavo en las patrias ajenas. Aunque más pastoril que guerrero, nunca estuvo en paz consigo mismo ni con los demás. Guerreó con sus vecinos, con sus huéspedes, con sus príncipes; guerreó con sus Profetas y con su mismo Dios. Podrido de maldades, gobernado por homicidas, traidores, adúlteros, incestuosos, bandidos, simoníacos e idólatras, vio nacer con todo, de sus mujeres, a los más perfectos hombres del Oriente: justos, predicadores, solitarios, profetas. Hasta que nació de él el padre de los nuevos santos, el que era esperado por todos los profetas. Este pueblo, que no tuvo metafísica, ciencia, música, escultura, pintura ni arquitectura propias, creó la más grande poesía del tiempo antiguo, candente de sublimidad en los Salmos y en los Profetas, perfecta de ternura en las historias de José y de Ruth, ardiente de pasión en el Cantar de los Cantares. Criado en medio de los cultos a los salvajes dioses locales llega al amor de Dios, padre único y universal; ávido de tierra y de oro ostenta en los profetas los primeros defensores de los pobres y llega a la negación de la riqueza; el mismo pueblo que ha degollado víctimas humanas sobre sus altares y ha asesinado ciudades enteras de inocentes, da discípulos al que ha de predicar el amor a los enemigos; este pueblo celoso de su Dios celoso, le ha traicionado siempre para correr en pos de falsos dioses; de su Templo, tres veces levantado y tres veces destruido, no queda más que una muralla rota, apenas suficiente para que una fila de plañideros pueda apoyar en ella la cabeza y esconder sus lágrimas. Pero este pueblo absurdo y problemático, sobrehumano y miserable, primero y último de todos, el más feliz y el más infeliz de todos, aunque siervo de las naciones, sigue dominando a las naciones con el dinero y con la palabra; aunque no tenga hace siglos una patria propia, se cuenta entre los grandes señores de todas las patrias; aunque haya asesinado al más grande de sus hijos, ha dividido en dos partes, con aquella sangre, la historia del mundo, y esta raza de deicidas es la más infame, pero en cierto modo la más sagrada de todas las gentes. 50

LOS PROFETAS
Ningún pueblo fue advertido como el Hebreo. Ninguno tuvo tantos despertadores y admonitores. Desde el principio de su Reino temporal hasta el desmembramiento; en los grandes días de los reyes victoriosos, los dolorosos días del destierro, en los tristes días de esclavitud, en el día siniestro de la dispersión. La India tuvo Ascetas que se escondían en los bosques para vencer al cuerpo y anegar el espíritu en infinito; la China, Sabios familiares, plácidos abuelos que enseñaban cívicas moralidades a los campesinos y a los Emperadores; Grecia, Filósofos que a la sombra de los pórticos fabricaban sistemas armoniosos o trampas dialécticas; Roma, Legistas que registraron en el bronce, para los pueblos y los siglos, reglas de justicia para quien manda y para quien posee; la Edad Media, Predicadores que se afanaron en sacudir a la cristiandad soñolienta con el recuerdo de la Pasión y el terror del Infierno; el pueblo Hebreo tuvo Profetas. El Profeta no hace de adivino en los antros y echa por la boca babas y palabras desde los trípodes. Habla de lo Futuro pero no solo de lo Futuro. Revela las cosas no sucedidas todavía, pero recuerda también las pasadas. El tiempo es suyo en los tres momentos: descifra el pasado, ilumina el presente, amenaza con el porvenir. El Profeta Hebreo es una voz que habla o una mano que escribe. Una voz que habla en el palacio de los Reyes y en las grutas de las montañas, en las escalinatas del Templo y en las plazas de la capital. Es una plegaria que ruega, una voz que amenaza, una amenaza que rebosa de divina esperanza. Su corazón se deshace de aflicción, su boca está llena de amargura, su brazo se alza para mostrar el castigo; sufre por su pueblo, le llena de reproches porque le ama; le anuncia los castigos para que se purifique y más allá de los estragos y del fuego enseña la resurrección y la vida, el triunfo y la bienaventuranza, el Reino del nuevo David y el Pacto que ya no se romperá. El Profeta conduce a los idólatras al verdadero Dios; les recuerda a los traidores los juramentos; a los malos, la caridad; a los corrompidos, la pureza; a los feroces, la misericordia; a los Reyes, la justicia; a los rebeldes, la obediencia, a los pecadores, la pena; a los orgulloso la humillación. Va ante el Rey y le reprocha, desciende hasta la hez del pueblo y la corrige; se acerca a los sacerdotes y los reprende; se presenta a los ricos y los recrimina. Anuncia a los pobres la consolación; a los afligidos, la recompensa; a los llagados, la salud; a plebe esclava, la liberación; al pueblo humillado, el advenimiento del Vencedor.

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No es Rey, Príncipe, Sacerdote ni Escriba; es sólo un hombre; un hombre sin armas y sin riquezas; sin investiduras y sin secuaces; es una voz solitaria que habla; una voz afanosa que se lamenta; una voz poderosa que grita y afrenta; una voz que llama a penitencia y promete eternidad. El Profeta no es filósofo; poco le importa que el mundo esté hecho de agua o de fuego si el agua y el fuego no bastan para hacer mejores las almas de los hombres. Poeta, pero sin quererlo y saberlo, cuando el colmo de la indignación o del esplendor de los sueños ponen en su boca imágenes fuertes que los retóricos no sabrán inventar nunca; no es Sacerdote, porque no ha sido ungido en el Templo; no es Rey, porque no manda a los armados y tiene como espada únicamente la palabra que viene de lo alto; no es Soldado, pero está dispuesto morir por Dios y su nación. El Profeta es una voz que habla en nombre de Dios una mano que escribe al dictado de Dios; un mensaje mandado por Dios para avisar a quien ha perdido el camino, a quien se ha olvidado de la alianza; a quien no hace buena guardia. Es el secretario, el intérprete y el enviado de Dios; es, pues, superior al Rey que no obedece a Dios, al Sacerdote que no entiende a Dios, al Filósofo que niega a Dios, al Pueblo que ha dejado a Dios para correr tras de los ídolos de madera y de piedra. El Profeta es el que ve, con el corazón turbado pero con ojo limpio, el mal que reina hoy, el castigo que vendrá mañana, el reino feliz que sucederá al castigo y a la penitencia. Es la voz de quien no puede hablar, la mano de quien no sabe escribir, el defensor del pueblo extraviado y vejado, el abogado de los pobres, el vengador del humilde que llora bajo el pie del poderoso. No está de parte de quien tiraniza; sino de quien es pisoteado; no va con los ahítos y los avaros, sino con los hambrientos y los miserables. Voz molesta, voz importuna e insistente; odiado por los grandes, mal visto por la chusma, no siempre comprendido tampoco por los discípulos. Como hiena que siente de lejos el hedor de las carroñas, como cuervo que grazna siempre el mismo verso, como lobo que aúlla de hambre en los montes, el Profeta, cuando recorre los caminos de Israel, va seguido por la sospecha y la maldición. Únicamente los pobres y los oprimidos le bendicen; pero los pobres son débiles y los oprimidos no saben más que escucharle en silencio. Como todos aquellos que dicen con voz fuerte la verdad, que turban la tranquilidad de los durmientes y rompen la vil paz de los amos, es arrojado como un leproso y perseguido como un enemigo. Los Reyes lo toleran apenas; los sacerdotes le hostilizan; los ricos le detestan. Elías tiene que huir ante la ira de Jezabel, que condena a muerte a los Profetas; Amós es desterrado por Amasias, Sacerdote de Betel, fuera de Israel; Urias es muerto por orden del Rey Joaquín; Isaías es muerto por orden de Manasés; Zacarías es degollado entre el templo y el Altar; Jonás es arrojado al mar; y está dispuesta la espada que decapitará a Juan y la cruz de la que penderá Jesús. El Profeta es un Acusador, pero los hombres no se confiesan culpables; es un Intercesor, pero los ciegos no quieren que el Iluminado les alargue la mano; es un Anunciador, pero los sordos no oyen sus promesas; es un Salvador, pero los 52

moribundos putrefactos se gozan en su podredumbre y rehúsan el ser salvados. Con todo, la palabra de los Profetas será la que dará perpetuo testimonio en favor de este pueblo que los extermina, pero que es capaz de engendrarlos; y la muerte de un Profeta, que es más que todos los Profetas, bastará para expiar los delitos de todos los demás pueblos que gozan en el cieno de la tierra.

EL QUE HA DE VENIR
En la casa de Nazareth, Jesús medita en los Mandamientos de la Ley, en los Profetas, en las palabras de llanto y de fuego de los Profetas, y en ellas lee su misión. Las promesas son insistentes como golpes a puertas que no responden: repetidas, replicadas, reiteradas, jamás desmentidas ni borradas, siempre confirmadas y convalidadas. De una precisión tremenda, de una minuciosidad que espanta, casi historia anticipada y testimonio irrecusable. Cuando Jesús, al entrar en los treinta años, se presenta a los hombres como Hijo de Dios, sabe lo que le espera hasta el fin; su vida próxima está ya señalada día por día en páginas escritas antes de su nacimiento terrestre. Sabe que Dios ha prometido a Moisés un Nuevo Profeta: "Un Profeta haré que nazca en medio de sus hermanos semejante a ti, y en su boca pondré mis palabras y les transmitirá todo cuanto le mande". Porque Dios hará con su pueblo la Nueva Alianza. "Alianza no como la que contraje con sus padres ... sino que imprimiré mi Ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones ... Perdonaré sus iniquidades y no guardaré memoria de sus pecados". Alianza grabada en el alma y no sobre la piedra; Alianza de perdón y no de castigo. Y el Mesías tendrá un Precursor que le anunciará: "He aquí que yo mando a mi Ángel, el cual preparará el camino delante de mí". "Un niño nos ha nacido — dice Isaías — y se llama de nombre el Admirable, el Consejero, el Fuerte, el Padre del Futuro Siglo, el Príncipe de la Paz". Pero las gentes estarán ciegas ante Él y no le escucharán. "Insensibiliza el corazón de este pueblo, endurece sus oídos y tápale los ojos, para que no vea con sus ojos, y no oiga con sus oídos, y no se convierta ni sea curado". "Y será ... piedra de tropiezo y piedra de escándalo para las dos casas de Israel y lazo y ruina para los habitantes de Jerusalén" . No intentará hacerse grande ni vivir con pompa; no vendrá como triunfador orgulloso. "Alégrate, hija de Sión, exulta hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, Rey justo y Salvador; es pobre y cabalga en una pollina y en un jumentillo". Traerá la justicia y levantará a los infelices. "El Señor me ha ungido para que anunciase a los mansos la Buena Nueva, me ha mandado para curar a los que tienen el corazón 53

despedazado, a predicar la redención a los esclavos y a los encarcelados la libertad. . ., para que consolase a todos los que lloran". "Los mansos se alegrarán cada día más. . . y los pobres saltarán de gozo porque el sojuzgador es abatido, el escarnecedor es consumido y son exterminados todos aquellos que velaban para hacer el mal". "Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos. . . ; entonces el cojo saltará como un cervato y se les soltará la lengua a los mudos". "Yo, el Señor, te he llamado por amor de la justicia. . . a fin de que abrieses los ojos de los ciegos y sacases de la cárcel a los presos y de la estancia de la prisión a los que yacían en las tinieblas". Pero será vilipendiado y torturado por aquellos mismos que viene a salvar. "No tiene belleza ni esplendor, y le hemos visto y noera hermoso a la vista y no tuvimos inclinación por él”. Despreciado, es el ínfimo de los hombres; Varón de dolores y que conoce el sufrir. “Y su rostro estaba casi oculto y era ultrajado y nosotros no hacíamos cuenta de ello. Verdaderamente, ha tomado nuestros males sobre sí y ha llevado nuestros dolores y lo hemos reputado como a leproso, y como flagelado por Dios y humillado. Pero ha sido traspasado por causa de nuestras iniquidades y quebrantado por nuestras maldades. El castigo, causa de nuestra paz, cae sobre él, y por sus llagas nosotros somos sanos. Todos hemos sido ovejas errantes; cada cual se perdió por un camino, y el Señor puso sobre él las iniquidades de todos nosotros. Ha sido ofrecido porque ha querido, y no ha abierto su boca; como oveja será llevado a la muerte, y como un cordero permanece mudo ante quien lo esquila: así él no abrirá su boca... Ha sido arrancado de la tierra de los vivos; por las maldades de mi pueblo lo he herido. Y el Señor quiso consumarlo en los padecimientos; pero cuando dé su vida como hostia por el pecado, verá una descendencia de larga duración y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de É1. Por cuanto sufrió su alma. . ., con su doctrina libertará a muchos y tomará sobre sí todas sus iniquidades". No retrocederá ante los más atroces insultos: "He dado mí cuerpo a aquellos que me golpeaban y mis mejillas a aquellos que me mesaban la barba; no he escondido mi rostro a los que me escarnecían y escupían". Todos le serán contrarios en la hora suprema: "Han hablado contra mí con lengua mentirosa, y con discursos que trascienden a mala voluntad me han reconvenido e impugnado sin razón. En lugar de amarme, fuéronme enemigos. Y me devolvieron mal por bien y odio por amor". "Te son conocidos — clama el Hijo del Padre — los oprobios que sufro y mi confusión y mi ignominia . . . y esperé a quien compartiese mí tristeza, y no lo hubo; y a quien me trajese consolación, y no lo hallé. Y me dieron hiel por comida, y en mi ser me abrevaron con vinagre". Y, finalmente, le clavarán y se repartirán sus vestiduras: "Una manada de perros se me ha puesto en derredor; una turba de maliciosos me ha asediado. Han agujereado mis manos y mis pies. . . Y me miraban, consideraban. Se repartieron mis vestidos y echaron suerte mi túnica". Se darán cuenta demasiado tarde lo que han hecho, "y volverán la mirada al que han taladrado y lo llorarán como puede llorarse a un hijo único, y llevarán por él el duelo que se hace a la muerte de un primogénito". "Y le adorarán todos los Reye de la tierra y las gentes todas serán sus siervos. Porque él libertará al pobre del poderoso, y salvará las almas de los pobres". "Y vendrán a inclinarse a ti los hijos de aquellos que te humillaron y adorarán las huellas de tus pies los que te insultaban". "La tierra estará envuelta en tinieblas y en oscuridad las naciones; pero en ti Israel, nacerá el Señor y su gloria se verá en ti. Y a tu luz caminarán las gentes y los Reyes al esplendor de tu aurora. Alza en derredor tu vista y mira: todos éstos se han reunido para venir a ti; de lejos vendrán tu hijos y te nacerán 54

hijas de todos lados". "Le he dado, por testigo a los pueblos, por guía y por maestro a las naciones . . . y las gentes que no te conocían correrán, a ti, Israel, por amor del Señor tu Dios". Estas y otras palabras recuerda Jesús en la víspera de su partida. Lo sabe todo y no se niega; conoce ya 1a suerte que le espera, la ingratitud de los corazones, la sordidez de los amigos, el odio de los poderosos, los golpes, los salivazos, los insultos, las mofas, los desprecio y los ultrajes, los clavos de las manos y de los pies, los tormentos y la muerte; conoce las espantosas prueba del Varón de los Dolores y, con todo, no se echa atrás Sabe que los hebreos, carnales, materiales, mundanos, saciados de humillaciones, llenos de rencores y malos pensamientos, no esperan un Mesías pobre, odiado, manso. Todos sueñan, aparte de los videntes y los anunciadores, con un Mesías terrestre; un Rey armado, un segundo David, un guerrero que haga estragos en el enemigo, que vierta verdadera sangre, la sangre roja de los enemigos, y haga resurgir más espléndido el palacio de Salomón y el templo de Salomón, y a quien todos los Reyes sean tributarios, no con tributo de amor y veneración, sino de pesado oro y dinero contante, y que este rey terrestre de la tierra presente, se vengue de todos los enemigos de Israel, de todos cuantos hicieron sufrir a Israel, que tuvieron en esclavitud al pueblo de Israel, y que los esclavos sean amos y los dominadores se conviertan en siervos, y que todos los países del mundo tengan su capital en Jerusalén, y que los reyes de corona se inclinen ante el trono del nuevo rey de Israel, y que los campos de Israel sean más fértiles que todos los demás, y los pastos más copiosos, y los rebaños se multipliquen sin fin, y el trigo y la cebada se sieguen dos veces al año, y las espigas estén más colmadas de grano que en el pasado, y dos hombres no basten para resistir el peso de un solo racimo de uvas, y no haya odres bastantes para contener el vino nuevo, ni orzas para el aceite, y se halle la miel en los huecos de los árboles y en los cercos de los caminos, y las ramas de los árboles se tronchen al peso de la fruta, y las frutas sean como nunca pulposas y dulces. Esto es lo que esperan los hebreos carnales y terrestres que viven en torno de Jesús. Y él sabe que no les dará aquello que buscan; que él no será el guerrero victorioso y el rey soberbio que se alza sobre los reyes sometidos. Sabe que su reino no es de este mundo; y no podrá ofrecer más que un poco de pan, toda su sangre y todo su amor. Y no creerán en él, y lo atormentarán y matarán como a un falsario y charlatán. É1 sabe todo esto; lo sabe como si lo hubiese visto ya con sus ojos y sufrido con su cuerpo y con su alma. Pero sabe también que la semilla de su palabra, arrojada en tierra entre los cardos y las espinas, pisoteada por los pies de los asesinos, despuntará en la primera primavera, germinará poco a poco, crecerá al principio como arbusto batido por el viento y se convertirá, por fin, en árbol que extenderá sus ramas hacia el cielo y cubrirá la tierra, y todos los hombres podrán sentarse a su sombra para recordar la muerte de quien lo sembró.

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EL PROFETA DE FUEGO
Mientras Jesús, en el taller de Nazareth, manejaba el hacha y la escuadra, una Voz se había elevado del Desierto, hacia el Jordán y el mar Muerto. El último de los Profetas, Juan el Bautista, llamaba a los Judíos a penitencia, anunciaba la proximidad del Reino de los Cielos, predecía la próxima llegada del Mesías, reprendía a los pecadores que acudían a él y los sumergía en el río para que aquel lavado externo fuese como un principio de la purificación interior. En aquella turbulenta edad herodiana, la antigua Judea, profanada por los usurpadores Idumeos, contaminada por las infiltraciones helenistas, despreciada por la soldadesca romana; sin rey, sin unidad, sin gloria, medio dispersa ya por el mundo, traicionada por sus mismos sacerdotes, añorando siempre la grandeza del reino terrestre de hacia mil años, obstinada en esperar una gran venganza, un retorno de la victoria, un triunfo de su Dios, en el advenimiento de un Libertador, de un Ungido que debería reinar en una Jerusalén más fuerte y bella que la de Salomón y desde Jerusalén dominar a todas las gentes, vencer a todos los monarcas y llevar la felicidad a su nación y a todos los hombres; la antigua Judea, descontenta de sus amos, oprimida por los publicanos, aburrida por los Escribas mercenarios y por los Fariseos hipócritas; la antigua Judea dividida, humillada, puesta a saco, y con todo, pese a todas las vergüenzas, llena de fe en lo futuro, prestaba de buena gana oído a la Voz del Desierto, acudía a las orillas del Jordán. La figura de Juan era a propósito para conquistar las imaginaciones. Hijo de la vejez y del milagro, fue consagrado desde su nacimiento a ser Nazareo, esto es, puro; y nunca se había cortado el cabello, nunca había bebido vino ni sidra, nunca había tocado mujer ni conocido otro amor que el de Dios. Pronto, joven todavía, había salido de la casa de los viejos y escondidos en el Desierto. Allí vivía hacía muchos años, solo, sin casa, sin tienda, sin criados, sin nada suyo fuera de lo que llevaba encima. Envuelto en una piel de camello, ceñida por un cinturón de cuero; alto, adusto, huesudo, quemado del sol, peludo el pecho, la cabellera larga cayéndole por las espaldas, la barba cubriéndole casi el rostro, dejaba asomar, bajo las cejas selvosas, dos pupilas relampagueantes e hirientes, cuando de la escondida boca brotaban las grandes palabras de maldición. Este magnético habitante de las selvas, solitario como un yoghi, que despreciaba los placeres como un estoico, aparecía a los ojos de los bautizados como la última esperanza de un pueblo desesperado. Había llegado a su año trigésimo: la edad justa y destinada. Antes de los treinta años el hombre es como un esbozo, una aproximación; los sentimientos comunes, los amores de todos le suelen dominar; no conoce bien a los hombres y, por tanto, no suele amarlos con ese dulce amor de piedad con que deben ser amados; y si no los conoce y no los sabe amar, 56

no tiene derecho de hablarles con entera autoridad ni poder para hacerse escuchar debidamente. Juan, quemado su cuerpo por el sol del Desierto, quemada su alma por el deseo del Reino, es el anunciador del Fuego. Ve en el Mesías que va a llegar al señor de la Llama. El nuevo Rey será justiciero Labrador: el árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al Fuego; aventará el grano en la era y quemará la paja y el tema con Fuego inextinguible. Será un bautista que bautizará con Fuego. Rígido, airado, áspero, como erizado de púas, pronto al anatema, impaciente y apremiante, Juan no acaricia a los que se acercan a él, aunque pudiese gloriarse de haberlos traído hasta allí. Y cuando vienen a bautizarse Fariseos y Saduceos, hombres notables, doctos en las escrituras, reputados entre el vulgo, acreditados en el tiempo, los apostrofa más que a los otros. "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir la ira que os amenaza? Haced, pues, fruto digno de penitencia y no queráis decir dentro de vosotros: tenemos a Abraham por padre: yo os digo que de estas mismas piedras puede Dios suscitar hijos a Abraham". Vosotros, que os encerráis en las casas de piedra como las víboras se esconden entre los cantos; vosotros, Fariseos y Saduceos, sois más duros que la piedra; vuestro intelecto está petrificado en la letra de la ley y en los ritos; está petrificado vuestro corazón egoísta; al hambriento que os pidió pan le pusisteis en la mano una piedra; y arrojasteis la piedra a quien había pecado menos que vosotros; vosotros, Fariseos y Saduceos, sois estatuas orgullosas de piedra que únicamente el Fuego podrá vencer, porque el agua no hace más que correr por encima y luego se seca. Pero aquel Dios que de tierra hizo con sus manos a Adán, puede hacer de los guijarros del río, de las piedras del camino, de los cantos de la roca, otros hombres, otros seres, otros hijos suyos; puede trocar el pedernal en carne y alma mientras vosotros habéis trocado el alma y la carne en pedernal. No basta, pues, bañarse en el Jordán. La ablución es saludable, pero no es sino un principio; haced lo contrario de lo que habéis hecho hasta aquí porque sí no seréis reducidos a ceniza por Aquel que bautizará con Fuego. Entonces las gentes le interrogaban: — ¿Qué debemos hacer? Y les respondía: — Quien tenga dos vestidos, dé uno a quien no lo tenga, y quien tenga que comer haga otro tanto. También fueron publicanos a que los bautizase y le dijeron: — Maestro, ¿qué haremos nosotros? Y les dijo: 57

— No exijáis más de cuanto os ha sido tasado. Los soldados, a su vez, le interrogaron: — Y nosotros, ¿qué hemos de hacer? Y les dijo: — No hagáis extorsiones, no calumniéis y contentaos con vuestras pagas. Juan, tan majestuoso y casi sobrehumano cuando anuncia la terrible elección entre los Buenos y los Malos, apenas desciende a lo particular, dijérase que se hace vulgar. No sabe aconsejar más que la limosna: el donativo de lo sobrante, de aquello sin lo cual se puede uno quedar. A los publicanos no les pide más que la estricta justicia: tomen lo que es razonable y nada más. A los soldados, gente feroz y ladrona, no les recomienda sino discreción: contentaos con vuestro salario y no robéis. Estamos en pleno mosaísmo; Amós e Isaías, mucho antes que él, habían ido más lejos. Ya es tiempo que el Acusador del Mar Muerto ceda el puerto al Libertador del Mar de Tiberíades. Triste suerte la de los Precursores, que saben pero que no verán; que llegarán hasta las orillas del Jordán, pero no gozarán la tierra prometida; que allanarán el camino del que marcha detrás de ellos, pero que se les adelantará; que prepararán el trono y no se sentarán en él; servidores de un amo a quien muchas veces no ven el rostro. Tal vez la dureza de Juan se explica mejor con esta conciencia suya de ser un simple embajador y nada más; conciencia que no llegaba a la envidia, pero que dejaba un sedimento de tristeza en su misma humildad. Fueron de Jerusalén a preguntarle quién era — ¿Eres Elías? — No — ¿Eres el Profeta? — No — ¿Eres el Cristo? — No Yo soy la voz del que clama en el Desierto Después de mí vendrá uno a quien no soy digno de desatar las correas de las sandalias En Nazareth, entretanto, un Obrero desconocido se ataba las sandalias con sus manos para ir al Desierto donde tronaba la voz que por tres veces había contestado que no. 58

LA VIGILIA
Juan llama a los pecadores para que se laven en el río antes de hacer penitencia. Jesús se presenta a Juan para que le bautice: ¿se confiesa, pues, pecador? Los textos parecen explícitos. El Profeta "predicaba el bautismo de penitencia en remisión de los pecados". Quien iba a él se reconocía pecador; quien va a lavarse se siente sucio. El no saberse nada de la vida de Jesús de los doce a los treinta — los años precisamente de la adolescencia viciable, de la juventud acalorada y fantaseadora — ha hecho pensar a algunos si en ese tiempo habría sido, o se consideraría al menos por tal, pecador como los demás. Lo que sabemos de los tres años que le quedan que vivir — los más iluminados por la palabra de los cuatro evangelistas, porque de los muertos se recuerdan mejor los últimos días y conversaciones —, no da ningún indicio de esta presunta inserción de la Culpa entre la Inocencia del principio y la Gloria del fin. En Cristo no existen ni siquiera apariencias de conversión. Sus primeras palabras tienen el mismo acento que las últimas: el manantial del que proceden es claro desde el primer día; no hay fondo turbio, ni pozo de malos sedimentos. Empieza seguro, franco, absoluto; con la autoridad reconocible de la pureza; se siente que no ha dejado nada oscuro tras de sí; su voz es alta, libre, franca, un canto melodioso que no procede del mal vino de los placeres ni de la roca de los arrepentimientos. La limpidez de su mirada, de su sonrisa y de su pensamiento no es la serenidad posterior a las nubes del temporal o la incierta blancura del alba que vence lentamente las sombras malignas de la noche. Es la limpidez de quien sólo una vez ha nacido, y ha permanecido niño aun en la madurez; la limpidez, la transparencia, la tranquilidad, la paz de un día que terminará en la noche, pero que no se ha oscurecido antes; día constante e igual, infancia intacta que nunca se empañará. Va entre los impuros con la sencillez del puro; entre los pecadores, con la fuerza del inocente; entre los enfermos, con la franqueza del sano. El convertido está siempre, en el fondo del alma, un poco turbado. Una sola gota amarga que haya quedado, una sombra ligera de inmundicia, un conato de pena, un trasvolar ligero de tentación bastan para sumirlo de nuevo en espasmos. Le queda siempre la sospecha de no haberse despojado hasta la última piel del hombre viejo, de no haber destruido, sino adormecido tan sólo, al Otro que en su cuerpo habitaba: ha pagado, ha soportado, ha sufrido tanto por su salud, y le parece un bien tan precioso, pero tan frágil, que siempre tiene miedo 59

de ponerla en peligro, de perderla. No huye de los pecadores, pero se les acerca con un sentimiento de involuntario espanto; con el temor, a veces ni confesado siquiera, de un nuevo contagio; con la sospecha de que el ver de nuevo el fango en que él también se complacía, le renueve demasiado atrozmente el recuerdo, irresistible ya, de la vergüenza y suscite en él la desesperación de la salvación postrera. Quien ha sido criado, no suele ser, una vez señor, afable con los criados; quien ha sido pobre no es, de rico, generoso con los pobres; quien ha sido pecador no siempre es, después de la penitencia, amigo de los pecadores. Ese resto de soberbia que se esconde a veces hasta en el corazón de los santos, mezcla a la piedad con una levadura de desprecio: ¿por qué no hacen lo que ellos han sabido hacer? El camino para ascender está abierto a todos, incluso a los más manchados y encallecidos; grande es el premio: ¿por qué permanecen allá abajo, hundidos en el ciego infierno? Y cuando el convertido habla a sus hermanos para convertirlos, no puede menos de recordar su experiencia, su caída, su liberación. Se siente inclinado, acaso más por deseo de eficacia que por orgullo, a ofrecerse como ejemplo vivo y presente de la gracia, como testigo verídico de la dulzura de la salud. Se puede renegar del pasado, pero no destruirlo del todo: vuelve a salir, aun inconscientemente, en los mismos hombres que vuelven a empezar la vida con el segundo nacimiento de la penitencia. En Jesús ese supuesto pasado de convertido no se ve retoñar nunca, en ninguna forma; no se advierte ni siquiera por alusión o supuesto; no es reconocible en el menor de sus actos, en la más oscura de sus palabras. Su amor por los pecadores no tiene nada del impetuoso ardor del arrepentido que quiere hacer prosélitos. Amor espontáneo, no de deber. Ternura de hermano, exenta de reproches. Fraternidad espontánea de amigo que no tiene que vencer repugnancias. Atracción hacia el impuro, del puro que no teme ensuciarse y sabe que puede limpiar. Amor desinteresado. Amor de los santos en los momentos supremos de santidad. Amor que hace que todos los demás amores parezcan vulgares. Amor que después se ha vuelto a hallar únicamente en memoria o por imitación de aquel amor. Amor que se llamará cristiano y nunca con otras palabras. Amor divino. Amor de Jesús. Amor. Jesús andaba entre pecadores, pero no era pecador. Iba a bañarse en el agua corriente bajo la mirada de Juan, pero no tenía manchas dentro de sí. El alma de Jesús era la de un niño de tal manera niño, que sobrepujaba a los sabios en sabiduría y a los santos en santidad. Nada del rigorismo del puritano o del temblor del náufrago salido trabajosamente a la orilla. Pueden parecerles pecados a los sutilizadores escrupulosos las inobservancias involuntarias de alguno de los seiscientos mandamientos de la Ley. Pero Jesús no era fariseo ni maníaco. Sabía lo que era pecado y lo que estaba bien y no perdía el espíritu en los laberintos de la letra. Conocía la vida; no rehusaba la vida, que más que un bien, es condición de todos los bienes. Él comer y el beber no eran el mal; como tampoco el mirar el mundo; ni el mirar bondadosamente al ladrón apostado en la sombra, ni el compadecerse de la pobre mujer que se ha pintado los labios para cubrir la baba de besos no cedidos. 60

Y con todo, Jesús va, entre la turba de pecadores, a sumergirse en el Jordán. El misterio no es misterioso para quien no vea en el rito renovado por Juan solamente el sentido más familiar. El caso de Jesús es único. El Bautismo de Jesús es igual en apariencia al de los demás; pero se justifica por otros caminos. El Bautismo no es sólo la purgación de la carne como símbolo de la voluntad de purgar el alma, recuerdo de la primitiva analogía del agua que hace desaparecer las manchas materiales y puede significar la purificación de las manchas espirituales. Esta metáfora física, útil en el simbolismo vulgar, ceremonia necesaria a los ojos carnales de los más, que tienen necesidad de un apoyo material para creer en lo que no es material, no estaba hecha para Jesús. Él ha ido a Juan para que se cumpliese la profecía del Precursor: el arrodillarse ante el Profeta del Fuego es el reconocimiento de éste, que ha sido embajador leal, que ha cumplido con su deber, que puede decir ya que ha hecho su obra. Jesús, sometiéndose a este rito, da realmente a Juan la legítima investidura de Precursor. Si en el Bautismo de Jesús se quisiera ver una segunda significación, se podría tal vez recordar que la inmersión en el agua es la supervivencia de un sacrificio humano. Los pueblos antiguos acostumbraron durante siglos matar a los enemigos o a algunos de sus mismos hermanos como ofrenda a las divinidades airadas, para expiar algún grave delito del pueblo o para obtener una gracia extraordinaria, una salvación que parecía desesperada. Los Hebreos habían destinado a Jehová la vida de los primogénitos: en tiempos de Abraham el uso fue abolido por orden de Dios; pero no sin desobediencias posteriores. Se mataba a las víctimas destinadas de varias maneras: entre ellas, en anegamiento. En Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, en tiempos históricos ya, se arrojaba todos los años un hombre al mar, y la víctima era considerada como salvador de sus conciudadanos. El Bautismo era recuerdo del anegamiento ritual, y como esta ofrenda propiciatoria al agua se creía benéfica para los sacrificadores y meritoria para la víctima, era breve el paso que había que dar para considerarla como el principio de una nueva vida, de una resurrección: aquel a quien se sumergía en el agua moría por la salvación de todos y era digno de revivir. El Bautismo, aun después de haberse olvidado este origen feroz, subsistió como símbolo del renacimiento. Jesús iba a comenzar entonces precisamente una nueva época de su vida; es decir, su verdadera vida. Sumergirse en el agua atestiguaba la voluntad de morir; pero al mismo tiempo la certidumbre de resucitar. No baja al río para lavarse, sino para significar su muerte y su consiguiente resurrección.

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EL DESIERTO
Apenas salido del agua, Jesús va al Desierto; de la Multitud a la Soledad. Había estado hasta entonces entre las aguas y los campos de Galilea, y las encespedadas orillas del Jordán; ahora va a los montes pedregosos, donde no nace fuente, donde no espiga grano, donde únicamente crecen reptiles y espinos. Había estado hasta entonces entre los braceros de Nazareth, entre los penitentes de Juan; ahora va a los montes solitarios, donde no se ven rostros ni se oyen voces humanas. El hombre nuevo pone por medio, entre sí y aquéllos, el Destierro. La soledad es un sacrificio tanto más meritorio cuanto más doloroso. La soledad, para los ricos de alma, es Premio y no Expiación. Una antevíspera del bien cierto, una creación de la belleza interior, una libre reconciliación con todos los ausentes. Únicamente en la soledad vivimos con nuestros semejantes: con aquellos que en la soledad hallaron los magnánimos pensamientos que nos consuelan de los bienes que abandonamos. No puede soportar la Soledad el mediocre, el pequeño. El que no tiene nada que ofrecer. Quien tiene miedo de sí y de su vacío. El que vive de continuo en la soledad del propio espíritu, desolado desierto interior donde no crecen sino las hierbas venenosas de los parajes incultos. El inquieto, el aburrido, el acobardado, cuando no puede olvidarse en los demás, aturdirse en las palabras ajenas, engañarse en la vida ficticia de los que se engañan en él al mismo tiempo que él en ellos. El que no sabe vivir sin mezclarse, átomo pasivo, a los arroyos que vierten todas las mañanas las cloacas de la ciudad. Jesús ha estado entre los hombres y volverá entre los hombres porque los ama. Pero frecuentemente se esconderá para estar solo, lejos aun de los discípulos. Para amar mejor a los hombres es menester abandonarlos de cuando en cuando. Lejos de ellos nos acercamos a ellos. El pequeño recuerda únicamente el mal que le han hecho; su noche está agitada por el rencor y su boca atosigada por la ira. El grande no recuerda sino el bien y en gracia a aquel poco bien, olvida el mal recibido. Hasta lo que no fue perdonado en el acto, se borra del corazón. Y vuelve entre sus hermanos con el amor de antes. Para Jesús, estos Cuarenta días de soledad son la última preparación. Durante Cuarenta años el Pueblo Hebreo — figuración profética, en este punto, de Cristo — hubo de errar por el Desierto antes de entrar en el Reino prometido por Dios; durante Cuarenta días hubo de permanecer Moisés junto a Dios para escuchar sus leyes; durante Cuarenta días hubo de caminar Elías por el Desierto para huir la venganza de la mala reina. También el nuevo libertador ha de esperar cuarenta días antes de anunciar el nuevo Reino Prometido y permanecer a solas con Dios cuarenta días para recibir de Él las supremas inspiraciones. 62

Pero no estará solo completamente. Están con él las Fieras y los Ángeles. Los seres inferiores al hombre y los seres superiores al hombre; los que le arrastran y los que le elevan; los seres todo materia y los seres todo espíritu. El hombre es una Bestia que ha de convertirse en Ángel. Si la Bestia prevalece, el hombre cae por bajo de las Bestias, porque pone su entendimiento al servicio de la bestialidad; si el Ángel triunfa, el hombre le iguala, y en vez de ser simple soldado de Dios, participa en cierto modo de la misma Divinidad. Pero el Ángel caído, condenado a tomar forma de Bestia, es el enemigo encarnizado y tenaz de los hombres que se angelizan y quieren subir a la altura de la que él fue arrojado Jesús es el enemigo del mundo de la vida bestial de la mayoría. Ha venido para que las Bestias se conviertan en hombres y los hombres en Ángeles. Ha nacido para cambiar el Mundo y para vencerlo. Es decir, para combatir al Rey del Mundo, al Adversario de Dios y de los hombres, al maligno, al burlador, al seductor. Ha nacido para arrojar a Satanás de la tierra, como el Padre lo arrojó del Cielo. Y Satanás, al cabo de los Cuarenta días, llega al Desierto para tentar a su enemigo. La necesidad de llenar todos los días el propio saco es el primer estigma de la servidumbre a la materia, y Jesús quería vencer también a la materia. Cuando esté entre los hombres comerá y beberá para hacer compañía a sus amigos, y también porque se debe dar al cuerpo lo que, según ley, le pertenece, y, en fin, por visible protesta contra los hipócritas ayunos de los Fariseos. Uno de los últimos actos de la misión de Jesús será una Cena; pero el primero, después del Bautismo, un Ayuno. Ahora que está solo y no humilla a los compañeros de la vida sencilla ni puede ser confundido con los pietistas, se olvida de comer. Pero al cabo de Cuarenta días tuvo hambre. Satanás esperaba, achatado e invisible, aquel momento. Si la Materia quiere Materia, le quedaba una esperanza. Y el Adversario habla — Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. La respuesta está pronta: — No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios. Satanás no se da por vencido y desde la cima de un monte le muestra los reinos de la tierra: — Yo te daré todo este poder y la gloria de aquellos, porque a mí me han sido dados y los doy a quien quiero Si te inclinas ante mí, todo será tuyo. Y Jesús responde: — Atrás, Satanás, que está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás. Entonces Satanás le lleva a Jerusalén y le sube al pináculo del Templo: 63

— Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo. Pero Jesús, al punto: — Se ha dicho: No tentarás al Señor tu Dios. "Acabadas así las tentaciones — sigue Lucas — el diablo se alejó de él durante algún tiempo”. Veremos también su vuelta y su última tentativa. Este diálogo ternario no parece, a primera vista, más que un peloteo de textos de la Escritura. Satanás y Jesús no hablan con palabras propias, sino que compiten en lanzarse mutuamente las de los Libros. Semeja una contienda teológica: es, por el contrario, la primera Parábola, más que hablada, representada, del Evangelio. No es maravilla que Satanás haya acudido con la absurda esperanza de hacer caer a Jesús. Tampoco es maravilla que Jesús sea sometido, en cuanto hombre, a la tentación. Satanás no tienta más que a los grandes y a los puros. A los demás no tiene necesidad siquiera de susurrarles una palabra de invitación. Son ya suyos desde la decadencia de la niñez, en la juventud. No tiene que esforzarse porque le obedezcan. Caen en sus brazos antes que los llame. La mayoría no se da cuenta ni siquiera de que existe. A ellos no se ha presentado, porque de lejos le han obedecido. Más aún: no habiéndolo conocido nunca, se inclinan a negarlo. Los diabólicos no creen en el diablo. La última astucia del Diablo, se ha escrito, es propalar la voz de su muerte. Toma todas las formas; tan hermosas algunas, que no se diría que es él. Los Griegos, por ejemplo, monstruos de inteligencia y elegancia, no tienen un lugar para Satanás en su Mitología. Porque todos sus dioses, si se los estudia, muestran los cuernos de Satanás bajo las coronas de laurel y de pámpanos. Satánico es Júpiter, prepotente y licencioso; Venus, adúltera; Apolo, despellejador; Marte, homicida; Dionisios, borracho. Son de tal manera astutos los dioses de Grecia, que dan al pueblo pociones amatorias y esencias perfumadísimas para que no sienta el hedor del mal que embriaga a la tierra. Pero si muchos no se dan cuenta de él y se ríen como de un espectro inventado en la iglesia para las necesidades de la penitencia, es porque se ensaña más precisamente contra los que le conocen y no le siguen. Engaña la inocencia de los dos primeros seres creados; seduce a David el Fuerte; corrompe a Salomón, el Sabio; acusa ante el trono de Dios a Job el Justo. Todos los santos que se esconden en el desierto, todos los amantes de Dios serán tentados por Satanás. Cuanto más nos alejamos de él, más se nos acerca. Cuanto más en lo alto estamos, más se empeña en arrastrarnos a lo hondo. No puede ensuciar más que al limpio; no se preocupa de la porquería que fermenta por sí sola en el mal, bajo el aliento cálido de la voluptuosidad. Ser tentados por Satanás es indicio de pureza, signo de grandeza, prueba de la ascensión. Quien ha conocido a Satanás y le ha visto la cara puede confiar más en sí mismo. Jesús merecía más que nadie esa consagración. Satanás le propone dos desafíos y una oferta. Le pide que transforme la materia muerta en la materia que da vida, y que se arroje de lo alto, para que Dios, con salvarlo, lo reconozca por Hijo verdadero. Le ofrece la posesión y la gloría de los reinos terrenos con tal que Jesús, en vez de servir a Dios, prometa servir al Demonio. Le pide el pan material y el milagro material y le promete el poder material. Jesús no acepta los desafíos y rehúsa la oferta. 64

El no es el Mesías carnal y temporal esperado por la plebe judía, el Mesías de la Materia, como lo imagina, en su bajeza, el Tentador. No ha venido a traer alimento al cuerpo, sino alimento al alma: esa comida que es la verdad. Cuando sus hermanos, lejos de sus casas, no tengan bastante pan para calmar su hambre, partirá los pocos panes que tienen los suyos y todos serán saciados y quedarán los cestos llenos. Pero, a menos que no haya necesidad, no será repartidor del pan que procede de la tierra y a la tierra vuelve. Si trocase en panes las piedras del camino, todo el mundo le seguiría por amor del propio cuerpo y fingiría creer todo lo que dice; incluso los perros acudirían a su banquete. Pero no quiere eso. El que crea en Él ha de creer en su palabra, a despecho del dolor, del hambre, de la minería. Es más; quien quiera ser perfecto ha de dejar los campos que producen trigo y los dineros que se pueden gastar en pan. Ha de ir con Él sin alforja ni dinero, con una túnica sola, y vivir como los pájaros del aire, desgranando espigas en los campos o pidiendo limosna a la puerta de las casas. Sin el pan terrestre se puede vivir; un higo olvidado entre las hojas, un pez pescado en el lago, pueden sustituirlo. Pero del pan celestial nadie puede prescindir, a menos que no quiera morir para siempre, como los que nunca lo probaron. No sólo de pan vive el hombre, sino también de amor, de entusiasmo y de verdad. Jesús está dispuesto a transformar el Reino de la Tierra en Reino de los Cielos, la loca Bestialidad en Santidad feliz, pero no se digna transformar las piedras en panes, la Materia en otra Materia. Por razones de la misma naturaleza, Jesús rechaza el otro desafío. Los hombres aman lo maravilloso. Lo maravilloso exterior, el Prodigio, la imposibilidad física convertida en posible a sus ojos. Tienen hambre y. sed de portentos. Están prontos a postrarse ante cualquier taumaturgo, aun diabólico y charlatán. A Jesús, todos le pedirán un signo para ellos. Pero rehusará siempre. No quiere seducir con la maravilla. Curará a los enfermos — especialmente a los enfermos de espíritu y a los pecadores —, pero muchas veces esquivará la ocasión, hasta de estos milagros, y rogará a los curados que callen el nombre del curador. Pero nunca usará de aquel poder para librarse a sí mismo. También en Getsemaní le tentará Satanás para que no beba el cáliz de la muerte inminente, y cuando esté clavado en la cruz, Satanás repetirá el desafío por boca de los judíos: "Si eres el hijo de Dios, desciende de la cruz y sálvate”. Pero en la noche de la víspera y en el mediodía de la muerte, Jesús resistirá a Satanás y no recurrirá a ningún milagro para librarse a sí mismo. Los hombres habrán de creer, a despecho de todas las apariencias en contrarío, en su grandeza, incluso en la hora más terrible de su humillación; habrán de creer en su divinidad, aun ante su aparentemente vilipendiada humanidad. Arrojarse del Templo abajo sin la absoluta necesidad de hacer cesar una pena ajena, con el solo objeto de conquistar a los hombres por la fascinación del estupor y del terror; tentar a Dios; forzarle, casi, a hacer un milagro superfluo y temerario, únicamente para que Satanás no gane la infame apuesta fundada en el sarcasmo y la protervia, no es cosa de Jesús. Corazón, quiere hablar a los corazones; sublime, quiere sublimar; puro, quiere purificar; amor, quiere inflamar a los demás en amor; alma grande, quiere engrandecer a las pequeñas almas abandonadas. . . En vez de arrojarse como un mago vulgar al precipicio que hay al pie del Templo, del Templo ascenderá a la Montaña para contar desde lo alto las bienaventuranzas de su Reino. La oferta de los reinos de la tierra tiene que horrorizarle, y todavía más el precio que Satanás pide. Satanás podrá ofrecer lo que es suyo; los reinos de la tierra están con frecuencia fundados en la fuerza y se mantienen con el engaño; allí está su campo. Satanás duerme todas las noches a la cabecera de los poderosos; ellos le adoran con sus hechos y le 65

pagan tributo diario de pensamientos y de obras. Pero si Jesús ofreciese a todos el pan sin trabajo; sí Jesús, como un funámbulo prestigioso, abriese un teatro público de milagros populares, podría arrancar a los reyes sus reinos sin doblar la rodilla ante el adversario. Si quisiera parecer el Mesías que los Judíos sueñan en sus insomnios nostálgicos de esclavos, sabe el camino; podría corromperlos con la abundancia y la maravilla, hacer de toda la tierra un país de riquezas y de encantamientos, y al punto ocuparía todos los puestos de los procuradores de Satanás. Pero Jesús no quiere ser conquistador de reinos terrenos. El reino que anuncia y prepara apenas si tiene algo de común con los reinos de la tierra. Su reino, el Reino de los Cielos, crece todos los días, con un alma que cambie, porque adquiere un ciudadano nuevo arrebatado a los reinos terrestres. Cuando todo el mundo sea bueno y justo; cuando cada cual ame a su hermano como los padres aman a los hijos; cuando se amen incluso los enemigos, si quedaren todavía enemigos; cuando nadie piense en amontonar tesoros, y, en vez de quitar nada a los demás, cada cual dé pan a quien tenga hambre y ropas a quien tenga frío, ¿dónde estarán aquel día los reinos de la tierra? ¿Qué necesidad habrá de soldados cuando nadie quiera agrandar la tierra propia usurpando la del vecino? ¿Qué necesidad de jueces ni esbirros cuando los hombres, transformados, ignoren el delito? ¿Qué necesidad habrá de reyes cuando cada cual lleve la ley en su propia conciencia y no haya ejércitos que mandar ni jueces que escoger? ¿Qué necesidad de monedas ni tributos cuando cada cual esté seguro de su pan, con aquello se contente y no tenga que pagar salario a soldados ni servidores? Cuando haya cambiado el alma de todos, esos andamiajes que se llaman sociedad, patria, justicia, se desvanecerán como alucinaciones de una larga noche. La palabra de Cristo no tiene necesidad de dineros y ejércitos, y si se convierte en vida verdadera en las conciencias, todo lo que ata y ciega al hombre: el poder injusto y arbitrario, la gloria criminosa de las batallas, se deshará como las nieblas matutinas ante la luz del sol y la fuerza del viento. El Reino de los Cielos, que es uno, ocupará el lugar de los Reinos de la Tierra, que son muchos. Los hombres ya no estarán divididos en reyes y súbditos, en amos y esclavos, en ricos y pobres, en pecadores hipócritas y pecadores cínicos, en virtuosos soberbios y pecadores humillados, en libres y prisioneros. El sol de Dios lucirá sobre todos. Los ciudadanos del Reino serán una sola familia de padres y hermanos, y las puertas del Paraíso se abrirán de nuevo ante los hijos de Adán, hechos ya semejantes a Dios. Jesús ha vencido a Satanás; ahora sale del Desierto para vencerlo entre los hombres.

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EL RETORNO
Apenas bajó de nuevo entre los hombres, supo Jesús que el Tetrarca Herodes había mandado encerrar a Juan en la fortaleza de Maqueronte. La boca que clamaba en el Desierto estaba a la sazón amordazada, y quien fuese al Jordán no vería ya en el agua la larga sombra del austero Bautista. Ha cumplido su oficio y ha de dejar el puesto a una voz más poderosa. Juan espera, en la oscuridad de la cárcel, que su cabeza, bañada de sangre, sea llevada en una bandeja de oro a la mesa del festín de cumpleaños, como último alimento de la mala mujer, traidora de hombres. Jesús sabe que empieza su día. Y, atravesando Samaria, vuelve a Galilea, para anunciar sin tardanza el advenimiento del Reino. No va a Jerusalén. Jerusalén es la Capital. Jesús viene para destruir a Jerusalén, esa Jerusalén de piedra y de soberbia, orgullosa sobre las colinas, dura de corazón como las piedras. Jesús viene para combatir precisamente a los que se vanaglorian en las grandes ciudades, en las capitales, en las Jerusalenes del mundo. En Jerusalén viven los poderosos del mundo, los Romanos, dueños de la Tierra y de la Judea, con sus soldados en armas. En Jerusalén manda el representante de los Césares: de Tiberio, borracho, asesino y felón, heredero de Augusto, el hipócrita pederasta, y de Julio, el adúltero disipador. En Jerusalén viven los sumos sacerdotes, los viejos custodios del Templo, los Fariseos, los Saduceos, los Escribas, los Levitas y sus esbirros; los descendientes de aquellos que arrojaron o asesinaron a los Profetas; los petrificadores de la ley; los fanáticos de la letra; los altaneros depositarios de la beatería árida. En Jerusalén están los tesoreros del Templo, los tesoreros del César, los guardianes de los tesoros, los amantes de los tesoros, los publicanos con sus recaudadores y sus parásitos, los ricos con sus siervos y sus concubinas, los mercaderes con sus almacenes colmados, los bancos al aire libre, las bolsas sonantes de siclos, al calor del seno, sobre el corazón. Jesús viene contra todos éstos. Viene para vencer a los Amos de la Tierra — que pertenece a todos —; para confundir a los Amos de la Palabra — que alienta donde Dios quiere —; para condenar a los Amos del Oro — materia consumible y funesta. Viene para derrocar el reino de los soldados de Roma — que oprimen los cuerpos —; el reino de aquellos sacerdotes del Templo — que oprimen las almas —; el reino de aquellos amontonadores de moneda — que oprimen a los pobres. Viene para salvar a los cuerpos, a las almas, a los pobres. Para enseñar la libertad contra Roma, el amor contra los profanadores del Templo, la pobreza contra los ricos. No quiere, pues, comenzar su 67

mensaje en Jerusalén, donde sus enemigos están concentrados y son más fuertes. Quiere rodearla, tomarla desde fuera, llegar a ella más tarde con un pueblo detrás, cuando ya el Reino de los Cielos la haya cercado lentamente. La conquista de Jerusalén será la última prueba; la tremenda batalla entre el más grande de los profetas y la ciudad devoradora de profetas. Si va ahora a Jerusalén — donde entrará luego como un rey, y será reputado como un malhechor, — le prenderán al punto y no podrá sembrar su palabra en tierras menos ingratas, menos pedregosas. Jerusalén, como todas las capitales, cloacas máximas donde afluyen los desechos, las basuras, la podredumbre de las naciones, está habitada por una mezcolanza de frívolos, de elegantes, de ociosos, de escépticos, de indiferentes; por un patriciado de ritualistas, a quienes no queda sino la tradición del ceremonial y el estéril rencor de la decadencia; por una aristocracia de propietarios y especuladores, que componen el rebaño de Mammón, y por una plebe indócil, turbulenta, ignorante, que vive entre la superstición y el miedo a las espadas extranjeras. No era Jerusalén buen campo para la siembra de Jesús. Hombre de provincia, vuelve a su provincia. Quiere llevar el fausto Mensaje a los que, antes que los demás, deben recibirlo. A los pobres, a los pequeños, a los humildes, porque el mensaje es especialmente para ellos y lo esperan hace más tiempo y gozarán de él más que los demás. Viene primeramente por los pobres y torna a los países más pobres. Por eso, dejando Jerusalén a un lado, llega a Galilea, y entra en la Sinagoga a enseñar. Las primeras palabras de Jesús son sencillas, pocas. Parecen las de Juan: "Ha llegado el tiempo; se aproxima el Reino de Dios, haced penitencia y creed en el Evangelio." Palabras desnudas, breves, oscuras para los modernos por su misma sobriedad. Para entenderlas y entender la diferencia entre el mensaje de Juan y el de Jesús, es menester volverlas a traducir a nuestro lenguaje, llenarlas otra vez de su significado eternamente vivo. Ha llegado el Tiempo. El Tiempo esperado, profetizado, anunciado. Juan decía que pronto vendría un Rey a fundar un nuevo Reino; el Reino de los Cielos. El Rey ha venido y advierte que las puertas del Reino están abiertas. Él es el guía, el camino, la mano, antes de ser Rey en todo el esplendor de la gloría celestial. Este Tiempo no es precisamente el año décimoquinto del gobierno de Tiberio. El tiempo de Jesús es ahora y siempre, es la eternidad, el momento de su aparición, el momento de su retorno, el momento de su perfecto triunfo, que todavía, cuando escribimos, no ha llegado. El tiempo ha llegado en todo instante, a toda hora es su plenitud con tal que los obreros estén dispuestos; todos los días son suyos; su era no está señalada con cifras; la eternidad no admite cronologías.

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Cada vez que un hombre se esfuerza por entrar en el Reino, por realizar el Reino, por enriquecer el Reino, por consolidarlo, defenderlo y proclamar su perpetua santidad y perenne derecho frente a todos los reinos subalternos e inferiores — porque son reinos humanos y no divinos, terrestres y no celestiales —, entonces, siempre, ha llegado el tiempo. Este tiempo se llama la época de Jesús, la era cristiana, la nueva alianza. No nos separan de aquel tiempo ni siquiera dos mil años; ni tampoco dos días, porque para Dios mil años son como un solo día. El Tiempo ha llegado; también hoy estamos en la plenitud de los tiempos. También ahora nos llama Jesús; el segundo día todavía no ha transcurrido: la fundación del Reino ha comenzado apenas. Nosotros, que estamos vivos todavía en este año, en este siglo — y que no estaremos siempre vivos y acaso no veamos el fin de este siglo, — nosotros digo, vivos, presentes, podemos tomar parte en este Reino, entrar en él, vivir, gozarlo. El Reino no es trasnochada fantasía de un pobre Judío de hace veinte siglos; no es una antigualla, un traje viejo, una memoria muerta, un frenesí desvanecido. El Reino es de hoy. De mañana. De siempre. Una realidad del futuro, llena de porvenir, viva, actual, nuestra. Un trabajo preparado hace poco. Cada cual es libre de poner luego mano en él, de seguirlo inmediatamente. La palabra parece vieja, el mensaje parece antiguo, repetido por los ecos de dos milenios, pero el Reino — como hecho, como cumplimiento, realización —, es siempre nuevo, siempre joven; tiene todavía que crecer, que florecer, que prosperar, que engrandecerse. Jesús arrojó en tierra la semilla, pero la semilla, en dos milenios humanos, transcurridos como un perezoso invierno en el espacio de sesenta generaciones humanas, no ha acabado todavía de germinar. ¿Será esta estación presente, después del diluvio de sangre, la divina primavera esperada? Aprenderemos lo que es este Reino, página por página, de las mismas palabras de Jesús. Pero es menester que no lo imaginemos como un paraíso de delicias, como una tediosa Arcadia de satisfechos, como un inmenso coro triunfal con los pies en las nubes y la cabeza entre las estrellas. El Reino de Dios, en las palabras de Cristo, está contrapuesto al Reino de Satanás; el Reino de los Cielos es la antítesis del Reino de la Tierra. El Reino de Satanás es el Reino del Mal — del engaño, de la crueldad, de la soberbia —; el Reino de lo Bajo. Por lo tanto, el Reino de Dios significa el Reino del bien, de la sinceridad, del amor, de la humildad; el Reino de lo Alto. El Reino de la Tierra es el Reino de la materia, y de la carne: el Reino del Oro y de la envidia, de la avaricia y de la lujuria; el Reino de todo aquello que aman los hombres locos y podridos. El Reino de los Cielos será su contrario: el Reino del espíritu y del alma, el Reino de la renunciación y de la pureza, el Reino de todos los valores que buscan los hombres que saben el no-valor de todo lo demás. Dios es Padre, Bondad; el Cielo es lo que está sobre la Tierra, el Espíritu, por tanto. El Cielo es la sede de Dios; el espíritu es el dominio de la Bondad. 69

Quien se arrastra por la tierra, quien goza sobre la tierra, quien se complace en la materia, es la Bestia; quien vive mirando al cielo, deseando el cielo, esperando vivir para siempre en el cielo, trabajando eficazmente por conseguir el cielo, es el Santo. La mayor parte de los hombres son bestias; Jesús quiere que las Bestias se conviertan en Santos. Tal es el sentido sencillo y siempre vivo del Reino de Dios y del Reino de los Cielos. El Reino de Dios es de los hombres y para los hombres. "El Reino de Dios está dentro de vosotros." Empieza en seguida; en esta vida, sobre la tierra, para nuestra felicidad. Depende de nuestra voluntad, de que respondamos o no. Haceos perfectos y el Reino de los Cielos se extenderá sobre la Tierra; el Reino de Dios crecerá entre los hombres. Añade, en efecto, Jesús: “Haced penitencia”. También aquí la antigua palabra ha sido desvirtuada de su sentido verdadero y magnífico. La palabra de Marcos es propiamente la "mutatio mentis", el cambio de la mente, la transformación del alma. Metamorfosis es cambio de forma; un cambio de espíritu. Se podría traducir más bien como "conversión", que es la renovación del hombre interior; ahora bien, las ideas de “arrepentimiento" y de "penitencia" no son más qué aplicaciones e ilustraciones de la invitación de Jesús, el cual ponía como condición del advenimiento del Reino — y al mismo tiempo como la sustancia misma del nuevo orden — la conversión completa, la inversión de la vida y de los valores comunes de la vida; la transmutación de la vida, de los sentimientos, de los juicios de las intenciones; la que llamó, en suma, hablando con Nicodemus, "el segundo nacimiento". Él explicará poco a poco en qué sentido y modo ha de acaecer esa transformación total del alma humana; toda su vida estará consagrada a esa enseñanza y al ejemplo. Pero, entretanto, se contenta con añadir esta sola conclusión — Creed en el Evangelio. Por Evangelio los hombres de hoy entienden generalmente el cuádruple Libro donde la historia de Jesús está escrita y encuadernada. Pero Jesús no escribía libros ni pensaba en volúmenes. Por Evangelio entendía — según el llano y dulce significado de la palabra — lo que la tradición literaria llama la "Buena Nueva" y se podría traducir mejor como "Fausto Mensaje". Jesús es un Mensajero (en griego, Ángel) que lleva un anuncio feliz, una buena embajada. Lleva el Alegre Mensaje, de que los enfermos serán curados, los ciegos verán, los pobres se enriquecerán de inacabables riquezas, los hambrientos gozarán, los pecadores podrán ser perdonados, los inmundos lavados, los imperfectos podrán hacerse perfectos, las Bestias Santos y los Santos Ángeles, semejantes a Dios. Para que el Reino venga, para que cada cual se preocupe de ese advenimiento, es necesario primeramente creer en tal mensaje, creer que el Reino es realizable y próximo. Sí no hay fe en la promesa, nadie hará las cosas necesarias para que la promesa pueda ser mantenida. Únicamente la certidumbre de que el Anuncio no es un engaño y de que el Reino no es la mentira de un aventurero o la alucinación de un obseso; únicamente la seguridad de la sinceridad y la validez del Mensaje puede empujar a los hombres a poner mano en la obra de la fundación.

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Jesús, con sus pocas palabras — oscuras para los más — ha sentado los principios de su enseñanza. La plenitud de los Tiempos: es menester comenzar ahora, en seguida. El advenimiento del Reino: victoria del Espíritu sobre la Materia, del Bien sobre el Mal, del Santo sobre el Bruto. La Metanoia: transformación total de las almas. El Evangelio: el alegre anuncio de que todo eso es verdad y perpetuamente posible.

CAFARNAUM
Estas cosas enseñaba Jesús a sus Galileos en los umbrales de las casitas blancas, en las sombreadas plazuelas de las ciudades, o en las arenas del lago, apoyado en una barca sacada a tierra, con los pies entre los guijarros, al atardecer, cuando el sol caía rojo en Occidente, llamando al reposo. Muchos le escuchaban y seguían porque, dice Lucas, "su palabra era poderosa". Las palabras no eran del todo nuevas: pero era nuevo el hombre y el calor de su voz y el bien que hacía aquella voz que surgía del corazón y tocaba a los corazones. Era nuevo el acento de aquellas palabras y nuevo el sentido que cobraban en aquella boca, iluminadas por aquella mirada. No era el Profeta montaraz, vociferante en lugares áridos lejos de los hombres, solitario, distante, que obligaba a los demás a ir a él si querían oírlo. Este es un Profeta que vive como hombre entre los hombres, de todos amigo, que ama aun a los que nadie ama; un camarada, un compañero bondadoso y afable que va a sus hermanos, que se mueve para buscarlos donde están, donde trabajan, en las casas, en los caminos habitados, y que come el pan y bebe el vino en la mesa, y si es preciso le echa una mano al pescador para sacar la red y dice a todo el mundo una buena palabra: al melancólico, al enfermo, al mendigo. Los sencillos, como los animales y los niños, comprenden por instinto que los ama, y le creen, y son felices cuando llega — hasta varían de cara—, y se entristecen cuando se vuelve a marchar. A veces no saben dejarlo y van detrás de él hasta la muerte. Jesús pasaba sus días con ellos, caminando a pie de un pueblo a otro, o hablando, sentado, a los amigos de la primera hora. Siempre le fue cara la soleada playa de su Lago, a lo largo de la concha de agua plácida, serena, límpida, apenas movida por el viento del desierto, apenas poblada por las barcas que bogan silenciosas y parecen, de lejos, sin dueño. La costa occidental del Lago fue su primer reino; donde halló los primeros oyentes, los primer persuadidos, los primeros discípulos. En Nazareth, aunque la visitó, se detuvo poco. Volverá más tarde, acompañado por sus Doce y precedido por el clamor de sus milagros, y le tratarán como todas las ciudades del mundo — incluso más ilustres en cortesía, Atenas y Florencia — han tratado a aquellos de sus ciudadanos que las han hecho grandes entre todas. Después de haberse burlado de él — 71

le han visto niño: ¿cómo es posible, piensan, que sea un gran Profeta? —, intentan arrojarlo a un precipicio. En ninguna ciudad se detiene para quedarse. Jesús es un Errante, lo que el hombre ventrudo y sedentario, apoyado en el quicio de la puerta, llamaría Vagabundo. Su vida es un perenne Viaje. Antes que el otro — aquel que fue condenado a la inmortalidad por Un condenado a muerte — es el verdadero Judío Errante. Nace en la etapa de un viaje y no en una posada, porque en la de Belén no había sitio para la peregrina encinta. Todavía infante, lo llevan por los largos caminos abrasados de sol que conducen a Egipto. De Egipto vuelve al agua y al verdor de Galilea. Desde Nazareth va muchas veces, por la Pascua, a Jerusalén. La voz de Juan le llama al Jordán; una voz interior le empuja al Desierto. Y después de los cuarenta días de hambre y de tentación empieza su continua peregrinación de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de montaña en montaña, a través de la divina Palestina. Frecuentemente lo hallaremos en su Galilea, en Cafarnaum, en Corozaín, en Caná, en Magdala, en Tiberíades. Pero muchas más veces aun atraviesa la Samaria y se sienta de grado junto al pozo de Sichar. Lo volvemos a hallar de cuando en cuando en la Tetrarquía de Filipo, en Bethsaida, en Gadara, en Cesarea y también en Gerasa, en la Perca de Herodes Antipas. En Judea se detiene, de mejor gana en Betania, a pocas millas de Jerusalén, o en Jericó. Pero no se arredra tampoco para atravesar los confines del antiguo Reino y descender entre los gentiles. Lo hallamos, en efecto, en Fenicia por la parte de Tiro y de Sidón, y la Transfiguración sucedió en lo alto del monte Hermón, en Siria. Después de la Resurrección aparece en Emmaús, en las orillas de su lago de Tiberiades y, finalmente, en Betania, junto a la casa del resucitado Lázaro. Es el Viandante sin descanso, el Errante sin casa, el Vagabundo por amor, el Desterrado voluntario en su propia patria. Él mismo dice que no tiene una piedra en que reclinar la cabeza; y es verdad que no posee un lecho propio en que tenderse todas las noches, ni una estancia que pueda decir suya. Su verdadera casa es el camino que lo lleva, juntamente con sus primeros amigos, en busca de amigos nuevos; su lecho es el surco de un campo, el banco de una barca, la sombra de un olivo. A veces duerme en las casas de los que le aman; pero es huésped fugitivo, de corta estancia. En los primeros tiempos, lo encontramos más frecuentemente en Cafarnaum. Sus itinerarios allí empezaban y allí acababan. Mateo la llama "su ciudad". Cafarnaum ha pasado a nuestras lenguas en el sentido de confusión y algarabía. En efecto, la primera aldea de pescadores y campesinos, en los últimos tiempos, había engrosado, había echado vientre. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco, a través de la Iturea, iba al mar, había llegado a ser poco a poco un emporio mercantil de gran importancia. Habían ido a establecerse allí artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, tenderos. Los hombres de la finanza — como las moscas corren a las peras podridas — allí habían acudido: publicanos, recaudadores y otros funcionarios del fisco. El pueblecito, entre agreste y pescador, se había convertido en una ciudad abigarrada y heterogénea donde la sociedad de entonces, incluso soldados y rameras, estaba toda representada. Pero Cafarnaum, mirándose en el Lago, ventilada por el aire de las colinas próximas y por la brisa del agua, no estaba por completo putrefacta como las ciudades sirias y como Jerusalén. Había todavía labradores que todos los días iban al campo y pescadores que todos los días salían en sus 72

barcas. Buena gente, pobre, sencilla, cordial; hombres a los que se podía hablar de algo más que de mercancías y de dinero. Entre ellos se respiraba. El sábado, Jesús iba a la Sinagoga. Todo el mundo tenía derecho a entrar y leer, e incluso a hablar sobre lo que se había leído. Era una simple casa, una estancia desnuda adonde se iba en compañía de amigos y de hermanos a conversar acerca de Dios. Jesús se levantaba, pedía un volumen de las Escrituras — más frecuentemente los Profetas que la Ley — y recitaba con voz tranquila dos, tres, cuatro, pocos versículos. Luego empezaba a hablar con elocuencia intrépida y tajante que confundía a los Fariseos, tocaba a los pecadores, conquistaba a los pobres, encantaba a las mujeres. El viejo texto se transfiguraba de improviso, se hacía transparente, actual para todos; parecía una verdad nueva, un descubrimiento hecho por ellos, un discurso oído por primera vez; las palabras acartonadas por la antigüedad y resecas por las repeticiones, tomaban de nuevo vida y color: un nuevo sol las doraba una por una, sílaba por sílaba; palabras frescas, como acuñadas en aquel momento, resplandecientes a todos los ojos como una imprevista revelación. En Cafarnaum nadie se acordaba de haber oído a un Rabí así. Los sábados que hablaba Jesús, la Sinagoga estaba llena; el pueblo se desbordaba hasta la calle. Todo el que podía ir, iba. El Hortelano que aquel día había dejado la azada y no tenía que darle vueltas a la noria para dar agua a sus verduras alineadas; el Herrero, el buen herrero del pueblo, el hombre negro de humo, negro de polvo y de limaduras todos los días, pero hoy, día de sábado, lavado, arreglado, con la cara un tanto fosca pero limpia, aclarada, fregada en varías aguas, y lo mismo las manos, con la barba peinada y ungida con ungüento de poco precio — pero que, no obstante, huele como el de los ricos —; el Herrero que está todos los días al fuego, sucio y sudoroso, menos este día, que es sábado y va a la Sinagoga para escuchar las antiguas palabras del "Antiguo de los Días", del Dios de sus padres, y va por devoción, pero también porque van sus parientes, sus amigos, sus vecinos, y se los encuentra a todos, y también, en fin, porque es largo el día, todo este día de fiesta sin trabajo, sin el martillo en la mano, sin tenazas, y en Cafarnaum no hay más refugio que éste; el Albañil — el mismo que ha trabajado en esta pequeña casa de la Sinagoga y la ha hecho pequeña porque los viejos señores, buenas personas y timoratas, pero un poco avaras, no querían gastar demasiado — ; el Albañil que siente todavía los brazos un poco doloridos y cansados por el trabajo de seis días y no cuenta las piedras que ha puesto y las paletadas de cal que ha echado en la pared entre piedra y piedra esta semana; el Albañil que se ha vestido hoy el traje nuevo y se ha acurrucado en el suelo, él que todos los demás días está en pie y en movimiento, y con el ojo atento para que el trabajo salga bien, y el amo esté contento, también el buen Albañil ha ido a aquella casa que le parece un poco suya. Han ido también los pescadores, el joven y el viejo, ambos quemados del sol y con los ojos entornados de tanto tenerlos a la llama del reflejo, y el viejo es más hermoso por el contraste que hacen la cabellera y la barba blanca con el rostro ennegrecido y arrugado; los Pescadores han volcado las barcas en la arena, las han atado a un palo, han puesto las redes 73

en el techo y han ido a la Sinagoga, aunque no estén acostumbrados a estar entre paredes y sientan tal vez cierta confusa nostalgia de los remolinos del agua en la proa. También están allí los labradores de los campos vecinos, labradores casi ricos, que llevan una túnica que no desdice entre las demás, y están contentos de la mies, que pronto pedirá la hoz; no quieren olvidarse de Dios, que hace granar la cebada y florecer las viñas. Están los Pastores, llegados por la mañana, ovejeros y cabreros, que todavía conservan el tufo del redil. Pastores que viven toda la semana en los pastos del monte, sin ver un alma, sin malgastar una palabra, solos con los plácidos animales que rumian en paz la hierba nueva. Los pequeños propietarios, los pequeños tenderos, los señores de Cafarnaum, han ido todos. Son hombres devotos y de bien. Están en las primeras filas, graves, con los ojos bajos, satisfechos de los negocios de los pasados días, satisfechos de su conciencia porque han observado la Ley sin engañar y sin mancharse. Se ven las filas de sus espaldas cubiertas de finas vestiduras; espaldas arqueadas, pero amplias; espaldas de amos; espaldas de gente en regla con el mundo y con Dios. Hay también forasteros de paso, mercaderes que van a Siria y vuelven a Tiberiades. Han ido por condescendencia y por costumbre, quizás para encontrar un cliente, y mirando a todos a la cara con la arrogancia que da el dinero a las almas indigentes. Al fondo de la estancia — porque la Sinagoga no es más que una habitación alargada, blanqueada, poco más grande que una escuela, que una hostería, que una cocina —, están acurrucados, como perros juntos a la puerta, como los que tienen siempre la sospecha de que van a ser arrojados, los pobres del pueblo, los más pobres de todos, los que viven de cualquier trabajo a salto de mata, de tal cual limosna echada en cara y también — ¡oh, miseria! — del tal cual pequeño latrocinio; los harapientos, los piojosos, los esclavos, los desgraciados; las viejas viudas que tienen a los hijos lejos; los huérfanos jóvenes que no saben todavía ganarse el pan; los viejos encorvados a quienes nadie reconoce; los enfermos sin fuerzas; los que padecen enfermedades incurables; aquellos a quienes la cabeza ya no dice la verdad y no saben ni pueden trabajar; los fracasados, los rechazados, los abandonados, los que comen cuando pueden — y nunca lo suficiente para quitarse el hambre —los que recogen lo que los demás tiran: los mendrugos, la cabeza de los pescados, los tronchos, las cortezas, y duermen cuándo aquí, cuándo allí, y padecen el frío en el invierno y esperan todos los años el verano, encanto de los pobres, cuando hay una fruta que coger a lo largo de los caminos. También ellos, los pedigüeños, los desventurados, los tiñosos, los desfallecidos, cuando llega el sábado, van a la Sinagoga, para escuchar las historias de los libros. No los pueden echar fuera; tienen el mismo derecho que los demás; son hijos del mismo Padre y siervos del mismo Señor. Se sienten aquel día un poco más consolados de su miseria porque pueden oír la misma palabra que los ricos y los sanos. Aquí no les sirven comida distinta, peor, más vil, como sucede en las casas, donde el amo se toma lo mejor y el pordiosero, en el umbral, debe contentarse con lo peor. Aquí el alimento es igual para el que tiene y para el que no. Las palabras de Moisés son las mismas, perpetuamente las mismas, para el que posee el más pingüe rebaño y para el que no tiene siquiera un cuarto de cordero para el día de Pascua. Pero las palabras de los Profetas son mejores para ellos que las de Moisés. Más duras para los grandes, pero mejores para los pequeños. La pobretería espera todos los sábados que alguien lea un capítulo de Amós o de 74

Isaías. Porque los Profetas defendían a los desnudos y anunciaban el castigo y un mundo nuevo: "Y alguno que fue vestido de púrpura se verá forzado a revolverse en el estiércol." Y he aquí que aquel sábado había Uno que venía principalmente por ellos, que hablaba principalmente para ellos, que había abandonado el Desierto para anunciar una Buena Nueva a los pobres y a los enfermos. Nadie había hablado de ellos como él. Nadie había demostrado quererlos tanto. Como aquellos viejos Profetas que no habían vuelto a consolarlos, tenía por ellos una simpatía que ofendía a los afortunados pero llenaba sus corazones de consuelo y esperanza. Cuando Jesús terminaba de hablar se daban cuenta de que los ancianos, los burgueses, los amos los señores, los fariseos, los hombres que sabían leer y ganar, movían la cabeza con actitud de mal augurio y se levantaban torciendo el gesto y murmurando entre sí, medio despechados y medio escandalizados, y apenas fuera, un rumor de cauta desaprobación salía de entre los pelos de las grandes barbas negras y plateadas. Pero nadie se reía. Les seguían los mercaderes erguidos, impertérritos, pensando ya en el mañana. Quedaban en último término los Trabajadores, los Pobres, los Pastores, los Campesinos, los Hortelanos, los Herreros, los Pescadores, y luego todos los mendigos en rebaño, los huérfanos desheredados, los viejos sin salud, los leprosos sin casa, los desventurados sin compañía, los necesitados sin un cuarto; los roñosos, los mancos, los abatidos, los desechados. No podían apartar los ojos de Jesús. Hubieran querido que siguiese hablando, que revelase el día del nuevo Reino en que esperaban levantarse de toda aquella miseria y ver con sus propios ojos el desquite. Las palabras del joven habían hecho redoblar los latidos de sus corazones fatigados y heridos. Un consuelo de luz, una claridad de firmamentos y de glorias, una alucinación de vendimias, de banquetes, de descansos y de abundancias nacían de aquellas palabras en las almas ricas de los pobres. Porque ni aun ellos habían entendido bien lo que el Maestro había querido decir, y el Reino por ellos entrevisto tenía semejanza aún con el País de Jauja de los filisteos. Pero nadie le quería como ellos; nadie le querrá después como los hambrientos de paz y de verdad de Galilea. Hasta los pobres menos pobres, los trabajadores, los braceros, los pescadores, los que tenían menos hambre de pan, le amaban por el amor de aquellos. Y todos, cuando salía de la Sinagoga, le esperaban en la calle para volverlo a ver; le seguían tímidos, atolondrados. Cuando entraba en casa de algún amigo para comer, casi sentían celos y había quien se estaba frente a la puerta hasta que volvía a aparecer. Entonces, atreviéndose un poco más, se le acercaban e iban todos juntos a lo largo de la orilla del Lago. Otros se agregaban en el camino, y cuándo el uno, cuando el otro — el valor, a cielo abierto, fuera de la Sinagoga, crecía — le interrogaban. Y Jesús, parándose, respondía a aquel populacho oscuro con palabras que no se olvidarán nunca.

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LOS CUATRO PRIMEROS
Entre los pescadores de Cafarnaum encontró Jesús los primeros discípulos. Estaban casi todos los días a la orilla del Lago; a veces las barcas se hacían más adentro; a veces las veía llegar con la vela henchida por la brisa, y de la barca descendían los hombres descalzos caminando en el agua hasta medía pierna, llevando entre dos las cestas llenas de la húmeda plata de los peces muertos, apiñados todos, los buenos y los de desecho, y las grandes redes viejas goteantes. Salían a veces, entrada la noche, cuando había luna, y volvían por la mañana temprano, poco después de ponerse la luna y antes de salir el sol. Jesús con frecuencia los esperaba en la playa y era el primero en saludarlos. Pero no siempre la pesca había ido bien; cuando volvían con las manos vacías, rendidos y malhumorados, Jesús los saludaba con palabras que hacían bien al corazón, y los desilusionados, aunque no hubiesen dormido, le escuchaban de buen grado. Una mañana, mientras Jesús, a la orilla, hablaba a la gente que se había parado en derredor suyo, dos barcas volvían hacía Cafarnaum. Los pescadores, una vez en tierra, empezaron a remendar las redes. Entonces Jesús, entrando en una de las barcas, rogó que la separasen un poco de tierra para no ser agobiado por el gentío. Y en pie, junto al timón, enseñaba a los que se habían quedado, en tierra. Y acabado que hubo de hablar, dijo a Simón: — Internaos en el mar y echad las redes. Respondió Simón, hijo de Jonás, patrón de la barca. — Maestro, nos hemos cansado durante toda la noche y no hemos sacado nada, ni un pececillo. Pero, con todo, por obedecerte, echaré las redes. Apenas estuvieron un tanto apartados de la orilla, Simón y Andrés, su hermano, echaron en el agua una red grande. Y cuando la sacaron estaba tan llena de peces, que casi se rompían las mallas. Entonces los dos hermanos llamaron a los compañeros de la otra barca para que fuesen a ayudarlos, y, echadas otra vez las redes, de nuevo las sacaron colmadas. Simón, Andrés y los otros exclamaban: "¡Milagro!", y daban gracias a Jesús, que les había traído tal fortuna. Simón. naturalmente impetuoso, se arrojó a los pies del Maestro, gritando: — Señor, apártate de mí, que soy pecador y no soy digno de tener un santo en mi barca. Pero Jesús, sonriendo, le dijo: — Ven conmigo y cree en mi palabra y te haré pescador de hombres, De vuelta a la orilla, sacaron a tierra las barcas y, abandonadas las redes, los dos hermanos le siguieron. Y pocos días después Jesús vio a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, los que antes eran compañeros de Simón y Andrés, y los llamó mientras 76

estaban recomponiendo las redes rotas. Y también ellos, despidiéndose de su padre, que estaba en la barca con los criados, y dejando sin más las redes rotas, le siguieron. Jesús ya no estaba solo. Cuatro hombres, dos parejas de hermanos que fraternizaban más profundamente en la fe común, estaban dispuestos a acompañarlo a donde quisiese ir, a partir el pan con él, a repetir sus palabras, a obedecerlo como a padre y mejor que si fuese su padre. Cuatro pobres pescadores, cuatro sencillos hombres del Lago, hombres que apenas sabían leer y a duras penas sabían hablar; cuatro hombres humildes que nadie había sabido distinguir de los demás, eran llamados por Jesús para fundar con él un Reino que había de ocupar toda la tierra. Por él habían dejado las fieles barcas que tantas veces empujaron al agua y tantas veces habían amarrado al desembarcadero, y las viejas redes y las nasas que habían sacado del agua millares de peces, y padre, familia y casa; lo habían dejado todo por seguir a aquel hombre que no prometía dineros ni tierras, y hablaba siempre de amor, de pobreza y de perfección. Aunque su espíritu permanezca siempre harto bajo en parangón con el del Maestro; aunque un poco toscos y rudos, y aunque a veces duden y vacilen y no entiendan sus verdades y sus parábolas, y al cabo le abandonen momentáneamente, todo, al fin, les será perdonado en atención a la cándida y segura prontitud con que le han seguido al primer llamamiento. ¿Quién de nosotros, de cuantos vivimos, sería capaz hoy de imitar a los cuatro pobres de Cafarnaum? Sí un Profeta viniese y dijese al Mercader: deja el mostrador y la caja; y al Profesor: baja de la cátedra y arroja los libros; y al Ministro: abandona tus papeles y las mentiras que son redes para los hombres; y al Obrero: deja esos utensilios, que voy a darte otro trabajo; y al Labrador: interrumpe a la mitad el surco y deja el arado entre los terrones, que yo te prometo una recolección más maravillosa; y al Maquinista: deja tu máquina y ven conmigo, que el espíritu vale más que el metal; y al Rico: regala todos tus bienes, que adquirirás conmigo un tesoro inapreciable — si un Profeta nos hablase así a nosotros, hombres del presente, ¿cuántos le seguiríamos con la sencilla espontaneidad de aquellos antiguos pescadores?—. Pero Jesús no ha hecho una señal a aquellos mercaderes que están traficando en las plazas y en las tiendas, ni a aquellos fariseos que mascullan de continuo las más pequeñas prescripciones legales y saben citar de memoria los versículos de los Libros, ni a los labradores harto apegados a la tierra y al ganado, ni mucho menos a los hartos, a los ahítos, a los contentos que no se preocupan de otros reinos porque su reino ha llegado hace tiempo. No por azar elige Jesús sus primeros soldados entre los Pescadores. El Pescador, que vive gran parte de sus días en la pura soledad del agua, es el hombre que sabe esperar. Es el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios. El agua tiene sus caprichos, el Lago sus fantasías; los días no son nunca iguales. No sabe, al partir, si volverá con la barca colmada o sin un pez siquiera que poner al fuego para su almuerzo. Se pone en manos del Señor, que manda la abundancia y la carestía; se consuela del día malo pensando en el bueno que viene y en el que vendrá. No desea enriquecimientos imprevistos, contento con poder cambiar el fruto de su pesca por un poco de pan y de vino. Es puro de alma y de cuerpo; lava sus manos en el agua y baña su espíritu en la soledad.

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De estos pescadores de Cafarnaum, que hubieran muerto en la oscuridad sin que nadie, ni los vecinos, se hubiesen dado cuenta, Jesús hizo Santos, a quienes los hombres, aun hoy, recuerdan y rezan. Los grandes hombres los crea Uno más grande; de un pueblo soñoliento, saca los despertadores; de un pueblo muelle, los guerreros; de un pueblo ignorante, los maestros. En todo tiempo se elevan hogueras si hay mano que sepa encenderlas. Si aparece un David, encuentra enseguida sus Ghibborím; un Agamenón, sus héroes; un Arturo, sus Pares; un Carlomagno, sus Paladines; un Napoleón, sus Mariscales. Y Jesús halló, entre los aldeanos de Galilea, sus Apóstoles. Jesús no buscaba guerreros armados, vencedores de enemigos, conquistadores de pueblos. Sus Apóstoles debían, sí, pelear; pero la buena batalla de las Perfecciones contra la Corrupción, de la Santidad contra el Pecado, de la Salud contra la Enfermedad, del Espíritu contra la Materia, del Futuro feliz contra el Pasado infecundo. Los Apóstoles ayudarán a Jesús a transmitir el venturoso mensaje a los dolientes, hablarán en su nombre en los lugares que Él no visite en persona, y en su nombre proseguirán su obra después que Él haya muerto.

Notas 1 )- Quiera Dios que podamos eliminar de nuestro discurso todo lo que agrada al oído, todo lo que se deleita la mente, todo lo que sorprende a la imaginación, dejando sólo la simple verdad; la sola, eficaz y pura fuerza del Espíritu Santo, y nada del pensamiento dirigido a convertir! 2 )- Cantidad que tiene la edición italiana, impresa en cuerpo mayor.—(N. del T.)

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LA MONTAÑA
El Sermón de la Montaña es el título más grande de la existencia de los hombres. De la presencia de los hombres en el infinito universo. La justificación de nuestro vivir. La patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma. La prenda de que podremos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres. La promesa de esta posibilidad suprema, de esta esperanza, de nuestra ascensión sobre la Bestia. Sí un Ángel, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más alto precio que tuviéramos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las grandes máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos envanecemos siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta — son, las más de las veces, materia al servicio de necesidades y superfluidades materiales —; mas le ofreceríamos el Sermón de la Montaña y después, únicamente después, un centenar de páginas arrancadas de los poetas de todos los pueblos. Pero el Sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su límpido esplendor de luz deslumbrante entre la coloreada miseria de las esmeraldas y de los zafiros. Y si un día fuesen llamados los hombres ante un tribunal sobrehumano, y hubiesen de dar cuenta a los jueces de todos los errores cometidos y de las antiguas infamias renovadas todos los días, y de los estragos que duran desde hace milenios, y de toda la sangre salida de las venas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas por los ojos de los hijos de los hombres, y de nuestra dureza de corazón, y de nuestra perfidia, que es comparable únicamente con nuestra imbecilidad, no llevaríamos ante ese tribunal las razones de los filósofos, por sabias y bien hiladas que sean, ni las ciencias, sistemas efímeros de símbolos y de recetas; ni nuestras leyes, turbias componendas entre la ferocidad y el miedo. No mostraríamos, como compensación de tanto mal y resarcimiento de nuestras empedernidas morosidades, como descargo de sesenta siglos de atroz historia y como atenuante única de todas las acusaciones, nada más que los pocos versículos del Sermón de la Montaña y los frutos que ha producido. Quien lo ha leído una vez y no ha sentido, al menos en el breve momento de la lectura, un estremecimiento de agradecida ternura, un principio de llanto en lo más hondo de la garganta, un ansia de amor y remordimiento, una necesidad confusa pero punzante de hacer algo para que aquellas palabras no sean tan sólo palabras, para que aquel sermón no sea únicamente sonido y símbolo sino esperanza inminente, vida viva en todos los vivos, verdad presente, verdad para siempre y para todos; quien lo ha leído una vez y no ha experimentado todo esto, mejor que ningún otro merece nuestro amor, porque todo el amor de los hombres no podrá nunca compensarle de lo que ha perdido. La Montaña sobre la cual estaba Jesús el día del Sermón, era ciertamente menos alta que aquella desde donde Satanás le había hecho ver los reinos de la tierra. Desde allí no se veía más que la campiña tendida al sol manso de la tarde, y de una parte el óvalo verde-plata del lago y de la otra la larga cresta del Carmelo, donde Elías venció las asechanzas de los secuaces de Baal. Pero desde aquel monte humilde, que únicamente la hipérbole de los 79

cronistas llamó montaña, y tal vez fuera un altozano o una roca apenas elevada de la tierra, desde aquel monte que ni siquiera merecía el nombre de monte, Jesús hizo ver el Reino que no tiene fin ni confín, y escribió en la carne de los corazones — no en tablas de piedra, como en el Sinaí — el canto del hombre nuevo, el himno de la soberana excelencia. "¡Cuán bellos son los pies de aquel que sobre los montes anuncia y predica la paz!" . Isaías no fue nunca tan profeta como en el momento en que le brotaron del alma estas palabras. Jesús estaba sentado en una altura en medio de los primeros Apóstoles, cercado por centenares de ojos que miraban sus ojos, y alguien le preguntó a quién correspondería ese Reino de Dios del que tanto hablaba siempre. Jesús respondió con las nueve Bienaventuranzas, que son como el peristilo, "fúlgido de fulgor", de todo el Sermón. Las Bienaventuranzas, frecuentemente deletreadas todavía hoy por aquellos mismos que han perdido su sentido, frecuentemente se interpretan mal. Muy a menudo se las amputa, se las mutila, se las deforma, se las envilece, se las tuerce. Y con todo, compendian el primer día, aquel festivo día de la enseñanza de Jesús. "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Lucas omitió las palabras "de espíritu" y dijo, sin más: los pobres. Alguien, moderno y malicioso, entendió los simples, los tontos, los beocios. Habría que escoger, en suma, entre los desheredados y los imbéciles. Jesús no pensaba en aquel momento ni en los unos ni en los otros. Jesús no simpatizaba con los ricos y detestaba con toda su alma la avidez de la riqueza, estorbo grandísimo al verdadero enriquecimiento del alma. Jesús prefería a los pobres, y los confortaba porque tienen más necesidad de calor, y les hablaba porque tienen más necesidad de ser saciados con palabras de amor; pero estaba lejos de pensar que bastase el ser pobre — material, socialmente pobre — para sin más tener derecho a gozar del Reino. Jesús nunca mostró admiración de esa inteligencia que es sólo inteligencia de cosas abstractas y memoria de frases; los puramente sistemáticos y metafísicos, los sofistas, los escudriñadores de la naturaleza, los devoradores de libros no hubieran hallado gracia ante sus ojos. Pero la inteligencia, el poder de entender los signos de lo porvenir y el sentido de los símbolos — la inteligencia iluminadora y profética, adueñamiento amoroso de la verdad — era también un don a sus ojos, y muchas veces lamentó que tan poca demostrasen sus oyentes y sus discípulos. La suprema inteligencia consistía para él en comprender que la inteligencia sola no basta, que es menester también dar el alma para obtener la felicidad — porque la felicidad no es sueño absurdo, sino siempre — posible y al alcance de la mano —, pero que la inteligencia debe ayudarnos en esa total transmutación. No eran, pues, los tontos y los mentecatos a quienes llamaba bienaventurados. Pobres de espíritu son aquellos que tienen plena y dolorosa conciencia de su pobreza espiritual, de la imperfección de su propia alma, de la escasez de bien que hay en todos nosotros, de la indigencia moral en que yace la mayoría. Solamente los pobres que saben de 80

veras que son pobres padecen su pobreza, y porque padecen intentan salir de ella. Muy diferentes de los falsos ricos, de los ciegos, de los orgullosos ricos que se creen perfectos e imperfectibles, en regla con todos, en gracia de Dios y de los hombres, y no sienten el ansia de ascender, porque se creen en lo alto, porque no se dan cuenta de su insondable miseria. Aquellos, pues, que se confiesen pobres y padezcan por conquistar la verdadera riqueza que es la perfección, llegarán a ser santos como santo es Dios y de ellos será el reino de los Cielos. Aquellos, por el contrario, que descansen satisfechos en el contento de sí mismos, que no sientan el hedor de la basura amontonada y oculta bajo la vanagloria, no entrarán en el Reino. “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra". La tierra que aquí se promete no es el campo del terruño ni las monarquías con ciudades construidas. En el lenguaje mesiánico, "poseer la tierra" significa participar en el nuevo Reino. El soldado que combate por la tierra terrestre tiene cierta necesidad de ser feroz. Pero el que combate en sí mismo por la conquista de la nueva tierra y del nuevo cielo, no debe entregarse a la rabia, consejera del mal, ni a la crueldad, negación del amor. Los mansos son aquellos que soportan la vecindad de los malos y la propia, muchas veces más ingrata; que no se revuelven contra los malos, pero los vencen por la dulzura; y no se enfurecen a las primeras contrariedades, sino que vencen al eterno adversario con aquella plácida constancia que manifiesta más fuerza de ánimo que los estériles y súbitos furores. Son semejantes al agua, que es suave al contacto y hace sitio a todos, pero que asciende lentamente, penetra en silencio y consume mansamente, con la paciencia de los años, los más duros pedernales.

LOS QUE LLORAN
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". Los afligidos, los lacrimosos, los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la ebria y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y la de sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa la victoria de la luz — porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si los ojos de éstos no la reflejan —, y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los afanes con las venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión, y es justo que un día sean consolados. "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos". La justicia que Jesús entiende aquí no es la justicia de los hombres, la obediencia a las leyes humanas, la conformidad a los códigos, el respeto de los usos y transacciones establecidos por los hombres. El justo, en la lengua de los salmistas y los profetas, es el hombre que vive según la voluntad de Dios, arquetipo supremo de toda perfección. No según la Ley escrita por los escribas, registrada en los libros, diluida en la casuística talmúdica, enturbiada por 81

la sutileza de los fariseos, sino según la ley única y sencilla que Jesús reduce a un mandamiento que los contiene todos: Ama a Dios sobre todas las cosas y a todos los hombres, próximos y lejanos, conciudadanos y extranjeros, amigos y enemigos, como a ti mismo. Aquellos que padecen un continuo deseo de esta justicia calmarán en el Reino su hambre y su sed. Aunque no consigan ser en todo perfectos, mucho les será condonado por lo que la víspera padecieron. "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos hallarán misericordia". El que ame será amado, el que socorra será socorrido. La ley del Talión está abolida para el Mal, pero continúa en vigor para el Bien. Cometemos de continuo pecados contra Dios, y esos pecados no nos serán perdonados mientras no perdonemos los cometidos contra nosotros. Cristo está en todos los hombres, y lo que a ellos hagamos nos será hecho "Lo que hagáis al más pequeño de vosotros, me será hecho a mí". Si tenemos compasión de los demás podremos tener compasión de nosotros mismos; únicamente con la condición que perdonemos el mal que los demás nos han hecho podremos esperar que Dios nos perdone el que nos hagamos a nosotros mismos. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Son limpios de corazón los que no tienen otro deseo que la perfección, otra gloria que la victoria sobre el mal que por doquier nos acecha. Quien tenga el corazón rebosante de locos deseos, de ambiciones terrestres y de todas las concupiscencias que acucian a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver nunca a Dios cara a cara, nunca le será grato naufragar en su feliz magnificencia. "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Los pacíficos no son los mansos de la segunda Bienaventuranza. Estos no respondían al mal con el mal; los pacíficos llevan el bien donde está el mal; firman las paces donde se enfurecen las guerras. Cuando Jesús dijo que había venido a traer guerra y no paz, entendía por ello la guerra al Mal, a Satanás, al Mundo; al Mal, que es ofensa; a Satanás, que mata; al Mundo, que es continua refriega; entendía, en suma, la guerra a la guerra. Los pacíficos son precisamente los que mueven guerra a la guerra, los aplacadores, los procuradores de la concordia. El origen de toda guerra es el amor de si mismo — el amor que se convierte en amor de las riquezas, orgullo de lo poseído, envidia de quien tiene más, odio a los émulos — y la nueva Ley viene a enseñar la propia abnegación, el desprecio de los bienes que se pueden medir, el amor a todos los hombres, incluso a aquellos que nos odian. Los pacíficos que enseñan y practican este amor, arrancan la raíz de toda guerra; cuando todo hombre ame a sus hermanos como a si mismo, no habrá guerras, ni pequeñas, ni grandes, ni domésticas, ni imperiales, ni de palabra, ni de obra, entre hombre y hombre, entre casta y casta, entre pueblo y pueblo. Los pacíficos habrán aquietado la tierra y serán llamados con justicia hijos de Dios, y entrarán los primeros en el Reino que Jesucristo viene a fundar, "Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Yo os mando a fundar este Reino que es el Reino de Dios, de esa más alta justicia que es el amor, de esa bondad paternal que se llama Dios; os mando, pues, para combatir a los sostenes de la injusticia, a los lacayos de la materia, a los prosélitos del Adversario. Éstos, asaltados, se defenderán; para defenderse, os ofenderán. Seréis torturados en el cuerpo, atormentados en el alma, privados de la libertad y tal vez de la 82

vida. Pero si aceptáis el sufrir alegremente para llevar a los demás la Justicia que os hace sufrir, esa persecución será título indubitable para entrar en ese Reino que, en la parte que os corresponde, habéis fundado. "Bienaventurados cuando os ultrajen y, mintiendo, digan de vosotros toda clase de males. Alegraos y regocijaos porque grande es vuestra recompensa en los cielos; que así antes que a vosotros han perseguido a los Profetas”. La persecución es especialmente material, en el orden físico, en el orden jurídico y en el político. Os podrán quitar el pan y la pura luz del sol y la libertad y querrán quebrantaros los huesos. Pero no bastará la persecución. Aguardad el insulto y la calumnia. No se contentarán con condenaros porque queráis cambiar a los hombres bestias en santos; aquellos, tendidos en la basura hedionda de la animalidad, no quieren de ninguna manera salir de ella ni se contentarán con destrozaros el cuerpo. Os llegarán al alma, os acusarán de toda torpeza, os lapidarán con vituperios y contumelias; y los cerdos dirán que sois sucios, los asnos jurarán que sois ignorantes, los cuervos os acusarán de que coméis carroña, los carneros os arrojarán por malolientes, los disolutos os tildarán de lujuriosos, y los ladrones os denunciarán por hurto. Pero vosotros debéis alegraros cada vez más, porque el insulto de los malos es consagración de vuestra bondad, y el barro que os lanzaren los impuros, prenda de vuestra pureza. Esta es, como dirá San Francisco, la perfecta Alegría "Sobre todas las gracias que Cristo concede a sus amigos está la de vencerse a sí mismo y sufrir de buen grado penas, injurias, oprobios y molestias, porque de todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios; pero de la tribulación y la aflicción podemos gloriarnos, porque eso es nuestro". Todos los Profetas que han hablado en la tierra han sido insultados por los hombres; lo mismo acaecerá a los que han de venir. Precisamente en eso se conoce a los Profetas: cuando, llenos de fango y cubiertos de vergüenza, pasan entre los hombres, alegre el semblante, sin dejar de decir lo que les dicta la conciencia. No basta el fango para cerrar los labios de los que han de hablar. Aunque maten al Profeta, no podrán reducirlo al silencio, porque su Voz, multiplicada por las resonancias de la muerte, se dirá en todas las lenguas y por todos los siglos. Con esta promesa concluyen las Bienaventuranzas. Los ciudadanos del Reino están hallados y contraseñados. Todo el mundo podrá reconocerlos. Los refractarios están advertidos; los que peligran, confortados. Los avaros, los soberbios, los satisfechos, los violentos, los injustos, los guerreadores, los que ríen, los que no tienen hambre de perfección, los que persiguen y ultrajan, no podrán entrar en el Reino de los Cielos. No podrán entrar hasta que ellos, a su vez, no hayan sido vencidos y cambiados, convertidos en lo contrario de lo que son hoy. Los que parecen bienaventurados según el mundo, aquellos a quienes el mundo envidia, imita y admira, están más lejos de la verdadera bienaventuranza que los demás a quienes el mundo desprecia y detesta. En este preámbulo exultante Jesús ha invertido las jerarquías humanas; ahora, continuando, invertirá los valores de la vida y ninguna otra evaluación será tan divinamente paradójica como la suya.

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EL RENOVADOR
Los Gimnosofistas del Eunuquismo y la secta poltronesca de los Saturninos — esos hombres serios que llegan cuando ya están hechas las cosas y las hechas no las rehacen nunca, sino que las repiten y depravan —, han puesto siempre mala cara a eso que se llama o parece Paradoja. Para no fatigarse en distinguir las Paradojas sagradas de las que son mera diversión de cerebros inquietos o insanos, salen diciendo que las Paradojas no son más que antiguas y reconocidas verdades vueltas del revés; falsedades, por tanto — y esto lo hacen para cortar las alas a la vanidad —, de facilísima invención. Porque a ellos les parece, sin duda, más difícil andar por el camino ya trillado y volver a deletrear, línea por línea, lo ya escrito antes que ellos naciesen por hombres que no tenían ciertamente su misma cobarde costumbre. Si estos papagayos de lo Ya Dicho — soportables como consignatarios de la tradición, perniciosos como estorbo de lo Nuevo — tuviesen a bien extraer del depósito de su atascada Memoria las poquísimas Ideas Madres sobre las cuales vive, o, mejor, agoniza el pensamiento moderno — porque, si las situaciones dramáticas, de creer a Carlos Gozzi, son treinta y seis, las filosóficas no llegan a dos docenas, no siendo las otras más que variantes o integrantes, o jirones o ruinas de aquellas pocas — se darían cuenta, con gran escándalo, de que todas o casi todas son Vueltas del Revés, es decir, Paradojas. Los mismos errores modernos no suelen ser sino antiguas ideas invertidas. Cuando Rousseau os dice que los hombres han nacido buenos, pero que la sociedad los ha hecho malos, vuelve del revés el conocido dogma del pecado original; y cuando el teórico del Progreso afirma que de lo Peor viene lo Mejor; y el de la Evolución que lo Complejo es transformación de lo Simple; o el Monista que todas las Diversidades no son más que manifestaciones de lo único, y el Marxista que lo Económico engendra lo Espiritual; cuando los modernos Filósofos Matemáticos afirmaron que el hombre no era, como siempre se había creído, centro del universo, sino una minúscula especie animal sobre una de las infinitas esferas desparramadas en el infinito; y cuando los Protestantes gritaron: el Papa no cuenta y sí sólo las Escrituras; y los Revolucionarios de Francia: el Tercer Estado no es nada y debe serlo todo, ¿qué hicieron sino volver al revés opiniones o doctrinas antiguas y comunes? Pero el verdadero, el mayor Invertidor es Jesús. El supremo paradojista, el Renovador radical y sin miedo. En eso está parte de su grandeza. De su eterna novedad y juventud. El secreto de que todo gran corazón, más tarde o más temprano, gravite hacia su Evangelio. Se encarnó para rehacer a los hombres, clavados en el error y en el mal; error y mal encuentra en el mundo; ¿cómo no había de invertir las máximas del mundo? Releed las palabras de la Montaña. A cada paso Jesús quiere que el Bajo sea reconocido como Alto, que el Último sea Primero, que el Descartado sea Preferido, que el Despreciado sea Venerado y, en fin, que las antiguas opiniones sean reconocidas como Error, y la opinión entonces común como Corrupción y Muerte. Él ha dicho al Pasado, aterido en su 84

agonía, y a la Naturaleza harto de buen grado obedecida, y a la Opinión universal y vulgar, el NO más contundente que registra la historia del mundo. En esto es fiel al espíritu de su raza, que de su misma caída ha podido deducir siempre razones para mayores esperanzas. El pueblo más esclavo soñaba con dominar a los demás pueblos con el Hijo de David; el más despreciado se sentía prometido a la Gloria; el más castigado por Dios se creía el más amado; el más pecador estaba confiado de ser el único que había de salvarse. Pero esta absurda revancha de la conciencia hebrea se convierte en Cristo en una revisión de valores que llega, por la misma lógica de su principio supraterrenal, a una divina reforma de muchos principios que la humanidad seguía y respetaba. El supuesto de que parte Jesús es, en este punto, semejante al del que partió Buda: los hombres son infelices. Todos. Incluso aquellos que parecen felices; pero Siddharta, para suprimir el dolor, enseña que se suprima la vida. Jesús recurre a otra esperanza, tanto más sublime cuanto más absurda parece. La mayoría de los hombres son infelices porque no han sabido encontrar la verdadera vida; conviértanse precisamente en lo opuesto de lo que son; hagan lo contrario de lo que hacen y empezará sobre la tierra la fiesta de la felicidad. Hasta aquí han seguido a la naturaleza, se han dejado guiar por sus instintos; han aceptado, y sólo de palabra, una ley provisional e insuficiente; han adorado a los dioses falsos; han creído encontrar la felicidad en el vino, en la carne, en el oro, en el mando, en la crueldad, en el arte, en la ciencia, y no han hecho sino irritar su mal. Eso quiere decir que el camino es el equivocado; que se debe volver atrás, renunciar a lo que se había seguido y volver a recoger lo que se había arrojado; adorar lo que se quemó y quemar lo que habíamos adorado; vencer los instintos animales en vez de satisfacerlos; luchar con nuestra naturaleza en vez de halagarla; aceptar una nueva ley y vivirla en el espíritu sin omisiones. Si hasta ahora no se ha obtenido lo que se buscaba, no queda más que invertir la vida presente, es decir, cambiar nuestra alma. Nuestra infelicidad permanente es la prueba de que la experiencia del viejo mundo resultó fallida; que nos es hostil la naturaleza; que el pasado no tiene razón; que el vivir como bestias y según los instintos elementales de las bestias, apenas embellecidos y barnizados de humanidad, es lo mismo que pudrirse en el descontento y resolverse en la desesperación. Los que, dolientes o burlones, han denunciado la infinita miseria del hombre, han visto bien. Los pesimistas tienen razón. ¿Cómo refutar a los acusadores de nuestra bribonería, a los despreciadores de nuestra impotencia, a los burladores de nuestra ignominia? Todo aquel que no ha nacida para resolverse contento en la lombriguera comiendo su ración de tierra; todo aquel que no sólo tiene dos manos y un estómago, sino un alma y un corazón; todo aquel cuya alma es de temple más sutil y, por tanto, incesantemente herida, no puede menos de sentir disgusto hacia los hombres. En los de condición más áspera esa repugnancia se trueca en odio; en los de natural más generoso y rico, en compasión y amor. Cuando Gíacomo Leopardi, después de haber perdido, tal vez por culpa de los imperfectos cristianos que tenia en derredor, el amor al Cristo de su niñez, se consumía en la 85

desesperación razonadora y concluía: "amargura y fastidio, eso es la vida y no otra cosa alguna", ¿quién se atrevería a gritarle?: ''¡Cállate, desventurado!; si no sientes más que amargura, depende del ajenjo que tienes en la boca, y si te aburres, la culpa es tuya, que has cauterizado con la piedra infernal del raciocinio los sentimientos que hubieran alegrado o, al menos, hecho soportable tu vida". No. Leopardi no se equivocaba. Cuando uno ve a los hombres como son y no tiene esperanza de salvarlos, es decir, de cambiarlos, y no puede vivir como viven ellos, porque es muy de otra manera, y no consigue amarlos porque los cree condenados a la infelicidad y maldad eternas, y para él los brutos serán brutos siempre y los cobardes siempre cobardes y los bellacos siempre bellacos y los sucios más enfangados cada vez en su suciedad, ¿qué otra cosa puede hacer sino aconsejar al corazón que calle y esperar en la muerte? El problema es éste: ¿son inmutables los hombres, incapaces de transformación ni mejora? ¿Puede, por el contrario, el hombre trashumanizarse, santificarse, divinizarse? La respuesta es de tremenda gravedad. Todo nuestro porvenir está en esa pregunta. Incluso entre los hombres que están sobre los demás hombres, la mayoría no han tenido plena conciencia del dilema. Muchos han creído y creen que se puede cambiar la forma de la vida, pero no el fondo, y que al hombre todo le será dado menos el cambiar la manera de ser de su espíritu. El hombre, dicen, podrá ser más dueño del mundo, más rico, más docto; pero no podrá cambiar nunca su estructura moral; sus sentimientos, sus instintos primeros serán siempre los mismos, como eran en los selváticos habitantes de las cavernas, en los constructores de las ciudades lacustres, en los bárbaros de las primeras hordas, en los pueblos de los más antiguos reinos. Otros sienten el horror por el hombre tal como ha sido y como es; pero antes de ahondar en la desesperación del nihilismo consideran al hombre como podría ser, tienen segura fe en una mejora del alma y se sienten felices en la divina pero terrible empresa de preparar la felicidad de sus hermanos. No hay, para los hombres, otra elección. O la más desconsoladora angustia o la fe más intrépida. O Morir o Salvar. El pasado es horrible, el presente es asqueroso. Demos toda nuestra vida, ofrezcamos todo nuestro poder de amar y de entender, para que el Mañana sea mejor, para que el Futuro sea feliz. Si hasta aquí nos hemos equivocado — y la prueba irrefutable es que estamos mal —, trabajemos por el nacimiento de un hombre nuevo y de una vida nueva. Esta es la única luz o la felicidad no les será concedida nunca a los hombres, o si la felicidad puede ser nuestra común y eterna posesión — y esto es lo que enseña Jesús — no la podremos alcanzar más que a ese precio: cambiar de camino, transformar el alma, crear valores nuevos, negar los antiguos, decir el NO de la santidad al SI engañador del Mundo. Si Cristo se hubiese equivocado, no nos quedaría más que la negación absoluta y universal y el voluntario aniquilamiento. O el ateísmo riguroso y total — no el hipócrita y manco de los pusilánimes escépticos de hoy —, o la fe operante en el Cristo y el Amor que salva y resucita.

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FUE DICHO
La historia del hombre es la historia de una enseñanza. Historia de una guerra entre los menos, fuertes de espíritu, y los más, fuertes en número. Es la historia de una educación muchas veces fallida y muchas veces recomendada; de una educación ingrata, dificultosa, padecida de mala gana, rechazada frecuentemente; de cuando en cuando preterida y de allí a poco reanudada. Los más antiguos Legisladores, los Pastores de las naciones nacientes y principiantes, los Reyes fundadores de ciudades e institutores de justicia, los sabios Maestros empezaron hace mucho la doma de la bestia. Con la palabra hablada y esculpida domaron a los hombres lobos, desbastaron a los salvajes, refrenaron a los bárbaros, amaestraron a los infantes encanecidos, suavizaron a los feroces, doblegaron a los violentos, a los vengadores, a los inhumanos. Con la suavidad de la palabra o el terror de las penas, Orfeos o Darcones, prometedores o amenazadores, en nombre de los dioses del Olimpo o de los dioses subterráneos, cortaron las uñas que renacieron, pusieron bozales a las bocas dentadas, protegieron a los indefensos, a las víctimas, a los peregrinos, a las mujeres. La vieja ley, la que se encuentra con pequeñas diferencias en el Manava Dharmasastra y en el Pentateuco, en el Ta-hio y en el Avesta, en las tradiciones de Solón y de Numa, en las sentencias de Hesíodo y de los Siete Sabios, es un primer esfuerzo, imperfecto, grosero, inadecuado, para extraer de la confusión de la animalidad un esbozo, un principio, un simulacro de humanidad. Esta ley se reducía a pocas prohibiciones fundamentales: no robar, no matar, no jurar, no fornicar, no forzar al débil, no vejar al extranjero y al esclavo. Son las virtudes sociales estrictamente necesarias para una convivencia útil a todos. El legislador se contentaba con disminuir el número de las maldades más comunes. Se satisfacía con un mínimum de inhibiciones: su ideal rara vez pasaba de ser una justicia aproximada. Pero la ley supone antes y a su lado la existencia del mal, la tiranía del instinto. Todo precepto suele presuponer su infracción; toda norma, la práctica contraria. Por eso la ley antigua, la ley de los primeros pueblos no es más que un dique insuficiente al bruto perpetuo y triunfante Es un conjunto de tolerancias y de medias soluciones entre la costumbre y la justicia, entre la naturaleza y la razón, entre la bestia recalcitrante y el modelo divino. Los hombres de los tiempos antiguos, los hombres carnales, físicos, corporales, corpulentos, sanguíneos, atezados, bien formados; los hombres de pelo fosco, de roja faz, devoradores de carne cruda, ladrones de ganado, despedazadores de enemigos — dignos de ser llamados, como Héctor Troyano, "matadores de hombres — los guerreros de fuerza y de apetito que, después de haber arrastrado por los pies al antagonista muerto, se refocilaban mordiendo grandes pedazos de carnero y vaciando grandes tazas de vino; los hombres mal domados, mal subyugados a la Ley, como los que vemos en el Mahabarata y en la Ilíada y en el Poema de Izdubar, hubieran sido, sin el terror de los castigos y de los dioses, todavía más feroces y desencadenados. En los tiempos en que por un ojo se pedía la 87

cabeza, por un dedo un brazo y por una vida cien vidas, la Ley del Talión, que pedía sólo ojo por ojo y vida por vida, era una señaladísima victoria de la generosidad y de la justicia, aunque a nosotros, después de Jesús, nos parezca espantosa. Pero la Ley era más frecuentemente desobedecida que observada: los fuertes la soportaban de mala gana; los poderosos, que debían protegerla, la rechazaban; los malvados la violaban abiertamente; los débiles la burlaban Y aunque hubiera sido obedecida por entero y por todos cada día, no bastaba para vencer el mal hirviente y perpetuamente reaparecido, contenido a veces, pero nunca suprimido; hecho cada vez más difícil, pero no imposible; condenado pero no abolido. Era una reducción de la fiereza nativa, no su extirpación total. Y los hombres, maniatados pero recalcitrantes habían caído en la simulación de la obediencia: hacían un poco de bien a la vista de todos, para poder hacer el mal en secreto con más libertad; exageraban la observancia de los preceptos externos, para mejor traicionar el fundamento y el espíritu de la Ley. A este punto habían llegado cuando Jesús hablaba en la Montaña. Él sabía que la Ley de Moisés había sido enervada, ahogada en las muertas lagunas del formalismo. La obra milenaria de la educación del género humano iba a empezar de nuevo. Era menester apartar y barrer las cenizas y encenderla de nuevo con el fuego del entusiasmo originario, volverla a conducir a su destino inicial, que es siempre la Metanoia, la mutación del alma. Y para eso realizar la Antigua Ley, la Ley disecada y consumida. Mas para realizarla, nada mejor que llevarla al extremo, exasperarla hasta la paradoja y crear, en fin, una Ley Nueva que sustituyese a la antigua y obrase una verdadera revolución en la naturaleza humana. Un pasaje del Evangelio parece negar que fuese éste el supremo propósito de Jesús: "No creáis que yo he venido a abolir la ley ni los Profetas: no he venido para abolirla, sino para cumplirla”. Pero en el mismo Mateo, detrás de esa afirmación tan rotunda, viene un pensamiento que la limita o la explica. Este pensamiento no ha sido comprendido tal vez en su sentido propio por muchos que están dominados por la idea de que la Ley de Jesús no es más que la continuación de la Ley de Moisés. "Hasta que no desaparezca cielo y tierra no desaparecerá la ley ni una jota ni un ápice antes de haber tenido pleno cumplimiento”. Es decir: no sucederá nunca — como no puede suceder que desaparezca cielo y tierra — que desaparezca la más pequeña parte de la ley "hasta tanto que toda cosa no haya tenido plena efectuación”. Estas últimas palabras están traducidas a la letra, porque aquí está la solución del misterio. Jesús no quiere decir más que esto: Hasta que toda cosa — es decir, todo lo que hay de santo y perfecto en la antigua Ley — no se haya efectuado, no sea realmente regla constante de vida, los mandamientos antiguos estarán plenamente en vigor. Son un mínimum y, por lo tanto, el primer escalón necesario para ascender a la Ley nueva. Pero cuando todo se haya cumplido y la Ley antigua sea sangre de vuestra sangre y la Ley nueva se anuncie, entonces ya no tendréis necesidad de las antiguas legislaciones defectuosas, y una Ley superior y mayor, que dejará muy atrás a la otra y en parte la negará, ocupará el lugar de aquélla. Con los Fariseos, llevado de la polémica, Jesús fue más explícito: "La Ley y los Profetas han durado hasta Juan: desde entonces está anunciada la buena nueva del Reino de Dios, y cada cual entra en él por fuerza". (No por la violencia, sino por la fuerza íntima de su 88

infinitamente grande perfección). Con Jesús se abre, pues, la Ley nueva y es abrogada la antigua y declarada insuficiente. Él empieza frecuentemente con las palabras: "Ha sido dicho. . ". Y al punto, al antiguo mandamiento, purificado en la paradoja, o simplemente vuelto del revés, hace seguir el nuevo: "Pero yo os digo. . . ". Con estos "peros" empieza un nuevo día de la educación humana. No es culpa de Jesús si todavía andamos a tientas en el crepúsculo de la mañana.

PERO YO OS DIGO
"Les fue dicho a los antiguos: no matar ... pero yo os digo: quien se enfurece contra su hermano será sometido al tribunal; y el que haya dicho a su hermano: "raca", será sometido al Sanedrín; y quien le haya dicho loco merece ser arrojado a la gehenna del fuego" . Jesús va derecho al extremo. No admite ni la posibilidad de matar; no quiere creer que haya un hombre capaz de matar a un hermano. Ni tampoco de herirle. No concibe siquiera la intención, la voluntad de matarlo. Un solo átomo de ira, una sola palabra de vituperio, un solo impulso de ofensa, son como una manera de asesinato. Los espíritus blandos dirán: exageración. Pero la lógica de Jesús no se equivoca. El homicidio no es más que la última consecuencia de un sentimiento. De la ira se pasa a las malas palabras; de las malas palabras, a las malas acciones; de los golpes, al asesinato. No basta, pues, prohibir el acto final, el acto material y exterior. Este no es sino el momento resolutivo de un proceso interior, del cual se deriva. Es menester, por el contrario, cortar el mal en sus primeras raíces; quemar la mala planta del odio, que lleva frutos envenenados, desde la primera semilla. Aquiles, el Pélida — ese mismo Aquiles que se enfureció porque le robaron la concubina y, ante el enemigo muerto, pide a los dioses que le conviertan en caníbal para poder hincar los dientes en aquellas carnes —, Aquiles decía a su madre, la de los pies de plata: "¡Oh!, Ya proceda de los dioses o de los hombres, váyanse enhoramala la contienda y la bilis que hacen que el hombre, aun el prudente, se deje vencer de la ira; ira mucho más dulce que miel que gotea en la boca, y que crece en el pecho de los hombres y sale como el humo". Aquiles, después del desastre de sus compañeros, después de la muerte de su más caro amigo, descubre al cabo lo que es la ira, que sube y vence y ni un río de sangre la ahoga. Lo sabe el héroe irascible, pero no se convierte. Y deja el enfado contra el Rey de los hombres, únicamente para desahogar sobre el destrozado cuerpo de Héctor el ansia de venganza. 89

La ira es como el fuego, no se puede apagar sino al primer chispazo. Después es tarde. Con profunda razón Jesús condenó la primera injuria tan rigurosamente. Porque cuando todos sepan cortar al principio todo resentimiento y tragarse las imprecaciones, ya no habrá riñas de palabra ni de obra entre los hombres, y el homicidio no será más que tétrica memoria de nuestra antigua fiereza. "Habéis oído que fue dicho: No cometáis adulterio. Pero yo os digo que quien mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón" Jesús no se detiene aquí tampoco en el caso material en que únicamente se fijan los hombres groseros. Se eleva siempre del cuerpo al alma, de la carne a la voluntad, de lo visible a lo invisible . . . El árbol se juzga por el fruto, pero la semilla se juzga por el árbol. El mal que todos ven se ha visto harto tarde. En aquel punto de su madurez difícilmente se puede evitar. El pecado es la pústula que se abre de pronto, pero que no hubiese aparecido si la sangre hubiese sido purgada a tiempo de humores malignos. Cuando un hombre ha convencido a la mujer de otro hombre y los dos se desean ya, la traición es completa, el adulterio existe, consuman o no el acto externo. El hombre no se desposa únicamente con el cuerpo de la mujer, sino también con el alma; si esta alma se ha perdido para él, ha perdido ya lo más, y el perder lo menos podrá ser doloroso, pero no es lo esencial. Una mujer forzada y estuprada sin su consentimiento, por un extraño al que no ama, no es adúltera. Lo que más importa es la intención, el sentimiento. El que quiere mantenerse puro ha de abstenerse incluso de la simple concupiscencia pasajera y muda. Porque si no se reprime la mirada del deseo, luego se reitera; y de las miradas se pasa pronto a las palabras, al beso, y el amor a ningún amado suele perdonar. Pensar, imaginar, desear una traición, ya es traición; quien no corta el primer hilo, difícilmente podrá salvarse de la vasta red perversa que nace de una mirada, y Jesús aconseja precisamente arrancarse el ojo y arrojarlo, si el mal procede del ojo, y cortarse la mano y tirarla, si el mal procede de la mano. Consejo que estremece a los pusilánimes e incluso a los fuertes; tremendo como la lógica de lo absoluto. Y con todo, los más cobardes, cuando les amenaza la gangrena, se hacen cortar brazos y piernas, y si un tumor les supura en las vísceras están dispuestos a dejarse abrir el vientre con tal de salvarse. Pero se trata de salvar el cuerpo: para conservar el alma sana, sin la cual el cuerpo no es más que una máquina insensata de carne, todo sacrificio parece monstruoso. "Habéis también oído que fue dicho a los antiguos: No perjuraréis. Pero yo os digo: No juréis en absoluto; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el escabel de sus pies: ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. No juréis ni por vuestra cabeza, porque no podéis hacer blanco o negro ni uno solo de vuestros cabellos; mas sean vuestras palabras: Sí, sí; no, no; lo demás procede del maligno". Quien jura la verdad, tiene miedo; quien jura en falso, traiciona. El primero cree que el poder invocado podría castigarlo; el otro es un impostor que se aprovecha de la fe de los demás para mejor engañarlos. En uno y otro caso está mal el jurar. Llamar, sintiéndonos impotentes, a un ser superior para que sea testigo y esbirro en las miserables contiendas de 90

nuestros intereses; jurar por nuestra cabeza o por la de nuestros hijos, cuando no podemos cambiar la apariencia de la más mínima parte de nuestro cuerpo, es un desafío absurdo, casi una blasfemia. Quien dice la verdad siempre, no por miedo a los daños, sino por natural voluntad del alma, no tiene necesidad de recurrir a los juramentos. Los cuales son casi siempre de mala fe y no sirven ni siquiera para dar entera seguridad a quien aparenta satisfacerse con ellos. Porque son muchos más en la historia del mundo los juramentos rotos que los mantenidos, y quien jura con más palabras es precisamente aquel que ya está pensando hacer traición. "Les fué dicho a los antiguos. Honra a tu padre y a tu madre. Pero yo os digo: El que ama padre y madre más que a mí, no es digno de mí”. Antes bien: "Si uno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y hermanos y hermanas, e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo". Jesús no condena el amor filial, pero lo vuelve a poner en su lugar, que no es el primero, como pensaban los antiguos. El modo máximo del amor, el más puro para él, es el amor paterno. El padre ama en el hijo el porvenir, la novedad; el hijo ama en el padre lo pasado, lo viejo. Pero Jesús viene para cambiar lo pasado, para destruir lo viejo; el honor a los padres, el encerrarse en la tradición y en la familia, no es suficiente; puede ser un estorbo para la renovación del mundo. El amor de todos los hombres es algo más que el amor por aquellos que nos han dado la vida; la salvación de todos los hombres es infinitamente preferible al servicio de la familia, constituida por pocos. Para tener lo más, hay que abandonar, a veces, lo menos. Sería más cómodo amar únicamente a los nuestros y de ese amor, muchas veces forzado o fingido, servirse como excusa para no amar a nadie más. Pero quien ha dedicado su vida a algo que trasciende, a una empresa grande que quiere a todo el hombre y todos los minutos de sus horas hasta la última; quien quiere servir al universo con espíritu universal, debe abandonar los efectos comunes, y, si no basta, renegar de ellos. Quien quiere ser padre en sentido profundo y divino, incluso sin la paternidad física, no puede ser únicamente hijo. "Deja que los muertos entierren a sus muertos”. En las tradiciones doctorales de los fariseos había centenares de preceptos para la purificación del cuerpo. Preceptos minuciosos, fastidiosos, complicados y sin verdadero fundamento terreno o celestial. Pero los, fariseos hacían consistir en esas tradiciones lo mejor de la fe. Porque cuesta menos trabajo lavar un vaso que el alma propia. Para las cosas muertas, basta con un poco de agua y un paño; para ésta, hace falta llanto de amor y fuego de voluntad. "No hay nada fuera del hombre que entrando en él pueda contaminarlo; pero lo que del hombre sale, ¡eso sí que contamina al hombre!. . . ¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no lo puede contaminar, porque le entra, no en el corazón, sino en el vientre, y va a la letrina? . . . Lo que sale del hombre contamina al hombre; porque del interior, es decir, del corazón de los hombres, salen malos pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, avaricia, malicias, fraudes, lascivia, envidia, calumnia, soberbia, locura”.

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El baño con agua de pozo o de fuente, el baño corporal y ritual, no dispensa del lavatorio interior, mucho más necesario, y vale más comer con las manos sucias de sudor que rechazar al hermano hambriento con las manos lavadas a tres aguas. El excremento sale del cuerpo, desaparece en la cloaca y enriquece los huertos y los campos. Pero hay señores bien vestidos tan llenos hasta la garganta de otra especie de estiércol, que el hedor sale, junto con las palabras, de las bocas en vano enjuagadas y vueltas a enjuagar. Y esas heces no caen por los retretes bajo tierra, sino que ensucian la vida de todos, emponzoñan el aire, manchan aun a los inocentes. De esos hombres excrementicios hemos de estar lejos aunque se laven doce veces al día; las jabonaduras de la piel no bastan si el corazón exhala pensamientos pestíferos. El vaciador de letrinas, si no piensa en el mal, es, sin comparación, más limpio que el rico que, mientras chapotea en el agua olorosa de su baño de mármol, medita alguna nueva fornicación o prepotencia.

NO RESISTIR
Pero Jesús no ha llegado todavía a la más estupenda de las revoluciones: "Habéis oído que fue dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No hagáis resistencia al malvado; antes bien, si alguien te abofetea la mejilla derecha, ofrécele la otra; y si alguien quiere llamarte a juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto. Y si alguien te obliga a andar mil pasos, tú anda con él dos mil”. La antigua ley del Talión no podía ser abolida con palabras más absolutas. Muchos de los que se dicen cristianos no sólo no han observado este nuevo mandamiento, pero ni siquiera han fingido acatarle. El principio de la no resistencia frente a la violencia ha sido, para una infinidad de creyentes, un escándalo insoportable e inaceptable del Cristianismo. La respuesta de los hombres a la violencia puede ser de tres maneras: la venganza, la fuga, el poner la otra mejilla. La primera es el principio bárbaro del Talión, hoy arrinconado y enmascarado en los códigos, pero dominante en el uso. Al Mal se suele responder con el Mal — o por sí o por medio de personas intermediarias, mandatarios de la horda incivil, llamados jueces y carniceros. Al Mal hecho por el primer ofensor se añaden los males cometidos por los justicieros. Muchas veces el castigo se vuelve sobre el vengador y la cadena terrible de las venganzas, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin tregua. El Mal es reversible. Recae, aun hecho con voluntad de bien, sobre el que lo comete. Se trate de naciones, de familias o de individuos, un primer crimen trae consigo y suscita expiaciones y castigos que se distribuyen, con siniestra imparcialidad, entre ofensores y ofendidos. La ley del Talión puede dar un consuelo bestial al que fue herido primero; pero en vez de detener el Mal, lo multiplica. No es mejor partido la fuga. Quien se esconde redobla el valor del enemigo. El miedo a la venganza puede, alguna rara vez, detener la mano del violento. Pero el que huye invita al 92

otro a seguirlo; quien se da por muerto excita al adversario a acabar con él: su debilidad se hace cómplice de la ferocidad ajena. También aquí el Mal engendra el Mal. El único camino, a despecho del absurdo aparente, es el que Jesús aconseja. Si uno te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro contestará a puñetazos y tú recurrirás a los puntapiés y sacarás las armas, y uno de los dos perderá, quizás por una nadería, la vida. Si huyes, tu adversario te seguirá o, apenas te encuentre, alentado por la primera experiencia, la emprenderá contigo a puntapiés. Poner la otra mejilla no quiere decir recibir la segunda bofetada. Significa cortar, desde el primer anillo, la cadena de los males subsiguientes. Tu adversario, que espera la resistencia o la fuga, se siente humillado ante ti y ante sí mismo. Todo se lo esperaba menos una cosa así. Está confundido, con confusión que es casi vergüenza. Tiene tiempo de recapacitar. Tu inmovilidad le hiela la rabia, le da tiempo a reflexionar. No puede acusarte de provocación, porque no le respondes; no puede acusarte de miedo, porque estás dispuesto a recibir el segundo golpe y tú mismo le muestras el punto en que puede herir. Todo hombre tiene un oscuro respeto del valor ajeno, especialmente si ese valor es moral, es decir, de la especie más rara y difícil. El ofendido que no se resiente ni enfurece y no escapa demuestra más fuerza de ánimo, más dominio de sí, más verdadero heroísmo que aquel que en la ceguera de la furia se lanza sobre el ofensor para restituirle doblado el mal recibido. La impasibilidad, cuando no es tontería; la suavidad, cuando no es cobardía, asombran como todas las cosas maravillosas, incluso a las almas más vulgares. Hacen comprender a la bestia que aquel hombre es más que un hombre. La misma bestia, cuando no se la incita a seguir, con la réplica o con la fuga cobarde, se siente desarmada, experimenta un respeto casi temeroso ante esta fuerza nueva que no conocía y que la confunde. Cuanto más que entre los mayores estímulos del que hiere se cuenta el gusto, saboreado ya con el pensamiento, de la ira del injuriado, de su resistencia, de la lucha que nacerá del primer ataque. El hombre es animal agonístico. Pero aquí el placer desaparece, el gusto queda anulado; no hay ya un adversario, sino un superior que dice tranquilamente: ¿No te basta? He aquí la otra mejilla, desahógate hasta que te hartes. Padezca mejor mi cara que mi alma. Podrás hacerme todo el mal que quieras pero no podrás obligarme a estar furioso como tú, frenético como tú, a ser estúpido como tú; no podrás obligarme a hacer el mal con la excusa de que otro me hace mal a mí. Para seguir a la letra las palabras de Jesús es menester un tal dominio de la sangre, de los nervios y de todos los instintos del hombre inferior, que poquísimos tienen. Es un consejo amarguísimo y repugnante a la naturaleza. Pero Jesús no ha dicho nunca que sea fácil seguirlo. No ha afirmado nunca que sea posible obedecerle sin duras renuncias, sin batallas interiores ásperas y continuas, sin renegar del viejo Adán y sin el nacimiento de un hombre nuevo. Pero los frutos de la no resistencia, aunque no siempre consigan granar, aunque se malogren al primer retorno del tiempo maligno, son superiores sin comparación a los de la resistencia y de la fuga. El ejemplo de una dominación espiritual tan fuera de lo corriente, tan imposible de pensar e incomprensible para el común de los hombres; la fascinación casi sobrenatural de una conducta tan contraria a las costumbres, a las tradiciones, a las pasiones ordinarias; este ejemplo, este espectáculo de fuerza, este absurdo milagro, inesperado como 93

todos los milagros, difícil de comprender como todos los prodigios; el ejemplo de un hombre sano y válido que parece exteriormente semejante a los demás hombres y con todo se comporta como un ser superior a los demás seres, tan por encima de las fuerzas que mueven a sus semejantes; que se conduce, él, hombre, de manera tan extrañamente diversa de todos los hombres; este ejemplo, si se repite más de una vez y no es imputable a una supina necedad, y no sin pruebas de valor físico cuando el valor físico es necesario para ayudar y no para dañar, este ejemplo tiene una eficacia que podemos, aunque empapados de las ideas de retorsión y de represalia, imaginar. Imaginar con esfuerzo. Probar, no; porque de tales ejemplos hemos tenido harto pocos para que se pueda aducir una experiencia parcial, como refuerzo de la previsión. Pero si el consejo de Jesús no ha sido obedecido, o lo ha sido muy rara vez, no se puede decir que no sea realizable, ni mucho menos que se le haya de rechazar. Es repugnante a la naturaleza humana; pero las mayores conquistas morales repugnan a nuestra naturaleza. Son como una amputación saludable de una parte de nuestra alma — para algunos del retoño más vivo de alma — y es justo que la amenaza del corte repugne. Pero, guste o no, el consejo de Cristo es el único que puede resolver totalmente el problema de la violencia. No añade mal a mal, no centuplica el mal, evita el enconarse de la herida, resuelve el bubón cuando no es más que una ampolla. Responder con golpes a los golpes y con delitos a los delitos es aceptar el principio del malhechor, reconocerse semejante a él. Responder con la fuga es, a veces, humillarse e incitarlo a continuar. Responder con palabras de razón al encolerizado o mal dispuesto suele ser vana fatiga. Pero responder con un sencillo gesto de aceptación, ofrecer el pecho a quien te ha golpeado en la espalda, dar mil a quien quiere robarte ciento, soportar tres días a quien quiere agobiarte una hora, es el acto por excelencia heroico en su apariencia de cobardía, tan extraordinario que vence al embrutecido abofeteador con la irresistible majestad de lo divino. Únicamente quien se ha vencido a sí mismo puede vencer a los enemigos; solamente los santos persuaden a los lobos de la mansedumbre; únicamente quien ha transformado el alma propia puede transformar el alma de sus hermanos y hacer que el mundo sea menos doloroso para todos.

ANTINATURA
El no resistir a la violencia repugna profundamente a nuestra naturaleza Pero Jesús quiere que nuestra naturaleza llegue a sentir hastío de lo que hoy le gusta y halle contento en lo que ayer le causaba horror. Todas sus palabras presuponen esa total renovación del espíritu humano. Contradice sin temor algunas de nuestras más comunes inclinaciones y de nuestros instintos más profundos. Alaba lo que todo el mundo rehuye; condena lo que todos buscamos. No desmiente únicamente lo que los hombres enseñan — que muchas veces es diferente de lo que de veras hacen y piensan —, sino que se opone a lo que efectivamente hacen y piensan a diario. Jesús no admite la perfección del alma natural, del alma primitiva. Cree en su futura perfección, que únicamente se logrará con el derrocamiento radical de su estado decaído. 94

Su objeto es la reforma del hombre; más que la reforma, la reconstrucción del hombre. Con él empieza la nueva serie: es el modelo, el arquetipo, el Adán de la humanidad, de nuevo modelada y refundida. Sócrates quiso reformar la razón; Moisés reformó la ley; otros se contentaron con cambiar un ritual, un código, un sistema, una ciencia. Pero Jesús no quiere mudar una parte del hombre, sino todo el hombre, de pies a cabeza. Es decir, el hombre interior, el que es motor y origen de todas las acciones y palabras del mundo. No hay nada, pues, que no sea de su pertenencia. No reza con él el transigir y el adular. No entrará en componendas con la naturaleza mala e imperfecta; no encontrará razones especiosas para excusarla, como hacen los filósofos. No se puede servir a Jesús y a la naturaleza corrompida. Quien está con Jesús está contra la naturaleza antigua y bestial y trabaja por la angélica que ha de vencer. Todo el resto es ceniza y charlatanería. Nada más común entre los hombres que el deseo de las riquezas. Amontonar dinero de todos modos, aun los más infames, ha parecido siempre la mejor y más respetada educación. Pero el que quiera ser perfecto, dice Jesús, abandone todo lo que tiene y cambie gustoso los bienes visibles y presentes por los futuros e invisibles. Todo hombre piensa afanosamente en el mañana; tiene siempre miedo de que le falte suelo bajo los pies, que no le baste el pan hasta la nueva cosecha, y tiembla de no tener bastante tela con que cubrir su cuerpo y el de sus hijos. Pero Jesús enseña: No os preocupéis por el mañana. Bástale a cada día su trabajo. Todo hombre quisiera ser el primero, aun entre sus iguales. Quiere ser superior de una manera o de otra a cuantos le rodean. Quiere dominar, mandar, parecer más grande, más rico, más hermoso, más sabio. La historia de los hombres apenas es otra cosa que el terror de la inferioridad. Pero Jesús enseña: El que quiera ser el primero de todos, sea el último de todos y el servidor de todos. El más grande es el más pequeño; el más poderoso ha de servir al más débil. El que se ensalza será humillado; quien se humille será ensalzado. La vanidad es otra plaga universal de los hombres. Envenena hasta el bien que hacen, porque ese poco bien lo suelen hacer únicamente para que se les vea. Hacen el mal a escondidas y el bien en la plaza. Jesús manda todo lo contrario. Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Cuando quieras rezar, enciérrate en tu cuarto y no te estés golpeando el pecho por las esquinas en medio de la gente. Si ayunas, no te muestres por las calles desgreñado y tétrico para hacer ver que haces penitencia, sino úngete los cabellos y muéstrate de semblante alegre como los demás días. No hagas el mal nunca, ni en público ni en secreto; pero cuando hagas el bien, escóndete para no dar a creer que lo haces para ser alabado. El instinto de conservar la vida es el más fuerte de cuantos nos gobiernan; no hay infamia, crueldad ni cobardía que no hagamos cuando se trata de salvar este poco de polvo animado, Pero quien quiere salvar su vida, advierte Jesús, la perderá, y quien la pierde, la salvará. Porque no es vida lo que los más llaman vida y quien renuncia al alma pierde también la carne que la encierra . Cada uno de nosotros quiere juzgar a sus hermanos; juzgando nos parece estar por encima de los juzgados, ser mejores, más justos, inocentes. Acusar es como decir: nosotros no 95

somos así, En efecto, son siempre los jorobados los primeros en señalar a quien tiene las espaldas un poco encorvadas. Pero Jesús exclama: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y os será perdonado. Los hombres se envanecen de ser verdaderamente hombres, es decir, personas graves, maduras y sabihondas; personas de peso y de respeto; que todo lo saben y de todo pueden razonar y sentenciar. A las palabras demasiado sinceras se las llama infantiles; al sencillo se le llama, con desprecio, niño. Pero cuando los discípulos le preguntaron quién es el más grande en el reino de los Cielos, Jesús respondió: "Yo os digo en verdad que si no cambiáis y no os convertís en niños no entraréis en el Reino de los Cielos". El que presume de serio, de devoto, de puro, de fariseo, rehuye todo lo más que puede la compañía de los pecadores, de los caídos, de los contaminados, y no acepta a su mesa más que a los justos como le parece serlo él. Pero Jesús anuncia sin cansarse que ha venido a buscar a los pecadores antes que a los justos, a los malos antes que a los buenos, y no se avergüenza de sentarse a cenar en casa de los publicanos y de dejarse ungir los pies por una pecadora. Quien en verdad esté limpio fácilmente se libra de ser corrompido por los corrompidos y no debe dejarlos morir en su podredumbre por miedo a ensuciarse. La avaricia de los hombres es tan grande que cada cual se ingenia cuanto puede en tomar mucho de los demás y dar poco. Todos procuran tener; los elogios de la liberalidad no son, muchas veces, más que un honesto disfraz de la avaricia. Pero Jesús afirma: Mejor es dar que recibir, Solemos odiar a la mayor parte de los hombres con quienes vivimos. Los odiamos porque tienen más que nosotros, porque no nos dan todo lo que quisiéramos, porque no se preocupan de nosotros, porque son diferentes de nosotros, porque existen, en fin. Llegamos a odiar a nuestros amigos, incluso a los que nos han hecho bien. Jesús ordena amar a los hombres, aun a los que nos odian. El que no observa este mandamiento no puede decirse cristiano. Aunque esté dispuesto a morir, si no ama a quien le mata, no tiene derecho a llamarse cristiano Porque el amor de nosotros mismos, origen primero y último de nuestro odio hacia los demás, compendia todas las otras propensiones y pasiones. Quien vence el amor propio y el odio a los demás, puede ya decirse cambiado por entero. El resto es consecuencia y derivación natural. El odio a sí mismo y el amor a Dios y a los hombres, aun a los enemigos, es el principio y el fin del Cristianismo. La mayor victoria sobre el hombre antiguo, feroz, ciego y brutal es ésta y no otra alguna. Los hombres no podrán renacer a la felicidad de la paz hasta que no amen incluso a aquellos que los ofenden. Amar a los enemigos es el único camino para que no quede sobre la tierra ni siquiera un enemigo.

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ANTES DEL AMOR
Los que niegan a Cristo — porque para admitirle tendrían que negarse a si mismos, y no saben ver cuanto ganarían en el cambio, y tienen demasiado miedo de perder porque se preocupan de lo que es barredura y a ellos les parece magnificencia —; los que niegan a Cristo, para excusarse de no seguirle, han inventado, hace tiempo, un pretexto, una razón "docta": no ha dicho nada nuevo. Sus palabras se encuentran en Oriente y en Occidente, siglos antes; o las ha robado o las repite sin saber que no le pertenecen. Y si no ha dicho nada nuevo, no es tan grande como andan diciendo; si no es tan grande, no hay para qué escucharle; es de ignorantes el admirarlo, de mentecatos el obedecerle, de tontos el respetarle. Entretanto, estos fisgones de genealogías ideales no dicen si las ideas de Jesús, sean viejas o nuevas, son dignas de tomarse en cuenta o no; entretanto, no se atreven a pretender que el volver a consagrar con la muerte una gran verdad, una verdad olvidada y no practicada, sea lo mismo que nada; entretanto, no miran bien si entre las ideas de Jesús y las otras más antiguas hay verdadera identidad de sentido y de espíritu o solamente simple asonancia y lejano parecido de palabras; entretanto, para no equivocarse, no aceptan ni la ley de Jesús ni las de los supuestos maestros de Jesús, y siguen viviendo tranquilamente su vida puerca como si el Evangelio no se dirigiera también a ellos. Hubo un tiempo en que se amaban entre sí los de la misma sangre; y los ciudadanos de la misma ciudad se toleraban mientras el uno no hiciese mal al otro; para los extranjeros, si no eran huéspedes, no había más que odio y exterminio. Dentro de la familia, un poco de amor; dentro de la Polis, una justicia aproximada; fuera de las murallas y de los confines, odio inextinguible. Se levantaron entonces, a distancia de siglos, voces que pedían un poco de amor también para los prójimos para los que no eran de la misma casa, pero de la misma nación; que pedían un poco de justicia para el extranjero, para los mismos enemigos. Hubiera sido un progreso admirable. Pero aquellas voces — eran tan raras, tan débiles, tan lejanas — no fueron oídas, y si fueron oídas no fueron escuchadas. Cuatro siglos antes de Cristo, un sabio de la China, Me-ti, escribió todo un libro, el Kiesiang-ngai, para decir que los hombres debían amarse. Decía: "El sabio que quiera mejorar el mundo puede mejorarlo únicamente si conoce con certeza el origen del desorden; si no lo sabe, no puede mejorarlo. . . ¿Por qué nacen los desórdenes? Nacen porque no nos amamos los unos a los otros. Los súbditos y los hijos no tienen respeto filial por los príncipes y los padres; los hijos se aman a sí mismos, pero no a sus padres, y hacen agravio a sus padres en provecho propio. Los hermanos menores se aman a sí mismos, pero no aman a sus hermanos mayores; los súbditos se aman a si mismos pero no aman a sus príncipes . . . El padre no tiene indulgencia para con el hijo; el hermano mayor para con el hermano más pequeño: el príncipe para con los súbditos. El padre se ama a sí mismo y no ama a su hijo y hace daño a su hijo en provecho propio . . . Así, bajo el cielo, los salteadores aman su casa y no aman a los vecinos, y por eso saquean la casa de los demás para llenar la propia. Los ladrones aman a su cuerno y no aman a los hombres, y por eso roban a los hombres por el bien de su cuerpo. Si los ladrones considerasen los cuerpos de los demás hombres como el propio cuerpo. ¿quién robaría? Los ladrones desaparecerían . 97

Si se llegase al recíproco amor universal, los estados no se harían la guerra, las familias no serían turbadas, los ladrones desaparecerían los príncipes, los súbditos, los padres y los hijos serían respetuosos e indulgentes y el mundo se mejoraría." Para Me-ti el amor — o por traducir mejor, una benevolencia compuesta de respeto e indulgencia — es la argamasa que ha de tener más unidos a los ciudadanos y al Estado, es un remedio contra los males de la convivencia, una panacea social. "Devuelve amabilidad por ofensa", sugiere tímidamente el misterioso Lao-tse. Pero la cortesía es prudencia y suavidad; no es amor. Su contemporáneo, el viejo Confucio, enseñaba una doctrina que, según su discípulo Tseng-tse, consistía en la rectitud del corazón y en el amar al prójimo como a nosotros mismos El "próximo", téngase en cuenta, y no el "lejano", el extraño, el enemigo. Confucio predicaba el amor filial y la benevolencia general, necesaria a la buena marcha de los reinos; pero no pensaba en condenar el odio. En los mismos Lun-yu donde se leen las palabras de Tseng-tse, encontramos estas otras — tomadas del más antiguo texto confuciano, el Ta-hio — : "Sólo el hombre justo y humano es capaz de amar y de odiar a los hombres como conviene". Su contemporáneo Gautama recomendó el amor de los hombres, de todos los hombres, aun los más miserables y despreciados. Pero el mismo amor — añade — también se debe a los animales, a todos los seres vivientes. En el Budismo el amor del hombre hacia el hombre no se considera más que como un ejercicio saludable para el desarraigo total del amor de sí mismo, primero y más fuerte sostén de la existencia. Buda quiere suprimir el dolor, y para suprimir el dolor no ve otro camino que anegar las almas personales en un alma universal, en el nirvana, en la nada. El budista no ama al hermano por amor del hermano, sino por amor de si mismo; es decir, para ahuyentar el dolor, para dominar el egoísmo, para prepararse al aniquilamiento. Su amor universal es gélido e interesado, egoísta: una forma de la indiferencia estoica para el dolor como para la alegría. En Egipto todo cadáver llevaba consigo una copia del Libro de los Muertos, especie de apología preventiva del alma ante el tribunal de Osiris. El muerto se alaba a sí mismo de haber sido justo y dado aún a quien no había menester: "¡Yo no he hecho pasar hambre a nadie! ¡No he hecho llorar! ¡No he matado! ¡No he ordenado el homicidio a traición! ¡No he cometido fraudes contra nadie! ... He dado pan al hambriento, agua al sediento, vestidos al desnudo; una barca a quien se había detenido en viaje; sacrificios a los dioses; banquetes fúnebres a los muertos". Está allí la justicia y están las obras de misericordia — ¿todas las habrán hecho en verdad? —; pero no se encuentra el amor, y mucho menos el amor a los enemigos. Si queremos saber cómo trataban los Egipcios a los enemigos, leamos una inscripción del gran rey Pepi I Miriri: "Este ejército marchó en paz: entró como le plugo en el país de los Hirushaitu. Este ejército marchó en paz.: deshizo el país de los Hirushaitu. Este ejército marchó en paz: cortó todas sus higueras y sus viñas. Este ejército marchó en paz: prendió fuego a todas sus casas. Este ejército marchó en paz: mató sus soldados por miríadas. Este ejército marchó en paz: llevóse consigo sus hombres, las mujeres y los niños en gran número". 98

También Zarathustra dejó una Ley a los Iranios. Esta ley manda a los devotos de Ahura Mazda que sean buenos con sus compañeros de fe: darán un vestido a los desnudos y no negarán el pan al trabajador hambriento. Seguimos en la caridad material para aquellos que no pertenecen y sirven y son vecinos. De amor no se habla. Se ha dicho que Jesús no ha añadido nada a la Ley mosaica — y que ha repetido únicamente con más énfasis los antiguos mandamientos. "Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión..." así habla Moisés en el Exodo. "Tú devorarás a todos los pueblos que el Señor tu Dios pondrá en tu poder. No se apiade sobre ellos tu ojo. . . ". Así estaba escrito en el Deuteronomio. Un paso más y hemos llegado al amor: "No harás daño ni afligirás al forastero; porque también vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto". Es un principio: no harás mal a extranjero en memoria del tiempo en que también tú fuiste extranjero. Pero el extranjero que vive entre nosotros no es enemigo, y el no hacerle mal no significa hacerle bien. El Éxodo ordena que no se le aflija; el Deuteronomio es ya más generoso: "Si un forastero habita en vuestro país y mora entre vosotros, no le reprochéis; mas esté entre vosotros como si entre vosotros hubiese nacido y amadlo como a vosotros mismos. . . ". Siempre el forastero, el forastero que habita entre vosotros y se hace vuestro conciudadano y se hace como uno de vosotros, amigo vuestro. En el mismo libro leemos: "No busques la venganza ni conserves memoria de la injuria de tus conciudadanos". Es un paso más: no hagas mal a quien te ofenda, con tal que sea de tu misma nación. Hemos llegado, si no al perdón, al olvido generoso, aunque reservado sólo a los prójimos. "Amarás al amigo como a ti mismo". Al amigo, es decir, al prójimo, al conciudadano, que es hermano tuyo de raza, que puede ayudarte. ¿Pero al enemigo? También hay algo para el enemigo: "Si encuentras al buey de tu enemigo o al asno que se le ha escapado, llévalos de nuevo a él. Si ves al asno del que te odia, caer bajo la carga, no seguirás adelante, sino que echarás una mano para levantarlo". ¡Oh, gran bondad de los judíos antiguos! ¡Sería tan placentero echar al burro más lejos para que a su amo le costase más trabajo encontrarlo! Y cuando uno se encuentra en el camino al burro caído por la carga desproporcionada, ¡también sería divertido sonreír entre las barbas y seguir adelante! Pero el corazón del antiguo Hebreo no está empedernido hasta ese punto. Es el asno animal harto precioso en aquel país y en aquellos tiempos. No se vive bien sin, por lo menos, una burra en la cuadra. Y todo el mundo tiene una burra: el amigo y el enemigo; y hoy se ha escapado la tuya y mañana podría escaparse la mía. No nos venguemos en las bestias aunque el amo sea un bestia. Porque si de éste soy enemigo, también él es enemigo mío. Démosle un buen ejemplo, un ejemplo, es de esperar, provechoso. Llevémosle el burro a casa; echémosle una mano para ponerle de nuevo la albarda y cargarle. Hagamos a los demás lo que los demás harán, es de esperar, por nosotros . . . Y en aquel momento, sobre las orejas y la grupa del burro, depongamos, misericordiosos, todo mal pensamiento. Es harto poco. El viejo Hebreo ha hecho ya un tremendo esfuerzo sobre sí preocupándose de la bestia de su enemigo. Pero los Salmos, en compensación, resuenan a cada paso de improperios contra los enemigos y de invocaciones violentas al Señor para que los persiga 99

y los destruya: "¡Sobre la cabeza de los que me rodean, recaiga el daño de sus labios! ¡Caigan sobre ellos carbones encendidos; sean precipitados en el fuego; en abismos de donde no puedan salir más! ¡Sorpréndales la ruina imprevista y caigan en la red que han tendido; en la fosa que han cavado se precipiten en perdición! ¡Entonces mi alma se regocijará en el Eterno!". En un mundo de tal suerte, es justo que Saúl se asombre de que su enemigo David no le haya dado muerte y que Job se gloríe de no haberse alegrado de la desventura del enemigo. Únicamente en los Proverbios encontramos alguna palabra que promete las de Jesús: "No digáis: yo devolveré el mal: espera al Señor y El te salvará". El enemigo debe tener castigo, pero de manos más poderosas que las tuyas. Mas el anónimo moralista llega hasta la caridad. "Si el que te odia tiene hambre, dale pan que comer; y si tiene sed, dale de beber agua”. Es un progreso: la misericordia no se detiene en el buey, sino que se extiende al amo. Pero de estas tímidas máximas, escondidas en un rincón de las Escrituras, no podían ciertamente brotar las maravillas de amor del Sermón de la Montaña. Pero ahí está, añaden, Hillel: el rabino Hillel, el gran Hillel, maestro de Gamaliel, Hillel Habbablí o Babilonío. Este célebre Fariseo vivía un poco antes de Jesús y enseñaba, dicen, las mismas cosas que después enseñó Jesús. Era, si se quiere, un Judío liberal, un Fariseo razonable, un Rabino inteligente; pero ¿Cristiano? ¿Por qué? Ha dicho, sí, estas palabras: "No hagas a los demás lo que a ti no te gusta: ésta es toda la ley, lo demás no es sino comentario". Son bellas palabras, para un maestro de la antigua ley, pero ¡cuán distantes, todavía, de las del promulgador de la nueva ley! El precepto es negativo: no hacer. No dice: haz el bien a quien te haga mal. Sino: No hagas a los otros — y estos otros son ciertamente los compañeros, los conciudadanos, los familiares, los amigos — lo que tú sentirías como mal. Es una blanda prohibición de hacer daño, no un mandato absoluto de amar. En efecto, los descendientes de Hillel fueron los Talmudistas, que empantanaron la Ley en la laguna máxima de la casuística; descendientes de Jesús fueron los mártires que bendecían a sus martirizadores. También Filón, hebreo alejandrino, metafísico platonizante, una veintena de años anterior a Jesús, ha dejado un tratadillo sobre el amor de los hombres. Pero Filón, con todo su talento y todas sus especulaciones místicas y mesiánicas, es siempre, como Hillel, un teórico, un hombre de pluma, de tintero, de estudios, de libros, de sistemas, de conceptos, de abstracciones, de clasificaciones. Su estrategia dialéctica saca a relucir en orden de desfile miles de palabras, pero no sabe encontrar la palabra que cambia en un instante el pasado, la palabra que reúne los corazones. Ha hablado del amor más que Cristo, pero no ha sabido decir — y no habría sabido comprender — lo que Cristo dijo a sus ignorantes amigos en la Montaña. ¿Es posible que en Grecia, manantial donde todos han bebido, no se encuentre el amor a los enemigos? En Grecia, gustan de decir los paganizantes, los enemigos de la "superstición palestinense", está todo; para las cosas del espíritu, es la China del Occidente, madre de toda invención. En el Ayax de Sófocles, el famoso Odiseo se conmueve ante el enemigo reducido a miserable estado. En vano la misma Atenea, la sabiduría helénica personificada en la lechuza sagrada, le recuerda que "la risa más placentera es reírse del enemigo”. Pero Ulises no se persuade: "Yo le compadezco aunque sea enemigo, porque le veo tan desventurado, 100

ligado a una mala suerte. Y mirándole pienso en mí. Porque veo que cuantos vivimos no somos otra cosa que fantasmas, sombras ligeras . . . No es justo hacer mal a un hombre si se muere, aunque le odiases”. Me parece que estamos todavía distantes. El astuto Ulises no lo es tanto que no se vean los motivos de su enternecimiento innatural. Compadece al enemigo porque piensa en sí mismo y en que le podría ocurrir un mal semejante, y le perdona porque lo ve en triste estado y moribundo. Uno más prudente que Ulises, el hijo del escultor Sofronisco, se ha propuesto, entre otros, el problema de cómo debe comportarse el justo con el enemigo. Pero leyendo los textos se descubren, con extrañeza, dos Sócrates de parecer contrario. El Sócrates de Jenofonte acepta francamente el sentir común: a los amigos se les trata bien y a los enemigos mal; antes bien, es mejor adelantarse a los enemigos en el hacer mal: "Es hombre digno de alabanza — dice Cherécrates — el que se adelanta a sus enemigos tratándoles mal y a sus amigos sirviéndoles". Pero el Sócrates de Platón no acepta la opinión corriente: "No se debe — le dice a Critón — devolver a nadie injusticia por injusticia, mal por mal, sea cualquiera la injuria que hayas recibido". Y lo mismo afirma en la República, añadiendo en apoyo de su opinión que los malos no se hacen mejores por la venganza. Pero lo que reina en la cabeza de Sócrates es el pensamiento de la justicia, no el sentimiento del amor: en ningún caso el hombre justo debe hacer el mal, pero, tengámoslo en cuenta, por respeto a si mismo, no por afecto al enemigo; el malo debe castigarse por sí mismo o de otra manera lo castigarán, después de muerto, los jueces infernales. El escolar de Platón, Aristóteles, volverá tranquilamente a la antigua idea: "El no resentirse por las ofensas — dirá en la Etica a Nicómaco — es propio de un hombre vil y esclavo”. En Grecia, por tanto, hay poco que descubrir que haga al caso de los rebuscadores de precedentes cristianos. Pero los negadores de Jesús, para hacer creer que el Cristianismo existía antes de Cristo, han encontrado también un rival a Jesús en Roma, en los mismos palacios del César: Séneca. Séneca, el director de conciencia de los "jóvenes señores" del gran mundo, en el estoicismo reformado; el aristócrata abstracto que no se conmueve nunca ante las penas de los humildes; el propietario que desprecia las riquezas y no las suelta; que afirma la igualdad entre libres y esclavos, y de esclavos se sirve; el ingenioso anatomista de casos, de escrúpulos, de males, de vicios efectivos y de virtudes deseadas; el que canalizó la antigua doctrina de Crisippo, necia, aunque hasta cierto punto limpia, hacia el estuario del preciosismo; Séneca, moralista, habría sido, pues, cristiano sin saberlo, en los mismos años de la vida de Cristo. Porque rebuscando en sus obras, harto copiosas — y muchas fueron escritas después de la muerte de Jesús, porque Séneca esperó a suicidarse hasta el año 65 — , han encontrado que "el sabio no se venga, sino que olvida las ofensas", y que "para imitar a los dioses hay que hacer el bien aun a los ingratos, porque el sol brilla también sobre los malos y el mal soporta a los corsarios", y hasta que "es menester socorrer a los enemigos con mano amiga”. Pero el "olvido" del filósofo no es el "perdón"; y el "socorro" puede ser beneficencia, pero no es amor. El soberbio, el estoico, el fariseo, el filósofo orgulloso de su filosofía, el justo satisfecho de su justicia, pueden despreciar las ofensas de los pequeños, las mordeduras de los adversarios y pueden también, por prurito de magnanimidad y por ganarse la admiración de los pueblos, dar un pan al enemigo hambriento para humillarle más duramente desde la altura de su perfección. Pero ese pan fue cocido casi siempre con la levadura de la vanidad, y esa mano amiga no hubiera sabido enjugar una lágrima ni limpiar una herida. 101

El mundo antiguo no conoce el Amor. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero no conoce el Amor. Zeus protege a los peregrinos y a los extranjeros; y al que llama a la puerta del griego no le será negado un pedazo de carne, una taza de vino y un lecho. Los pobres serán albergados, los enfermos serán asistidos, los llorosos serán consolados con bellas palabras; pero los antiguos no conocerán el Amor, el amor que sufre y se sacrifica, el amor hacia todos los que sufren y son abandonados, el amor hacia la gente baja, hacia la pobre gente, hacia la gente despreciada, pisoteada, maldita, desamparada; el amor para todos, el amor que no hace diferencia entre ciudadano y extranjero, entre bello y feo, entre delincuente y filósofo, entre hermano y enemigo. En el último canto de la Ilíada vemos a un viejo lloroso, a un padre que besa la mano de un Enemigo, del mas terrible enemigo, del que le ha matado a sus hijos, y hace pocos días al hijo mas querido. Priamo, el viejo rey, el jefe de la ciudad profanada, el dueño de muchas riquezas, el padre de cincuenta hijos, está arrodillado a los pies de Aquiles, el mayor héroe y el mas infeliz de los Griegos, el hijo de una mitológica diosa del mar, el vengador de Patroclo, el matador de Héctor. La cabeza blanca del viejo arrodillado se inclina ante la juventud orgullosa del vencedor. Y Priamo llora al hijo amado, al más fuerte, al más hermoso, al más amado de sus cincuenta hijos, y besa la mano que lo mató. "También tú — le dice al matador— tienes un padre canoso, caduco, lejano, indefenso. En nombre del amor de tu padre, devuélveme al menos el cadáver de mi hijo." Aquiles, el feroz, el despiadado, el carnicero Aquiles, aparta suavemente al suplicante y se echa a llorar. Y ambos enemigos, el vencido y el vencedor, el padre que ya no tiene hijo y el hijo que no volverá a ver a su padre, el Viejo todo blanco y el Joven de rubios cabellos rasurados, ambos lloran juntos, por primera vez, hermanados en el dolor. Los demás, en derredor, miran mudos y estupefactos. Nosotros mismos, después de treinta siglos, no podemos dejar de conmovernos ante aquel llanto. Pero en el beso de Priamo no hay perdón, no hay amor. El Rey se humilla a los pies de Aquiles porque, solo y enemigo, quiere obtener una gracia difícil y fuera de uso. Pero Aquiles no llora sobre Héctor muerto, ni por Priamo lloroso, por el poderoso que ha tenido que humillarse, por el enemigo que ha tenido que besar la mano homicida. Llora por el amigo perdido, por Patroclo, caro para él sobre los hombres todos; por Peleo, abandonado a Ftías; por su padre, a quien nunca más verá, porque sabe que sus jóvenes días están contados. Y devuelve al padre el cuerpo de su hijo — aquel cuerpo que durante tantos días ha arrastrado en el polvo — porque Zeus quiere que le sea devuelto, no porque se haya aplacado su sed de venganza. Cada cual llora sobre sí mismo; el beso de Priamo es una dura necesidad; la restitución de Aquiles es obediencia a los dioses. En el más noble mundo heroico de la antigüedad no hay lugar para el amor que destruye al odio y ocupa el lugar del odio, para el amor más fuerte que la fuerza del odio, más ardiente, más implacable, más fiel; para el amar que no es olvido del daño, sino amor del daño recibido — porque el mal es una desventura para quien lo comete más que para nosotros —; no hay lugar para el amor de los enemigos. De este amor ninguno habló antes de Jesús: ninguno de los que hablaron del amor. No se conoció este amor hasta el Sermón de la Montaña. 102

Es una de las grandezas y una novedad de la doctrina moral de Jesús: su novedad más grande, su grandeza eternamente nueva, nueva también para nosotros por no entendida, imitada ni obedecida; infinitamente eterna como la verdad.

AMAD
"Habéis oído que fue dicho: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian, rogad por los que os hacen daño, que os ultrajan, que os persiguen. A fin de que seáis imitadores de vuestro Padre que está en los cielos; porque Él hace que su sol se levante sobre los malvados y sobre los buenos, y hace llover sobre los justos y sobre los injustos. Porque si amáis a los que os quieren, ¿qué mérito hay en ello? ¿No lo hacen ya los publícanos? Y si acogéis únicamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de singular? ¿No hacen los paganos otro tanto? Sed, pues, perfectos vosotros, como es perfecto vuestro Padre celestial." Pocas palabras, desnudas, llanas, sin filosofía; pero son la carta magna de la nueva raza, de la tercera raza que va a nacer. La primera fue la de los Bárbaros sin Ley, y su nombre fue la guerra; la segunda la de los bárbaros desbastados por la Ley, y su más alta perfección fue la Justicia, y es la raza que dura todavía, pues la Justicia no ha vencido todavía a la Guerra, y la Ley no ha acabado aún de suplantar a la bestialidad. La tercera debe ser la raza de los Hombres verdaderos, no sólo Justos sino Santos, no semejantes a las Bestias sino a Dioses. La idea de Jesús es ésta: transformar a los hombres de Bestias en Santos por medio del Amor. Circe la maga, la consorte satánica de las antiguas mitologías, convertía a los hombres en bestias por medio del placer. Jesús es el antisatanás, el anticirce, el que salva de la animalidad con una fuerza más poderosa que el placer. No se necesita menos para llevar a cabo esta obra, que parece desesperada, a todos los animales apenas desbestializados y a los hombres abocetados, que recurrir a la imitación de Dios. Para aproximarse a la Santidad es preciso mirar a la Divinidad. Sed santos, porque Dios es santo. Sed perfectos, porque Dios es perfecto. Este llamamiento no suena por primera vez en el corazón del hombre. Dijo Satanás en el jardín: "Seréis como Dioses". Dijo Jehová a sus jueces: "Sed Dioses: sed justos como justo es Dios." Pero ahora no se trata de ser sabios como Dios; no basta ni siquiera con ser justos a semejanza de Dios. Dios no es únicamente sabiduría y justicia; es nuestro Padre, es Amor. Su tierra da pan y flores incluso al homicida; quien blasfema de él, ve todas las mañanas, al despertar, el mismo sol refulgente que calienta las manos de los que rezan en el campo. El Padre ama a quien le abandona y a quien le busca, a quien le obedece en su casa y a quien le vomita junto con el vino. Un Padre puede entristecerse, puede padecer, puede llorar; pero ningún malvado será capaz de conseguir que se haga semejante a él, nadie le inducirá a la venganza.

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Y nosotros, que estamos tan por debajo de Dios, criaturas caducas y perecederas que apenas tenemos fuerzas para recordar el anteayer y no sabemos el mañana, nosotros, criaturas inferiores y desventuradas, ¿no tenemos mucho mayores motivos para portarnos con los hermanos de miseria como Dios lo hace con nosotros? Dios es nuestro ideal supremo, el término de nuestro querer. Dejarlo solo, alejarse de él, ¿no es alejarse de nuestro único destino, hacer imposible, perpetuamente, desesperadamente inasequible, aquella felicidad para la que hemos sido hechos, imaginada por nosotros, soñada por nosotros, querida, buscada, invocada, perseguida en vano en todas las falsas felicidades que no son de Dios? "Seamos Dioses — exclama Bossuet —, seamos Dioses, que Él nos lo permite, por la imitación de su santidad." ¿Quién rechazará el ser semejante a Dios, el estar con Dios? Dii estis. La divinidad está en nosotros; la bestialidad la envuelve y aprieta como una mala corteza que retarda nuestro crecimiento. ¿Quién no querrá ser a manera de Dios? ¿Estáis realmente contentos, hombres, de ser hombres, hombres como lo sois hoy, medio hombres, medio bestias, centauros sin gallardía, sirenas sin dulzura, demonios con hocico de faunos y pies de cabra? ¿Estáis satisfechos de vuestra humanidad bastarda e imperfecta, de vuestra animalidad, apenas refrenada, de vuestra santidad tan sólo deseada? ¿Os parece que la vida de los hombres, tal como fue ayer, tal como lo es hoy, sea tan grata, tan feliz, tan bienaventurada, que no se deba intentar nada para que no siga siendo así, para que sea completamente diferente, opuesta a la actual, más semejante a la que desde hace miles y miles de años imaginamos en el futuro y en el cielo? ¿No se podría hacer de esta vida otra vida, trocar este mundo en un mundo más divino, hacer descender, al fin, el cielo, la ley del cielo, sobre la tierra? Esta nueva vida, este mundo terrenal, pero celeste, es el Reino de los Cielos. Y para que el Reino venga a nosotros, hemos de encielarnos, divinizarnos, trashumanarnos nosotros mismos; hacernos semejantes a Dios. El secreto de la imitación de Dios es el Amor, el camino cierto de la trashumación, el Amor, el Amor de Dios, el amor del hombre por Dios, el amor del amigo y del enemigo. Si este amor fuese imposible, sería imposible, sería imposible nuestra salvación. Si fuese repugnante, señal sería de que nos repugna la felicidad. Si fuese absurdo, nuestras esperanzas de redención no serían sino absurdo también. El amor hacia los enemigos le parece locura a la razón común. Quiere decirse que nuestra salud reside en la locura. El amor hacia los enemigos se parece al odio de nosotros mismos. Quiere decirse que llegaremos a la bienaventuranza sólo a condición de odiarnos a nosotros mismos. Nada debe aferrarnos al punto a que hemos llegado. Porque se ha probado todo, se han agotado todas las experiencias. No diremos que nos ha faltado tiempo para todas las pruebas que hemos querido hacer. Desde hace semanas de Milenios estamos en la tierra probando y volviendo a probar. Hemos experimentado la ferocidad, y la sangre ha llamado a la sangre. Hemos experimentado la voluptuosidad, y la voluptuosidad nos ha dejado en la boca sabor a podredumbre y una sed más ardiente. Hemos enervado nuestro cuerpo en los más refinados y perversos placeres hasta hallarnos, consumidos y tristes, sobre un lecho de estiércol. Hemos experimentado la Ley y no hemos obedecido la Ley y la hemos cambiado 104

y desobedecido otra vez, y la Justicia no ha saciado nuestro corazón. Hemos experimentado la Razón, hemos hecho inventario de todo lo creado, contado las estrellas, descrito las plantas; las cosas muertas y las vivas, las hemos atado con el hilo fino de los conceptos, las hemos transfigurado en los vapores mágicos de las metafísicas y, al fin, las cosas eran siempre las mismas, y no nos bastaban y no se podían renovar, y los hombres y los números no calmaban nuestra hambre, y los más sabios han terminado con aburridas confesiones de ignorancia. Hemos experimentado el Arte y nuestra impotencia ha hecho despertar a los más fuertes, porque lo Absoluto no está en las formas, la Diversidad rebosa de lo Único, la Materia trabajada no detiene lo Efímero. Hemos experimentado la Riqueza y nos hallamos más pobres; la Fuerza y nos hemos despertado más débiles. Nuestra alma no se ha aquietado en cosa alguna; nuestro cuerpo no ha encontrado descanso a ninguna sombra; y el corazón, siempre buscando, siempre desilusionado, está más viejo, más cansado, más vacío, porque en ningún bien creado ha encontrado su Paz, en ningún placer su Contento, en ninguna conquista su Felicidad. Jesús nos propone una postrera experiencia: la experiencia del Amor. La que casi nadie ha hecho, o pocos han intentado, o en breves momentos de su vida. La más ardua, la más contraria a nuestro instinto, pero la única que puede mantener lo que promete. El hombre, tal como sale de la naturaleza, no piensa más que en sí mismo, no ama más que a sí mismo. Consigue poco a poco, con indecibles pero lentos esfuerzos, amar durante algún tiempo a su mujer, a sus hijos; soportar a sus cómplices de caza, de asesinato y de guerra. Puede amar rara vez a un amigo; más fácilmente puede odiar a quien le ama; no quiere amar a quien le odia. Y precisamente por esto Jesús ordena el amor hacia los enemigos. Para rehacer al hombre por entero, para crear un hombre nuevo, es menester extirpar el centro más tenaz del hombre viejo. Del amor de sí mismo nacen todas las desventuras, los estragos, las miserias del mundo. Para domar al antiguo Adán, es menester arrancarle este amor de sí mismo y sustituírselo por el amor más contrario a su naturaleza presente: el amor de los enemigos. La transformación total del hombre parece un absurdo tan sublime, que únicamente se puede llegar a ella por un camino, al parecer, absurdo. Una empresa extraordinaria, antinatural y loca, que sólo puede obtenerse con una locura innatural, extraordinaria. Hasta ahora el hombre se ama a sí mismo y odia al que le odia; el hombre futuro, el habitante del Reino, debe odiarse a sí mismo y amar a quien le odia. Amar al prójimo como a si mismo — si este amor no se entiende en su recto sentido — es una fórmula insuficiente, una concesión al egoísmo universal. Quien se ama demasiado a sí mismo no puede amar perfectamente a los demás, y se encuentra por fuerza en conflicto con los demás. Únicamente parece resolutivo el odio a nosotros mismos. Porque nos amamos, nos admiramos, nos acariciamos demasiado. Para vencer ese ciego amor es bueno considerar nuestra nada, nuestra bajeza, nuestra infamia. El odio de sí mismo es humildad y, por ende, principio de arrepentimiento y perfección. Y únicamente los humildes entrarán en el Reino de los Cielos, porque ellos solos saben el largo camino que de él nos separa. Nos airamos contra los demás porque nuestro ego ya nos parece ofendido sin razón, insuficientemente servido por los demás; matamos al hermano, porque nos parece un estorbo a nuestro bien: robamos por amor a nuestro cuerpo; fornicamos por complacer a nuestro cuerpo; la envidia, 105

madre de rivalidades, de contiendas, de guerras, es el sentimiento de que otro tenga más que nosotros de lo que nosotros no tenemos; el orgullo es la ostentación de nuestra certidumbre de ser más que los demás, de tener más que los demás, de valer y saber más que los demás. Todas aquellas cosas que las religiones, las morales, las leyes llaman vicios, pecados, delitos, tienen origen en este amor por nosotros mismos, en el odio por los demás que nace de este único, solitario y desordenado amor. ¿Qué derecho tenemos para odiar a nuestros enemigos, si también nosotros hemos caído en la misma culpa por la cual nos parece lícito odiarlos, esto es, el odio? ¿Qué derecho tenemos a odiarlos, aunque hayan cometido algún mal, aunque los creamos perversos, cuando nosotros mismos, la mayoría de las veces, hemos cometido los mismos males y estamos empecinados en las mismas perversidades? ¿Qué derecho tenemos a odiarlos, si casi siempre es también nuestra la responsabilidad de su odio, somos nosotros quienes les hemos inducido a odiarnos con los infinitos errores del monstruoso amor a nosotros mismos? Y quien odia es infeliz; es el primero en padecer. Al menos en reparación de este padecimiento, cuya verdadera causa, próxima o lejana, tantas veces somos, debemos responder con el amor a aquel odio, con la dulzura a aquella rudeza. Nuestro enemigo es también nuestro salvador. Debemos estar todos los días agradecidos a los enemigos. Ellos solos ven claro y dicen sin fingimientos lo que en nosotros hay de feo y de innoble. Nos recuerdan nuestro verdadero ser; despiertan la conciencia de nuestra pobreza moral, principio esencial del segundo nacimiento. Les debemos, también por este título, amor. Porque nuestro enemigo ha menester amor, y el nuestro precisamente. Quien nos ama ya tiene su alegría y parte de su pago. No tiene necesidad de nuestra correspondencia. Pero el que odia es infeliz, odia porque es infeliz; el odio es un desahogo amargo de su pena. De esta pena tenemos nosotros quizás parte de culpa. Y aunque por imprudente confianza en nosotros mismos creamos no tenerla, con el amor debemos aliviar la infelicidad del que nos odia, aligerar su mal, pacificarle, hacerle mejor, convertirle también a él a la bienaventuranza del amor. Si le amamos le conoceremos mejor; conociéndole mejor le amaremos todavía más. Únicamente nos quiere bien el que nos conoce; el amor hace transparente a quien se ama. Si amamos a nuestro enemigo, su alma se nos aparecerá más clara, y cuanto más penetremos en él tanto más descubriremos que tiene derecho a nuestra piedad, a nuestro amor. Porque todo enemigo es un hermano desconocido; se odia frecuentemente a aquellos a quienes uno se parece; algo de nosotros mismos, ignorado quizás de nosotros mismos, hay en nuestro enemigo y es tal vez la causa de nuestra enemistad. Amando al enemigo, elevamos en el conocimiento nuestro espíritu y llevamos el suyo hacia lo alto. De un odio que divide se puede hacer una luz que libera. Del pésimo de los males, el máximo de los bienes. Por eso ordena Jesús la inversión en las relaciones entre los hombres. Cuando el hombre ame lo que hoy odia y odie lo que ama, el hombre será otro, la vida será lo opuesto a esta 106

vida. Y si la vida de hoy está hecha de males y desesperaciones, la nueva, siendo todo lo contrario, será toda bondad y consuelos. La felicidad, por primera vez, será nuestra; el Reino de los Cielos comenzará en la tierra. Volveremos a encontrar el Paraíso para la Eternidad. Que se perdió porque los primeros hombres quisieron conocer el bien y el mal. Pero por el amor perfecto, semejante al del Padre, el mal desaparecerá. El mal será do , destruido por el bien. El Paraíso era el amor, el amor entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer. El nuevo Paraíso Terrenal será el amor de cada hombre hacia todos los hombres, el Paraíso reconquistado. Cristo, en este sentido, es el que vuelve a conducir a Adán a las puertas del Jardín y le enseña cómo puede entrar en él de nuevo y habitarlo por siempre Los descendientes de Adán no le han creído; han repetido sus palabras y no las han seguido; y los hombres, por sordidez de su corazón, gimen aún en un Infierno Terrestre, que de siglo en siglo se va haciendo más infernal. Hasta que los tormentos sean tan atroces e insoportables que en aquellos que los padezcan nazca de improviso el odio al odio; hasta que los moribundos rebeldes, en el frenesí de la desesperación, lleguen a amar a sus verdugos. Entonces, de la gran tiniebla dolorosa, surgirá al fin la casta esplendidez de una milagrosa primavera.

PADRE NUESTRO
Los Apóstoles pidieron a Jesús una Oración. Le había dicho a todos que rezasen oraciones cortas y secretas. Pero no se contentaban con las recomendadas por los tibios sacerdotes librescos del Templo. Querían una oración propia, que fuese como el distintivo de los que seguían a Jesús. Jesús en la Montaña enseñó por primera vez el Padre Nuestro. Es la única fórmula de oración que ha aconsejado Jesús. Una de las oraciones más sencillas del mundo. La más profunda de cuantas se levantan de las casas de los hombres y de Dios. Una oración, sin literatura, sin pretensiones teológicas, sin jactancia y sin servilismo. La más hermosa de todas. Pero si el Padre Nuestro es sencillo, no todos lo entienden. La secular repetición, la mecánica repetición de la lengua y de los labios, la repetición milenaria, formal, ritual, desatenta, indiferente, ha hecho de él una sarta de sílabas cuyo sentido primitivo y familiar se ha perdido. Releyéndolo hoy, palabra por palabra, como un texto nuevo, como si lo tuviéramos por primera vez ante la vista, pierde su carácter de vulgaridad ritual y reflorece en su primer significado: Padre nuestro: Luego hemos venido de ti y como a hijos nos amas: de ti no recibiremos ningún mal.

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Que estás en los Cielos: En lo que se contrapone a la Tierra, en la esfera opuesta a la Materia, en el Espíritu, por tanto, y en aquella parte mínima y con todo eterna del reino espiritual, que es nuestra alma. Santificado sea el tu nombre. No debemos adorarte únicamente con las palabras, sino ser dignos de ti, acercarnos a ti, con amor más fuerte. Porque tú ya no eres el vengador, el Señor de las Batallas, sino el Padre que enseña la bienaventuranza en la paz. Venga a nos el tu Reino: El Reino de los Cielos, el Reino del Espíritu y del Amor, el del Evangelio. Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo. Tu ley de Bondad y de Perfección domine en el Espíritu y en la Materia, en todo el universo visible e invisible. El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Porque la materia de nuestro cuerpo, morada del espíritu, tiene todos los días necesidad de un poco de materia para mantenerse. No te pedimos riquezas, que suelen ser estorbo pernicioso, sino tan sólo aquello poco que nos permita vivir, para hacernos más dignos de la vida prometida. No sólo de pan vive el hombre, pero sin ese pedazo de pan el alma, que vive en el cuerpo, no podría nutrirse de las demás cosas más preciosas que el pan. Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Perdónanos, pues nosotros perdonamos a los demás. Tú eres nuestro eterno e infinito acreedor: nunca podremos pagarte. Pero muévate el que a nosotros, por nuestra naturaleza enferma, nos cuesta, más condonar una sola deuda a uno solo de nuestros deudores, que a ti el cancelar todo lo que debemos. Y no nos dejes caer en la tentación. Somos débiles, enligados todavía en la carnalidad, en este mundo que, a veces; nos parece tan bello y nos llama a todas las molicies de la infelicidad. Ayúdanos para que nuestra mutación no sea demasiado dificultosa y combatida, y nuestra entrada en el Reino no sufra dilaciones. Mas líbranos del Mal. Tú que estás en el Cielo, que eres Espíritu y tienes poder sobre el Mal, sobre la Materia irreductible y hostil que por doquier nos rodea y de la que siempre no es fácil desarraigarse; tú, adversario de Satanás; Tú, negación de la Materia, ayúdanos. En esta victoria sobre el Mal — sobre el Mal que siempre vuelve a retoñar, porque no será de veras vencido sino cuando todos le hayamos vencido — está nuestra grandeza; pero esa victoria decisiva será menos lejana si nos socorres con su alianza. Con esta petición de ayuda termina el Padre Nuestro. Donde no se advierte la fastidiosa adulación de las plegarias orientales, adornadas de elogios y de hipérboles que parecen inventados por un perro que adora a su amo con su alma canina porque le permite existir y comer. Ni se encuentra la súplica lamentosa, quejumbrosa, del salmista que implora de Dios todos los socorros, y con más frecuencia los temporales que los espirituales, y se queja si la cosecha no ha ido bien, si sus conciudadanos no lo respetan, e invoca plagas y saetas contra los enemigos, a quienes no sabe vencer por sí solo. 108

Aquí el único elogio es la palabra Padre. Una alabanza que es una obligación, un testimonio de amor. A este Padre no se le pide otro bien temporal que un poco de pan — dispuestos a ganarlo con el trabajo, porque también el anuncio del Reino es un trabajo necesario —, y sí pide, además, el mismo perdón que concedemos a nuestros enemigos; una válida protección, en fin, para combatir el Mal, enemigo común a todos, opaca muralla que nos impide la entrada en el Reino. Quien reza el Padre Nuestro no es orgulloso, mas tampoco se rebaja. Habla a su Padre con íntimo y plácido acento de la confidencia, casi de igual a igual. Está seguro de su amor y sabe que el Padre no ha menester de largos discursos para conocer sus deseos. "Vuestro Padre — advierte Jesús — sabe lo que habéis menester, antes que lo pidáis". La más bella de todas las oraciones es también recuerdo cotidiano de lo que nos falta para ser semejantes a Dios.

OBRAS PODEROSAS
Jesús, después de haber promulgado la nueva Ley de la imitación de Dios, bajó de la Montaña. No se puede estar siempre en lo alto de la Montaña. Apenas llegados a la cima, estamos destinados a bajar de ella. Necesaria, inapelablemente obligados a bajar. La subida es ya un compromiso de descenso. Una promesa de volver a lo bajo. La ascensión se paga con el descenso; está descontada, expiada, compensada con el descenso. La tristeza de descender es el precio con que se paga la alegría de subir. El gozo de la subida es un resarcimiento anticipado por la melancolía del descenso. Quien tenga que hablar ha de hacerse oír: si habla siempre en las cimas, pocos permanecen con él — en las cimas hace frío para los que no son todo fuego — y a pocos llega su voz. Quien haya venido para dar no puede pretender que los hombres — pulmones débiles, corazones gastados, piernas sin nervio — le sigan a lo alto, lanzándose a pechos por la cuesta arriba. Ha de buscarlos en las llanuras, en las casas donde se albergan: descender hasta ellos para elevarlos. Jesús sabe que para que la Buena Nueva sea de todos sabida no bastan los discursos elevados dichos en las montañas. Sabe que son menester palabras menos generales, palabras que se parezcan más al hecho, palabras imágenes, palabras relatos, palabras que sean casi hechos. Y sabe que no bastan ni estas palabras siquiera, El pueblo sencillo, tosco; el pueblo menudo que sigue a Jesús está compuesto de hombres que viven en las cosas materiales, de hombres que llegan — ¡con cuánta lentitud, con cuánta fatiga! — a las cosas espirituales solamente a través de las pruebas materiales, los signos, los símbolos materiales. No entienden una cosa espiritual sin su encarnación material, sin su incorporación o revestimiento material. Sin un testimonio, sin una 109

contraprueba material. Una imagen sensible los puede poner en camino de la revelación moral; un prodigio es la confirmación de una verdad nueva, de una misión puesta en litigio. La predicación, que procede por axiomas y aforismos, no bastaba a aquellas imaginaciones orientales. Jesús recurrió a lo maravilloso y a la poesía. Hizo Milagros y habló en Parábolas. Los Milagros que cuentan los Evangelistas han sido para muchos modernos la primera razón para dejar a Jesús y al Evangelio. No pueden creer en el Milagro; el Milagro no cabe en sus cerebros arrugados; así, pues — concluyen, — el Evangelio miente, y si miente en tantos pasajes tampoco se le puede creer en los demás. Jesús no puede haber resucitado a los muertos; luego sus palabras no tienen ningún valor. Los que así razonan — y razonan mal, porque una doctrina puede dar valor a los milagros, pero los milagros no siempre prueban las doctrinas — dan a los Milagros un peso y una significación mucho mayor que los que Jesús les concediera. Si hubieran leído los Cuatro Evangelios, hubiesen visto que Jesús muchas veces rehúsa el hacer milagros. Que se resiste cuando se le requiere para que los haga; que no le da una suprema importancia a éste su divino poder. Se niega siempre que encuentra una buena razón para negarse. Si insisten después de su repulsa, cede para premiar la fe de los enfermos que se lo piden. Pero por sí, para salvarse a sí mismo, no hará milagros nunca. No quiere hacerlos en el desierto para quitarse de delante a Satanás; no los hará en Nazareth, cuando quieren matarle; ni en Gethsemaní, cuando van a arrestarlo; ni en la Cruz, cuando le desafían a que se salve. Su poder es para los demás, el bien de sus hermanos mortales. ¡Son tantos los que le piden una señal, una señal del cielo, una señal que persuada a los incrédulos que su Palabra es Palabra de verdad! "Esta perversa y adúltera generación pide una señal y ninguna señal le será dada si no es la señal del Profeta Jonás." ¿Qué señal es ésa? Los Evangelistas, que escribieron después de la Resurrección, entienden, que Jonás, salido al cabo de tres días del vientre de la ballena, es la figura de Jesús, que saldrá al tercer día del sepulcro. Pero lo que sigue del texto demuestra que Jesús entendía además otra cosa: "Los Ninivitas se levantarán el día del juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos se arrepintieron por la predicación de Jonás; y he aquí que hay uno que es más que Jonás." Nínive no pidió prodigios; la sola palabra la convirtió. Los que no se convierten con la predicación de Jesús — que anuncia verdades infinitamente más grandes que Jonás — están por debajo de los Ninivitas, de los idólatras, de los bárbaros. No debéis creerme únicamente porque hago milagros, pero debéis recordar que la fe puede realizar también milagros. A los corazones endurecidos, cerrados a la verdad, no los convierte ni el milagro más grande: "Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas no se dejarán persuadir ni de un muerto resucitado." Las ciudades donde ha hecho los mayores prodigios le han abandonado, "¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Bethsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho las obras poderosas que se han hecho entre vosotros, se hubieran ha mucho tiempo arrepentido, y tomado el cilicio y las cenizas."

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Algunos pueden hacer obras que parezcan milagros, incluso los brujos charlatanes. En su tiempo, un tal Simón las hacia en Samaria; y también las hacían los discípulos de los Fariseos. Pero no se les tendrá en cuenta. No bastan los milagros para entrar en el Reino. "Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre ahuyentado a los demonios y hecho en tu nombre muchas obras poderosas? Y entonces yo les diré abiertamente: No os conozco; apartaos de mí vosotros todos, hacedores de iniquidad." No basta arrojar a los demonios si no has arrojado lo que hay en ti, demonio de soberbia o de concupiscencia. También después de su muerte vendrán otros a hacer milagros: "Se levantarán falsos mesías y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios capaces de seducir, si fuese posible, a los mismos elegidos." Os he puesto en guardia: no creáis en tales señales ni prodigios hasta que no venga el Hijo del Hombre. Los milagros de los falsos profetas no prueban la verdad de sus palabras. Por todas estas razones, Jesús se abstenía, cuanto le era posible, de los Milagros; mas no siempre podía resistir a las peticiones de los dolientes, y a veces su piedad no esperaba las demandas. Porque el Milagro es potencia de fe, y era grande la fe de los demandantes. Pero muchas veces, apenas efectuada la curación, recomendaba a los agraciados el secreto: "Ve y no lo digas a nadie." De tres cosas no pueden prescindir los hombres para vivir. Y son el Pan, la Salud y la Esperanza. Sin las demás consiguen — bufando, imprecando — vivir. Pero si no tienen al menos esas tres, llaman aprisa a la muerte. Porque entonces la vida se asemeja a la muerte. Es una muerte con dolor por añadidura. Una muerte agravada, empeorada, exasperada, sin el lenitivo de la insensibilidad siquiera. El hambre consume el cuerpo; el dolor hace odiar al cuerpo; la desesperación — el no esperar ya un mejoramiento, un descanso, un refrigerio — le quita sabor a todo. Toda razón de ser y toda razón de obrar. Hay quien no se mata, porque aun matarse es hacer algo. Quien quiera atraerse a los hombres debe dar el Pan, la Salud y la Esperanza. Debe quitarles el hambre, curarlos y crear la fe en una vida más bella. Jesús ha dado esta fe. A los que le seguían en los desiertos y por los montes, les ha distribuido el pan espiritual y el material. No ha querido transformar las piedras en panes, pero ha hecho que los panes verdaderos bastasen para millares de personas. Y las piedras que los hombres llevaban dentro del pecho las ha cambiado en corazones que aman. Y no ha rechazado a los enfermos. Jesús no es un atormentador de sí mismo, un flagelante. No cree que el dolor sea necesario para vencer al mal. El mal es mal y se le ahuyenta; pero también el dolor es mal. Bastan, para llegar a la verdadera salud, los dolores del alma; ¿por qué ha de padecer sin necesidad también el cuerpo? Los Hebreos antiguos veían en la enfermedad un castigo únicamente: los Cristianos, sobre todo, una ayuda a la conversión.

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Pero Jesús no cree en la venganza sobre los inocentes y no espera de los tormentos, de las úlceras o de los cilicios la verdadera salvación. Dad al cuerpo lo que es del cuerpo y al alma lo que es del alma. No le disgusta estar sentado en torno a la mesa cordial de la cena; no rechaza a quien le sirve el vino viejo ni a la mujer que le vierte perfume sobre los cabellos y los pies. Jesús puede ayunar varios días; puede contentarse con una rebanada de pan y medio pez asado y puede dormir en el suelo con la cabeza sobre una piedra. Pero no busca, mientras no es indispensable, el cansancio, el hambre, el padecimiento. La salud es un bien para él, y son bienes aceptables, cuando nadie sufre con ello, el placer inocente de un almuerzo con los amigos, una copa de vino bebido en compañía, la fragancia de un vaso de nardo. Si un enfermo se le acerca, le cura. Jesús no ha venido a negar la vida, sino a afirmarla. A afirmar, a instaurar una vida más perfecta y feliz. No va a buscar deliberadamente a los enfermos. Su misión es ahuyentar el dolor espiritual, llevar la alegría espiritual. Pero si de paso acaece calmar también los dolores carnales, calmar un tormento, devolver con la salud del alma la del cuerpo, no sabe negarse. Se muestra, a veces, reacio, porque su oficio no es aquel; mira más alto, y no quisiera parecer a los ojos del mundo un hechicero vagabundo o el Mesías mundano que la mayoría espera. Pero, en fin, como quiere vencer el mal y hay hombres que le saben capaz de vencer todos los males, su amor accede a ahuyentar también los del cuerpo. Cuando por las calles pisoteadas por los sanos le salen al encuentro, en grupos de diez, los leprosos, los repelentes, los desfigurados, horribles leprosos, y ve aquella blanca tumidez, las escamas a través de las túnicas desgarradas, y aquella piel manchada, arrugada, escamosa, resquebrajada, la piel endurecida y rugosa que deforma la boca, ahoga los ojos, hincha las manos; míseros espectros dolientes de los que todo el mundo huye, separados de todos, que a todos dan asco, y gracias si tienen un poco de pan, una escudilla para el agua, el abrigo de una cueva para guarecerse, y con trabajo pronuncian las palabras con sus labios hinchados y tumefactos, y le piden, a Él, tan poderoso en palabras y en obras, a Él, última esperanza de aquellas desesperaciones, la salud, la curación, el prodigio, ¿cómo podría Jesús apartarse como los demás, sin escucharlos? Y los epilépticos que se retuercen en el polvo de la tierra, con el rostro contraído en un espasmo inmóvil, la baba en la boca; los obsesos que ululan entre los sepulcros en ruina, como perros siniestros, nocturnos, inconsolables; los paralíticos, troncos que sienten lo preciso para padecer, cadáveres habitados por un alma encarcelada y suplicante; y los ciegos, los espantosos ciegos encerrados desde su nacimiento en la noche — anticipación de la negrura bajo tierra — que andan tropezando entre los felices que van donde quieren; los ciegos abstraídos, con la cabeza en alto y los ojos fijos, como si les hubiese de llegar la luz del fondo del infinito, y para quienes el mundo no es más que una gradación de durezas tentadas con las manos; los ciegos siempre solitarios que no saben del sol sino la tibieza o la quemazón. ¿Cómo podía Jesús responder que “no” a aquellas miserias? Su amor, que sobrepuja a la piedad común cuando su perfección trasciende sobre la de los demás, no puede rechazar imploraciones que conmoverían incluso a un pagano. Que aun siendo mudas enternecen.

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LA RESPUESTA A JUAN
Jesús cura, pero no tiene nada de brujo ni de exorcista. No recurre a tetragramas, a encantamientos, talismanes, humaredas, velos ni misterios. No llama en su ayuda ni a los Cielos ni a los Infiernos. Le basta una palabra, un grito, una dulce voz una caricia. Basta su voluntad y la fe de quien pide. A todos les pregunta: ¿Crees tú que yo pueda hacer eso? Y cuando la curación está hecha: Ve, tu fe te ha curado. El Milagro, para Jesús, es la confluencia de dos buenas voluntades; el contacto vivo entre el poder de quien opera y la fe del paciente. La colaboración de dos fuerzas. Una combinación, una convergencia de certidumbres salvadoras. Pasa de aquí para allá, pasaría . . . “Si tuvieseis tanta fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: Pasa de aquí allá, pasaría . . . Si tuvieseis tanta fe cuanto es el tamaño de un grano de mostaza, podríais decir a esta morera: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecería." Los que no tienen ni siquiera la fe de una milésima parte de una semilla de mostaza juran que nadie tiene ese poder y que Jesús es un impostor. En los Evangelios se llama a los Milagros con tres palabras: Dunameis, fuerzas; Terata, maravillas; Serneia, señales. Son señales para quien recuerda los anuncios mesiánicos; maravillas para quien es testigo de ellos. Mas para Jesús son Dunameis, obras poderosas, relámpagos victoriosos de un poder sobrehumano. Las curaciones de Jesús tienen un doble carácter. No son sólo curaciones de cuerpos, sino de espíritus. Y precisamente de aquellas enfermedades espirituales que Jesús quiere sanar para que el Reino de los Cielos pueda fundarse sobre la tierra. La mayor parte de las enfermedades tienen doble naturaleza y se prestan por modo singular a la metáfora. Jesús cura mancos, paralíticos, calenturientos, a un hidrópico, a una mujer que padecía un flujo de sangre. Cura incluso una herida de espada, la oreja de Malco cortada por Pedro en la noche de Gethsemaní; pero únicamente para que su Ley — haz el bien a quien te hace mal — sea observada hasta el fin. Pero los curados por Jesús son, casi siempre, Endemoniados, Paralíticos, Leprosos, Ciegos, Sordomudos. Endemoniados es la antigua palabra para los enfermos de la mente: también el profesor Aristóteles creía en la posesión de los demonios. Creíase que los Obsesos, los Lunáticos, los Epilépticos, los Histéricos, estaban invadidos por espíritus malignos. Las contradictorias y muchas veces verbosas explicaciones modernas de estos males no desvirtúan el hecho de que los Demoníacos, en muchos casos, lo sean en sentido verdadero y propio. Esta interpretación docta y popular de las enfermedades del espíritu se acomodaba admirablemente para la enseñanza alegórica y alusiva que Jesús tanto apreciaba. Quería fundar el Reino de Dios y desarraigar el de Satanás. Ahuyentar a los demonios era cosa que entraba en su misión. Entre las enfermedades corporales y las espirituales hay un paralelismo consagrado por el lenguaje y que tiene su fundamento en afinidades efectivas: 113

El Colérico y el Epiléptico, el Holgazán y el Paralítico, el inmundo y el Leproso, el Ciego y el que no sabe ver la Verdad, el Sordo y el que no quiere escuchar la Verdad. Cuando Juan, encerrado en la prisión, envió a dos discípulos a Jesús para que le preguntasen si era Él el esperado o si debían esperar a otro, Jesús les respondió: "Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos recuperan la vista y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y el Evangelio es anunciado a los pobres." Jesús no separa el Evangelio de las curaciones milagrosas. Son obras de orden semejante: quiere decir con esa respuesta que ha curado a los cuerpos para que las almas estén mejor dispuestas a recibir el Evangelio. Los que no veían la luz del sol ven ahora también la luz de la verdad; los que no oían siquiera las palabras de los hombres oyen ahora las de Dios; los que eran poseídos de Satanás están ahora libres de Satanás; los que estaban podridos y llagados son ahora limpios como niños; los que no se podían mover, impedidos y baldados, siguen ahora mis pasos; los que habían muerto a la luz del alma, han resucitado a una palabra mía; y los pobres, después de la Buena Nueva, son más ricos que los ricos. He aquí mis credenciales, mis cartas de legitimidad. Jesús, médico y libertador, no es lo que sus modernos enemigos quieren imaginarse de pésima fe. Es el Dios, dicen, de los enfermos, de los débiles, de los sucios, de los miserables, de los impotentes, de los siervos. Pero toda la obra de Jesús es un don de Salud, de Fuerza, de Pureza, de Riqueza, de Libertad. Porque se acerca a los enfermos para ahuyentar la enfermedad; a los débiles, para librarlos de la flaqueza; a los sucios, para lavarlos; a los esclavos, para libertarlos. No ama a los enfermos sólo por enfermos; ama, como los antiguos, la salud, y de tal manera, que quiere devolvérsela al que la ha perdido. Jesús es el profeta de la felicidad, el defensor de la vida, de una vida más digna de ser vivida. Los Milagros son prendas de su promesa.

TALITHA QUMI
"Los muertos resucitan". Es una de las señales que deben bastar al Bautista prisionero. A la buena hermana, a la hacendosa Marta, le dice: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que viva y crea en mí, ese no morirá nunca." Las palabras del Evangelista Juan son parábola abstracta, casi teológica, que invita a una experiencia rigurosamente individual. Pero los Evangelistas conocen tres resurrecciones, acontecimientos históricos narrados con el aparato sobrio, pero explícito del testimonio. Jesús ha resucitado a tres muertos: un joven, una niña y un amigo. 114

Estaba por entrar en Naín — "la bella" acurrucada al pie de un montecillo a pocas millas de Nazareth — cuando se encontró con un entierro. Llevaban al sepulcro al hijo de una viuda. Ésta había perdido a su marido poco tiempo antes; le había quedado sólo aquel hijo; ahora le llevaba a enterrar también. Jesús vio a la viuda madre que iba entre las mujeres, llorando con ese llanto atónito y contenido de las madres que consterna. Tenía en el mundo a tan sólo dos hombres que la amaban; había muerto ya el primero, había muerto el segundo, uno tras otro: los dos desaparecidos. Quedaba sola, una mujer sola, sin un hombre. Sin marido, sin hijo, sin una ayuda, un apoyo, un consuelo — ¡si tuviera alguien con quien poder desahogarse, a quien poder contar sus penas, con quien poder llorar siquiera! — Desaparecido el amor, memoria de la juventud; desaparecido el amor, esperanza de la edad declinante. Acabados aquellos dos pobres, sencillos amores. Un marido puede consolar de la pérdida del hijo; un hijo puede compensar el esposo. ¡Si al menos le hubiese quedado uno! Ya su rostro no será besado. Jesús tuvo compasión de aquella madre. Aquel llanto era como una acusación. — No llores — dijo. Se acercó al cadáver y lo tocó. Yacía el joven inmóvil, envuelto en el sudario: pero con el rostro descubierto, con la lividez ansiosa de los muertos. Los conductores se detuvieron. Todos callaron. Incluso la madre, sorprendida, se aquietó. — ¡Muchacho, te digo, levántate! A ti te digo. No es tiempo de yacer; tú duermes tranquilo y tu madre se acongoja. ¡Levántate! Y el hijo, obediente, se incorporó en el féretro y empezó a hablar. "Y Jesús lo devolvió a su madre." Lo "devolvió" porque ya era suyo. Lo había recobrado de manos de la muerte para restituírselo a quien no podía vivir sin él. Para que una madre dejase de llorar. Otro día, volviendo de Gadara, se echó a sus pies un padre. Su hijita única estaba a punto de morir. El hombre se llamaba Jairo, y aunque era de los jefes de la Sinagoga, creía en Jesús. Se dirigieron juntos hacia la casa. A medio camino les salió al encuentro un criado de Jairo. — Tu hija ha muerto; ya es inútil que lleves al Maestro... Pero Jesús no cree en esa muerte — No temas — le dijo al padre; — solamente ten fe y será salva. Llegan a la casa. Fuera había músicos y otros que hacían ruido. Dentro, mujeres y familiares. — Salid. No lloréis. Porque la niña no está muerta, sino que duerme.

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Entró en la estancia con sólo tres discípulos y los padres y tomando la manecita de la muerta exclamó: — ¡Talitha qumi! ¡Niña, levántate! Y al punto la niña se levantó y echó a andar por la habitación, porque, añade Marcos, tenía doce años. ¡Pero estaba tan débil y enflaquecida después de todos aquellos días de enfermedad! Jesús mandó que la dieran enseguida de comer. No era un espíritu visible, un espectro, sino un cuerpo vivo, que había resucitado un tanto cansado para una nueva jornada, como quien despierta después de sueños de fiebre. Lázaro y Jesús se amaban. Más de una vez Jesús había comido en su casa de Betania con él y con sus hermanas. Un día Lázaro enfermó y enviaron a decírselo a Jesús. Y Jesús respondió: Esta enfermedad no es de muerte. Y se detuvo aún dos días más. Pero al tercer día dijo a sus discípulos: nuestro Lázaro se ha dormido; voy a despertarlo. Estaba cerca de Betania, cuando Marta le salió al encuentro, como reprochándole: — ¡Si tú hubieras estado aquí, mi hermano no hubiese muerto! Y poco después llegó también María: — ¡Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Aquel reproche repetido conmovió a Jesús, no porque temiese haber llegado tarde, sino porque siempre le entristecía la poca fe de los que le eran más caros. — ¿Dónde le habéis puesto? Y le dijeron: — Ven a ver. Y Jesús lloró, y llorando — es la primera vez que le ven llorar — se encaminó al sepulcro. — Quitad la piedra. Marta, el ama de la casa, la mujer práctica y de la realidad, interrumpió: — Señor, ya hiede, que hace cuatro días que murió. Pero Jesús no le prestó atención: — Quitad la piedra.

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Quitaron la piedra y Jesús, una vez que hubo hecho una breve plegaria con el rostro levantado al cielo, se acercó al sepulcro y llamó a grandes voces a su amigo: — ¡Lázaro, sal fuera! Y Lázaro salió del sepulcro, a los tropiezos, porque todavía tenía fajados pies y manos y el rostro cubierto con el sudario. — Soltadle y dejadle andar. Y los cuatro, seguidos de los Doce y de un buen montón de Judíos estupefactos volvieron a acostumbrarse a la luz; sus pies caminaban, aunque doloridos, y se tocaban las manos. Ya la ágil María preparó la cena lo mejor que pudo en aquella confusión, después de cuatro días de luto, y el Resucitado comió con sus hermanas y con los amigos. María apenas si probaba bocado de tanto como miraba al vencedor de la muerte que, enjugando el rostro, partía su pan y bebía su vino como si aquel día fuese igual a todos los demás. Estas son las resurrecciones que narran los Evangelistas. Y de sus relatos podemos sacar algunas observaciones que nos dispensan de todo comentario doctoral, esto es, intempestivo. Jesús resucita, por lo que sabemos, a tres muertos, y no los resucita para hacer ostentación de su poder y herir la imaginación de los pueblos, sino únicamente movido de dolor de quien amaba a aquellos muertos: para consolar a una madre, a un padre, a dos hermanos. Dos de estas resurrecciones fueron públicas; una sola, la de la hija de Jairo, en presencia de pocas personas, y a estas pocas personas les recomendó Jesús que nada dijesen. La cosa más importante es otra. En los tres casos Jesús habla al muerto como si no estuviese muerto, sino tan solo dormido. Del hijo de la viuda no tiene tiempo de hablar porque la decisión es repentina; pero también le dice, como a un muchacho que empezara en dormir pasada la hora: ¡Joven, a ti te digo: levántate! Cuando le dicen que la niña de Jairo ha muerto, responde: "No ha muerto: duerme". Cuando le confirman la muerte de Lázaro, insiste: "No está muerto: duerme." No pretende resucitar: sí despertar. La Muerte no es para él más que un Sueño. Un sueño más profundo que el sueño común diario. Tan profundo, que sólo un amor sobrehumano lo rompe. Amor de los supervivientes más que del durmiente. Amor de uno que llora cuando ve el llanto de aquellos a quienes ama,

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LAS BODAS DE CANA
Jesús no rehusaba asistir a las bodas. Para el hombre del pueblo, que tan raramente se expansiona y divierte, que no come ni bebe nunca cuando quiere, el día de la boda es el más memorable de toda la vida. Un paréntesis de riqueza, de generosidad, de contento, en la larga y gris mediocridad de sus días. Los señores, que todas las noches pueden banquetear; los modernos, que se tragan en un día lo que a un pobre antiguo le bastaba para una semana, no sienten la solemne alegría de ese día. Pero el pobre antiguo, el trabajador, el hombre de los campos, el oriental que vivía todo el año con pan de cebada, higos secos, algún pez que otro y tal vez huevo cocido, y únicamente en las grandes fiestas mataba un cordero o un cabrito; el hombre acostumbrado a penar, a medir, a pasarse sin tantas cosas, a contentarse con lo puramente necesario, veía en las bodas la fiesta más verdadera y grande de toda la vida. Las demás fiestas, las populares y las religiosas, eran de todos, iguales para todos. Y se repetían todos los años. Pero la boda era una fiesta completamente suya, solamente suya, y no venía para él más que una vez en el curso de los años. Así, pues, todas las delicias y todos los esplendores del mundo eran convocados en torno a los esposos para que no se olvidasen nunca de aquel día. Por la noche, las antorchas salían al encuentro de los esposos, rodeados de músicos, bailarines, acompañantes. En casa todas las abundancias: la carne de varias maceras; los odres de vino apoyados en las paredes; los vasos de ungüento para los amigos. La luz, la música, el perfume, la alegría, la danza: nada faltaba al contentamiento de los sentidos. Todas las cosas que son lujo cotidiano de los príncipes y de los ricos triunfaban, en aquel día único, en la pobre casa del pobre. A Jesús le gustaba aquella alegría ingenua. El regocijo de aquellos seres sencillos, arrancados por tan pocas horas a la melancólica parquedad de la vida usual, le conmovía. En las bodas no veía únicamente una fiesta. El matrimonio es una tentativa de la juventud del hombre para sobrevivirse con el amor, con el encuentro de dos amores, con el acuerdo de dos juventudes enamoradas. Es la afirmación de una doble fe en la vida, en la continuidad y deseo de la otra vida. El hombre que se casa es un rehén en poder de la sociedad de los hombres. Haciéndose jefe de una sociedad nueva y padre de una generación, se hace más libre y se profesa más esclavo. El matrimonio es una promesa de felicidad y una aceptación de martirio. En la ilusión y la conciencia que proyecta sobre el porvenir una temblorosa esperanza de alegría, está la grandeza heroica y santa del matrimonio. Que se hace y, sin embargo, si se escuchase a la razón egoísta, no se haría. ¿Quién ha visto fuera de ahí una condena tan vorazmente deseada? Para Jesús, el matrimonio tiene una significación todavía más profunda: es el principio de una perennidad. Lo que Dios ha atado no lo puede desatar el hombre. Cuando los corazones se han entendido y los cuerpos se han acercado, mediante el vínculo del matrimonio, no hay espada ni ley que pueda separarlos. En esta vida mudable, efímera, fugitiva, decadente, hay 118

un lazo que debe durar siempre, hasta la muerte: el matrimonio. Un anillo de perpetuidad en un collar perecedero. Frecuentemente, en los sermones de Jesús, se repetía el recuerdo de las bodas y de los banquetes. Entre las parábolas más hermosas, está la del rey que invita a las bodas de su hijo; las vírgenes que esperaban por la noche al amigo del esposo; el señor que ofrece el convite. Él mismo se compara al esposo festejado por los amigos, cuando responde a quien se escandaliza porque sus discípulos coman y beban. No despreciaba el vino, como los hipócritas abstemios, y cuando dé a sus Doce aquel vino que es su sangre, pensará en el vino místico del Reino. No hay que maravillarse, pues, de que haya aceptado la invitación para las bodas de Caná. Todo el mundo sabe el prodigio que hizo aquel día. Seis tinajas llenas de agua fueron cambiadas en vino, y en vino mejor que el que se había terminado. Los viejos racionalistas dicen que fue el regalo de un vino guardado hasta aquel momento, una sorpresa de Jesús al acabar la comida, para honrar a los esposos. Seiscientos litros de buen vino, añaden, es un buen regalo, y que acredita la generosidad del Maestro. Estos infelices volterianos no han tenido en cuenta que sólo Juan — el hombre de las alegorías y los filosofemas — relata el hecho de las bodas de Caná. Que no fue un juego — ni de sorpresa ni de prestidigitación —, sino una verdadera transmutación obtenida con el poder que Dios tiene sobre la materia, y, al mismo tiempo, una de aquellas parábolas representadas, en vez de referidas, por medio de acontecimientos verdaderos. Para quien no se detiene en lo literal de la narración, el agua convertida en vino es otra figuración de la época nueva que comienza con el Evangelio. Antes del Anuncio, la vigilia. En el desierto, el agua bastaba: el mundo estaba como abandonado y doliente. Pero ha venido la Buena Nueva: el Reino está próximo, la felicidad cercana. De la tristeza se está a punto de entrar en la alegría; de la viudez de la antigua Ley se pasa a las nuevas nupcias con la Ley nueva. El Esposo está con nosotros. No es hora de desfallecimiento, sino de alborozo. ¿Recordáis las palabras del director del banquete al esposo? "Todos empiezan por poner en la mesa el vino bueno; luego, cuando la gente comienza a embriagarse, ponen el menos bueno; pero tú has reservado el bueno hasta el último momento”. Tal era el uso antiguo, el uso de los viejos Hebreos y de los Paganos. Pero Jesús quiere trastocar también esta vieja costumbre anfitriónica. Los viejos daban primero lo bueno y luego lo malo; y Él, después de lo bueno, da lo mejor. El vino agrio e inmaduro, el mosto que se bebe al principio de la comida es el vino de la antigua Ley, vino agrio y áspero, difícil de beber. El vino que lleva Jesús, más exquisito y generoso, que alegra el corazón y calienta la sangre, es el vino nuevo del Reino, el vino destinado a las bodas del cielo con la tierra, el vino que da esa divina embriaguez que se llamará más tarde la "locura de la cruz”. 119

Las Bodas de Caná, que San Juan refiere como el primer milagro de Jesús, son una alegoría de la renovación evangélica. Otra parábola expresada en forma de milagro es la de la higuera seca. Una mañana, por la Pascua, volviendo de Betania a Jerusalén, Jesús tuvo hambre. Se acerca a una higuera, y sólo encuentra hojas. Aunque nacida en tierra de Mediodía, era harto pronto para que tuviera fruto, aun siendo de especie temprana. Pero Jesús, según Mateo y Marcos, se irritó contra la pobre planta y la maldijo: — ¡Que nadie coma nunca tu fruto! ¡Que jamás nazca de ti fruto alguno! Y la higuera, cuando por la tarde volvieron a pasar por allí se había secado. Los Evangelistas, después del relato de los efectos de la maldición, vuelven a insistir sobre el pensamiento, muchas veces expresado por Jesús, de que se puede obtener todo cuanto se pide con fe poderosa. Muchos ven al mismo tiempo en este milagro una trasposición figurada de un lamento que se repite muchas veces en boca de Jesús. La higuera es Israel, la vieja nación judaica, que ya apenas tiene más que hojas inútiles, incomestibles, de ritos y ceremonias, hojas que dañan con su sombra, hojas vanas, destinadas a secarse sin haber nutrido a nadie. Jesús, hambriento de justicia, hambriento de amor, buscaba entre aquellas hojas los frutos sustanciosos de la misericordia y de la santidad. No los ha encontrado. Israel no ha saciado su hambre, no ha correspondido a sus esperanzas. Ya no se puede esperar nada de ese viejo tronco frondoso, pero estéril: ¡que se seque para siempre! El fruto lo darán los demás pueblos. El milagro de la higuera maldita no es, en el fondo, más que una glosa visible de la parábola de la higuera estéril que se lee en Lucas: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña; y fue a coger el fruto y no lo halló. Entonces, díjole al viñador: "He aquí que hace ya tres años que vengo a buscar el fruto de esta higuera y no lo hallo; córtala; ¿qué hace ahí ocupando sitio inútilmente?". Pero el otro le respondió: "Señor, déjala todavía este año hasta que yo la haya cavado y abonado bien; y si en adelante da fruto, bien; y si no, la cortas". El árbol no es condenado de buenas a primeras, sino al cabo de tres años de esterilidad. Y se prorroga la condena un año, por intercesión del servidor, y en aquel año la planta será cuidada y guardada con amor. Será la última prueba. Si falla, le espera el hacha y el fuego. Hacía tres años que Jesús predicaba a los Judíos, y piensa abandonarlos para anunciar el Reino a otros. Pero un servidor suyo, un discípulo, todavía afecto a su pueblo, pide gracia: todavía una tregua: Veamos si, a fuerza de amor, esta generación adúltera y bastarda se convierte. Pero cuando están en el camino de Betania, la prueba está ya hecha: del

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Judaísmo no hay que esperar más que dos maderos en cruz; la mala higuera judaica merece ser quemada, y nadie más comerá sus frutos, dañados y tardíos.

PANES Y PECES
Dos fueron las multiplicaciones de los panes, y se parecen en todo menos en la proporción de la cantidad — es decir, precisamente donde reside el sentido espiritual que de ello se puede deducir. Miles de pobres han seguido a Jesús a un lugar desierto, lejos de las aldeas. Hace tres días que no comen: tanta es el hambre del pan de vida de su palabra, Pero al tercer día, Jesús se apiada de ellos — hay mujeres y niños— y ordena a sus discípulos que den de comer a la multitud. Pero no tienen sino unos cuantos panes y unos cuantos peces; y son miles de bocas. Entonces Jesús los hace sentarse a todos en tierra, sobre la hierba verde, en grupos de cincuenta y de cien; bendice la poca comida que hay, todos se sacian y sobran cestas de vitualla. Si confrontamos las dos multiplicaciones, advertiremos un hecho singular. La primera vez, los panes eran cinco y las personas cinco mil, y quedaron doce espuertas de sobras. La segunda vez, los panes eran siete — dos más—, las personas cuatro mil — mil menos —, y al cabo sobraron sólo siete espuertas. Con menos pan se calma el hambre de más gente y sobra más; cuando los panes son más, se satisface a menos personas y queda menos. ¿Cuál es el sentido moral de esta proporción a la inversa? Cuanto menos comida tengamos, más podremos distribuir. Lo menos da lo más. Si los panes hubiesen sido menos, se hubiese saciado el doble de gente y se tendrían más sobras. Si con cinco panes se ha satisfecho a cinco mil personas, con un pan solo se calmaba el hambre de cinco veces más gente. El verdadero pan, el pan de la verdad, satisface tanto más cuanto menos hay. La Antigua Ley es abundante, copiosa, dividida en porciones innumerables. La componen cientos de preceptos escritos en los libros y otros mil inventados por los Fariseos. A primera vista, es una mesa gigantesca donde puede saciarse todo un pueblo. Pero aquellos preceptos, aquellas reglas, aquellas fórmulas son ya, en gran parte, hojas secas, virutas, costras, jirones. Nadie puede vivir con esos alimentos: cuanto más son, menos sacian. El pueblo de los humildes y de los sencillos no consigue calmar su hambre de justicia con aquellas innumerables, pero incomestibles viandas. Basta, por el contrario, una sola palabra que las reúna todas y sobrepase las petrificadas gazmoñerías de los saciados y los hartos: una palabra que llene el alma, que reconcilie el corazón, que calme el hambre de justicia, y las multitudes serán hartas y habrá que comer aun para aquellos que no estaban presentes aquel día. El pan espiritual es por sí mismo milagroso. Un pan de trigo da para pocos, y cuando se ha acabado no queda ya para nadie. Pero el pan de verdad, el pan de la alegría, el pan místico, no se acaba, no puede acabarse nunca, Partidlo en mil pedazos, y siempre hay; distribuidlo a millones, y siempre queda intacto. Cada cual ha tomado su parte como los hombres y las 121

mujeres que tenían hambre en el desierto, y cuanto más se repartió más queda para los que vengan. Otro día que los discípulos se hallaron sin pan, Jesús les advirtió que se guardasen de la levadura de los Fariseos y de los Saduceos. Y los discípulos, tardos casi siempre en entenderlo, decían entre sí: "Habla así porque no hemos traído pan. Pero Jesús, notándolo, les reprochó: "¡Oh, gente de poca fe! ¿Qué es eso de hablar de que no tenéis pan? ¿No comprendéis todavía ni os acordáis de los cinco panes, de los cinco mil hombres y de las cestas que recogisteis? . . . ¿Cómo no os percatáis de que no es de pan de lo que os hablaba? ¡Pero guardaos de la levadura de los Fariseos y de los Saduceos! Esto es, de los ciegos guardianes de la Ley”. Son Doce, los elegidos, y, con todo, no saben penetrar la primera intención ni creen cuanto es menester. También en la barca, la noche de la Tempestad, tuvo Jesús que reprenderlos. El Maestro se había quedado dormido a popa, reclinada la cabeza sobre el cabezal de un remo. De pronto se levantó viento; un huracán se desencadenó sobre el lago; las olas chocaban contra la barca y parecía que de un momento a otro fuesen a volcarla. Los discípulos, aterrados, despiertan a Jesús: "Sálvanos; estamos perdidos. ¿Por qué no te cuidas de nosotros?”. Y Jesús, levantándose, dijo al viento: "Calla", y al mar: "Cálmate", y, cesado el viento, tornó la bonanza. Entonces gritó a los discípulos: "¿Por qué habéis tenido miedo, gente de poca fe? ¿Por qué no tenéis fe? ¿Dónde está, pues, vuestra fe?". Y los salvados, avergonzados, decían: "¿Qué hombre es éste a quien el mar y los vientos obedecen?". Es uno, ¡oh, Simón Pedro!, que no tiene miedo. Es uno que sobrepasa la naturaleza humana, uno que tiene grande la fe, grande el amor, grande la voluntad. Ninguna cosa animada o inanimada resiste a estas tres grandezas. Ha renunciado a todo lo que es temporal y obtiene la victoria sobre el tiempo; ha renunciado a los bienes de la carne y, con todo, puede salvar a la carne; ha renunciado a lo que viene de la materia, y, sin embargo, es dueño de la materia. Antes de Cristo, pocos años antes de Cristo, un gran hombre de Italia, capitán de muchas guerras, corrompido, pero digno de mandar en la putrefacción de la República, se encontró en el mar, en un verdadero mar, en una navecilla de pocos remos, en busca de un ejército que no llegaba con suficiente rapidez para darle la victoria. Y se levantó viento y la tempestad se ensañó con la barca y el piloto quería volver al puerto. Pero César, tomando de la mano al piloto, le dijo. "Sigue adelante y no tengas miedo. César está contigo, y contigo su fortuna navega”.

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Aquellas palabras de orgullosa fe envalentonaron a la tripulación, y cada cual, como si en sus almas hubiese entrado un poco de la fuerza de César, se ingenió en vencer la violencia del agua. Pero, no obstante el esfuerzo de los marineros, la nave estuvo a punto de sumergirse y tuvo que volverse atrás. La fe de César no era más que orgullo y ambición, fe en sí mismo; la fe de Jesús era toda amor; amor del Padre, amor de los hombres. Con esa fe pudo ir al encuentro de la barca de los discípulos que bogaban penosamente con viento contrario, caminando sobre las aguas como sobre los pastizales de una pradera. Creyeron, en la oscuridad, que era un fantasma, y también aquella vez tuvo que tranquilizarlos: "No temáis: soy yo”. Apenas subió a la barca, cesó el viento, y en pocos instantes estuvieron a la orilla. Y también aquella vez los discípulos se asombraron, porque — añade Marcos — su corazón estaba endurecido y no habían comprendido el suceso de los panes. El recuerdo, aunque parezca ingenuo, es revelador. Porque el milagro de los panes explica, en cierta forma, todos los demás. Toda parábola, dicha con palabras de poesía, o expresada con prodigios visibles, no es más que un pan elaborado de distintas maneras para que los suyos — ¡al menos los suyos! — comprendan la única verdad necesaria: el espíritu es el único alimento digno del hombre, y el hombre que de ese alimento se nutre es señor del mundo.

OCULTISTA, NO: POETA
A primera vista Jesús parece un ocultador propenso al secreto. Ordena a los favorecidos por el milagro que no digan a nadie quién los curó; quiere que oraciones y limosnas se hagan en secreto; cuando los discípulos reconocen en él al Mesías, les recomienda que no lo repitan; después de la Transfiguración, pide silencio a los tres testigos; y cuando enseña, habla casi siempre en parábolas, que no todos son capaces de entender. A la segunda vista, que vale más que la primera, este misterio ya no es misterio. Jesús no tiene nada de esotérico. No tiene una doctrina secreta para transmitirla a pocos hierofantes. Su obra fue pública y ostensible. Habló siempre en las plazas de las ciudades, a las orillas de los lagos, en las sinagogas, en medio de la gente. Prohibió que hablasen de sus milagros para no ser confundido con brujos y exorcistas; aconsejó hacer el bien ocultamente, para impedir que la vanagloria destruyese el mérito; quiso que los Doce no dijeran que era el Cristo, antes de su entrada en Jerusalén, pública inauguración de su Mesianismo, y habló por parábolas para que le entendieran mejor los sencillos, que escuchan de mejor gana un relato que un sermón y recuerdan mejor una historia que un razonamiento. Tres Evangelistas refieren un discurso de Jesús que parece decir lo contrario: haberlo hecho a propósito para que no lo entendiesen todos. "Porque a vosotros — les dice a los Discípulos — os es dado conocer los misterios del Reino de los Cielos; pero a ellos no les 123

es dado... Por eso les hablo en parábolas, porque aunque tienen ojos no ven, y aunque tienen orejas no oyen ni entienden". Pero Jesús no quiere decir más que esto: Vosotros entendéis estos misterios; pero la mayoría no los entiende, aunque tengan orejas y entendimiento como vosotros. Y a esos, para que entiendan, les hablo en parábolas, es decir, en un lenguaje figurado de sucesos y, sin embargo, más fácil y familiar. A los niños se les enseña con apólogos; a los sencillos, con historias; y esos son tardos como los sencillos e incipientes como los niños. Para vencer su sordera adapto mi palabra a su condición. Son todo fantasía y poca inteligencia, y las parábolas son un llamamiento a la imaginación antes que al raciocinio. No las uso, pues, para esconder sino para revelar mejor las verdades incluso a aquellos que no sabrían verlas en formas puramente intelectuales. Que si luego siguen sin entenderlas, la culpa es de la terquedad que obtura muchas veces los ojos y los oídos del alma. Jesús no tenía arcanos que enmascarar . Quería que todos, incluso los más humildes, los más ignorantes, le entendiesen. Las parábolas no eran para ocultar su enseñanza a los profanos, sino para hacerla más explícita y aprehensible al vulgo. Que algunas veces también la inteligencia de los Doce fuese inferior a esta tarea, es una melancólica conclusión que Jesús no ignoraba. La maravillosa excepcionalidad de su Mensaje ha oscurecido su originalidad poética, no menos maravillosa. Jesús no ha escrito nunca nada — escribió una sola vez en la arena y el viento borró para siempre su escrito —; pero hubiera sido el mayor poeta de todos los tiempos en un pueblo de tan poderosa imaginación, en el pueblo que ha producido el Salterio, la Historia de Ruth, el Libro de Job y el Cantar de los Cantares. Su victoriosa juventud de espíritu, el terruño agreste y popular en que había crecido, la lectura de pocos libros — pero de los más ricos de todas las poesías —, su amorosa comunión con la vida de los campos y de los animales y, sobre todo y ante todo, el divino y apasionado afán de iluminar a quien sufre en la oscuridad, de salvar al que se está perdiendo para siempre, de llevar la felicidad suprema a los más infelices — porque la verdadera poesía no se enciende a la luz de las antorchas, sino a la luz de las estrellas y del sol, y no se encuentra en los legados escritos por los tatarabuelos, sino en el amor, en el dolor, en la profundidad conmovida del alma — hicieron de Jesús un inventor de imágenes vivas y eternas, con las cuales ha realizado un milagro nuevo no rubricado por los Evangelistas. El milagro de comunicar las verdades más altas por medio de relatos tan sencillos, familiares, llenos de gracia, que al cabo de veinte siglos resplandecen con esa juventud única de la eternidad. Algunos de esos relatos no son más que refundiciones idílicas o épicas de revelaciones expuestas por él otras veces con palabras conceptuales; pero hay algunos que dicen cosas nunca dichas en otra forma en sus predicaciones. Las parábolas son el comentario figurado del Sermón de la Montaña, como podía hacerlo un Poeta al que correspondía, con más propiedad que a todos los nacidos en la tierra, el nombre de Divino.

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LA LEVADURA
Las señoras de ciudad no hacen pan en su casa. Pero las viejas campesinas, las amas de casa, saben lo que es la Levadura. Un pedazo de masa del amasijo anterior, grande como el puño de un niño. Disuelto en agua hirviendo y amasado con la masa nueva, hace fermentar y crecer hasta tres fanegas de harina. De las semillas de las plantas, la de la Mostaza es de las más pequeñas. Apenas si se ve. Pero de aquel granito, puesto en buena tierra, nace un bello arbusto, en cuyas ramas pueden posarse los pájaros. Y tampoco es grueso el grano del Trigo. El labrador lo siembra y se va a sus quehaceres. Duerme, se despierta, sale de casa, vuelve. Pasan los días, pasan las noches y no piensa en el grano. Pero en la tierra húmeda ha germinado la semilla; nace una hierbecilla y sobre la hierbecilla una espiga, grácil y verde primero, que poco a poco grana y amarillea; y ya el campo pide la hoz y el labrador puede empezar la siega. Así sucede con el Reino de los Cielos y su Anuncio. La palabra parece cosa de nada — ¿qué es una palabra? Sílabas, sonidos que muchas veces salen de los labios y con dificultad entran en los oídos, y únicamente cuando proceden del corazón llegan a los corazones; es una cosa de nada, pequeña, corta, un aliento, un soplo, un sonido, que va y viene y el viento se la lleva. Y con todo, la palabra del Reino es como la Levadura: si se la mezcla con la harina buena, harina limpia, sin cizaña ni arvejas, fermenta y crece. Es como la semilla de los campos que germina en tierra, paciente como la tierra que la esconde; pero cuando llega la primavera, verdea y se vigoriza, y apenas comienza el estío hétela dispuesta para la recolección. El Evangelio consta de pocas palabras: el Reino está próximo, cambiad vuestras almas; pero si caen en hombres bien dispuestos, en sencillos que quieran ser grandes, en justos que quieran ser santos, en pecadores que busquen en el bien la felicidad que en vano buscaron en el mal, entonces esas palabras echan raíces, arraigan en lo hondo, echan yemas y capullos, florecen en racimos y espigas y triunfan en un estío espléndido que no será seguido de agostamientos otoñales. Son pocos en torno a Jesús, los que creen de veras en el Reino y se preparan para el Gran Día. Pocos hombres y pequeños, dispersos como briznas de levadura en medio de las naciones divididas y de los imperios sin confines. Pero esas pocas docenas de hombrecillos de ninguna importancia, en medio de un pueblo predestinado, llegarán a ser, por contagio del ejemplo, miles y miles y al cabo de trescientos años reinará en el puesto de Tiberio un hombre que se arrodillará ante los herederos de los Apóstoles. Pero para disfrutar del Reino prometido hay que renunciar a todo lo demás ¿No hacen lo mismo en los intereses temporales los hombres temporales? Si un hombre, labrando en campo ajeno, encuentra un Tesoro al punto lo esconde de nuevo y corre a vender cuanto posee para comprar aquella tierra. Si un mercader, en busca de joyas maravillosas, dignas de reyes, encuentra una más gruesa y pura de cuantas ha visto en su vida, una perla que ni siquiera el gran Rey en su palacio tiene, va y vende cuanto posee, incluso las demás perlas de menos precio, para comprar aquella perla única y extraordinaria. 125

Si el cavador y el mercader, hombres materiales que se contentan con ganancias caducas, están dispuestos a vender todos sus bienes para adquirir un Tesoro que les parece más precioso que cuanto poseen — y eso que se trata de un tesoro material y perecedero —, ¿con cuánta mayor razón no han de renunciar, si es preciso, aun a cuanto tienen de más caro los que quieran conquistar el Reino de Dios? Si el cavador y el mercader, por una ganancia de dinero, expuesta al hurto y a la consunción, están dispuestos a un sacrificio provisional que les dará tal vez el cien por cien, ¿no debemos, a cambio de una ganancia infinitamente superior, de naturaleza mucho más alta, por un tesoro eterno, dar lo que de mejor tenemos, aunque nos haya parecido hasta hoy de precio inestimable? Pero antes de la renunciación debemos considerar la nueva empresa. Hay que sondear nuestra alma, medir las fuerzas. No nos suceda como a aquel hombre que quería fabricar una Torre, una hermosa Torre que se elevase al cielo como las de Jerusalén y no hizo primero el cálculo de los gastos, sino que llamó a los cavadores y les hizo cavar los fundamentos; llamó a los albañiles e hizo que empezasen las cuatro paredes maestras. Pero cuando la torre empezaba apenas a elevarse del suelo y todavía no llegaba a los techos de las casas, tuvo que dejarlo porque ya no tenía para pagar la cal y los ladrillos, las piedras y los canteros. Y la Torre quedó de aquella suerte baja y truncada, en memoria de su presunción, y sus vecinos se burlaban de él. Un Rey que quiere llevar a la guerra a otro Rey, hace primero el recuento de sus soldados y, si no puede contar más que con diez mil y el otro tiene veinte mil, abandona toda idea de guerra y envía una embajada de paz antes de que el enemigo se mueva. En el Reino no se entra más que haciéndonos dignos y limpios. El Reino es un festín y es preciso ir a él vestidos de fiesta. Aquel Rey que celebraba las bodas de su hijo y cuyos invitados no acudieron, llamó a la gente baja, los transeúntes, los mendigos, a cualquiera que fuese; pero cuando entró en la sala del banquete y vio a uno todo lleno de fango y suciedad, le hizo arrojar fuera, a rechinar los dientes en el hielo de la noche. Al banquete del Reino, si los primeramente llamados no acuden, todos son invitados: incluso los miserables y los pecadores. El Rey había invitado con tiempo a los elegidos; pero el uno había comprado una heredad; el otro, cinco pares de bueyes; un tercero, se casaba precisamente aquel día. Todos atendían a su interés y no acudieron a la invitación. Y hubo quien ni siquiera se excusó. Entonces el Rey mandó que recogiesen por la calle a los tuertos, a los cojos, a los desarrapados, a la ínfima plebe. Y aún quedaba sitio: entonces dio orden de hacer entrar a la fuerza a los que pasaban al pie del palacio, fuesen quienes fuesen, y empezó el banquete. Era una cena real, una rica fiesta, una magnificencia. Pero, en fin de cuentas, consistía en atracarse de cordero y pescado, en embriagarse de vino y de sidra. Con el nuevo día, terminado el holgorio y levantadas las mesas, cada cual había de volver a su casa y a su miseria. Si alguno de los primeros invitados prefirió otro placer material a aquel placer material, se le podía disculpar. Pero la invitación al banquete del Reino promete una felicidad espiritual, absoluta, saciante, perpetua. ¡Qué diferencia de los recreos pasajeros de la vida terrestre, las borracheras que 126

hacen vomitar, los atracones que llenan el vientre, las crápulas que dejan los huesos cansados y el alma envilecida? Y, sin embargo, los invitados que Jesús ha escogido entre todos los hombres, y ha llamado antes que a nadie para la fiesta divina de los renacidos, no han contestado. Tuercen el gesto, murmuran, escapan y van a sus acostumbrados y sucios quehaceres. Prefieren la inmundicia de los bienes carnales al esplendor de la alta esperanza, única razón razonable de vivir. Entonces todos los demás son llamados en su lugar: los mendigos, en vez de los ricos; los pecadores, en vez de los fariseos; las prostitutas, en vez de las damas; los ignorantes, en vez de los instruidos; los enfermos y dolientes, en vez de los sanos y de los felices. Hasta los últimos que lleguen, con tal que lleguen a tiempo, serán admitidos a la fiesta. El dueño de la viña vio en la plaza a unos braceros que esperaban trabajo y les mandó a podar sus cepas y contrató en un denario el jornal. Más tarde, a mediodía, vio a otros sin trabajo y también los envió. Y más tarde todavía otros más, y a todos los contrató. Y todos trabajaron, quiénes en podar, quiénes en cavar. Y llegó la noche. Al amo a todos pagó y a todos el mismo denario. Pero los que habían empezado por la mañana temprano se quejaban: ¿por qué los que han trabajado menos que nosotros ganan lo mismo? Pero el amo les oyó y les respondió: ¿No he convenido acaso con vosotros el daros un denarío? ¿Por qué, pues, os quejáis? ¿Si me place dar lo mismo a los trabajadores de última hora, os quito algo a vosotros? La aparente injusticia del amo no es sino generosa justicia. A todos da cuanto ha prometido, y el que llegó el último, pero trabajó con igual esperanza, tiene derecho como los demás a gozar de aquel Reino por el cual ha penado hasta la noche. ¡Ay, sin embargo, del que tarda demasiado! El día preciso nadie lo sabe, y el que después de la hora no haya entrado, llamará a la puerta, pero nadie le abrirá y padecerá en las tinieblas de afuera. El amo ha ido a las bodas y sus criados no saben cuándo volverá. Bienaventurados aquellos que le hayan esperado y a quienes encuentre despiertos. El mismo amo los sentará a la mesa y los servirá. Pero si los encuentra dormidos y ninguno sale luego a recibirlo y le hacen golpear a la puerta antes de abrirle y salen a su encuentro somnolientos, desarreglados, medio desnudos, y no halla en casa la luz encendida ni el agua caliente, cogerá a los criados por un brazo y los echará sin misericordia. Todo el mundo esté dispuesto porque el Hijo del Hombre vendrá como Ladrón nocturno y no hace saber de antemano la hora de su venida. O como un Esposo que debe llegar y alguien le ha detenido en el camino y ha tardado. En la casa de la Esposa esperan Diez Vírgenes para salir a su encuentro con las luces del acompañamiento. Cinco, las Previsoras, han preparado el aceite para la lámpara y están a la escucha para oír las voces y los pasos del que se acerca. Cinco, las Descuidadas, no han pensado en el aceite y, cansadas de esperar, se adormecen. Y he aquí que de pronto se oye a lo lejos el murmullo de la comitiva nupcial que se acerca. Las Cinco Previsoras encienden las lámparas y salen luego contentas al encuentro del Esposo. Las otras Cinco se despiertan sobresaltadas y acuden a las compañeras para tener un poco de aceite; pero aquéllas dicen: "¿Por qué no lo habéis 127

preparado antes? ¡Id a quien lo vende!". Y las Descuidadas corren de una casa a otra para conseguir un poco de aceite, pero todos duermen y nadie responde y las tiendas están cerradas y los perros vagabundos corren ladrando tras sus túnicas ligeras. Vuelven a la casa de las bodas, pero hallan la puerta cerrada. Las Cinco Prudentes han entrado ya y festejan al Esposo. Las Cinco Locas llaman, suplican, gritan, pero nadie acude a abrir. Por las rendijas de las celosías ven la roja luz de la cena; sienten el ruido de los platos, el tintineo de las copas, los cánticos de los jóvenes, el son de los instrumentos, pero no pueden entrar. Tendrán que quedarse allí, en la oscuridad, y el viento y el miedo harán temblar a las excluidas del festín.

LA PUERTA ESTRECHA
"Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta ancha y el camino espacioso conducen a la perdición y son muchos los que por ella pasan; pero la puerta estrecha y el camino angosto conducen a la vida y son pocos los que la encuentran”. Los que quieran entrar al fin, no podrán, porque el amo de la casa, cuando haya cerrado la puerta, ya no admitirá a nadie. Hasta el Día Grande, hasta que no sea demasiado tarde, pedid y os será dado, llamad y se os abrirá. Los hombres, que son duros, perezosos, despiadados, no resisten a la obstinación del postulante, y, al cabo, ceden. Si los hombres, que son hombres, no son siempre insensibles a las súplicas, ¿cuánto más segura no será la respuesta de un Padre que nos quiere? Un hombre, a medianoche, llama a la puerta de un amigo y le despierta. Y a través de la puerta le dice: "Préstame tres panes, que me ha llegado de improviso un huésped y no tengo nada que darle. Pero el otro, medio dormido, responde: "No me molestes, que estoy cansado y no quiero levantarme. Y tengo aquí en la cama conmigo a mis niños que duermen, y si me levanto se despertarán y lloriquearán”. Pero el otro no se da por vencido y llama de nuevo a la puerta y levanta la voz y le pide con las manos juntas que le haga ese favor, porque por allí no tiene otros amigos y es tarde ya y el huésped, hambriento, le espera. Y tanto importuna a la puerta, que el amigo se tira de la cama y le hace pasar y le da cuantos panes necesita. El amigo era poltrón, pero de corazón generoso. Además, incluso los malos, hacen lo que él. Había en una ciudad un juez que no respetaba a nadie. Un hombre triste y desdeñoso que todo lo quería hacer según su comodidad. Cierta viuda iba todos los días en su busca pidiéndole justicia y, aunque tenía razón, siempre la rechazaba y no quería escucharla. Pero la viuda soportaba en paz los desdenes y no se cansaba de importunarle. Al cabo, el juez, para quitarse de encima a aquella mujer que le rompía los oídos con tantas súplicas, instancias y solicitaciones, extendió la sentencia y la mandó en paz. Pero es menester no pedir más de lo justo. Quien haya realizado lo que debía, comerá y beberá, pero no tendrá sitio especial ni será mejor servido que su hermano y mucho menos que su superior. 128

Cuando el criado, después de haber estado en el campo sembrando o guardando el ganado, vuelve a casa, el amo no le llama consigo a la mesa, sino que primero se hace servir él y luego le da a su vez la cena justa. Es una parábola dedicada por Jesús a sus Apóstoles, que ya se disputan los mejores puestos del Reino. ¿Se considerará, por ventura, obligado a su servidor porque ha hecho lo que le había sido mandado? Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido mandado, decid: "Somos criados inútiles; hemos hecho lo que teníamos el deber de hacer”. Hacer es la única cosa que importa. Los hay que dicen que sí a las órdenes que se les dan y luego no trabajan. Ellos son más culpables que aquellos que se negaron de palabra, pero luego, arrepentidos, obedecieron. Un padre tenía dos hijos y le dijo al mayor: "Ve a la viña y trabaja”. Y el hijo dijo que sí, pero, en vez de ir a la viña, se tumbó a la sombra a dormir. Y el padre le dijo al menor: "Ve tú también a la viña a trabajar con tu hermano”. Pero el hijo respondió: "No; hoy quiero descansar, porque no me siento bien”. Pero después, pensando en el anciano que no podía hacer por sí las faenas y que se había entristecido con la negativa, se sobrepuso a su cansancio y fue a la viña, y trabajó hasta la tarde de buena gana. Escuchar la palabra del Reino no basta. Consentir sólo con la boca y seguir la vida de antes, sin intentar siquiera la transmutación del corazón, es menos que nada. "El que a mí viene y escucha mis palabras y las pone en práctica, será semejante a un hombre previsor que, queriendo construirse una casa, ha cavado y cavado profundamente, y ha sentado los cimientos sobre la roca. Y cuando ha llovido y llegado la crecida, el aluvión ha arremetido contra la casa y ha soplado el vendaval, pero la casa no se ha derrumbado porque estaba asentada sobre la roca. Pero el que oye mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a un hombre necio que ha fundado su casa sobre la arena, sin base. Y ha caído la lluvia y llegado la crecida y han soplado los vendavales, y la riada ha embestido la casa y la ha echado por tierra y la ruina ha sido grande”. La misma enseñanza hay en la parábola del sembrador: "El sembrador salió a sembrar su semilla; y en tanto sembraba, una parte de la semilla cayó al borde del camino; fue pisoteada, y los pájaros del cielo la picotearon. Y otra cayó en lugares rocosos, donde no había mucha tierra; y luego apuntó, porque el terreno no era profundo; pero, al salir el sol, se agostó; y como no tenía raíces, se secó. Y otra cayó entre los espinos, y los espinos, nacidos al mismo tiempo que la semilla, le ahogaron. Y otra cayó en buen terreno, y, una vez nacida, dio el ciento por uno”. Esta es la parábola que los Doce no fueron capaces de entender. Y Jesús tuvo que ser el glosador de sí mismo. La semilla es la Palabra. En aquel que no la entiende, viene Satanás y se la lleva. Quien la entiende y la recibe con alegría, pero no la arraiga en su alma, a la primera persecución se olvida. Hay quien la escucha y acoge, pero no sabe sobreponerse a los cuidados del mundo, de las riquezas, de los honores, y estos espinos usurpadores la sofocan. Pero el que escucha la Palabra y la entiende y la hace dueña de su espíritu y regla de su vida es, en verdad, semejante al campo feraz donde el grano produce ciento por uno. Y no basta tampoco escucharla, entenderla, practicarla. El que la ha recibido no ha de guardarla solamente para sí. 129

¿Quién es el que teniendo una luz la pone debajo de la cama o debajo del celemín? La luz ha de estar en medio de la casa y en alto para que todos la vean y sean por ella iluminados. Un señor que tenía que partir para un largo viaje dio a cada uno de sus criados una mina [1] para que la hiciese producir. Y cuando volvió les pidió cuenta. El primero le dio diez minas, porque con la primera había ganado otras diez. Y el señor le hizo administrador de todos sus bienes. Y el segundo le dio cinco. Pero el tercero se presentó ante él todo temeroso y le mostró, envuelta en un pequeño pañuelo, la mina que le había entregado. — "Señor, aquí tienes tu mina; yo sabía que eres hombre duro que siegas donde no has sembrado y recoges donde no has repartido; tuve miedo y la escondí". Y el señor: — "Criado malicioso y holgazán, te juzgaré por tus propias palabras. Tomadle la mina y dádsela al que tiene diez. — "Pero ya tiene bastante". — "Yo os digo — replicó el señor — que al que más tiene más le será dado, pero al que no tiene, incluso lo que tiene le será quitado. Y al criado inútil, arrojadlo a las tinieblas de fuera, donde habrá llanto y crujir de dientes". El que ha recibido la Palabra debe hacer que redoble sus beneficios. Le fue dado un Tesoro tal, que si lo deja infructuoso es justo que le sea arrebatado. A quien nada añadió, le será quitado incluso lo que tiene; y el que lo ha duplicado, más recibirá. No son pobres éstos, a los que es menester regalar porque no tienen, sino labradores infieles y holgazanes a quienes se les confió el campo más fructífero del universo. Bienaventurado el mayordomo a quien el amo halle atento a repartir razonablemente a sus inferiores la parte de trigo que les corresponde. Pero si el mayordomo empieza a pegar a los criados y criadas y no piensa más que en comer y en emborracharse, cuando el amo vuelva — el día que menos se espera — hará que le den de latigazos y le condenará a la misma suerte que a los infieles. Porque el criado que no sabe la voluntad del amo y, no conociéndola, no la cumple, recibirá pocos golpes; pero el que la sabía y, no obstante, hace todo lo contrarío, será golpeado y arrojado de la casa donde mandaba. Los Portadores de la Palabra no tienen excusa si no son los primeros en obedecerla. Al que mucho le fue dado, mucho le será también pedido.

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EL HIJO PRÓDIGO
Un hombre tenía dos hijos. Se le había muerto la mujer, pero le habían quedado aquellos dos hijos. Sólo dos. Pero dos son siempre mejor que uno. Si el primero está fuera, está en casa el segundo; si el más pequeño se pone enfermo, el mayor trabaja por los dos; y si uno se muere — también los hijos se mueren, también los jóvenes se mueren, y a veces antes que los viejos —, y si uno de los dos se muere, queda, al menos, uno que cuida a su pobre padre. Este hombre amaba a sus hijos, no sólo porque eran sangre suya, sino porque era de condición afectuosa. Quería a los dos, al mayor y al pequeño; tal vez un poco más al pequeño que al mayor, pero tan poco más, que ni él se daba cuenta. Por el último hijo, todos los padres y todas las madres tienen cierta preferencia; por más pequeños; por más guapo que todos, y por menos favorecido ante la ley; y además es el último que ha sido niño y después del suyo no ha habido en la familia otro nacimiento; de suerte que su niñez, todavía tan reciente, se alarga, se prolonga, se extiende casi hasta los umbrales de la juventud, como una persistente sombra de ternura. ¿No parece que fue ayer cuando mamaba, cuando daba los primeros pasos con la faldita corta, cuando le saltaba al cuello a su padre para ir a caballo? Pero este hombre no se mostraba parcial. Tenía a sus dos hijos como a sus ojos y sus manos, igualmente queridos, uno a la derecha y uno a la izquierda, y cuidaba que el uno y el otro estuviesen contentos y a ninguno de los dos le faltase nada. Pero entre los hijos de un mismo padre, hay quién piensa de una manera y quién de otra, No sucede casi nunca que dos hermanos tengan la misma índole. O que se parezcan siquiera. El mayor era un joven serio, prudente, reposado, que parecía ya un hombre hecho y derecho, maduro, un marido, un padre de familia. Respetaba a su padre, pero más como a amo que como a padre, sin una palabra ni señal de sentimiento; trabajaba puntualmente, pero era agrio y duro con los criados; cumplía las devociones que están mandadas, pero que no se le acercasen los pobres. A prestarle crédito, aunque la casa estuviese llena de bendiciones de Dios, nada era para ellos. Fingía querer a su hermano, pero en su interior le roía el gusano de la envidia. Cuando se dice “quererse como hermanos", se dice lo contrario de lo que se quisiera decir. Rara vez los hermanos se quieren de verdad. La historia hebrea, dejando a un lado las demás, empieza con Caín; sigue con Jacob, que engaña a Esaú; con José, vendido por sus hermanos; con Absalón, que mató a Ammón; con Salomón, que mandaba degollar a Adonías. Gotear de sangre sobre un largo camino de celos, de luchas, de traiciones. Dígase, en vez de fraternal, amor paterno; nos equivocaremos menos. El segundo hijo parecía de otra sangre. Era más joven y no se avergonzaba de la juventud. Chapoteaba en la juventud como en un lago caliente. Tenía todos los caprichos, los ardores, las gracias — y desgracias — de su edad. Con su padre, según las lunas: un día hubiera renegado de él y al siguiente levantándole a las nubes; era capaz de mostrársele enfadado semanas enteras y después, de pronto, echarse a su cuello todo contento. Más que trabajar, le gustaba pasear con los amigos, y no decía que no cuando le convidaban a beber; y miraba 131

a las mujeres, y ambicionaba vestir bien y presentarse mejor que los demás. Pero de buen corazón: pagaba a quien no podía pagar, a escondidas hacía caridades a los hermanos, no despedía a nadie dejándole desconsolado. Rara vez se le veía en la sinagoga, y por eso, y por otras maneras suyas de portarse, los burgueses de la vecindad, las gentes de bien, las personas ejemplares y timoratas, religiosas y hacendosas, no le veían con buenos ojos, y le recomendaban a sus hijos que no anduviesen con él. Cuanto más que aquel joven quería hacer de gran señor más de lo que le permitía el haber de su padre — buen hombre, según decían, pero débil y ciego, — y decía cosas que no están bien en un hijo de familia educado como es debido. La vida humilde de aquel humilde pueblo le asqueaba; decía que era mejor correr aventuras en los países ricos, populosos, lejanos, más allá de los montes y los mares, donde están las grandes ciudades lujosas y los pórticos de mármol y los vinos de las islas, y las tiendas llenas de sedas y plata, y las mujeres vestidas de gala, como reinas maceradas en aromas, que daban, sin hacerse rogar, su carne a cambio de un puñado de oro . . . Allí, en el campo, había que vivir ordenadamente y no había manera de desahogar el humor gigantesco y nómada. El padre, aunque rico, aunque bueno, medía las dracmas como si fuesen talentos; su hermano le miraba de mal ojo si se compraba una túnica nueva o volvía a casa un poco alegre; en su familia no se conocía más que el campo, el surco, el pastoreo, el ganado: una vida que no le parecía vida, sino agotamiento. Y un día — había pensado en ello varias veces sin valor para decirle — endureció su corazón y su rostro y le dijo a su padre: —Dame la parte que me toca de lo mío, y nunca jamás te volveré a pedir nada. El anciano sufrió ante tales palabras, pero nada dijo, y fuese a su aposento para no dejar ver que lloraba. Y ninguno de los dos habló más de aquello durante cierto tiempo. Pero su hijo padecía, estaba enfadado y había perdido con el ímpetu y brío, hasta los colores del rostro. Y el padre, al ver llorar a su hijo, padecía cada vez más, pensando que lo perdía. Pero al cabo el amor paterno venció al amor de sí mismo. Se hizo la estimación pericial y el padre dio a sus dos hijos la legítima y se reservó lo demás para sí. El joven no perdió tiempo: vendió lo que no podía llevarse consigo y, juntando una buena cantidad, sin decir nada a nadie, una noche montó en un buen asno y partió. Al hermano mayor no le disgustó en modo alguno aquella marcha: "Este ya no se atreverá a volver, y ahora soy yo el hijo único, y yo solo mando, y nadie me quitará el resto de la herencia." Pero el padre lloró en secreto todas sus lágrimas, todas las lágrimas de sus viejos y arrugados párpados, y cada surco de su viejo rostro se bañó de llanto. Desde aquel día ya no fue él, y se necesitó todo el amor que tenía al hijo que le quedaba para vencer el descorazonamiento de aquella separación. Pero una voz le decía, que acaso no le había perdido para siempre, que vería a su segundo vástago y obtendría la gracia de volver a besarlo antes de morir, y aquella voz le ayudaba a soportar la separación con menos angustia. Entretanto, el joven fugitivo se acercaba a grandes jornadas al país opulento y en fiesta donde pensaba vivir. Y a cada vuelta del camino palpaba los saquillos del dinero que 132

pendían de la silla. Presto llegó al país de su deseo y empezó la fiesta. Le parecía que aquellos dineros que había llevado consigo no se acabarían nunca. Tomó en alquiler una hermosa casa, compró cinco o seis esclavos, se vistió como un príncipe; pronto tuvo amigos y amigas que le acompañaban a almorzar y a comer y bebían vino cuanto les cabía en el vientre. Con las mujeres no regateó y escogió las más bellas que había en la ciudad que supieran bailar y tocar y vestirse con magnificencia. Nunca le parecían demasiados los regalos para gozar las más desesperadas torturas del placer. El señorito provinciano, venido del campo sin distracciones, tenido a raya en la época de la sensualidad prepotente, sediento de grandezas, desahogaba ahora la lujuria contenida y la afición al fausto en aquella vida enervante peligrosa como un puente sin baranda. Una vida que no podía durar. Quita y no pon, presto se acaba el montón, dicen los labradores cuando van al granero para llevar el trigo al molino. Los sacos del Pródigo tenían un fondo, como todos los sacos, y llegó el día en que ya no hubo ni oro ni plata ni cobre siquiera, sino pedazos de tela y de cuero que se amontonaban lacios, sobre los ladrillos del suelo. Desaparecieron los amigos y desaparecieron las mujeres; esclavos, lechos y mesas fueron vendidos, y con lo recaudado hubo para comer mal que bien, pero poco. Para mayor desgracia, hubo en aquel país una gran carestía, y el Pródigo se halló hambriento en medio de un pueblo de hambrientos. Nadie le miraba; las mujeres se habían ido a otras ciudades, y los amigos de las noches de borracheras a duras penas conseguían ir viviendo ellos mismos. El desventurado, casi desnudo, se fue al campo con un señor que poseía una heredad. Tanto se recomendó a su favor, que le aceptó en calidad de porquero, porque era joven y sano y no sobraban porqueros, que nadie, por poco que pudiese, quería tal oficio. Para un judío no podía haber mayor castigo que aquél. Hasta en Egipto, a pesar de que allí se adoraba a los animales, únicamente a los porqueros les estaba prohibida la entrada en el templo, y ningún padre les daba a sus hijas por mujeres, ni nadie se hubiera casado por todo el oro del mundo con la hija de un porquero. Pero el Pródigo no tenía donde escoger y tuvo que cuidar a los cerdos. No le daban salario, y la comida era escasa porque había poco para todos. Mas para los cerdos no hay carestía, porque comen de todo y en aquel país tenían bellotas a placer y se hartaban. El mísero hambriento miraba con envidia a aquellos animalotes negros y rosados que hozaban en la tierra, mascullando cáscaras y raíces, y deseaba llenar el vientre de aquella comida y lloraba recordando la justa abundancia de su casa y los festines de la gran ciudad. A veces, vencido del hambre, cogía debajo del hocico gruñente de los cerdos una cáscara negruzca de bellota, templando la amargura del arrepentimiento con aquel desabrido y leñoso dulzor... ¡Y ay, si le viera el amo! Su vestido era una sucia zamarra de esclavo que hedía a establo; su calzado, un par de sandalias rotas, atadas con juncos, de cualquier manera; en la cabeza, un trapo de ningún color. Su bello rostro de mozo galán, tostado por el sol de las colinas, se le había descarnado y alargado, tomando un color mortecino entre plomizo y barroso. ¿Quién llevará ahora sus nítidas capas de lana hilada y tejida en casa, que dejó en las arcas de su hermano? ¿Dónde estarán las bellas túnicas de seda teñida de púrpura, que hubo de 133

vender por pocos dineros a los prenderos? Los criados de su padre vestían mejor que él. Y comían más que él. Y, volviendo en sí, dijo: "¿Cuántos criados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo me muero de hambre?" Hasta entonces, apenas apuntaba el pensamiento del regreso, lo había rechazado. ¡Volver en aquel estado, después de haber hecho llorar a su padre y haber cedido ante su hermano! ¡Volver sin un traje, descalzo, sin un dracma, sin el anillo — signo de libertad — desfigurado, afeado por aquella famélica esclavitud, hediondo, contaminado de aquel oficio abominable, y dar la razón a los prudentes vecinos, al prudente hermano, humillarse a los pies del anciano a quien abandonó sin un saludo! Volver como un andrajo de oprobio donde le vieron salir como un rey. Volver a la escudilla en que había escupido. A una casa donde ya no había nada suyo. No. Algo suyo había siempre. Su padre. Si él pertenecía a su padre, su padre le pertenecía a él. Era descendencia suya, carne de su carne, había sido engendrado por él en un momento de amor. El padre, aún ofendido, no podría renegar su propia sangre. Si no le quiere como a hijo, al menos le tendrá como criado. En el puesto de un extraño, de un hombre nacido de otro padre. "Me levantaré y llegaré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti, y no soy digno de seguir llamándome hijo tuyo; tenme como a uno de tus criados." No vuelvo como hijo, sino como servidor, como trabajador: no te pido amor, al que no tengo derecho sino un poco de pan en tu cocina. Y el joven, entregando los cerdos a su amo, se encaminó a su tierra. Pedía un pedazo de pan a los campesinos, que se lo daban, y regaba aquel pan de misericordia y de limosna con la sal de sus lágrimas, a la sombra de los sicomoros. Los pies, despellejadas y heridos, apenas le sostenían; estaba descalzo, pero la fe en el perdón le llevaba, paso a paso, hacia su casa. Al cabo, un día, cuando el sol estaba ya en lo alto, llegó a la vista de la quinta de su padre. Pero no se atrevía a llamar ni a entrar. Y daba vueltas en torno a la casa, espiando si alguien salía. Y he aquí que su padre se asoma a la puerta y le ve de lejos — su hijo no es aquél, cuán cambiado está; pero los ojos de un padre, aun consumidos por el llanto, no pueden por menos de reconocerlo — y corre a él, y le aprieta contra su pecho, y le besa una y otra vez, y no se cansa de posar sus viejos labios pálidos en aquel rostro consumido, en aquellos ojos que han cambiado de expresión, pero que siguen siendo hermosos; en aquellos cabellos polvorientos, pero rizados y suaves; en aquella carne que es suya. El hijo, confuso y enternecido, no sabe responder a los besos. Y apenas libre de los brazos paternales, se arroja al suelo y repite temblando el discurso preparado: —Padre, pequé contra el cielo y contra ti, y no soy digno de que me llames tu hijo. Pero si el joven se humilla hasta rehusar el nombre de hijo, el viejo se siente, en aquel momento, más padre: le parece que vuelve a ser su padre por segunda vez. Y sin responderle siquiera, con los ojos nublados y húmedos, pero con la voz sonora de los buenos tiempos, llama a los esclavos: 134

—Traed la mejor y más bella túnica y vestidle con ella: ponedle un anillo en la mano y calzado en sus pies. El hijo del Amo no ha de entrar en su propia casa como un mendigo. El traje más bello, el calzado nuevo, el anillo al dedo. Y los criados han de servirle, porque también él es amo. — Y traed un ternero cebado y matémoslo, y comamos y hagamos fiesta, porque mi hijo había muerto y resucitó; se había perdido y ha sido encontrado. El ternero cebado se reservaba para la fiesta; pero ¿qué fiesta más hermosa que ésta para mí? Había llorado por muerto a mi hijo, y helo aquí conmigo: lo había perdido en el mundo, y el mundo me lo restituye. Estaba lejos, y está con nosotros; era un mendigo en puertas extrañas; y ahora banqueteará en su propia mesa. Y los siervos obedecieron, y el ternero fue muerto, desollado, descuartizado y puesto a cocer. Y se sacó de la bodega el vino más viejo. Y fue aparejada la mejor estancia para la cena del regreso. Y algunos criados fueron a llamar a los amigos del padre, y otros a los músicos para que acudan luego con sus instrumentos. Y cuando todo estuvo dispuesto, el hijo se hubo bañado, y su padre lo besó repetidas veces — como para comprobar con la boca que estaba allí con él su verdadero hijo y no la visión de un sueño — empezó el banquete y se escanciaron los vinos, y los músicos acompañaron los cantos de la alegría. El mayor estaba en el campo a trabajar, y al volver por la tarde, cuando estuvo cerca de su casa, oyó música y ruido y palmoteo y el pisotear de los danzantes. Y no salía de su asombro: "¿Qué ha sucedido? ¿Acaso mí padre se ha vuelto loco? ; O ha llegado de improviso a nuestra casa un cortejo de bodas?" Enemigo del bullicio y de las caras nuevas, no quiso entrar para ver por sí qué pasaba. Sino que, llamando a un muchacho que de la casa salía, le preguntó el porqué de todo aquel ruido. — Tu hermano ha venido. Y tu padre ha matado el ternero cebón, por haberle vuelto a tener consigo sano y salvo. A estas palabras, sintió un ahogo en el corazón y se quedó pálido. No de contento, sino de rabia y celos. Volvió a encendérsele en su interior la antigua envidia, porque le parecía que toda la razón estaba de su parte. Y no quiso entrar en su casa; y permaneció fuera, airado. — Ven, que tu hermano ha vuelto y ha preguntado por ti y se alegrará de verte y le festejaremos juntos. Pero el Prudente no pudo contener sus palabras y, por primera vez en su vida, se atrevió a condenar a su padre en su propia cara: — Eso es; hace tantos años que te sirvo como un esclavo y nunca traspasé una orden tuya, y jamás me diste un cabrito para cenar con mis amigos. Y ahora que ese hijo tuyo vuelve a

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casa, después de haber malgastado tu hacienda en los lupanares, has matado para él el ternero cebado. Con estas pocas palabras descubre toda la bajeza de su ánimo, escondida hasta entonces bajo el manto farisaico de la prudencia. Echa en cara a su padre la obediencia propia, le echa en cara su avaricia — "Y no me has dado un cabrito siquiera" — y le reprocha, él, hijo sin amor, el ser un padre demasiado amante: "Este hijo tuyo." No dice hermano. Que lo reconozca, si quiere, el padre como tal hijo, que él no quiere reconocerlo como hermano. "Se ha gastado tu dinero con prostitutas." Los dineros que no son suyos, con mujeres que no son suyas. "Mientras que yo he estado contigo, sudando en tus tierras, sin recompensa alguna." Pero el padre, del mismo modo que ha perdonado al otro hijo, perdona a éste también: — Hijo mío, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era menester banquetear y alegrarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado, se había perdido y lo encontramos. El padre está seguro de que estas palabras bastan para cerrarle la boca: "Había muerto y ha resucitado, se había perdido y lo encontrarnos." ¿Qué más razones son menester? ¿Y cuáles serían más fuertes? Haya hecho lo que haya hecho: "Ha malgastado lo mío con las mujeres, ha malgastado cuanto ha podido. Me abandonó sin un adiós, dejándome llorando. Aunque se hubiera portado peor aún, no por eso dejara de ser mí hijo. Aunque hubiese robado por los caminos, asesinado a inocentes y me hubiera ofendido mucho más, no puedo olvidar que es hijo mío, sangre mía. Se había ido y ha vuelto, había desaparecido y ha reaparecido, había muerto y ha resucitado. Y para festejar este milagro no me parece demasiado un ternero. Tú no me has dejado nunca; he gozado siempre de ti; todos mis cabritos son tuyos con sólo pedírmelos; todos los días has comido a mi mesa. Pero él, ¡estaba tan lejos hace tantos días, tantas semanas, tantos meses! No le veía sino en sueños. ¡Hacía tanto tiempo que no comía un pedazo de pan conmigo! ¿No tengo derecho de celebrarlo, al menos hoy?" Jesús se detuvo aquí. No siguió la parábola. No era menester. El significado de la parábola no necesita añadiduras. Pero ninguna boca humana ha contado una historia más hermosa que ésta y que tan profundamente se apodere del corazón de los hombres, después de la de José. Están en libertad ciertos intérpretes para sus conjeturas y entretenimientos. Que el Pródigo es el hombre nuevo purificado por la prueba del dolor, y el Prudente el Fariseo que observa la antigua ley, pero no conoce el amor. O bien que el Prudente es el pueblo judaico que no comprende el amor del Padre, el cual acogerá al pagano, a pesar de que se haya revolcado en los torpes amores de la gentilidad y haya vivido en compañía de los cerdos. Jesús no proponía enigmas. Él mismo dijo, al fin de la parábola, que hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por todos los justos que se glorían de su justicia espuria, por todos los puros que se enorgullecen de su pureza externa, por todos los rígidos fariseos que ocultan la sequedad de su corazón bajo el aparente respeto a la ley. 136

Los verdaderos justos serán acogidos en el Reino, pero de ello estábamos seguros. No nos han hecho temblar y sufrir y no es menester alegrarse. Pero por el que ha estado a punto de perderse, que ha padecido más por rehacerse su alma, por vencer la bestialidad que en él había, que ha merecido más su puesto porque para obtenerlo ha tenido que renegar de todo su pasado, por ese se elevarán los cantos de júbilo. "¿Quién de vosotros que tenga cien ovejas y ha perdido una, no deja a las noventa y nueve en el desierto y va tras la perdida hasta haberla hallado? Y una vez que la halla se la echa a la espalda, lleno de gozo, y, llegado a casa, llama a sus amigos y a sus vecinos, diciéndoles: "Alegraos conmigo, que hallé la oveja que se me había perdido." "¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si ha perdido una, no enciende el candil y barre la casa y busca cuidadosamente hasta hallarla? Y, una vez hallada, llama a las amigas y a las vecinas, diciendo: "Alegraos conmigo, porque hallé la dracma que había perdido?" Y ¿qué es una oveja en comparación de un hijo resucitado, de un hombre salvo? Ni ¿qué vale una dracma en parangón de un extraviado que recobra la santidad?

Notas 1 )- La mina, usada como unidad de peso y como unidad monetaria en muchos pueblos antiguos, tuvo distinto valor en cada región y en cada época. La usada por los hebreos en tiempo de Jesucristo pesaba, según los datos de Flavio Josefo, 1068,65 gramos. Las había de oro y plata.—(N. del T.)

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LAS PARÁBOLAS DEL PECADO
Pero el perdón crea una obligación a la que no se admiten exenciones. Es transmisible y ha de ser transmitido. El amor es como fuego que, si no se comunica, se apaga. Te han abrasado con el gozo, abrasa a quien se te acerque; si no, te conviertes en piedra, ahumada, pero fría. El que ha recibido debe restituir; cuanto más, mejor, pero al menos una parte. Un día un Rey quiso ajustar cuentas con sus subalternos. Y uno por uno los fue llamando a su presencia. Entre los primeros le llevaron a uno que le debía diez mil talentos, Como no tuviera con qué pagar al Rey, mandó que éste fuese vendido juntamente con su mujer, sus hijos y cuanto poseía para satisfacer una parte de la deuda. El siervo, desesperado, se arrojó a los pies del Rey. Parecía un montón de ropas del que surgían sollozos y promesas: Ten paciencia, espera un poco más y te lo pagaré todo; pero no consientas que mi mujer y mis hijos sean enviados a la feria como ovejas, separados de mí, llevados quién sabe adónde. El Rey se enterneció — también él tenía hijos pequeños — y le dejó en libertad, condonándole aquella deuda grandísima. El siervo salió que parecía otro; pero su corazón, aun después de tan gran favor, era el mismo. Y habiéndose encontrado con uno de sus compañeros que le debía cien dineros — una pequeñez en comparación con los diez mil talentos — lo cogió por el cuello: “¡Págame lo que me debes o hago que te prendan los esbirros!”. El desventurado agredido de aquella suerte, hizo lo que su perseguidor había hecho poco antes en presencia del Rey: se arrojó a sus pies, se encomendó a su favor, lloró, juró que le pagaría de allí a pocos días, le besó la orla del vestido, le recordó su antigua hermandad, le rogó que esperase en nombre de sus hijos que en casa le esperaban. Pero aquel desalmado, que era Siervo y no Rey, no tuvo compasión: tomó al deudor por un brazo, lo entregó al tribunal e hizo que lo metiesen en prisión. Se extendió la nueva entre los demás siervos de palacio y a todos los entristeció. Y como luego llegó a oídos del Rey, éste, mandando llamar al despiadado, le entregó a los torturadores: “Yo te condoné aquella tan gran deuda; ¿no debías tú condonar la de tu hermano, que era mucho más pequeña?; ¿no debías tener compasión de él?” Los pecadores, cuando reconocen el mal que hay en ellos y lo abjuran con corazón humillado, están más cerca del Reino que los falsos devotos que se adornan con la alabanza de la propia devoción. Dos hombres subieron al Templo a orar: el uno era Fariseo y el otro Publicano. El Fariseo, con las fílacterias colgadas sobre la frente y en el brazo izquierdo relucientes las largas cenefas de su manto, arrogante y en pie, como quien se encuentra en su casa, oraba así: Te doy gracias, oh Dios, de que yo no sea como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Yo ayuno dos veces por semana, pago todos los diezmos y observo todos los artículos de la Ley.

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El Publicano, por el contrario; no tenía siquiera valor para levantar los ojos y parecía como avergonzado de comparecer ante el Señor. Suspiraba y se golpeaba el pecho, y no decía sino estas palabras: Oh, Dios, ten misericordia de este pecador. "Yo os digo que éste volvió a su casa justificado, con preferencia a aquél otro; porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado." Un doctor de la Ley preguntó a Jesús quién es el prójimo. Jesús contestó: Un hombre, un hebreo, bajaba de Jerusalén a Jericó, por las gargantas de los montes. Lo asaltaron unos ladrones y, después de haberle herido y despojado, le dejaron en el camino medio muerto. Pasa un Sacerdote, uno de aquellos que iban a fiestas y reuniones y se vanagloriaban de conocer por lo menudo la voluntad de Dios, ve al desgraciado tendido en tierra, pero no se detiene y, para evitar contactos inmundos, atraviesa al otro lado del camino. Poco después he ahí un Levita. También era de los rígidos, de los intransigentes, y conocía al dedillo todas las ceremonias sagradas, y creíase, más que sacristán, uno de los dueños del Templo. Mira de soslayo el cuerpo sangrante y sigue su viaje. Y pasa, por último, un Samaritano. Para los Judíos, los Samaritanos, eran infieles, traidores, poco menos detestables que los Gentiles, porque no querían sacrificar en Jerusalén ni aceptar la reforma de Nehemías. El Samaritano, sin embargo, no se detiene a ver si el infeliz tendido entre las piedras del camino es circunciso o no, si es de Judá o de Samaria. Pero se acerca, y al verlo reducido a tal extremo se mueve al punto a compasión. Y sacando de la alforja las cantimploras, le vierte en las heridas un poco de aceite y de vino, le venda como puede con un pañuelo, pone al desconocido atravesado sobre su borrica, le lleva a una población, manda que lo acuesten, intenta hacerle volver en sí llevando a su boca algo caliente y no lo deja hasta verlo recobrado, pudiendo hablar y comer. Al día siguiente, llama aparte al huésped y le da dos dineros: Cuídalo, atiéndelo lo mejor que puedas, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva por aquí. El prójimo, pues, es el que sufre, el que ha menester ayuda. Sea el que sea. Incluso tu enemigo, si necesita de ti, aunque no te lo ruegue, es tu prójimo. La caridad es título valiosísimo para la admisión en el Reino. Lo supo el Rico Epulón, vestido de púrpura y lino finísimo, que diariamente banqueteaba con sus amigos. A la puerta de su palacio estaba Lázaro, el pobre, el hambriento, lleno de úlceras, que se hubiera contentado con las migajas y los huesos que caían debajo de la mesa de Epulón. Los perros tenían compasión de Lázaro y de su miseria y, no pudiendo hacer otra cosa por él, le lamían las llagas, y él acariciaba aquellas dóciles bestias amorosas con su mano descarnada. Pero el rico no tenía compasión de Lázaro y no se le ocurrió invitarlo ni una sola vez a su mesa, ni le mandaba siquiera un bocado de pan o las sobras de la cocina destinadas a la basura, que los marmitones mismos rehusaban. Sucedió que uno y otro, el pobre y el rico, murieron, y el pobre fue recibido en el seno de Abraham, y el rico fue precipitado a sufrir en el fuego. Y una terrible sed le atormentaba, sin que nadie le consolase. De lejos vio a Lázaro en compañía de los Patriarcas, y de entre las llamas gritó: Padre Abraham, ten piedad de mí y ordena a Lázaro que me moje los labios con la punta del dedo, porque me consumo en esta llama.

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No le había dado una migaja siquiera cuando vivían, y ahora no pedía ser librado del fuego, ni un vaso de agua, o un sorbo siquiera, ni una gota; se contentaba con la poquísima humedad que podía llevarle la punta de un dedo, del dedo pequeño del pobre. Pero Abraham respondió: Hijo mío: recuerda que recibiste en vida toda clase de bienes y Lázaro todos los males. Ahora él es consolado y tú torturado. Si tú le hubieses dado la mínima parte de tu cena, pues que sabías que tenía hambre y estaba acurrucado a tu puerta peor que un perro, y hasta los perros le tenían más compasión que tú; si le hubieras dado un bocado de pan tan sólo una vez, tendrías ahora algún título para pedir la punta de un dedo suyo mojada en agua. El rico se complace en su patrimonio y se duele de tener que dar una mínima parte, porque cree que la vida no pasa nunca y que el futuro ha de ser igual al pasado. Pero la muerte llega para él también y cuando menos lo piensa. Había una vez un Propietario que un año obtuvo de sus tierras más que ningún otro. Y fantaseaba a propósito de aquella nueva riqueza. Decía: Echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes en que quepan todas mis cosechas de trigo, de cebada, de maíz, y haré otros parajes para el heno y la paja, y otros establos para los bueyes que compre, y un gran establo en que quepan todas mis ovejas y cabras. Y diré a mi alma: Ya tienes en reserva mucha riqueza para muchos años; descansa, come, bebe, disfruta y no pienses en más. Y no le pasó por la mente ni un instante la idea de destinar una parte de aquellos beneficios de la tierra a consolar a los pobres de su pueblo. Pero aquella misma noche en que había imaginado tantas mejoras, murió el rico, y al día siguiente fue sepultado, solo y desnudo, bajo tierra, y no hubo nadie que intercediese por él en el Cielo. Quien no sabe hacerse amigo de los pobres, quien no emplea la riqueza en aliviar la miseria, no piense que entrará en el Reino. A veces, los Hijos del siglo saben hacer mejor sus negocios terrenales que no los suyos celestiales los Hijos de la luz. Como aquel mayordomo que había engañado a su amo y tenía que dejar su puesto. Y llamando a todos los deudores, condonó a cada uno parte de su deuda, de suerte que cuando fue despedido de su mayordomía, se había granjeado aquí y allá, con su estratagema fraudulenta, muchos amigos que no le dejaron morirse de hambre. Se habíase procurado un bien para sí y para los demás engañando y robando a su amo: era un ladrón, pero un ladrón juicioso. Si los hombres emplearan en salvar su espíritu la diligencia que éste usó para mantener su cuerpo, ¡cuántos más no serían los convertidos a la fe del Reino! El que no se convierte a tiempo será cortado como la higuera improductiva. Pero la conversión ha de ser perfecta, porque las recaídas alejan mucho más de lo que habían acercado los remordimientos. Un hombre estaba poseído de un espíritu maligno y consiguió ahuyentarlo de sí. El demonio se fue a lugares áridos en busca de descanso; mas como no lo hallase, pensó en volver a donde primero estaba. Se da cuenta, sin embargo, de que la casa, el alma de aquel hombre, está desocupada, barrida, adornada, de tal suerte que cuesta trabajo reconocerla. Entonces va, llama a otros siete espíritus más malignos que él y al frente de la banda consigue entrar de nuevo en la casa, de modo que el hombre aquel se halló en peor situación que antes. 140

En el día del triunfo los lamentos y las justificaciones valdrán menos que el susurro del viento entre las cañas. Entonces se hará la última e inapelable Selección. Como la del pescador que, luego de sacar del mar la red llena de peces, se sienta en la playa y echa en las cestas los que son comestibles, y arroja el resto a la basura. Se les otorga una larga tregua a los pecadores para que tengan tiempo de cambiar. Pero, venido el día, quien no ha llegado a las puertas o no es digno de franquearlas, quedará fuera eternamente. Un buen labrador había sembrado su campo de buen trigo. Pero he aquí que un enemigo suyo va de noche a aquel campo y lo siembra, a manos llenas, de cizaña maléfica. Al cabo de cierto tiempo, el campo comienza a verdear, y los criados advierten la cizaña y van a decírselo al amo. — ¿Quieres que la arranquemos? — No; no sea que por arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. Dejad que todo crezca. Cuando llegue el día de la siega; diré a los segadores: segad primero la cizaña, atadla en haces y quemadla hasta reducirla a cenizas; pero el trigo, el buen trigo, llevadlo a mis graneros. También Jesús espera, como buen colono, el día de la siega para hacer la separación definitiva de los buenos y de los malos. Cierto día le rodeaba una multitud inmensa para escucharle, y al ver a todos aquellos hombres y mujeres que tenían hambre de justicia, tuvo compasión de ellos y dijo a sus Discípulos: — La siega es, en verdad, abundante; pero son pocos los obreros; rogad, pues, al dueño de la mies que mande más segadores. Su voz no llegaba a todas partes; no bastan los Doce; son menester otros anunciadores, para que la Buena Nueva sea llevada a todos cuantos padecen y esperan.

LOS DOCE
La suerte, no sabiendo de qué otro modo hacer pagar a los grandes su grandeza, los castiga con discípulos. Todo discípulo, precisamente por serlo, no lo comprende todo, sino solamente a medias, es decir, a su manera, según la capacidad de su espíritu; por eso, aun sin querer, traiciona la enseñanza del maestro; la deforma, la hace vulgar, la empequeñece, la corrompe. El discípulo tiene casi siempre compañeros, y, no estando solo, siente celos de los demás, quisiera ser, al menos, el primero entre los segundos; y por eso difama y acecha a sus condiscípulos; cada cual cree ser, o por lo menos quiere que se le crea, único intérprete perfecto del maestro.

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El discípulo sabe que es discípulo y alguna vez se avergüenza de ser uno que come a la mesa de otro. Entonces tuerce y destroza el pensamiento del maestro, para hacer creer que tiene un pensamiento propio, diverso de aquél. O enseña todo lo contrario de lo que le ha sido enseñado: que es la manera más grosera y servil de ser discípulo. En todo discípulo, aun en los que parecen más adictos y leales, hay la semilla de un Judas. Un discípulo suele ser un parásito, un pasivo. Un intermediario que roba al vendedor y estafa al comprador. Un gorrón que, invitado a almorzar, pellizca los entremeses, lame las salsas, prueba la fruta, pero no se atreve con los huesos porque no tiene dientes — o tiene sólo los de leche — para romperlos y chupar la medula sustanciosa. El discípulo, tal vez, parafrasea las frases, oscurece lo elevado, complica las cosas claras, multiplica las dificultades, nubla la evidencia, aumenta lo accesorio, enerva lo esencial, enagua el vino fuerte, y, no obstante, despacha su vomitivo como elixir destilado o quintaesenciado. En vez de antorcha que difunde luz y fuego, es lucecilla que humea y no le alumbra ni aún a él mismo. Con todo, nadie ha podido prescindir de tales discípulos y secuaces. Porque los grandes, demasiado extraños a la multitud, tan distantes y solitarios, han menester sentir alguien cerca de sí: no se sostienen sin la ilusión de que hay alguien que oye sus palabras, que recibe su idea y la transmite lejos a los demás, antes de su muerte y después de la muerte. Este nómada, que no tiene casa propia, desea un hogar amigo. Este desarraigado, que no puede tener una familia de su carne, quiere a sus hijos espirituales. Este capitán, cuyos soldados han de nacer únicamente después que su sangre haya impregnado la tierra, tiene la ambición de sentirse rodeado de un pequeño ejército. Hay aquí una de las formas de lo trágico inmanente en toda grandeza: los discípulos suelen ser repugnantes y peligrosos; pero nadie puede prescindir de ellos, aun de los falsos. Los profetas sufren si no los encuentran; sufren, más quizá, cuando los han hallado. Porque un pensamiento está unido por muchos hilos, más aún que un hijo, a toda el alma. Tan preciso, delicado, frágil — tanto más incomunicable cuanto más nuevo. Confiárselo a otro, injertarlo en un pensamiento ajeno, necesariamente más bajo, ponerlo en manos de quien no ha de saber respetarlo —un depósito tan raro: un pensamiento grande, un pensamiento nuevo — es una responsabilidad desmesurada, una tortura continua, un continuo padecer. Con todo, los grandes hombres sienten el afán de repartir a todos lo que han recibido, y para ellos solos es demasiado grande el trabajo; sienten la vanidad, que logra sentarse aun junto a la más alta sabiduría, y la vanidad ha menester palabras cariñosas, elogios aun ofensivos, asentimientos aun puramente verbales, consagraciones, por mediocres que sean: victorias, aun en apariencia. Cristo estaba exento hasta de las pequeñeces de los grandes: pero al aceptar todas las cargas de la humanidad, no quiso tampoco eximirse de las que dan los discípulos. Antes que por los enemigos quiso ser atormentado por los amigos. 142

Los sacerdotes le hicieron morir sólo una vez: los discípulos le hicieron sufrir todos los días. Su Pasión no hubiera sido completa de crueldad de no haberle herido, además de los Saduceos, y los Esbirros, y los Romanos, y la Plebe, el abandono de los Apóstoles. Sabemos quiénes eran. Como Galileo, entre Galileos los escogió; pobre, los adoptó entre los pobres; sencillo, pero de una sencillez divina que sobrepujaba a todas las filosofías, llamó a los sencillos, cuya sencillez permanecía envuelta en la tierra. No quería escoger entre los ricos, porque venía a combatir el abuso de las riquezas: no entre los Escribas y los Doctores, porque venía a derogar su Ley; no entre los filósofos, porque en Palestina no los había, y de haberlos hubieran intentado apagar su mística sobrenatural bajo el celemín de la dialéctica. Sabía que a aquellas almas rudas pero intactas, ignorantes pero entusiastas, hubiera podido, al fin, cambiarlas según su deseo, hacerlas ascender hasta Él, moldearlas como el limo de río, que es barro, pero una vez modelado y cocido, puede convertirse en sublime belleza. Pero fue menester, para tal mutación, la llama descendida de la Tercera Persona. Hasta Pentecostés prevaleció demasiadas veces su imperfecta naturaleza, cómplice de todas las caídas. A los Doce se les debe perdonar mucho porque, excepto en algún momento, tuvieron fe en Él: porque se esforzaron en amarle como quería ser amado, y sobre todo porque, después de haberle abandonado momentáneamente en el huerto de Getsemaní, no le olvidaron nunca y dejaron para la eternidad la memoria de sus palabras y de su vida. Pero si miramos de cerca, en los Evangelios, a aquellos discípulos de que tenemos alguna noticia, no podemos menos de sentir apretado el corazón. Aquellos hombres afortunados que recibieron la gracia inestimable de vivir con Cristo, junto a Cristo, de caminar, de comer con él, de dormir en la misma habitación, de verle el rostro, de tocar su mano, de besarlo, de escuchar sus palabras de su misma boca, estos doce afortunados, a quienes millones de almas han envidiado eternamente a través de los siglos, no siempre se mostraron dignos de la suprema felicidad que sólo a ellos tocó. Los vemos, duros de cabeza y de corazón, incapaces de entender las más límpidas parábolas del Maestro; torpes para entender, aun después de su muerte, quién era Jesús y de qué suerte era el Reino que anunciaba; faltos muchas veces de fe, de amor, de fraternidad; ambiciosos de recompensas; envidiosos unos de otros; impacientes de la recompensa con que han de cobrarse de su espera; intolerantes para quien no está con ellos; vengativos con quien no quiere recibirlos; soñolientos, indecisos, terrenos, avaros, cobardes. Uno le niega tres veces; otro espera a venerarlo cuando ya está en el sepulcro; uno no cree en su misión, porque procede de Nazareth; otro no quiere creer en su Resurrección; otro, en fin, lo vende a sus enemigos y lo señala, con el último beso, a sus captores; algunos, después de discursos harto elevados, "se echaron atrás y ya no iban con él." Jesús hubo de reprocharles varías veces su tarda comprensión. Cuenta la parábola del Sembrador y no comprenden su sentido: "No entendéis esta parábola; pues ¿cómo entenderéis las otras?" Les advierte que se guarden de la levadura de los Fariseos y creen 143

que habla del pan material: "No reflexionáis ni comprendéis todavía? ¿Tenéis el corazón endurecido? Teniendo ojos, ¿no veis? ¿Y no tenéis memoria?" Creen, casi siempre, como la baja plebe, que Jesús es el Mesías carnal, político, guerrero, venido a levantar de nuevo el trono temporal de David. Incluso cuando está para subir al cielo, siguen preguntándole: "Señor, ¿es éste el tiempo en que piensas restablecer el Reino de Israel?" Y antes, el día de la Resurrección, los dos discípulos de Emmaús dicen: "Nosotros esperábamos que sería él quien rescatase a Israel, y en cambio. . . " Litigaron entre sí por saber quién tendría el primer puesto en el nuevo Reino, y Jesús tuvo que amonestarles: "¿De qué veníais hablando por el camino?" Y callaban, porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande. Y él, una vez que se hubo sentado, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguien quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos . . . " Celosos de sus privilegios, denuncian ante Jesús a uno que ahuyentaba demonios en su nombre. "No se lo prohibáis — respondió Jesús —, porque no hay nadie que después de haber hecho alguna obra poderosa en mi nombre pueda hablar mal de mí. Porque quien no está contra nosotros está con nosotros." Después de un sermón en Cafarnaum, algunos se molestaron por sus palabras. Por lo cual muchos de sus discípulos, una vez que las oyeron, decían: "Duro es este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" Y lo dejaron. Con todo Jesús no economiza avisos a quien quería seguirle. Un Escriba le dice que le seguirá por doquier. Y Jesús a él: "Las raposas tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza." Otro, y era discípulo suyo, quería enterrar primero a su padre. Pero Jesús le respondió: "Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos." Y otro: "Señor: te seguiré, pero antes permíteme que me despida de los de casa." Jesús le respondió: "Quien después de haber puesto la mano al arado mira atrás, no es apto para el Reino de Dios." Se le acercó también un Joven Rico que observaba los mandamientos. Y Jesús, mirándole con ternura, le dijo: "Te falta una cosa: vete, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, sígueme." A estas palabras, aquél se entristeció y se fue dolido, porque tenía muchas riquezas. Para seguir más perfectamente a Jesús ha de dejar el hombre su Casa, sus Muertos, su Familia, su Dinero — todos los amores comunes, todos los bienes comunes. Lo que Él da a cambio compensará toda renunciación. Pero pocos son capaces de semejante abandono, y algunos, después de haber creído, sucumbirán. A los Doce, pobres casi todos, les era fácil renunciar, y, con todo, no consiguieron siempre ser como Jesús quería.

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SIMON, LLAMADO PIEDRA
Pedro, antes de la Resurrección, es como un Cuerpo junto a un Espíritu, como una voz de la Materia que acompaña a la sublimación de un Alma. Es la Plebe que espera junto a una Aristocracia esperanzada. Es la Tierra que cree en el Cielo pero que permanece terrestre. El Reino de los Cielos es todavía, en su imaginación de hombres rudo, harto parecido al Reino Mesiánico de los escribas. Jesús pronuncia sus famosas palabras contra los ricos: "Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios." A Pedro, estas palabras tan intransigentes respecto de la riqueza le parecen duras. Y se atrevió a decirle: — ¿Ves? Lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué se nos dará por ello?" Parece un prestamista que pregunta qué intereses le pagarán. Y Jesús, para consolarlo, le promete que se sentará en un trono para juzgar a una tribu de Israel — las once restantes serán juzgadas por los otros once — y añade que cada cual tendrá cien veces más de lo que ha dejado. Jesús afirma que únicamente lo que sale del hombre puede contaminarlo; pero Pedro no entiende. Pedro entonces le dice: "Explícanos esa parábola". Y Jesús: "¿También vosotros seguís todavía privados de inteligencia? No comprendéis. . . " De los Discípulos, tan escasos de entendimiento, Pedro es uno de los más duros. Su sobrenombre — Cefas, Piedra, pedazo de roca — no procede únicamente de la solidez de su fe — frecuentemente Jesús le reprochaba su poca fe y la negación de la última noche es dolorosa prueba de ello — sino de su dureza de cabeza. No era un espíritu despierto ni en el sentido propio ni en el translaticio. Tenía el sueño fácil, aun en los momentos supremos. Se adormiló en el monte de la Transfiguración, se adormiló la noche de Getsemaní, después de la última cena, donde Jesús había hablado con palabras que darían perpetuo insomnio a un escriba. Con todo, su petulancia era grande. Cuando Jesús, la última noche, anuncia que ha de sufrir y morir, Pedro prorrumpe: "Señor, contigo estoy dispuesto a ir a la prisión y a la muerte. Aunque tú fueses para todos ocasión de caída, no para mí. Aunque hubiera de morir contigo, no te negaré." Y Jesús: "Pedro, yo te digo que hoy, antes que cante el gallo me habrás negado tres veces." Jesús le conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo. Y cuando estaba en el patio de Caifás, calentándose en el brasero, mientras los sacerdotes interrogaban e insultaban a su Dios, negó por tres veces que él fuera uno de los que iban con Él. En el momento de la detención había hecho — contra lo que Jesús enseñaba — un simulacro de resistencia: había cortado una oreja a Malco. No había entendido aún, tras los años de cotidiana compañía, que a Jesús le repugnaba toda forma de violencia material. No 145

comprendía que si Jesús hubiera querido salvarse se hubiera escondido en el desierto sin que nadie lo supiese, o hubiera escapado de las manos de los soldados, como tiempo atrás en Nazareth. Jesús dio tan poco valor a aquella acción, contraría a su voluntad, que curó al punto la herida y reprendió al intempestivo vengador. No era la primera vez que Pedro se mostraba inferior a la grandeza de los sucesos. Tenía, como todos los espíritus incultos, cierta tendencia a ver la escoria material en las manifestaciones espirituales, lo bajo en lo elevado, lo vulgar en lo trágico. En el monte de la Transfiguración, cuando se despertó, vio a Jesús, todo refulgente de blancura, hablando con otros dos, con dos Profetas: Moisés y Elías. Y lo primero que se le ocurrió, en vez de adorar y callar, fue construir un refugio para aquellos personajes: "Maestro — dijo Pedro —, es bien que permanezcamos aquí; hagamos tres tiendas; una para ti, una para Moisés y otra para Elías." Y San Lucas añade, para disculparlo: "No sabía lo que se decía." Cuando vio a Jesús andar seguro sobre el lago, se le ocurrió hacer lo mismo. "Y Pedro, saltando de la barca, empezó a caminar sobre las aguas hacia Jesús. Pero viendo la violencia del viento, se asustó y, como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame." Y Jesús, tendiendo al punto su mano, le agarró, y: "Hombre de poca fe — le dijo — ¿por qué has dudado?" El buen pescador, familiarizado con el lago y con Jesús, creía poder hacer lo que su Maestro, y no sabía que es menester un alma mucho más grande, una fe mucho más firme que la suya para domeñar las tempestades. El fuerte amor hacia Cristo, que compensa todas sus debilidades, le llevó un día casi a contradecirle. Había anunciando Jesús a sus discípulos que padecería y que le matarían. Entonces, Pedro, llevándoselo aparte, empezó a reprocharle, diciendo: "¡Dios no lo quiera, Señor; eso no sucederá en modo alguno!" Pero Jesús, volviéndose a Pedro, le dijo: "Vete de aquí, apártate, Satanás, que me eres un escándalo. No piensas conforme al pensamiento de Dios, sino como los hombres." Nadie ha pronunciado un juicio tan tremendo sobre Simón, apodado Piedra. Fue llamado a trabajar por el Reino de Dios y pensaba como los hombres. Su mente, empañada todavía por las ideas populares del Mesianismo perseguido, condenado y ajusticiado. No vivía todavía en su ánimo la idea la Expiación divina, la idea de que no hay salud sin un ofrecimiento de dolor y de sangre. Amaba a Jesús, pero su amor, con ser tan afectuoso y grande, tenía todavía algo de terrenal, y se rebelaba contra el pensamiento de que su Dios hubiera de ser vilipendiado, de que su Rey hubiera de morir. Pero había sido el primero en reconocer en Jesús al Cristo, y esa primacía es de tal manera grande que nada ha podido borrarla. Únicamente después de la Resurrección fue por completo de su Maestro. Y cuando se le aparece, a las orillas del Mar de Tíberíades, Jesús le pregunta: "¿Me amas?" Pero Pedro no se atreve a decir, después de haberle negado, que le ama. Le responde, como asustado: "Sí, tú sabes que te quiero bien." Pero Jesús pedía amor y no simple amistad. Y repite otra vez: "¿Me amas?" Y Pedro de nuevo: "Sí, te quiero bien." Pero Jesús insta: "Simón de Jonás, ¿me quieres de veras?" Y entonces Pedro, vencido, responde al cabo, casi impaciente con palabras que Jesús le arranca: "Señor, tú lo sabes todo y ya sabes que te amo." Por tres veces, en la noche que precedió a su muerte, le había negado Pedro. Ahora, después de la victoria sobre la muerte, Pedro confirma de nuevo su amor por tres veces. Y a 146

ese amor, que será iluminado dentro de poco por la sabiduría perfecta, permanecerá fiel hasta el día en que muera, en Roma, en un árbol de suplicio igual al de Cristo.

LOS HIJOS DEL TRUENO
Los dos hermanos pescadores, Santiago y Juan, que habían dejado en la playa de Cafarnaum, barca y redes, por acompañar a Jesús, y que juntamente con Pedro, constituían una especie de triunvirato preferido — ellos solos son los que acompañan a Jesús a casa de Jairo, y en la cima de la Transfiguración, y son ellos a los que conserva consigo la noche de los Olivos — no habían adquirido, en el largo trato con el Maestro, humildad suficiente. Jesús les había dado el sobrenombre de Bonaerges, Hijos del Trueno, sobrenombre un poco irónico, que aludía tal vez a su carácter impetuoso e iracundo. Cuando echaron a andar todos juntos hacia Jerusalén, Jesús mandó por delante a algunos de ellos para que le preparasen alojamiento. Atravesaban la Samaria y en un poblado fueron acogidos malamente. "Pero aquéllos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo cual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del cielo y los abrase? Pero él, volviéndose a ellos, les reprendió”. Para ellos, Galileos fíeles a Jerusalén, los Samaritanos eran siempre enemigos. En vano habían oído el Sermón de la Montaña — "haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen" —; en vano habían recibido las instrucciones sobre la manera de comportarse entre los pueblos — " si alguno no os recibe . . . al salir de aquella casa y de aquella ciudad sacudid el polvo de vuestros pies". Ofendidos en la persona de Jesús, presumían de poder mandar el fuego del cielo. Les parecía hacer justicia justa reduciendo a cenizas a una aldea culpable de inhospitalidad. Con todo, aunque tan lejanos de aquella renovación amorosa que constituye la realidad del Reino, pretendían ocupar, en los días del triunfo, los primeros puestos. "Y Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, se le acercaron y le dijeron: Maestro, nosotros deseamos que nos hagas lo que vamos a pedirte. Y él les preguntó: ¿Qué queréis que os haga? Y ellos: Concédenos que cuando estés en tu gloria, nos sentemos uno a tu diestra y a tu siniestra el otro. Pero Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís . . . Y los otros diez, oído que hubieron tal, se indignaron con Santiago y con Juan. Pero Jesús, llamándoles a sí les dijo: El que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, sea siervo de todos; porque el mismo Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir." El Salvador aprovechó la ingenua petulancia de los Hijos del Trueno para repetir la palabra que conviene a todos los magnánimos. Solamente los nulos, los pusilánimes, los parásitos, los inútiles, quieren ser servidos también por los inferiores — si es que alguien existe por bajo de ellos. Pero el que es superior, precisamente por superior, está siempre al servicio de los pequeños. 147

Este milagroso absurdo — que repugna al egoísmo de los egoarcas, a la altanería de los superhombres y a la miseria de los avaros, porque lo poco que tienen ni a ellos mismos les sirve — es prueba del fuego del Genio. El que no puede o no quiere servir es señal de que no tiene nada que dar: está enfermo, impotente, imperfecto, vacío. Pero el genio no es verdadero si no se desborda en beneficio de los inferiores. Servir no siempre es lo mismo que obedecer. A veces se puede servir mejor a un pueblo poniéndose a la cabeza de él, para salvarlo aunque no quiera. En el servir no hay servilismo. Santiago y Juan entendieron las fuertes palabras de Jesús. A uno de ellos, a Juan lo encontraremos después entre los más amorosos y próximos. En la última cena apoya su cabeza en el pecho de Jesús y desde lo alto de la cruz el Crucificado le encomendará la Virgen Madre para que la tenga consigo como un hijo. Tomás le debe su popularidad a lo que debiera ser su vergüenza. Tomás el Gemelo podría ser el patrón de la modernidad, al contrario de Tomás de Aquino, que fue el oráculo de la Edad Media. Tomás fue el precursor de Spinosa y de todos los demás negadores de las resurrecciones. El hombre que ni siquiera se contenta con el testimonio de los ojos — más respetuoso pero más engañador — sino que quiere el de las manos. Pero su amor por Jesús le hizo digno de perdón. Cuando fueron a decirle al Maestro que Lázaro había muerto, a los discípulos les repugnaba la idea de ir a Judea, entre los enemigos. Tomás fue el único que dijo: "Vayamos nosotros también, para morir con él”. El martirio que entonces no tuvo, lo halló, después de la muerte de Cristo, en la India. Mateo es el más simpático entre los Doce. Era un alcabalero, una especie de subpublicano, y, probablemente, el más instruido de todos sus compañeros. Su adhesión a Jesús no fue por eso menos espontánea que la de los pescadores. "Al pasar vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el banco de la recaudación de contribuciones, y le dijo: Sígueme. Y él, dejándolo todo, se levantó y se dispuso a seguirle. Y le dio un gran convite en su casa. . . ". Mateo no dejaba tan sólo un montón de redes rotas, sino un empleo, un sueldo, una ganancia segura y creciente. La renuncia a las riquezas era fácil para quien no tenía casi nada. De los Doce, Mateo era ciertamente el más rico antes de la conversión — de ningún otro se cuenta que pudiese ofrecer "un gran convite" — y por eso su rápida obediencia y el levantarse, al primer llamamiento, del banco donde se amontonaba la plata, es un sacrificio mayor y, por tanto, más meritorio. A Mateo debemos, según el antiquísimo testamento de Papías, la primera colección de dichos y hechos memorables de Jesús, esto es, el primer Evangelio. En este libro hallamos el texto más completo del Sermón de la Montaña. La gratitud de los hombres hacia el pobre alcabalero debiera ser mayor aun. Sin él muchas palabras de Jesús — las más hermosas — tal vez se habrían perdido. Este manejador de dracmas, siclos y minas, a quien su oficio, tenido por infame, debía predisponer a la avaricia, ha guardado para nosotros un tesoro que vale más que todas las monedas acuñadas en la tierra antes y después de él. También Felipe de Betsaida sabía hacer cuentas. A él se dirige Jesús, cuando la multitud hambrienta le rodea, para preguntarle cuánto será menester para comprar pan a toda aquella 148

gente. "Doscientos dineros no bastan", respondió Felipe; y aquella suma — que hoy serían ciento sesenta pesetas — tal vez le pareció un despropósito. Pero Felipe había de ser un propagandista de la fama de su maestro. El fue quien anunció a Natanael el advenimiento de Jesús y a él se dirigieron los Griegos de Jerusalén que querían hablar con el nuevo Profeta. Natanael — hijo de Tolmai, más conocido por el nombre de Bartolomé — respondió con un sarcasmo al anuncio de Felipe: "¿Puede nunca salir nada bueno de Nazareth?". Pero tanto insistió Felipe, que lo condujo a la presencia de Jesús, el cual, apenas lo hubo visto, exclamó: "He aquí un verdadero Israelita, en el que no hay engaño”. Natanael le preguntó: ¿De qué me conoces? Jesús le respondió: Antes de que Felipe te llamase, te he visto cuando estabas bajo la higuera. Natanael exclamó: ¡Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel! Jesús replicó: "¿Porque te he dicho que te he visto bajo la higuera crees? Cosas mayores verás”. Menos entusiasta e inflamable fue Nicodemus, que, en efecto, nunca quiso aparecer como discípulo de Jesús. Nicodemus era viejo, había estado en las escuelas de los Rabinos, era amigo de los sanedritas jerosolimitanos. Pero las referencias de los milagros le habían impresionado y fue de noche en busca de Jesús para decirle que le creía enviado por Dios. Jesús le respondió: "En verdad, en verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el Reino de Dios". Nicodemus no entendió estas palabras o acaso le espantaron: había ido a ver a un taumaturgo y creía hallar una sibila. Y con ese burdo sentido práctico del hombre que no se quiere dejar coger, pregunta: "¿Cómo puede renacer un hombre cuando ya es viejo? ¿Puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y nacer?" Jesús le responde con profundas palabras: "Sí no nace una segunda vez en el Espíritu, no podrá entrar en el Reino". Pero Nicodemus sigue sin entender: "¿Cómo es posible todo eso?" Jesús le responde: "¡Cómo? ¿Tú eres doctor de Israel y no comprendes estas cosas?" . Siempre le queda cierto respeto por el joven Galileo; pero su simpatía fue tan circunspecta como su visita. Cierta vez, cuando los jefes de los sacerdotes y los Fariseos idearon coger a Jesús, Nicodemus se aventuró a defenderle: "¿Condena nunca nuestra ley a ningún hombre sin antes oírle y saber lo que ha hecho?" . Es un legalista. Habla en nombre de “nuestra ley”, no en nombre del hombre nuevo. Nicodemus es siempre el hombre viejo, el curial, el cauto amigo de la letra. Bastan unas cuantas palabras para que calle: "¿Eres tú, por ventura, también de Galilea? Investiga y verás que de la Galilea no sale ningún Profeta”. Pertenecía de derecho al Sanedrín; pero no hay memoria de que levantara su voz en defensa del acusado, cuando fue llevado ante Caifás. Era de noche también entonces; pero probablemente, para escapar a la burla de sus colegas y al remordimiento del asesinato legal, se quedó en la cama. Despertó cuando Jesús ya había muerto, y entonces — ¡fuera la avaricia! — compró cien libras de mirra y áloe para el embalsamamiento. Nicodemus es el perpetuo arquetipo de los tibios a quienes la boca de Dios escupirá en el día de la ira. Es el espíritu medio que quisiera decir que sí con el alma y a quien la carne le sugiere el no del miedo. Es el hombre de los libros, el discípulo nocturno, que quisiera ser, pero no quisiera parecer; a quien no le disgustaría renacer, pero que no sabe romper la corteza arrugada del cuerpo envejecido: el hombre de los respetos y las precauciones. Cuando aquel a quien admiraba ha sido ajusticiado, cuando los enemigos están saciados y 149

no hay peligro de comprometerse, entonces llega a derramar bálsamos en aquellas heridas que fueron abiertas también por su cobardía. Pero una antigua tradición cuenta que, al fin, fue bautizado por Pedro y condenado a muerte por haber creído en aquel a quien no supo salvar de la muerte.

OVEJAS, SERPIENTES Y PALOMAS
Jesús sabía quiénes eran los hombres que habían de llevar su palabra a los lejanos. Pero el feo sebo, cuando tiene pábilo, puede alumbrar las cavernas; la rama vieja del pino, cuando está encendida, puede dar luz a los extraviados y asustar a las hienas. El jefe de la guerra contra el mundo quiso servirse de los pobres soldados que halló al lado. En cualquier otra época de la historia difícilmente habría hallado nada mejor. Pero ex profeso los escogió mediocres, por misterioso designio, para que resplandeciese más el prodigio de la sobrehumana victoria póstuma. Su cometido era tal que hubiera dado que pensar incluso a hombres que fueran más ricos en inteligencia y en ciencia. La ingenuidad y la ignorancia deprimen menos el ánimo que otras cualidades del espíritu más odoríferas para el moderno olfato. Cristo pedía a sus enviados una prueba que parece imposible y no se puede pedir sino a los sencillos, para los cuales, por un milagro de su misma sencillez, lo imposible se hace posible alguna vez. "Os envío como a ovejas entre los lobos”. Como animales pacíficos entre bestias feroces; pero con orden de no dejarse devorar, sino de reducir a los despedazadores de corderos a la mansedumbre del cordero”. Y para triunfar en tan paradójica hazaña, el divino paradojista exhorta a sus embajadores a ser al mismo tiempo serpientes y palomas. "Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas”. La grosera psicología animalista del vulgo se rebelaría contra semejante aproximación. El reptil de la traición no puede vivir en el mismo nido del cándido volátil del amor. La serpiente, que hizo que fuese arrojado Adán del Paraíso, tiene cualidades harto diversas de la paloma fiel que anunció a Noé la vuelta de la Paz. El envenenador que se desliza en la sombra no tiene nada que ver con el pájaro que eleva al sol su leve blancura. Pero los groseros yerran casi siempre en sus pensamientos. La sencillez es una fuerza que vence a todas las astucias. La prudencia no es astucia. Los astutos casi vencen siempre en el primer momento y suelen ser vencidos antes del fin. Por más que puedan los ingenuos parecer imbéciles, el último resultado demuestra que su sencillez ocultaba una prudencia superior a todas las malicias. Los sencillos, los ignorantes, los cándidos, tienen una fuerza que confunde a los más avispados: el poder de la Inocencia. El niño que hace callar al viejo con sus preguntas; el aldeano que tapa la boca del filósofo con sus respuestas, son los símbolos ordinarios de la fuerza victoriosa de la Inocencia. La sencillez sugiere palabras y actos que vencen todas las artimañas de las diplomacias usuales.

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Aquellos hombres a quienes enviaba Jesús a la conquista de almas eran rudos lugareños, pero podían, sin contradicción ni dificultad, ser humildes como ovejas, avisados como serpientes, sencillos como palomas. Pero ovejas sin cobardía, serpientes sin veneno, palomas sin lascivia. La desnudez era el primer deber de aquellos soldados. Iban a buscar a los pobres. Debían ser más miserables que los pobres. Pero mendigos, no, "porque el obrero es digno de su alimentación”. El pan de vida que habían de distribuir a los hambrientos de justicia merecía en compensación el pan de trigo. Pero los obreros habían de ir a su maravilloso trabajo enteramente desprovistos. "No hagáis provisiones de oro, ni de plata, de ni de cobre, en vuestros cinturones, ni de alforjas, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bastón". Los metales, pesados mediadores de la Riqueza, son un peso para el alma; un peso que arrastra hacía el fondo. El brillo del oro hace olvidar el esplendor del sol; el brillo de la plata hace olvidar el esplendor de las estrellas; el brillo del cobre hace olvidar el esplendor del fuego. Quien se apega al Metal se esposa con la Tierra y permanece unido a la tierra; no conoce el Cielo y el Cielo no lo reconoce. No basta predicar a los pobres el amor de la pobreza, la rica hermosura de la pobreza. Los pobres no creen en las palabras de los ricos hasta que los ricos se hacen voluntariamente pobres. Los Discípulos, destinados a predicar la bienaventuranza de la pobreza a pobres y ricos, tenían que dar todos los días a todos los hombres, en todas las casas, el ejemplo de la Miseria feliz. No habían de llevar nada consigo, salvo el traje que llevaban encima y las sandalias con que se calzaban; no habían de aceptar nada: únicamente el poco "pan cotidiano" que hallaban en la mesa de su huésped. Los sacerdotes errantes de la diosa Siria o de otras divinidades de Oriente, llevaban consigo, juntamente con los simulacros, la alforja para los donativos, el saco de la colecta. Porque el vulgo no da valor a las cosas que no se pagan. Los Apóstoles de Jesús, por el contrario, habían de rechazar cualquier don o paga. "Dad gratuitamente lo que gratuitamente habéis recibido". Y como la riqueza, por mejor ocultarse, cambia su forma originaria de metal en ropa, los mensajeros del Reino habían de renunciar incluso a los trajes para mudarse, al calzado, al bastón — a todo aquello de que se puede prescindir. Han de entrar en las casas — abiertas a todos en un país que no conocía todavía los cerrojos del miedo y conservaba algún recuerdo de la hospitalidad de los nómadas — y hablar a los hombres y las mujeres que las habitan. Su misión es advertir que está próximo el Reino de los Cielos; explicar de qué modo el Reino de la Tierra podía convertirse en el Reino del Cielo, y exponer la única condición para el feliz cumplimiento de todas las profecías: el arrepentimiento, la conversión, la transformación del alma. Para probar que eran enviados por Uno que tenía autoridad para pedir este cambio, tienen poder para devolver la salud a los enfermos, para ahuyentar con la palabra a los "espíritus inmundos", es decir, a los demonios y los vicios que hacen a los hombres semejantes a los demonios. Mandan a los hombres que se renueven; pero al momento los ayudan con todos los poderes que les están concedidos para comenzar esta renovación. No los dejan solos con una orden de tan difícil ejecución. 151

Después de la palabra profética — el Reino está próximo —volvían a ser obreros; trabajaban en restaurar, en repulir, en rehacer aquellas almas que habían sido abandonadas por sus pastores legales en la selva desnuda de hojas del formalismo farisaico. Decían lo que era menester hacer para ser dignos de la nueva tierra celestial y al punto, como auxiliares solícitos, ponían manos a la obra que requerían. Eran, en suma, para colmo de la paradoja, asesinos y resucitadores. Mataban en cada convertido al hombre viejo; pero sus palabras eran como bautismo eficaz de un segundo nacimiento. Llevaban consigo, peregrinos sin bolsa ni equipaje, la verdad y la vida — la paz. "Y cuando entréis en la casa, saludadla". Y el saludo era éste: "La paz sea con vosotros"; quien los acoja tendrá paz; quien los rechace continuará su dura guerra. Y al salir de aquella casa o de aquella ciudad que no los ha querido, han de sacudir el polvo de sus pies. No ya porque el polvo de las casas o de las ciudades que no los han querido escuchar sea infecto o venenoso. El sacudirse los pies es una respuesta simbólica a aquella sordidez y avaricia de corazón. Lo habéis rechazado todo y nosotros no querernos aceptar nada vuestro, ni lo que se ha pegado a nuestras sandalias. Como vosotros no queréis darnos un momento de vuestro tiempo ni un pedazo de vuestro pan, os dejaremos hasta el último átomo de polvo de vuestros caminos. Porque los Apóstoles, por fidelidad a la sublime paradoja de Aquel que los envía, llevan consigo la paz y al mismo tiempo la guerra. No todos querrán convertirse. Y en la misma casa, habrá algunos que crean y otros que no. Y nacerá entre ellos la división y la guerra — áspera prenda para obtener la paz absoluta y estable. Si todos escuchasen la voz al mismo tiempo, si todos pudieran ser transformados el mismo día, el Reino de los Cielos sería fundado en un instante, sin sangrientos prefacios de batallas. Y aquellos que no quieren cambiar — porque no entienden el anuncio o se creen ya perfectos — echarán mano a los convertidores y los acusarán ante los tribunales. Los detentadores de la Riqueza y de la Antigua Ley serán crueles contra los pobres que enseñan a los pobres la Nueva Ley. Habrá Ricos que no querrán conceder que su dinero es miseria peligrosa; los Escribas no querrán admitir que su ciencia no es más que ignorancia homicida: "Y os fustigarán en las sinagogas". "Pero cuando os pongan en sus manos, no estéis preocupados de cómo hablaréis o de lo que habréis de decir". Jesús está seguro de que los pobres pescadores, aunque no hayan asistido nunca a las cátedras de elocuencia, hallarán por inspiración suya las palabras necesarias en la hora de la acusación. Un solo pensamiento, cuando es grande y está profundamente inculcado en el corazón, engendra otros pensamientos derivados o accesorios y al mismo tiempo la forma perfecta para expresarlos. El hombre seco, que no tiene nada en sí, que no tiene fe en nada, que no siente, no arde, no sufre, será inhábil aun después de haber encanecido escuchando a los sofistas de Atenas y a los retóricos de Roma, para improvisar una de aquellas réplicas iluminadoras y poderosas que conturban la conciencia de los jueces más sordos. Que hablen, pues, sin miedo y sin ocultar nada de lo que les fue enseñado. Antes bien "lo que yo os digo en las tinieblas, decidlo vosotros en la luz; y lo que os fue susurrado al oído, predicadlo sobre los techos”. Jesús, con estas palabras, no pide a sus discípulos mayor ardor 152

del que se había impuesto a sí mismo. Él ha hablado en las tinieblas, es decir, en la oscuridad: ha hablado a sus primeros fieles, pero lo que les ha dicho a lo largo de los caminos desiertos o en las estancias solitarias deben repetirlo, a ejemplo suyo, en las plazas de las ciudades, ante las multitudes. Ha susurrado en sus oídos la verdad, porque la verdad puede espantar, las primeras veces, a los que no están preparados, y porque ellos eran pocos y no había necesidad de gritar. Pero aquella verdad se grita ahora para que todos la oigan y no pueda haber nadie que diga, en aquel Día, que no la ha oído. El tesoro de la Buena Nueva se distribuye generosamente como los tesoros de la tierra y de metal. Si los hombres pueden matar el cuerpo del que reparte la verdad, no podrán matar su alma; de la muerte de un solo cuerpo nacerán a la vida miles de almas nuevas. Pero ni siquiera morirá vuestro cuerpo, porque hay Uno que lo protege. "¿No se venden dos pájaros por un cuarto? Pues ni uno de ellos cae a tierra sin la voluntad de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No temáis, pues: valéis mucho más que los pájaros". Los pájaros del aire, que no siembran, no se mueren de hambre; vosotros, que ni siquiera lleváis un bastón, no moriréis a manos de vuestros enemigos antes de la hora señalada”. Llevan consigo un secreto harto precioso para que pueda deshacerse la carne que lo contiene. Jesús, aun estando lejos, está siempre con ellos. Lo que se les hace a ellos, a Él se le hace. Entre el mandante y el mandatario se crea por siempre una mística identidad "Y quien haya dado de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a cualquiera de mis pequeños, porque es discípulo mío, os digo en verdad que no dejará de tener su premio". Cristo es la fuente de agua viva destinada a calmar la sed de todos los fatigados, y, sin embargo, tendrá en cuenta el vaso de agua que haya restaurado al más pequeño de sus amigos. Aquellos que llevan consigo el agua viva que purifica y salva, pueden haber menester un día del agua pesada, sumida en el fondo de los pozos de las aldeas. Quien les ofrezca un poco de esa agua común y material tendrá, en cambio, un manantial que da al alma una embriaguez más fuerte que los más fuertes vinos. Los Apóstoles, que viajan con una sola túnica, con un solo par de sandalias, sin cinturones ni sacos, pobres como la pobreza, desnudos como la verdad, sencillos como la alegría, son, pese a su aparente miseria, como formas diversas de un Rey que ha venido a fundar un Reino más vasto y feliz que todos los reinos, para regalar a los pobres una riqueza que vale más que todas las riquezas mensurables, para ofrecer a los infelices una alegría más profunda que todos los deleites. Le place a este nuevo Rey, como a los Reyes de Oriente, manifestarse bajo diferentes formas, aparecerse a los hombres de incógnito, con otras vestiduras. Pero las que prefiere, aun hoy, son estas tres: de Poeta, de Pobre y de Apóstol.

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MAMÓN
Jesús es el Pobre. El Pobre infinita y rigurosamente pobre, pobre de absoluta pobreza. El príncipe de la pobreza, el señor de la perfecta miseria. El pobre que está con los pobres, que ha venido para los pobres primeramente, que habla a los pobres, que da a los pobres, que trabaja para los pobres. El pobre de la grande, absoluta pobreza. El pobre feliz y rico, que acepta la pobreza, que quiere la pobreza, que se desposa con la pobreza, que canta a la pobreza. El mendigo que da limosna. El desnudo que viste a los desnudos. El hambriento que da de comer. El pobre milagroso y sobrenatural que cambia a los falsos ricos en pobres y a tantos pobres en ricos verdaderos. Hay pobres que son pobres porque nunca fueron capaces de ganar nada. Hay otros pobres que son pobres porque reparten todas las tardes lo que han ganado por la mañana. Y cuanto más dan, más tienen. Su riqueza — la riqueza de estos segundos pobres — aumenta a medida que se distribuye. Es un acervo que cuanto más se quita de él, más crece. Jesús era uno de estos pobres. Frente a uno de ellos, los ricos, según la carne, según el mundo, según la materia: los ricos, con sus cajas de talentos, de minas, de rupias, de florines, de cequíes, de escudos, de esterlinas, de francos, de marcos, de coronas, de dólares, no son sino lamentables pordioseros. Los argentarios del oro, los epulones de Jerusalén, los banqueros de Florencia y de Francfort, los lores de Londres, los multimillonarios de Nueva York no son, en comparación de estos pobres, sino desventurados indigentes, desnudos y necesitados de todo, servidores sin salario de un amo feroz, ocupados en asesinar todos los días su propia alma. La miseria de estos indigentes es de tal manera espantosa, que se ven reducidos a recoger los pedruscos que encuentran en el polvo de la tierra y a hurgar en los excrementos. Una miseria tan repugnante que ni los pobres consiguen hacerles la caridad de una sonrisa. La riqueza es un castigo como el trabajo. Pero un castigo más duro y vergonzoso. El señalado con el sello de la riqueza ha cometido, quizá sin saberlo, un crimen infame, uno de esos delitos misteriosos e imposibles de imaginar que no tienen nombre en las lenguas de los hombres. El rico está bajo el peso de la venganza de Dios y Dios quiere probarle para ver si aquél sube a la divina pobreza. Porque el rico ha cometido el pecado máximo, el más abominable e imperdonable. El rico es el hombre que ha caído por haber permutado. Podía tener el Cielo y ha querido la Tierra: podía habitar en el paraíso y ha escogido el infierno; podía conservar su alma y la ha cedido a cambio de la materia: podía amar y ha preferido ser odiado; podía tener la felicidad y ha deseado el poderío. El dinero, en sus manos, es el metal que lo entierra, vivo todavía, bajo su helado peso; es el tumor que le consume, vivo aún, en su putrefacción: es el fuego que lo carboniza y lo reduce a aterradora momia negra, sorda, ciega, muda, paralítica momia negra, carroña espectral que extiende eternamente la mano vacía en los camposantos de los siglos. Porque nadie dará la limosna de un recuerdo a este pobre imposible de reconocer. 154

No hay para él más que una salvación: volver a ser pobre, convertirse en un verdadero y humilde pobre, arrojar de sí la horrenda miseria de la riqueza para entrar de nuevo en la pobreza. Pero tal resolución es la más difícil que pueda tomar el rico. El rico, por el hecho mismo de estar dañado y podrido por la riqueza, es impotente incluso para imaginar que la renuncia de la riqueza sería el principio de su redención. Y como no sabe imaginar una abdicación semejante, no puede deliberar siquiera, no puede pesar las alternativas. Está prisionero en la cárcel infranqueable de sí mismo. Para libertarse tendría que estar ya en libertad. El rico no se pertenece, sino que pertenece, como una cosa animada, a las cosas inanimadas, El dinero es un dueño despiadado que no consiente junto a sí otros amos. El rico, dado por entero al cuidado de sus riquezas, al afán de aumentar sus riquezas, a los goces materiales que le ofrecen los pedazos de materia que se llaman riquezas, no puede pensar en el alma. No puede suponer siquiera que su alma enferma, asfixiada, mutilada, carcomida, tenga necesidad de cura. Se ha trasladado por completo a aquella parte de mundo que tiene derecho a llamar suya según los contratos y las leyes, y frecuentemente ni tiempo tiene, ni fuerza, ni ganas de disfrutarla. Ha de servirla, salvarla — pero no puede servir, no puede salvar a su alma. Toda su potencia de amor es prisionera de esa porción de materia que lo gobierna, que ha sustituido a su alma, que le ha arrebatado todo resto de libertad. La horrible suerte del rico está en este doble absurdo: que para tener el poder de mandar a los hombres se ha convertido en esclavo de las cosas muertas; que para adquirir una parte — ¡y una parte tan pequeña, al fin y al cabo! — ha perdido el todo. Nada es nuestro mientras es sólo nuestro. El hombre no puede poseer nada — poseer realmente — fuera de sí mismo. El único secreto para poseer las demás cosas es renunciar a ellas. Al que todo lo rehúsa todo se le da. Pero al que quiere para sí, todo para sí, una porción de los bienes del mundo, pierde al mismo tiempo la que adquiere y todas las demás. Y asimismo es incapaz de conocerse, de poseer, de engrandecerse él mismo. Y ya no tiene nada, nada definitivamente: ni siquiera las cosas que en apariencia le pertenecen, pero de las cuales, en realidad, es poseído; y nunca ha poseído su alma, es decir, la única propiedad que vale la pena poseer. Es el más abandonado y despojado mendigo de todo el universo. No tiene nada. No puede dar nada. ¿Cómo, pues, podría amar a los demás, darse a sí mismo y cuanto le pertenece a los demás, ejercer aquella amorosa caridad que tan cerca del Reino le llevaría? No es nada y no tiene nada. El que no existe no puede cambiar; el que no posee no puede dar. ¿Cómo podría, pues, el rico, que ya no se pertenece, que ya no tiene alma, transformar la única propiedad del hombre en algo más grande y precioso? "¿Y qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si luego pierde su alma?" . Esta pregunta de Cristo, ingenua como todas las revelaciones, da el sentido exacto de la amenaza profética. El rico no pierde únicamente la eternidad, sino que, arrastrado al fondo por su riqueza, pierde también su vida de aquí abajo, su alma, la felicidad de la vida terrestre. 155

"No se puede servir a Dios y a Mammón". El espíritu y el oro son dos amos que no toleran partición ni comunidad. Son celosos: quieren todo el hombre. Y el hombre, aunque quiera, no se divide en dos. O todo de aquí o todo de allá. El oro, para quien obedece al espíritu, no es nada; el espíritu, para quien obedece al oro, es una palabra que no tiene sentido. Quien escoge el espíritu arroja el oro y todas las cosas que con oro se compran; quien desea el oro renuncia al espíritu y a todos los beneficios del espíritu: la paz, la santidad, el amor, la perfecta alegría. El primero es un pobre que no consigue gastar toda su inmensa riqueza; el otro es un rico que nunca llega a evadirse de su infinita miseria. El pobre posee, por la ley misteriosa de la renunciación, incluso lo que no es suyo, es decir, el universo entero; el rico no posee siquiera, por la dura ley del perpetuo deseo, lo poco que cree suyo. Dios da inmensamente más de lo mucho que ha prometido. Mammón quita hasta lo poquísimo que promete. Quien renuncia a todo, lo tiene todo por añadidura; el que quiere una parte para sí solo, al fin se encuentra con que no tiene nada. Cuando se ahonda en el horrible misterio de la riqueza, se comprende por qué los maestros del hombre han visto en ella el propio reino del demonio. Una cosa que cuesta menos que todas las demás se paga más que todas las demás, se compra con todas las demás. Una cosa que no es nada, cuyo valor efectivo es nulo, se adquiere con todo el resto, dando en cambio toda el alma, toda la vida. Se trueca la cosa más preciosa por la más vil. Con todo, este absurdo infernal tiene su explicación en la economía del espíritu. El hombre se siente tan natural y universalmente atraído por esa nada llamada riqueza, que para disuadirle de este insensato anhelo era necesario poner un precio tan fuerte, tan elevado, tan desproporcionado, que el hecho mismo de pagarlo fuese una prueba perentoria de demencia y de culpa. Pero ni aun estos duros pactos del mercado — lo eterno por lo efímero, el poderío por la servidumbre, la santidad por la condenación — bastan para alejar a los hombres de la absurda permuta demoníaca. Los pobres se desesperan porque no pueden ser ricos; su alma está inficionada como la de los ricos. Son, casi todos, pobres involuntarios, que no han podido asir el oro y han perdido el espíritu; son miserables ricos que todavía no tienen cuartos. Porque la única pobreza que da la verdadera riqueza — la espiritual — es la pobreza voluntaria, aceptada, gozosamente deseada. La pobreza absoluta que deja libres para la conquista de lo absoluto. El Reino de los Cielos no promete a los pobres hacerlos ricos, sino que quiere que los ricos, para entrar en él, se hagan libremente pobres. La trágica paradoja que implica la riqueza justifica el eterno consejo de Jesús a los que querían seguirlo. Todos deben dar lo que tienen de más a los que están necesitados, pero el rico ha de darlo todo. Al joven que se les acerca y pregunta qué debe hacer para ser de los suyos, responde: "Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos".

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El despojarse de la riqueza no es un sacrificio, ni una pérdida. Por el contrario, para Jesús y para todos los que saben es una ganancia inmensa. "Vended vuestros bienes y haced limosnas; haceos bolsas que no se desgasten, un tesoro que no se agote nunca, en el cielo, donde el ladrón no se acerca ni la polilla lo roe. Porque donde está vuestro tesoro allí está vuestro corazón . . . Da, pues, a quien te pide, y a quien te quite lo tuyo no se lo exijas . . . Porque hay más felicidad en dar que en recibir". Es menester dar, y dar sin tacañería, con ánimo alegre y sin cálculo. El que da para obtener algo a cambio, no es perfecto. El que regala para tener compensación de los demás en otra cosa, no adquiere nada. La recompensa está en otra parte: en nosotros. Es menester dar las cosas, no para que nos sean pagadas con otras, sino sólo con bienes de mayor precio. "Cuando des una comida o una cena no llames a tus amigos, a tus hermanos, a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te inviten y te devuelvan el favor. Cuando hagas un convite, llama a los pobres, los cojos, los ciegos, y serás dichoso de que no tengan manera de corresponderte, porque el premio te será dado en la resurrección de los justos". Antes de Jesús, ya había sido aconsejada a los hombres la renuncia de las riquezas. Jesús no ha sido el primero en poner en la pobreza uno de los grados de perfección. Vardhâmana, el Jina o Triunfador, añadió a los mandamientos de Parcva, fundador de los Desarraigados, el aparigraha, la renuncia a toda posesión. Su contemporáneo Budha, exhortó a igual renunciación a sus discípulos. Los Cínicos se despojaron de todo bien material para ser independientes del trabajo y de los hombres y poder consagrarse, con ánimo libre, a la verdad. Cratetes, noble tebano, discípulo de Diógenes, distribuyó sus riquezas a sus conciudadanos y se hizo mendigo. Platón quería que los guerreros de su República no poseyeran nada. Los Estoicos, vestidos de púrpura y sentados en mesas incrustadas de piedras preciosas, prodigaron elogios elocuentes a la pobreza. Arístófanes representó en escena al ciego Plutón que dispensa la riqueza, a modo de castigo, solamente a los malvados. Pero en Jesús el amor de la pobreza no es sólo una regla ascética ni es una túnica orgullosa de la ostentación. Timón de Atenas, que a fuerza de generosidades imprudentes se quedó pobre, luego de haber dado de comer a un rebaño de parásitos, no es el pobre según el corazón de Cristo. Timón es pobre por culpa de su vanidad: dio a todos, sin distinción, incluso a quien no lo necesitaba, por adquirir fama de magnánimo y liberal. Cratetes, que se despoja de cuanto tiene por imitar a Diógenes, es esclavo del orgullo; quiere hacer algo distinto de los demás, conquistarse un nombre de filósofo y de sabio. La mendicidad de los Cínicos es una forma pintoresca de la vanidad; la pobreza de los guerreros de Platón es una medida de prudencia política. Las primeras repúblicas vencieron y florecieron mientras los ciudadanos se contentaron, como en la antigua Esparta y en la antigua Roma, con una estrecha pobreza, y decayeron apenas estimaron el oro más que la vida "sobria y púdica”. Pero los antiguos no despreciaron la riqueza en sí. La consideraban peligrosa cuando estaba acumulada en pocas manos; la estimaban injusta cuando no se gastaba con juiciosa liberalidad. Pero Platón, que desea para los ciudadanos una condición media, igualmente distante de la abundancia y de la inopia, incluye la riqueza entre los bienes del hombre. El último de todos, pero no lo olvida. Aristófanes se arrodillaría ante Plutón si el ciego dios recobrase la vista y concediese las riquezas a los hombres de bien. 157

En el Evangelio, la pobreza no es un adobo filosófico ni una moda mística. No basta ser pobres para tener derechos a la ciudadanía del Reino. No basta abandonar las riquezas y hacerse pobre para, sin más, ser perfecto. La pobreza del cuerpo es un requisito preliminar, como la pobreza de espíritu. Quien no está convencido de su bajeza no piensa ascender a la altura; quien no se ha desprendido de toda propiedad material, faja que venda los ojos y ata las alas, no sabe recobrar el apetito por los bienes esenciales. El pobre, cuando no le pesa su pobreza, cuando se gloría de la pobreza en vez de afanarse por convertirla en riqueza, está bastante más cerca de la perfección moral que el rico. Pero el rico que se ha despojado a favor de los pobres y ha preferido vivir al lado de sus nuevos hermanos, está más próximo aún de la perfección que quien nació y creció en la pobreza. El que le haya tocado una gracia tan rara y prodigiosa, es ya una prenda de mayores esperanzas. Renunciar a lo que nunca se ha tenido puede ser meritorio, porque la imaginación agranda las cosas ausentes; pero renunciar a cuanto se ha poseído y que de todos fue envidiado es indicio de suprema perfectibilidad. El pobre, que es sobrio, casto, sencillo y contentadizo, porque le faltan facultades y ocasiones, tiende a buscar una compensación en placeres más altos que no cuestan dinero y en una superioridad espiritual que los satisfechos no pueden discutirle. Pero muchas veces sus virtudes derivan de impotencia o de ignorancia; no prevarica porque no puede; no atesora porque no tiene más que lo necesario; no es borracho, ni frecuenta el burdel porque los taberneros y las rameras no fían. Su vida, muchas veces dura, servil, sin luz, atenúa sus culpas. El dolor le hace volver los ojos a la altura en busca de consuelo. Hacemos tan poco por los pobres que no tenemos derecho a juzgarlos. Tal como son, abandonados por sus hermanos, lejos de quien podría hablar a su corazón, esquivados por quien no puede soportar su asquerosa proximidad, excluidos de los mundos de la inteligencia y del arte que les harían más soportable la miseria en algunos momentos, los pobres son, en la miseria universal, los menos impuros de todos los hombres. Cuanto más amados serían más perfectos: quiénes los han dejado solos, ¿tendrán corazón para condenarlos? Jesús amaba a los pobres. Los amaba por la compasión que tenía de ellos; los amaba porque los sentía más cerca de su alma, más preparados para entenderlo. Los amaba porque todos los días le daban la felicidad de servir, de poder dar pan a los hambrientos, fuerza a los débiles, esperanza a los dolientes. Jesús amaba a los pobres porque en ellos, por cierta equidad, veía a los más legítimos habitantes del Reino; amaba a los pobres porque hacían más fácil, con el estímulo de la caridad, la renuncia de los ricos. Pero más que a nadie amaba a los pobres que fueron ricos y que por amor del Reino se habían hecho pobres. Su renuncia era el acto más grande de fe en su promesa. Habían dado lo que en lo absoluto no es nada, pero lo es todo a los ojos del mundo, por la esperanza de participar de una vida más perfecta. Habían tenido que vencer en sí mismos 158

uno de los instintos más profundamente arraigados en el hombre, Jesús, nacido pobre, entre los pobres, para los pobres, no ha abandonado nunca a sus hermanos. Les ha dado la abundancia fructífera de su divina pobreza. Pero buscaba, en su corazón, al pobre que no fue siempre pobre; al rico dispuesto a hacerse pobre por amor suyo. Lo buscaba: tal vez nunca lo halló a su paso. Pero se sentía más tiernamente hermano de aquel invocado ignoto que de todos los dóciles mendicantes que se apretaban a su alrededor.

EL ESTIERCOL DEL DEMONIO
Consideren bien, los hombres que han de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca con sus manos una moneda. Las manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vista al ciego; las manos que tocaron las carnes infectas de los leprosos y los muertos; las manos que abrazaron el cuerpo de Judas — mucho más infecto que el polvo, que la lepra y que la putrefacción — las manos blancas, puras, saludables, curadoras, que de nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de metal que ostentan en relieve el perfil de los amos del mundo. Jesús podía nombrar, en sus parábolas, las monedas; podía mirarlas en manos ajenas: pero tocarlas, no. Le repugnaban, con repugnancia cercana al horror. Todo su ser se rebelaba ante el pensamiento de un contacto con esos sucios símbolos de la riqueza. Cuando le piden el tributo para el Templo no quiere recurrir a la bolsa de los amigos, y ordena a Pedro que eche la red: en la boca del primer pez que saque habrá el doble del dinero que se le pide. Hay en tal milagro una sublime ironía que nadie ha visto. Yo no poseo monedas; pero las monedas son tan despreciables y sin valor, que el agua y la tierra las vomitarían a una palabra mía. El lago está lleno de ellas. Yo sé dónde están y en cantidad suficiente para comprar, con sólo las sueltas, a todos los sacerdotes del templo de Jerusalén y a todos los reyes de las naciones, pero no muevo un dedo para recogerlas. Un subalterno mío las tomará de la boca de un pez y se las dará al recaudador, porque los sacerdotes, a lo que parece, las necesitan para vivir. Los animales mudos pueden llevar monedas; yo soy rico hasta tal punto que ni verlas quiero. Yo no soy animal mudo, sino alma que habla, y las almas no tienen plata ni alforjas. No soy yo, pues, quien te da esas dracmas, sino el lago. Yo no tengo nada que comprar y regalo cuanto poseo. Mi patrimonio inacabable es la Verdad. Pero un día Jesús tuvo que considerar una moneda. Le preguntaron si era lícito al verdadero israelita pagar el censo. Y respondió al punto: "Mostradme la moneda del censo”. Y se la mostraron; mas no quiso tomarla en su mano. Era una moneda imperial, una moneda romana, que llevaba impresa la faz de Augusto. Pero él quería ignorar de quién era aquel rostro. Preguntó: "¿De quién es esta imagen y esta inscripción?". Le respondieron: "De César”. Entonces arrojó a la cara de los ladinos demandantes la palabra que les llenó de estupor: "Dad, pues, a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios". Muchos son los sentidos de estas pocas palabras: baste, por ahora, detenerse en la primera: dad. Dad lo que no es vuestro. Los dineros no nos pertenecen. Son hechos para los 159

poderosos, para las necesidades del poder. Son propiedad de los reyes y del reino — del otro reino, del que no es nuestro. El rey representa la fuerza y es protector de la riqueza; pero nosotros nada tenemos que ver con la violencia y rehusamos la riqueza. Nuestro Reino no tiene poderosos ni ricos; el Rey que está en los Cielos no acuña moneda. La moneda es un medio para el cambio de bienes terrenales; pero nosotros no buscamos los bienes terrenales. Lo poco que necesitamos — un poco de sol, un poco de aire, un poco de agua, un pedazo de pan, un manto — nos es dado gratuitamente por Dios y por los amigos de Dios. Vosotros os afanáis toda la vida por juntar un gran montón de esos discos grabados. Nosotros no sabemos qué hacer con ellos. Para eso los restituimos; los restituimos a quienes los han hecho acuñar, a quien ha puesto en ellos su retrato, para que todo el mundo sepa que son suyos. Jesús nunca tuvo necesidad de restituir, porque nunca tuvo una moneda. Ordenó a sus discípulos que en sus viajes no llevasen sacos para los donativos. Hizo una sola excepción — que da espanto. Del inciso de un Evangelio se deduce que un Apóstol tenía en depósito la bolsa de la comunidad. Este discípulo era Judas. Con todo, también él devolverá el dinero de la traición antes de desaparecer en la muerte. Judas es la misteriosa víctima inmolada a la maldición de la moneda. La moneda lleva consigo, juntamente con la grasa de las manos que la han cogido y sobado, el contagio del crimen. De todas las cosas inmundas que el hombre ha fabricado para ensuciar la tierra y ensuciarse, la moneda es, acaso, la más inmunda. Esos pedazos de metal acuñado que pasan y vuelven a pasar todos los días por las manos, todavía sucias de sudor y de sangre; gastados por los dedos rapaces de los ladrones, de los comerciantes, de los banqueros, de los intermediarios, de los avaros; esos redondos y viscosos escupitajos de las casas de la moneda, que todo el mundo desea, busca, roba, envidia, ama más que el amor y aun que la vida; esos asquerosos pedacitos de materia historiada que el asesino da al sicario, el usurero al hambriento, el enemigo al traidor, el estafador al cohechador, el hereje al simoníaco, el lujurioso a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos vehículos del mal, que persuaden al hijo a matar a su padre, a la esposa a traicionar a su esposo, al hermano a defraudar a su hermano, al pobre malo a acuchillar al mal rico, al criado a engañar a su amo, al malandrín a despojar al viajero, al pueblo a asaltar a otro pueblo; esos dineros, esos emblemas materiales de la materia, son los objetos más espantosos de cuantos el hombre fabrica. La moneda, que ha hecho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los días a miles de almas. Más contagiosa que los harapos de un apestado, que el pus de una pústula, que las inmundicias de una cloaca, entra en todas las casas, brilla en los mostradores de los cambistas, se amontona en las cajas, profana la almohada del sueño, se esconde en las tinieblas fétidas de los escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta a las vírgenes, paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encender el odio, para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte. El pan, santo ya en la mesa familiar, se convierte en la mesa del altar en el cuerpo inmortal de Cristo. También la moneda es el signo visible de una transubstanciación. Es la hostia infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio. El que 160

pone su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visiblemente con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberlo, el estiércol del Demonio. El puro no puede tocarlo; el santo no puede soportarlo. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia. Y sienten hacia la moneda el mismo horror que el rico hacia la miseria.

LOS REYES DE LAS NACIONES
— ¿De quién es esa imagen? — pregunta Jesús cuando ponen ante sus ojos la moneda de Roma. Conoce aquel rostro. Sabe, como todos, que Octaviano llegó a ser, por una sucesión de circunstancias exorbitantes, monarca del mundo con el sobrenombre adulador de Augusto. Conoce aquel perfil de fingido joven, la cabeza llena de ondulantes rizos, la gran nariz que avanza, como queriendo ocultar la crueldad de la boca, pequeña, fina, apretada. Es una cabeza, como todas las de los reyes, separada del busto, destacada del cuerpo, truncada al terminar el cuello: imagen siniestra de una voluntaria y eterna decapitación. Pero Jesús no quiere nombrar con sus labios al emperador, porque no reconoce su poder. César es el rey del mundo; Jesús es el rey de un nuevo reino contrapuesto al mundo y donde no habrá reyes. César es el rey de lo pasado, el jefe de los armados, el acuñador de la plata y el oro, el administrador falible de la justicia insuficiente. Jesús es el rey de lo futuro, el libertador de los siervos, el que renuncia a toda riqueza, el maestro del amor. No hay nada común entre ellos. Jesús ha venido para desarraigar la dominación de César, para disolver el imperio de Roma y todo imperio terrenal; pero no a sustituir a César. Si los hombres le escuchan, ya no habrá ningún César. Jesús no es el heredero que conspira contra el reinante para sentarse en su puesto, sino el disolvente pacífico de todos los reinantes. César es el más fuerte y famoso de sus rivales, pero también el más extraño. Porque su fuerza está en el sueño de los hombres, en la enfermedad de los pueblos. Pero ha llegado el que despierta a los durmientes, el que abre los ojos a los ciegos, el que restituye la fuerza a los débiles. Cuando todo se haya cumplido y se haya fundado el Reino — un Reino que no ha menester de soldados, jueces, esclavos ni moneda, sino únicamente de almas nuevas y amantes — el imperio de César se desvanecerá como un montón de cenizas bajo el hálito victorioso del viento. Mientras dure su apariencia, podemos darle lo que es suyo. El dinero, para los hombres nuevos, no es nada. Demos a César, prometido a la nada, esa nada de plata que no nos pertenece. Jesús, que anticipa siempre, con la pasión del deseo, advenimiento del segundo Paraíso Terrenal, no se preocupa de los gobiernos, porque la nueva tierra que anuncia no necesitará gobiernos. Un pueblo de santos no sabría qué hacer de los reyes, de los tribunales y los ejércitos. El Divino Libertador ha venido, aun en la política humana, para derrocar. Una 161

sola vez habla de los reyes, y sólo para desarraigar la idea vulgar y establecida. "Los reyes de las naciones — dice a sus discípulos — dominan sobre ellas, y a los que las mandan se les llama bienhechores. Que no sea así entre vosotros; antes bien, el mayor de vosotros sea igual al pequeño, y el que gobierna como el que obedece." Es la teoría de la perfecta igualdad en el orden humano. El grande es pequeño; el amo es servidor; el rey es esclavo. Si el que gobierna ha de ser como el que obedece, también la recíproca es verdadera, y el que sirve tiene los mismos derechos y honores del que gobierna. Puede haber santos eminentes entre los santos, bienaventurados que fueron pecadores hasta la víspera; inocentes que fueron ciudadanos del Reino desde su nacimiento. Puede haber diferencias de grandeza espiritual en la perfección común; pero toda categoría de superior e inferior, de señor y súbdito, será, al fin, abolida. La autoridad presupone, aun mal ejercida, un rebaño que conducir, una minoría que castigar, una bestialidad que amansar. Pero cuando todos los humanos sean santos, ya no serán menester el mando y la obediencia, la ley y el castigo, guías ni defensas. El reino del espíritu puede desentenderse de los mandatos de la fuerza. Los hombres ya no se odian ni desean las riquezas: toda razón y necesidad de gobierno desaparece al día siguiente de esos dos inmensos cambios. El camino que conduce a la libertad perfecta no se llama destrucción, sino santidad, y no se encuentra en los sofismas de Godwin o de Stirner, de Proudhon o de Kropotkin, sino únicamente en el Evangelio de Jesucristo. Pero la total conversión de los hombres al Evangelio no se ha verificado aún, y los reyes son todavía necesarios. Los animales necesitan un pastor, y cuanto más rebeldes y tercos, tanto más fuertemente armado debe estar el pastor. Pero las bestias humanas, enfurecidas por la soberbia, creen que el número puede sustituir a la unidad y lo bajo colocarse en el lugar de lo alto, y no quieren a los reyes. Los reyes verdaderamente reyes, aun los mediocres, están por encima de los indecisos caprichos de las multitudes ciegas y locas. Los reyes que gobiernan con esa autoridad que ha de ser única para que sea eficaz, y que responden de sus errores, siempre menos atroces que los de la plebe, únicamente ante Dios. Pero los hombres de hoy no quieren esos reyes. No son capaces de amarlos, ni de soportarlos siquiera. Prefieren un enjambre de tiranuelos, inhábiles y viciosos, que los oprimen y ordeñan en nombre de la libertad. Los prefieren porque disimulan su tiranía con cierto aspecto de licencia que tiene todas las cargas de la autoridad sin sus beneficios. Hace siglos que los verdaderos Reyes han desaparecido de la tierra, y los bellotívoros que la habitan no son mejores. Incapaces ya de la obediencia necesaria a los brutos e indignos todavía de la libertad divina de los santos.

ESPADA Y FUEGO
Siempre que los aduladores de los poderosos han querido santificar la ambición de los ambiciosos, la violencia de los violentos, la ferocidad de los feroces, la belicosidad de los belicosos, las conquistas de los conquistadores; siempre que los sofistas asalariados o los declamadores frenéticos han intentado conciliar la brutalidad pagana y la mansedumbre cristiana, hacer servir a la cruz de empuñadura de la espada, justificar la sangre vertida por 162

instigación del odio con la sangre que corrió en el Calvario para enseñar el amor; siempre, en suma, que se quiere legitimar la guerra con la doctrina de la paz y hacer de Cristo el fiador de Gengis Khan, de Bonaparte, o, con refinamiento infame, el heraldo de Mahoma, veréis aducir, con la puntualidad inexorable de los lugares comunes, el célebre texto evangélico que todo el mundo se sabe de memoria y muy pocos han entendido. "No creáis que yo he venido a traer la paz a la tierra; he venido a traer la espada." Algunos, desmesuradamente doctos, añaden: "He venido a traer el fuego a la tierra." Otros, validos de una memoria monstruosa, se arrancan con el versículo decisivo: "El Reino de los Cielos lo arrebatan los violentos." ¿Qué ángel de elocuencia, qué iluminador sobrenatural podrá revelar a estos endurecidos eruditos el verdadero sentido de las palabras que repiten con tan frívola petulancia? Las arrancan del contexto evangélico con la misma delicadeza con que un orangután puede arrancar las flores del jardín de Titania. No consideran las palabras que anteceden ni las que siguen; no consideran la ocasión en que fueron dichas; no dudan un instante que puedan tener un valor diferente del vulgar. Cuando Jesús dice que ha venido a traer la espada — o, como está escrito en el pasaje paralelo de Lucas, "la división" — está hablando a los discípulos que van a partir a anunciar la proximidad del Reino. Y después de haber nombrado la espada explica con ejemplos familiares lo que ha querido decir: "Porque he venido a poner división entre el hijo y el padre, la hija y la madre, la nuera y la suegra y tendrá cada cual por enemigos a los de su misma casa. Porque de ahora en adelante, de cinco que haya en una casa, tres estarán contra dos y dos contra tres. . . " La espada, pues, no significa la guerra. Es una imagen para significar la división. La espada corta, divide, desune; y la predicación del Evangelio dividirá también a los hombres de una misma familia. Porque entre los hombres están los sordos y los oyentes, los tardos y los diligentes, los que niegan y los que creen. Hasta que todos hayan sido convertidos y hermanados por la Palabra, la discordia reinará en la tierra. Pero la discordia no es la guerra ni el estrago. Los que han oído y creído — los Cristianos — no asaltarán a los que no escuchan ni creen. Usarán, sí, las armas contra los hermanos refractarios y remisos; pero esas armas serán la predicación, el ejemplo, el perdón, el amor. Los no convertidos provocarán, tal vez, la verdadera guerra, la guerra de violencia y de sangre; pero la provocarán precisamente porque no están convertidos, precisamente porque aun no son cristianos. El triunfo del Evangelio es el fin de todas las guerras — de las guerras de hombre a hombre, de familia a familia, de casta a casta, de pueblo a pueblo. Si el Evangelio, al principio, es causa de separaciones y discordias, la culpa no es de las verdades que enseña el Evangelio, sino de quienes no se deciden a practicarlas. Cuando Jesús proclama que viene a traer el fuego, únicamente un bárbaro puede pensar en el fuego homicida, digno auxiliar de las guerras. "¿Cómo quisiera que ya estuviera encendido?" Porque el fuego deseado por el Hijo del Hombre es el ardor del sacrificio, la llama fulgurante del amor. Hasta que todas las armas ardan en ese fuego, el Reino perfecto estará lejos aún. Para renovar la infecta familia de los hombres es necesario un incendio de dolor y de pasión. Los gélidos deben arder; los insensibles, gritar; los tibios, encenderse como antorchas en la noche. La suciedad amasada en la vida secreta de los hombres, que 163

hace de cada alma una cloaca, la podredumbre que obtura los oídos y sofoca los corazones, ha de ser reducida a cenizas por el fuego espiritual que ha venido a encender Jesús, y que no es destrucción, sino salvación. Pero para atravesar ese muro de llamas es necesario un valor que no todos tienen. Que sólo los valientes poseen. Por eso puede decir Jesús que "el Reino de los Cielos lo conquistan los violentos" — y la palabra violentos tiene, efectivamente, en el texto, el significado manifiesto de "fuertes", de hombres que saben tomar por asalto las puertas, sin dudar ni temblar. La espada, el fuego, la violencia son palabras que no pueden ser tomadas en el sentido literal que gusta a los abogados del exterminio. Son palabras figuradas que nos vemos forzados a usar para hacernos entender por las torpes imaginaciones de la multitud. La espada es el símbolo de las divisiones entre los primeros y los últimos persuadidos; el fuego es el amor purificador; la violencia es la fuerza de ánimo necesaria para conquistar el Reino. Quien lo entiende de otro modo o no sabe leer o voluntariamente hace traición. Jesús es el hombre de la Paz. Ha venido a traer la paz. Todo el Evangelio es anuncio y enseñanza de paz. La misma noche del nacimiento las voces celestiales cantan en el cielo el augurio profético: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. En la montaña, una de las primeras promesas que fluyen del corazón y de los labios de Cristo es la dirigida a los pacíficos. "Bienaventurados los que procuran la paz, porque serán llamados hijos de Dios." A los Apóstoles que están a punto de partir les ordena que auguren la paz en todas las casas donde entren. A los discípulos, a los amigos, les recomienda perfecta concordia: "Estad en paz los unos con los otros". Al acercarse a Jerusalén, la contempla llorando y exclama: "¡Oh, si hubieses conocido en este día las cosas que pueden dar la paz!" Y la noche decisiva, mientras los mercenarios armados le atan, pronuncia la suprema condenación de la violencia. "Todos aquellos que echan mano a la espada, por la espada perecerán." No ignora los males de la discordia. "Todo reino dividido en partes contrarías será convertido en desierto; y toda ciudad o casa dividida en partes contrarias no podrá sostenerse." Y en el sermón sobre los últimos tiempos anuncia, entre las señales del fin, junto con las carestías, los terremotos y las tribulaciones, las guerras: "Porque se levantarán nación contra nación y reino contra reino . . . y oiréis hablar de guerras y rumores de guerras." La discordia, para Jesús, es un mal; la guerra, un delito. Los apologistas de las grandes matanzas confunden adrede el Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero el nuevo es nuevo precisamente porque reforma el antiguo. La guerra puede llamarse divina cuando es considerada como un castigo. Pero es castigo también de sí misma. La guerra es la manifestación más cruel del odio que alienta y hierve en los corazones de los hombres. Para desahogar el odio que llevan dentro de sí, los hombres se ven inclinados a destruirse por medio de las armas. La guerra aparece al mismo tiempo como una culpa porque existía, aun antes de las hostilidades, en el alma de los enemigos; es castigo porque el odio, al estallar, lleva a la mutua matanza de los que odian. Pero si el odio fuese abolido en todos los corazones, la guerra sería incomprensible; la pena más horrible desaparecería juntamente con el máximo pecado. Llegaría al fin el día en que, 164

con el deseo, Isaías, "de sus espadas harán azadas, y hoces de sus lanzas; una nación no levantará ya la espada contra otra nación, y no volverán a ejercitarse para la guerra." Este día anunciado por Isaías será aquel en que el Sermón de la Montaña sea ley reconocida sobre toda la tierra.

UNA SOLA CARNE
Jesús santifica la unión, aun la carnal, del hombre y la mujer en el matrimonio. Hasta que todos los reyes estén de sobra daremos las monedas que llevan su nombre; hasta que todos los hombres sean semejantes a los ángeles, ha de multiplicarse el género humano. La familia y el Estado, asociaciones imperfectas cuando se piensa en la bienaventuranza del cielo, son necesarias en la espera terrestre del paraíso. Pero en tanto sean necesarias, deberán, por lo menos, ser menos impuras y menos imperfectas. El que gobierna deberá sentirse igual al que obedece; la unión del hombre y la mujer ha de ser perpetua y leal. En el matrimonio ve Jesús en primer término, la unión de dos cuerpos. En este punto ratifica la imagen de la Antigua Ley. "No son ya dos carnes, sino una sola." El esposo y la esposa son un solo cuerpo, indivisible, inseparable. Aquel hombre no tendrá otra mujer; aquella mujer no conocerá otro hombre hasta que la muerte los separe. El apareamiento del varón y la hembra, cuando no es el desahogo de una lujuria vagabunda, o de una fornicación furtiva, cuando es el encuentro y el ofrecimiento de dos virginidades sanas; cuando está precedido por una libre elección, una pasión casta, un pacto público y sagrado, tiene un carácter casi místico incancelable. La elección es irrevocable, la pasión está confirmada, el pacto es perpetuo. En los dos cuerpos que se unen hay dos almas que se reconocen y encuentran en el amor. Las dos carnes se convierten en una carne; las dos almas como que se hacen un alma sola. Los dos han confundido su sangre; pero de tal comunión nacerá una criatura nueva, formada con la sustancia de uno y otra, y que será la forma visible de su unidad. El amor los hace semejantes a Dios, obreros de la siempre nueva y maravillosa creación. Pero esta carnal y espiritual unión de los dos — la más perfecta de las imperfectas asociaciones de los hombres — no ha de ser nunca turbada ni interrumpida. El adulterio la corrompe; el divorcio la despedaza. El adulterio es la corrupción disimulada de la unidad; el divorcio, su negación. El adulterio es un divorcio secreto fundado en la mentira y en la traición; el divorcio, seguido de otra unión matrimonial, es un adulterio con apariencias legales. Jesús condena siempre, de una manera solemne y absoluta, el adulterio y el divorcio. Todo su ser tenía horror a la infidelidad y a la traición. Llegará el día, advierte hablando de la vida celestial, en el cual no se desposarán hombres y mujeres; pero hasta ese día el 165

matrimonio tiene que tener, al menos, todas las perfecciones que su imperfección permite. Y Jesús, que siempre procede de lo exterior a lo interior, no llama adúltero tan sólo al que roba la mujer del hermano, sino también al que la mira, por la calle, con ojos de deseo. Y no es adúltero únicamente el que comercia ocultamente con la mujer ajena, sino el que después de haber repudiado a la suya, se casa con otra. En un pasaje parece, a primera vista, conceder el divorcio al marido de la adúltera; pero, ni aun en este caso, el delito de la esposa repudiada podría justificar el delito que el traicionado cometería tomando otra mujer. Ante una ley tan absoluta y rigurosa, hasta los discípulos se rebelan. "Si tal es el caso del hombre respecto a la mujer, no tiene cuenta casarse." Pero él les respondió: "No todos son capaces de comprender esta palabra; mas sólo aquellos a quienes les es dado. Porque hay eunucos que han nacido así del seno de su madre; hay eunucos que lo han sido por los hombres, y hay eunucos que se han hecho eunucos por amor del Reino de los Cíelos. ¡Que el que puede comprender, comprenda!" El matrimonio es una concesión a la naturaleza humana y a la propagación de la vida. "No todos se sienten capaces de permanecer siempre castos, vírgenes y solos, sino únicamente aquellos a quienes les es dado." El perfecto celibato es una gracia y un premio de la victoria del espíritu sobre el cuerpo. El que quiera dar todo su amor a una obra grande, debe condenarse a la castidad. No es fácil servir a la humanidad y al individuo. El hombre que ha de realizar una misión difícil, que exigirá todos sus días hasta lo último, no puede atarse a una mujer. El matrimonio quiere el abandono a otro ser — pero el salvador ha de concederse a todos los seres. La unidad de dos almas no le basta — y haría más difícil, tal vez imposible, la unión con todas las demás almas. Las responsabilidades que lleva consigo la elección de una mujer, el nacimiento de los hijos, la creación de una pequeña comunidad en medio de la grande son de tal manera graves, que serían cotidiano impedimento a empresas mucho más graves. El hombre que quiere conducir a los hombres, transformarlos, no puede atarse, para toda la vida, a una sola criatura. Tendría que ser infiel a su mujer o a su misión. Ama demasiado a la universalidad de sus hermanos para amar a una sola de sus hermanas. El héroe es solitario. La soledad es su condena y su grandeza. Renuncia a los goces del amor marital; pero el amor que hay en él se multiplica para comunicarse a todos los hombres en una sublimación de sacrificio que sobrepuja a todos los éxtasis terrenales. El hombre sin mujer está solo, pero libre; su alma, sin estorbo de pensamientos comunes y materiales, puede ascender más arriba. No procrea hijos de carne, pero puede mejor hacer renacer a segunda vida a los hijos de su espíritu. Los resucitados, en el gran día del triunfo, ya no tendrán tentaciones. En el Reino de los Cielos la conjunción del hombre y la mujer, aun santificada por la perpetuidad del matrimonio, será abolida. Su fin máximo es la procreación de nuevos hombres; pero en ese tiempo la muerte será vencida y no será necesaria la continua renovación de generaciones. "Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio; pero aquellos que sean reputados dignos de tener parte en el mundo futuro y en la resurrección de los muertos, no 166

toman mujer ni tienen marido, ni pueden morir ya; son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios al ser hijos de la resurrección." Con la conquista de la vida eterna y del estado angelical — dos promesas y dos certezas de Cristo — lo que parecía soportable se hace increíble; lo que parecía puro se hace torpe; lo que era santo, imperfecto. En ese mundo supremo están ya consumadas todas las pruebas de la especie humana. El decaído hombre primitivo se contentó con el ayuntamiento fugaz de la mujer robada; se elevó después hasta el matrimonio, hasta la unión única con la mujer única; el santo se elevó más todavía y llegó a la castidad voluntaria. Pero el hombre angelizado en el cielo ha vencido a la carne, incluso en el recuerdo: su amor, en un mundo donde no existen pobres, infelices ni enemigos, se transfigura en una contemplación trashumana. Cuando esto llegue, el ciclo de los nacimientos quedará cerrado. El cuarto reino estará para siempre constituido. Los ciudadanos de ese reino serán los mismos eternamente, aquéllos y no otros, por todos los siglos. La mujer no parirá con dolor. La sentencia de destierro está revocada; la serpiente está vencida. El Padre acoge de nuevo con fiestas al Hijo huido. El paraíso ha sido recuperado y ya no se perderá nunca más.

PADRES E HIJOS
Jesús hablaba en una casa, tal vez en Cafarnaum. Y hombres y mujeres, hambrientos de justicia, deseosos de alivio y de consuelo, habían llenado la casa, y se apretaban a su alrededor, mirándole como se mira al padre recobrado, al hermano que cura, al benéfico salvador. Aquellos hombres y mujeres tan hambrientos estaban pendientes de su palabra, de tal modo que Jesús y sus amigos ni siquiera podían comer un bocado. Habló mucho tiempo y hubieran querido que siguiese hablando hasta la noche, sin dejarlo, sin descansar un instante. ¡Hacía tanto tiempo que le esperaban! Sus padres y sus madres habían esperado en dura miseria y larga resignación miles de años. Ellos mismos habían esperado mucho tiempo en la penumbra lastimosa de una confusa nostalgia. Todos habían suspirado, noche tras noche, por un resquicio de luz, una promesa de felicidad, una palabra de amor. Y ahora tenían ante sus ojos al que daba los premios de tan larga espera. Ahora los exigían sin más tardanza. Aquellos hombres y aquellas mujeres estaban en torno a Jesús como acreedores privilegiados e impacientes que, al fin, tenían a mano al divino Deudor, tanto tiempo esperado, y querían su parte hasta el último céntimo. Podía dejar de comer el pan — siglos y siglos habían estado sus padres sin probar apenas el pan de la verdad, y años y años llevaban ellos mismos sin poder calmar el hambre con el pan de la esperanza. Jesús, pues, sigue hablando a la gente que ha llenado la casa. Repite las imágenes más impresionantes de su inspiración, cuenta las nuevas más persuasivas del Reino, los mira con aquellos ojos anhelantes que penetran en el fondo de las almas como el sol mañanero en la cerrada oscuridad de las casas. Todos nosotros daríamos los días que nos quedan porque nos mirasen aquellos ojos, por mirar un minuto aquellos ojos rutilantes de infinita ternura, por escuchar una vez siquiera aquella voz arrobadora que transforma en música 167

melodiosa la lengua popular semita. Aquellos hombres, que ya murieron; aquellas mujeres, que ya están muertas; aquellos hombres y mujeres pobres; aquellos infelices, cuyos cuerpos hoy son polvo en el aire del desierto o barro bajo las pezuñas de los camellos; aquellos hombres y aquellas mujeres, a quienes nadie envidiaba en vida y que nosotros, vivos, nos vemos reducidos a envidiar después de tan remota y oscura muerte; aquellos hombres y aquellas mujeres escuchaban aquella voz, veían aquellos ojos. Pero he aquí que se oye un rumor, un susurro a la puerta de la casa. Alguien quiere entrar. Uno de los presentes, advierte a Jesús: "Ahí están tu madre, y tus hermanos y tus hermanas, que vienen a buscarte [1]. Pero Jesús no se mueve: "¿Quién es mi madre? ¿Y quiénes son mis hermanos?" Y mirando en derredor a los que allí estaban sentados en torno a Él, dice: "¡He aquí mi madre y mis hermanos! El que cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano y hermana, y madre." Mi familia está aquí. Y no tengo más familias. Los lazos de sangre no tienen importancia, si no están confirmados en el espíritu. Mi padre es el Padre Celestial: mis hermanos son los pobres que han llorado; mis hermanas son las mujeres que han dejado los amores por el Amor. No entendía renegar con estas palabras de la Virgen Dolorosa, de cuyo vientre era fruto: quería decir que desde el día de su voluntario destierro no pertenecía ya a la pequeña familia de Nazareth, sino sobre todo a su misión de salvador de la gran familia humana. La filiación espiritual, en la nueva economía de la salvación, supera y sobrepuja a la simple filiación carnal. "Si uno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer e hijos y hermanos y hermanas, e incluso a su propia vida — es decir, quien prefiere estos amores a mi amor — no puede ser mí discípulo." El amor particular debe subordinarse al amor universal. Es necesario elegir entre los antiguos efectos del hombre antiguo y el amor único del hombre nuevo. La familia desaparecerá cuando los hombres, en la vida celestial, serán mejor que hombres. Ahora suele ser estorbo para el que ayuda a los demás a conquistar el paraíso. "Y no llaméis a nadie en la tierra vuestro Padre, porque uno solo es Padre vuestro: es decir, el de los Cielos." El que deja la familia será recompensado hasta lo infinito: "En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por amor del reino de Dios, que no reciba otro tanto cien veces en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna." El Padre que está en los cielos es seguro; vuestros hermanos en el Reino son seguros; pero los padres y hermanos de aquí abajo pueden convertirse hasta en vuestros asesinos. "Seréis traicionados incluso de vuestros padres, hermanos, parientes y amigos; y condenarán a muerte a muchos de vosotros. . . " Con todo, los padres, principalmente, deben ser fieles. Porque los padres, según Jesús, tienen muchos más deberes para con los hijos que éstos para con los padres. La antigua Ley sólo recuerda expresamente los derechos de los primeros. "Honra a tu padre y a tu madre", dice Moisés. Pero añade: "Protege y ama a tus hijos." Se cree que los hijos son propiedad de quien los ha hecho. La vida en esa edad parece tan bella y preciosa, que nunca podrán 168

pagar su deuda. Siempre habrán de ser siervos, perpetuamente sometidos. No han de vivir sino para el padre y a las órdenes del padre. También aquí el genio divino del gran Renovador ve lo que les falta a los antiguos, e insiste sobre la otra parte. Los padres deben dar, sin ahorro ni descanso. Aunque los hijos sean malos, aunque abandonen a su padre, aunque nada merezcan a los ojos de la obtusa prudencia del mundo. El Padre Nuestro es en su mitad un requerimiento de los hijos al Padre. Es el ruego que todo hijo podría dirigir a su propio padre. Y los padres, aun dándolo todo, pueden ser abandonados. Si los hijos los dejan para lanzarse a la mala vida, deben ser perdonados cuando vuelvan arrepentidos, como fue perdonado el hijo pródigo. Si los dejan en busca de una vida más alta y perfecta — como los que se convierten al Reino —, serán premiados doblemente en esta vida y en la otra. Pero los padres, de todas suertes, son deudores. La tremenda responsabilidad que han aceptado con dar vida a nuevas criaturas debe ser satisfecha. Para ser semejantes al Padre que está en los cielos, deben dar a los que piden y a los que callan, a los que lo merecen y a los que han desmerecido, a los que se sientan a la mesa familiar y a los que andan vagabundos por la tierra, a los buenos y a los malos, a los primeros y a los últimos. No deben cansarse nunca, ni siquiera con los hijos que les huyen, que los ofenden, que reniegan de ellos. "¿Quién hay de vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra? ¿O que si le pide un pez le dé una serpiente?" ¿Quién negará, pues, al hijo que se aleja sin pedir nada el don supremo: el amor aun sin esperanza de correspondencia? Todos son hijos del Hijo del Hombre, pero nadie podía llamarle padre según la carne. La única alegría que no engaña entre las engañadoras alegrías de los hombres es la de abrazar, o tener en las rodillas, a un niño de cara rosada por una sangre que es también nuestra, que nos ría con el primer esplendor de sus ojos, que balbucee nuestro nombre, que nos haga recobrar la ternura perdida de la primera infancia. Sentir junto a la piel adulta, endurecida por soles y vientos, una carne nueva, naciente, en la que parece conservar la sangre todavía un poco de la dulzura de la leche; una carne que parece hecha de pétalos tibios y vivientes, y sentir que esa carne es nuestra, formada en la carne de nuestra mujer, nutrida con la leche de sus pechos, y espiar las manifestaciones, la floración lenta del alma en esa carne que nos pertenece, que pertenece a aquella que nos pertenece; ser el único padre de esa criatura única, de esa flor que está abriéndose a la luz del mundo, reconocerse en ella, ver de nuevo nuestras miradas en sus pupilas estupefactas, volver a oír nuestra voz en su boca fresca, aniñarnos con ese niño, para ser dignos de él, para estar más cerca de él; hacernos más pequeños, mejores, más puros; olvidar todos los años que nos acercaron silenciosos a la muerte, olvidar por un momento la soberbia de la virilidad, el orgullo de la ciencia, las primeras arrugas del rostro, las amarguras, las suciedades, las indignidades de la vida y volver a ser vírgenes junto a aquella virginidad, serenos al lado de aquella serenidad, y buenos con una bondad desconocida antes ser, en suma, padres de ese hijo nuestro, que crece día por día en nuestro lecho, en nuestra casa, en brazos de nuestra esposa, es quizás, y sin quizás, el más alto deleite humano concedido al hombre, que posee un alma dentro de su barro. 169

Jesús, a quien nadie llamó padre, se sintió especialmente atraído por los niños y por los pecadores. La inocencia y la caída eran, para él, prendas de salvación: la inocencia, porque no necesita limpieza alguna; la abyección, porque siente más agudamente la necesidad de limpiarse. La gente de en medio está más en peligro: esa, medio corrompida y medio intacta; los hombres que están infectos por dentro y quieren parecer cándidos y justos; los que han perdido en la niñez la limpieza nativa y no sienten todavía el hedor de la putrefacción interna. Jesús amaba con ternura a los niños y con piedad a los criminales; a los puros y a aquellos que necesitan purificarse. Iba hacia los pecadores porque ellos no siempre tenían fuerzas para encaminarse a él; pero llamaba a sí a los niños porque los niños comprenden por instinto quién les quiere y corren a él de buen grado. Las madres le ofrecían sus hijos para que los tocase. Los discípulos, con su acostumbrada rudeza, las increpaban, y Jesús tuvo que reprenderles esta vez también: "Dejad a los niños y no impidáis que se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Y en verdad, en verdad os digo que el que no reciba el Reino de Dios, como un niño no entrará en él en modo alguno." Los discípulos, hombres burdos, orgullosos de su autoridad de hombres hechos y de lugartenientes del Señor, no comprendían por qué su Maestro quería emplear el tiempo con los muchachos que todavía no saben silabear bien ni entendían el sentido de las palabras de los mayores. Pero Jesús, poniendo en medio de ellos a uno de aquellos niños, respondió: "En verdad os digo que si no cambiáis y no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Quien se haga, por tanto, humilde como este párvulo, ése será grande en el Reino de los Cielos. Y el que recibe a un párvulo como éste en mi nombre, me recibe a mí. Pero a quien escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, mejor le sería que le fuera atada al cuello una rueda de molino, y se le precipitara en el fondo del mar." También aquí es total la revisión de valores. En el tiempo antiguo, el niño era quien debía respetar al hombre, venerar al viejo e imitarlos en su conducta. El pequeño debía tomar al mayor como modelo. La perfección tenía lugar señalado en la madurez y, mejor, aún, en la vejez. El hijo era respetado únicamente en cuanto contenía la esperanza de una futura virilidad. Jesús vuelve las cosas del revés. Los mayores deben tomar ejemplo de los pequeños; los ancianos deben esforzarse por volverse niños; los padres deben imitar a sus pequeñuelos. En el mundo donde prevalecía la fuerza, donde únicamente se apreciaba el arte de enriquecerse y de sobresalir, el niño era tenido apenas por una larva de humanidad. En el nuevo mundo, en el mundo anunciado por Cristo, donde reinarán la pureza confiada y el amor de la inocencia, los niños son los arquetipos de la ciudadanía feliz. El niño, que parecía un hombre imperfecto, es más perfecto que el hombre. El hombre, que se imaginaba haber llegado a la plenitud de la edad y del alma; debe volver atrás, despojarse de la complicación satisfecha, retroceder hacia la infancia. De imitado se convierte en imitador, del primer puesto desciende al último. Jesús, por su parte, reafirmaba su niñez, y se declaraba sin recato, idéntico a los niños que le rodeaban: "El que recibe a un párvulo como éste, a mí me recibe." El santo, el pobre, el poeta, se presenta bajo esta nueva forma que las reúne todas; el niño: limpio y cándido 170

como el santo, desnudo y necesitado como el pobre, maravillado y contemplador como el poeta. Jesús no ama a los niños únicamente como modelos inconscientes de los candidatos a la perfección del Reino, sino como a verdaderos mediadores de la verdad. Su ignorancia está más iluminada que la doctrina de los doctores; su ingenuidad es más fuerte que el ingenio que se refleja en las palabras tejidas en razonamientos. Un espejo nítido y libre recibe más fácilmente los reflejos de la revelación. "Yo te bendigo, oh Padre — exclamó un día — porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los inteligentes y se las has revelado a los párvulos." A los sabios le hace sombra su misma sabiduría, porque creen saberlo todo; a los inteligentes les estorba su misma inteligencia, porque no son aptos para recibir otra luz que la intelectual. Únicamente los sencillos comprenden la sencillez, los inocentes la inocencia, los amantes el amor. La revelación de Jesús, manifestada con preferencia a las almas virginales, quiere humildad, purificación, misericordia. Pero el hombre, al crecer, se corrompe, se enorgullece, aprende la horrible voluptuosidad del odio. Se aleja cada día más del paraíso: es cada vez menos capaz de volverlo a hallar; se complace en el descenso progresivo; se vanagloria de la ciencia inútil que oculta la única verdad necesaria. Para hallar el nuevo paraíso, el reino de la inocencia y del amor, es necesario volverse niños, que son ya, por privilegio nativo, lo que los demás habrán de volver a ser con gran trabajo. Jesús busca, sí, la compañía de los hombres y de las mujeres, de los pecadores y de las pecadoras, pero sólo se siente con sus verdaderos hermanos cuando toca la cabeza de los niños que las madres galileas le tienden como una ofrenda.

MARTA Y MARÍA
También las mujeres sentían el divino encanto de Jesús. Este ser, que tiene ser y carne de hombre y no ha escogido esposa, se ve envuelto durante toda su vida, y después de la muerte, en un suave calor de santa ternura femenina. El virgen peregrino es amado de las mujeres como nadie fue ni podrá ser amado nunca. El casto que ha condenado el adulterio y la fornicación tiene sobre ellas el inestimable prestigio de la inocencia. Las mujeres que no sean puramente hembras se arrodillan ante quien no se les doblega. El marido con todo su amor legal y su imperio, el mujeriego que corre como un sátiro tras de su presa, el elocuente adúltero, el temerario estuprador no tiene sobre el espíritu de la mujer el dominio que puede tener sobre ellas el que las ama sin tocarlas, el que las salva sin pedirles a cambio ni siquiera un beso. La mujer, aun la esclava de su cuerpo, de su debilidad, de su deseo y del deseo del varón, se siente atraída por quien la ama sin pedirle más que un vaso de agua, una sonrisa, un poco de atención callada. 171

Las mujeres amaban a Jesús. Se paraban cuando le veían pasar, le seguían cuando hablaba a los amigos y a los desconocidos, se cercaban a la casa donde había entrado, le presentaban sus hijos, le bendecían a grandes voces, le tocaban sus vestiduras para curarse de sus males, eran felices viéndole. Todas hubieran podido gritar como la mujer que alzó la voz en medio de la multitud: "Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te dieron de mamar." Muchas le seguirán hasta la muerte: Salomé, madre de los Hijos del Trueno: María de Cleofás, madre de Santiago el Menor, Marta y María de Betania. Hubieran querido ser sus hermanas, sus siervas, sus esclavas; para asistirle, para ofrecerle el pan, para servirle el vino, para lavar sus vestiduras, para ungir sus pies cansados, sus cabellos largos y flotantes. Algunas tuvieron la felicidad de seguirle, y la mayor quizá de poderle ayudar con sus dineros. "Y con él estaban los Doce y ciertas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades, a saber: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes y Susana, y muchas otras, las cuales ayudaban a Jesús con sus recursos." Las mujeres, cuya piedad es don natural del corazón antes de ser voluntad de perfección, eran, como lo han sido siempre, más generosas que los hombres. Cuando aparece en casa de Lázaro, dos mujeres, las dos hermanas del resucitado, parecen locas de alegría. Marta se precipita a su encuentro para preguntarle si no le falta nada, si quiere lavarse, si quiere comer en seguida. Y, entrando en su casa, le guía al lecho para que descanse, y 1e lleva una manta por si tiene frío, y corre al pozo a traer agua nueva y fresca. Y luego, se pone en movimiento para preparar al peregrino una buena comida, más abundante que la acostumbrada en la familia. Enciende a toda prisa un buen fuego, va en busca de pescado fresco, de huevos del día, de higos, de aceitunas; hace que una vecina le preste un trozo de cordero matado el día antes; de otra se hace dar un perfume de precio; de otra tercera, más rica que ella, una escudilla florida. Saca del arca el mantel más nuevo y de la bodega el vino más viejo. Y mientras los leños crepitan en la chimenea, y el agua del caldero empieza a borbotar anunciando el próximo hervor, la pobre Marta, sudorosa, sofocada, afanosa, prepara la mesa, va del hogar a la masera y da un vistazo a la calle para ver si el hermano vuelve a casa, y otro a su hermana, que no hace nada. María, en efecto, apenas Jesús ha traspasado el umbral, cae en una especie de éxtasis inmóvil del que nadie puede sacarla. No ve sino a Jesús, no oye más que la voz de Jesús. Nadie más existe en aquel momento para ella. No se harta de mirarlo, de escucharlo, de sentirlo presente, vivo, cerca de ella. Si la mira, goza con sentirse mirada; si no la mira, se queda fija; si habla, sus palabras se le quedarán grabadas una por una en el corazón hasta la muerte; si calla, entiende su silencio como una revelación más directa. Casi la fastidia todo aquel trajín y aquel ajetreo de su hermana. ¿Necesita, Jesús, acaso, una cena rica? María se ha sentado a sus pies y no se mueve, aunque Marta y Lázaro la llamen. Está al servicio de Jesús, pero de otra manera. Le ha dado su alma, solamente el alma, pero toda su alma embelesada, y el trabajo de sus manos sería intempestivo y superfluo. Es una contemplativa, una adoratriz. Se moverá tan sólo para cubrir con perfumes el cadáver de su Dios; se moverá si él le pidiese su vida y su sangre. Lo demás, el afán de Marta, es quehacer material que no le compete. 172

Las mujeres, pues, le amaban y él correspondía a este puro amor con la piedad. Ninguna mujer que a él se dirigiera fue despedida descontenta. El llanto de la viuda de Naín le hace llorar tanto, que le resucita al hijo muerto; las imploraciones de la Cananea, no obstante ser extranjera, le vencen, y cura a su hija; la Desconocida paralítica hacía dieciocho años, "toda encorvada e incapaz de enderezarse", es curada, aun siendo sábado, y a pesar de que los jefes de la sinagoga clamasen que era sacrilegio. En los primeros tiempos de su viaje, libra de la fiebre a la suegra de Pedro y de los malos espíritus a la Magdalena; resucita a la hija de Jairo y sana a la desconocida que padecía hacía doce años un flujo de sangre. Los doctores de su tiempo no estimaban a las mujeres en las cosas espirituales. Las toleraban en las fiestas divinas, pero nunca hubieran pensado en enseñar a una mujer las razones mayores y secretas. "¡Quema las palabras de la Ley — decía un proverbio rabínico de aquellos tiempos — antes que enseñárselos a las mujeres!" Jesús, por el contrario, no desdeñaba hablar con ellas incluso de los más altos misterios. Cuando descansa, solo, junto al pozo de Sichar, y llega la Samaritana de los cinco maridos, no se arredra, aunque sea mujer y enemiga de su pueblo, de anunciarle la verdad de su mensaje. "Está por llegar la hora, más aún, ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad; porque tales son los adoradores que el Padre pide; Dios es espíritu y los que le adoran es menester que le adoren en espíritu y verdad." Llegan en esto los discípulos y no comprenden lo que el Maestro está haciendo: "y se quedaron sorprendidos al ver que hablaba con una mujer." No sabían aún que la Iglesia de Cristo tendría una Mujer como mediadora entre los hijos y el Hijo —aquella que reúne en sí, única entre todas, las dos supremas perfecciones de la mujer: la Virgen Madre que sufrió por nosotros desde la noche de Belén hasta la noche del Calvario.

PALABRAS. EN LA ARENA
En otra ocasión, en Jerusalén, Jesús se encuentra frente a una mujer: la adúltera. Una caterva vociferante la empuja hacia delante. La mujer, oculto el rostro con las manos, y los cabellos, está frente a él sin hablar. Jesús ha enseñado la unidad perfecta del esposo y de la esposa y detesta el adulterio. Pero detesta todavía más la vileza de los espías, el encarnizamiento de los despiadados, el impudor de los pecadores que quieren constituirse en jueces del pecado. Jesús no puede defender a la mujer que ha desobedecido bestialmente la ley de Dios; pero tampoco quiere condenarla, porque sus acusadores no tienen derecho a pedir su muerte. Y se inclina a la tierra y escribe en el polvo, con la punta del dedo. Es la primera y última vez que vemos a Jesús humillarse en esta mortificante operación. Nadie ha sabido nunca lo que escribió en aquel momento, ante aquella mujer que temblaba en su vergüenza como una cierva alcanzada por una jauría de perros malos. Escribió precisamente sobre la arena para que el viento se llevase las palabras que los hombres tal vez no hubieran podido leer sin miedo. Pero los desvergonzados azuzadores insistían, porque querían lapidar a la mujer. Entonces Jesús, alzándose del suelo, los miró uno por uno a los ojos y en el alma: "El que de vosotros esté sin pecado, arroje la primera piedra contra ella." 173

Todos nosotros somos, con frecuencia, solidariamente culpables de los delitos de nuestros hermanos, cómplices de sus pecados, aunque muchas veces sin castigo. La adúltera no hubiera hecho traición sin la tentación de los hombres, si su marido hubiese sabido hacerse amar; el ladrón no robaría si el corazón de los ricos fuese menos duro: el asesino no mataría, si antes no le hubiesen maltratado y ofendido; no habría prostitutas si los hombres supiesen mortificar la lujuria. Únicamente los inocentes tendrían derecho a juzgar. Pero no hay inocentes en la tierra, y si los hubiese, su misericordia sería más fuerte que la justicia misma. Los petulantes espías no habían pensado nunca semejantes pensamientos; pero las palabras de Jesús tuvieron el poder de turbarlos. Cada uno de ellos volvió a ver sus traiciones, sus secretas, y tan recientes, fornicaciones. Cada alma fue como una cloaca, que, levantada la lápida, envía al aire tufaradas de horrendo hedor. Los más viejos fueron los primeros en marcharse. Luego, poco a poco, todos los demás, sin mirarse a la cara, se escaparon, y se perdieron de vista. La plaza quedó vacía. Jesús se había inclinado de nuevo al suelo, y escribía; la mujer había sentido las pisadas de los fugitivos y ya no oía ninguna voz de muerte, pero no osaba alzar los ojos, porque sabía que uno solo había quedado, el inocente, el único que tenía derecho a arrojar las piedras homicidas. Jesús, por segunda vez, se alzó de nuevo y no vio a nadie. — Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? — Ninguno, Señor. — Tampoco yo te condeno; vete y no peques más. Por primera vez la adúltera tuvo fuerzas para mirar a la cara de su libertador. No entendía bien sus palabras. Su pecado era también pecado, según él, puesto que le ordenaba que no pecase más. Con todo, había hecho que los demás no la condenasen, y ahora tampoco él quería condenarla. ¿Quién era aquel hombre, tan diferente de todos los demás, que detestaba el pecado, pero se compadecía de los pecadores? Hubiera querido dirigirle una pregunta, murmurar una palabra de agradecimiento, recompensarle, al menos, con una sonrisa. Pero Jesús había comenzado de nuevo a escribir en el polvo del patio, con la cabeza baja, y se veían únicamente las ondas de sus cabellos brillar al sol y los dedos que se movían con lentitud sobre la tierra iluminada.

LA PECADORA
Pero ninguna mujer le amó como la Pecadora que le ungió con óleo de nardo y le bañó con sus lágrimas en casa de Simón. Todos tenemos presente el hecho. La imagen de la llorosa, sueltos los cabellos sobre los pies del caminante, sobrevive en todas las memorias. Pero a pocos se les aparece claro el 174

verdadero sentido del hecho. Tanto lo han desfigurado las interpretaciones vulgares y literarias. Los decadentes del siglo pasado, los cinceladores de preciosidades lascivas, que se sienten atraídos del hedor de la corrupción, como las moscas por los excrementos y los cuervos por la carroña, han buscado en el Evangelio las mujeres que olían a pecado y que se pudieran parecer más a las mujeres de sus frenéticos sueños de impotentes. Y se han apropiado, vistiéndolas con los terciopelos de los adjetivos, con la seda de los verbos, con las joyas y pedrería de las metáforas, a la desconocida arrepentida — con el nombre de María de Magdala — a la desconocida adúltera de Jerusalén, a la bailarina Salomé, a la siniestra Herodías. El episodio de la unción ha sido profundamente falseado por esos injustos disfraces. Es más sencillo, pero mucho más profundo. El elogio de Jesús a la portadora de nardo no es el elogio del pecado carnal, ni siquiera del amor común tal como lo entiende la generalidad de los hombres. La Pecadora que entra silenciosamente en casa de Simón con un vaso de alabastro, ya no es una pecadora. Ha visto y contemplado antes de aquel día a Jesús; ha oído sus palabras; su voz la ha conturbado; sus palabras la han estremecido. La mujer pecadora ha aprendido que hay un amor más dulce que la voluptuosidad, una pobreza más rica que los estateres y los talentos. Cuando entra en casa de Simón, no es la misma mujer de antes, la que los hombres del país señalaban con el dedo haciéndose un guiño, la que el Fariseo conoce y desprecia. Su alma ha cambiado. Ha cambiado toda su vida. Su carne, ahora, es casta; su mano es pura; sus labios ya no saben de la acidez del minio; pero sus ojos han aprendido a llorar. Está lista, según la promesa del Rey, para entrar en el Reino. Sin esa promesa no se puede entender la historia que sigue. La Pecadora salvada quiere recompensar con algún agradecimiento a su salvador. Y toma una de las cosas más preciosas que le han quedado, un vaso sellado, lleno de nardo, y va a ungir con aquel óleo costoso los cabellos de su Rey. Su primer pensamiento, pues, es un pensamiento de gratitud. Su acto lo es de público reconocimiento. La Pecadora quiere dar gracias ante todo el mundo a aquél que ha limpiado su alma, que ha resucitado su honor, que la ha apartado de la vergüenza, que la ha dado una esperanza tan gloriosa que sobrepuja a todas las alegrías. Entra con su alabastro cerrado, apretado contra el pecho, tímida y cautelosa como una niña que entra el primer día en la escuela, como una absuelta que sale de la cárcel en aquel momento. Entra con la vasija de perfume, sin hablar, y alza los ojos tan sólo un momento, el momento que basta para ver, entre el batir de sus párpados, dónde está Jesús echado [2]. Se acerca al lecho temblándole las piernas, las manos, los finos párpados, las rodillas — porque siente que todos la miran, que están fijas en ella las pupilas de tantos hombres, curiosos de su cuerpo ondulante, de lo que va a hacer. Rompe el cuello del frasco de alabastro y vierte la mitad del óleo sobre la cabeza de Jesús. Las gruesas y pesadas gotas brillan sobre los cabellos como gemas líquidas. Toda la estancia se llena de aquella fragancia; todos los ojos se quedan estupefactos. 175

La mujer, siempre en silencio, vuelve a tomar el vaso abierto y se arrodilla a los pies del portador de paz. Vierte en la palma de su mano el óleo que quedaba y va ungiendo poco a poco el derecho y el izquierdo, con la atención delicada de una madre que lava por primera vez a su primera criatura. Luego ya no resiste más, no se puede sostener, no consigue contener por más tiempo la ola de ternura que le aprieta el corazón, le agarrota la garganta, le hincha los ojos. Quisiera hablar para decir que su agradecimiento es un puro, simple, cordial agradecimiento por el bien que ha recibido, por la nueva luz que la ha hecho abrir los ojos. Pero ¿cómo hallar en aquel momento, ante todos aquellos hombres, las palabras que debiera decir, las palabras expresivas de la inmensa gracia, dignas de él? Por otra parte, los labios le tiemblan de tal suerte que no podría pronunciar dos sílabas; no sería su discurso sino un balbuceo roto por los sollozos, Así, pues, no pudiendo hablar con la boca, habla con los ojos: sus lágrimas caen una a una, rápidas y calientes, sobre los pies de Jesús, como otras tantas silenciosas ofrendas de su reconocimiento. Aquel llanto libra a su corazón de la opresión; sus lágrimas refrescan su pena; no ve ni siente nada, como no sea un deleite inefable, que no ha conocido nunca, ni en las rodillas de su madre ni en los brazos de los hombres, que penetra su sangre, que le hace temblar y desfallecer, que la tortura con punzante delicia, deshaciendo todo su ser en el éxtasis extremo en que el gozo hace sufrir y el dolor llega al júbilo, en que el dolor y la alegría son una sola cosa terrible. Llora con aquel llanto su vida interior, su miserable vida de la víspera. Piensa de nuevo en su pobre carne manchada por los hombres. A todos ha tenido que sonreír; ha tenido que mostrar falso rostro de alegría a los que la despreciaban, a los que odiaba. Pero sus lágrimas son, al propio tiempo, lágrimas de alegría y de consuelo. No llora únicamente su vergüenza, ya redimida, sino por la demasiada dulzura de la vida que empieza de nuevo. Llora su castidad rescatada, su alma reconquistada contra el mal, su pureza milagrosamente recobrada, su condena abrogada, felizmente revocada. Su llanto es el llanto de alegría del segundo nacimiento, del júbilo por la verdad descubierta, de la alegría por la conversión repentina, por el hallazgo de su alma que parecía perdida, por la esperanza maravillosa que la ha sacado de la suciedad de la materia para elevarla a la iluminación del espíritu. Las gotas de nardo y de llanto son otras tantas ofrendas por esas gracias inefables. Con todo, no llora únicamente sobre sí misma, no llora únicamente su dolor y su alegría. Las lágrimas que bañan los pies de Jesús son también por él. La Desconocida ha ungido a su Rey como a un Rey antiguo. Le ha ungido la cabeza, como se ungía a los sumos sacerdotes y a los monarcas de Judea; le ha ungido los pies como se unge a los señores y a los huéspedes los días de fiesta. Pero al mismo tiempo le unge para la muerte y la sepultura. Jesús, que está por entrar a Jerusalén, sabe que aquellos son los últimos días de su vida terrena. "Esta — dice a sus discípulos — vertiendo tal perfume sobre mi cuerpo, ha querido prepararme para la sepultura”. Todavía vivo, lo ha embalsamado la piedad de una mujer. Cristo recibirá todavía, antes de morir, un tercer bautismo, el bautismo de la infamia, el bautismo de la ofensa suprema: los soldados del Pretorio le escupirán a la cara. Pero, entre tanto, ha recibido al propio tiempo el bautismo de la gloria y el bautismo de la muerte. Es ungido como Rey que ha de triunfar en el Reino celestial, y perfumado como cadáver que 176

será depositado en la gruta. El símbolo de la unción reúne los dos misterios gemelos: del Mesianismo y de la Crucifixión. La pobre Pecadora, escogida misteriosamente para ese rito profético, tiene acaso un presentimiento confuso del terrible sentido de aquel anticipado embalsamamiento. La segunda vista del amor, más fuerte en la mujer que en el hombre, esa especie de poder premonitorio de la sensibilidad exaltada y conmovida, debe haberle hecho notar que aquel cuerpo por ella perfumado será, de allí a pocos días, un cadáver helado y sangriento. Otras mujeres, y acaso ella misma, irán a la tumba para cubrirle una vez más de aromas; pero ya no le hallarán. Por tal presentimiento, la llorosa sigue llorando sus lágrimas a los pies de Jesús entre la estupefacción de todos, que no saben ni entienden nada. Y ahora, los pies del Libertador están húmedos de llanto, y la sal del llanto se ha mezclado con el perfume del nardo. La pobre Pecadora no sabe cómo enjugar aquellos pies que sus ojos han regado. No lleva consigo un paño blanco, y su túnica no le parece digna de tocar la carne de su señor. Entonces piensa en sus cabellos, en sus largos cabellos que tanto gustaron por su finura y suavidad. Se suelta las trenzas, se quita horquillas y peinetas. La abundancia negroazul de la cabellera le cae sobre el rostro cubriendo su rubor y su piedad. Y con las trenzas deshechas de sus cabellos, tomadas con ambas manos, enjuga lentamente los pies que han llevado a su Rey hasta aquella casa. Ya ha cesado de llorar. Todas sus lágrimas han sido derramadas y enjugadas. Ha terminado su papel; pero sólo Jesús ha comprendido su silencio.

HA AMADO MUCHO
Entre los hombres que estaban presentes a la cena, ninguno, excepto Jesús, comprendió el amoroso servicio de aquella desconocida. Y todos, como sorprendidos y maravillados, callaban. No comprendían, pero respetaban oscuramente la gravedad de la enigmática ceremonia. Todos menos dos, que quisieron juzgar el acto de la mujer para ofender al huésped. Aquellos dos fueron el Fariseo y Judas Iscariote. El primero no habló; pero sus miradas hablaron más claramente que sus labios. El traidor, prevaliéndose de su familiaridad con el Maestro, se atrevió a hablar. Pensaba Simón: "Sí éste fuese profeta, debería saber qué clase de persona es la que lo toca; debería saber que es una pecadora." El viejo hipócrita tiene para las meretrices el desprecio de quien las ha frecuentado mucho o de quien nunca las ha conocido. Pertenece, como sus hermanos, al cementerio sin límites de los sepulcros blanqueados, que por dentro están llenos de suciedad. Se contentan con evitar el contacto material con lo que creen impuro, aunque el alma sea una cisterna de impureza. Su moral es un sistema de abluciones y lavados: dejan morir a un herido abandonado en el camino para no mancharse de sangre; harán padecer hambre a un pobre 177

para no tocar moneda en día de sábado. Cometen latrocinios, adulterios y homicidios; pero se lavan tantas veces al día, que se imaginan que sus manos son puras como las de los niños de pecho. Ha leído la Ley y todavía resuenan en sus oídos las execraciones y los anatemas del antiguo Israel contra las meretrices: "No haya ninguna meretriz entre las hijas de Israel . . . Ningún nacido de meretriz pública entre en la asamblea del Señor . . . No llevéis a la casa del Señor, por voto alguno, la ganancia de la meretriz ni el precio del perro, porque una y otro son cosas abominables a ojos del Señor." Y Simón, prudente burgués, recordaba con igual satisfacción las admoniciones del autor de los Proverbios: "`Por una meretriz se queda uno sin pan que comer . . . La meretriz es fosa profunda; el compañero de las meretrices disipa sus bienes." Y el viejo propietario no sabe qué hacer porque una de esas mujeres haya entrado en su casa y toque a su huésped. Sabe que la meretriz Rahal dió la victoria a Josué y fue la única que escapó del estrago de Jericó; pero se acuerda de que el invencible Sansón, terror de los Filisteos, se perdió por una ramera. El Fariseo no acierta a comprender cómo un hombre a quien el pueblo llama profeta no se ha percatado aún de qué clase de mujer ha ido a hacerle tan deshonroso honor. Pero Jesús ha leído en el corazón de la Pecadora y lee en el corazón de Simón, y responde con la parábola de los Dos Deudores. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos dineros y el otro cincuenta. Y como no tenían con qué pagarle, perdonó la deuda a los dos. ¿Quién de ellos le querrá más? Y Simón respondió: Supongo que aquel a quien más perdonó. Y Jesús le dijo. Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; pero ella me ha regado los pies con lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el beso; pero ella, apenas ha entrado, no ha dejado de besarme los pies. No me has ungido la cabeza con óleo; pero ella me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo que ha amado mucho, porque muchos pecados le han sido perdonados; mientras que poco ama aquel a quien se le ha perdonado poco. Luego dijo a la mujer: "Tus pecados te son perdonados . . . Tu fe te ha salvado; vete en paz". La parábola y la glosa de Jesús muestran cuán grande es, hoy mismo, la incomprensión de tal episodio. Nadie, o casi nadie, recuerda más que estas palabras: "mucho le será perdonado porque ha amado mucho”. Una lectura atenta del texto persuade que la interpretación común y vulgar es contraria a la verdad. Algunos llegan a imaginar que Jesús le ha perdonado sus pecados, porque ha amado mucho a los hombres. La mayoría piensa que fue perdonada por haber manifestado su amor por Él. El ejemplo de los Dos Deudores nos advierte que el sentido de las palabras de Jesús — mal repetidas y peor estudiadas — es el contrario. La mujer había pecado mucho, y, en virtud de su conversión, le fue perdonado mucho, y porque le fue perdonado mucho, ama mucho a quien la convirtió, a quien la salvó, a quien la perdonó: el nardo y las lágrimas derramadas son expresión de su agradecido amor. Si la Pecadora, antes de entrar en la casa aquella noche, no hubiera sido otra ya, si no estuviera ya transformada por la virtud del perdón, no habrían bastado todos los perfumes de la India y del Egipto, ni todos los besos de su boca y todas las lágrimas de sus ojos para obtener de Jesús la remisión de su vida transcurrida en el mal. El perdón no es la compensación de estos actos de homenaje, sino que tales actos son el agradecimiento por el 178

perdón obtenido, y son grandes porque grande fue el perdón, como grande había sido también el pecado. Jesús quizá no hubiera rechazado a la Pecadora aunque siguiera siendo Pecadora; pero tal vez no habría aceptado aquellas pruebas de amor de no haber tenido la certeza de su arrepentimiento y de su cambio: ahora podía ya, aun según los preceptos del rigorismo fariseo, hablar con ella. "Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Simón no sabe qué responder; pero de entre los Discípulos se eleva una voz ronca y colérica, que Jesús conoce hace mucho tiempo: es la voz de Judas. "¿A qué tanto desperdicio? Ese perfume hubiérase podido vender en trescientos dineros a beneficio de los pobres". Y los demás discípulos, cuentan los Evangelistas, aprobaban las palabras de Judas y se indignaban contra la mujer. Judas es el hombre que tiene la bolsa: el más infame de todos ha escogido la cosa más infame: el dinero. Y a Judas le gusta el dinero. Le gusta en sí, le gusta cómo posibilidad de poderío. Judas habla de los pobres; pero no piensa en los pobres a los cuales Jesús ha distribuido el pan en las soledades del campo, sino en sus propios compañeros, harto pobres todavía para conquistar Jerusalén, para fundar el imperio temporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envidioso como todos los avaros. Aquella unción silenciosa que recuerda la consagración del Rey y del Mesías; aquellos honores que una mujer ha rendido a su jefe, le hacen sufrir. Pero Jesús responde a las palabras de Judas como ha respondido al silencio de Simón. No ofende a los ofensores; pero defiende a la mujer postrada a sus pies: "¿Por qué dais ocasión de tristeza a esta mujer? Ha hecho una buena acción para conmigo; porque a los pobres los tendréis siempre con nosotros y podréis hacerles todo el bien que queráis; pero no me tendréis siempre a mí. Ha hecho cuanto podía: ha querido ungir por anticipado mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo, que por todo el mundo, dondequiera que sea predicado el Evangelio, lo que esta mujer ha hecho será contado, en memoria suya”. La tristeza inefable de esta profecía escapó, tal vez, a los que junto a él estaban sentados. Todavía no se pueden persuadir de que Jesús, para vencer, habrá de ser derrotado; que, para triunfar eternamente, tendrá que morir. Pero Jesús siente que se acerca el día. "No me tendréis a mí siempre . . . Me ha embalsamado para la sepultura”. La mujer escuchó con terror la confirmación de su presentimiento, y otra oleada de lágrimas subió a sus ojos. Entonces, oculto el rostro por los cabellos destrenzados, salió sin decir palabra, como sin decir palabra había entrado. Los discípulos callaban: no persuadidos, pero confusos. Simón, para hacer olvidar su mortificación, llenaba los vasos de los invitados con su mejor vino. Pero la mesa taciturna parecía, al amarillo parpadeo de las luces, un banquete de espectros por donde hubiera pasado la sombra de la muerte.

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¿QUIEN SOY?
Con todo, los Discípulos lo sabían. Aquellas palabras de muerte no eran las primeras para ellos. Debían acordarse de aquel día, no muy lejano, cuando en un camino solitario, por la parte de Cesarea de Filipo, Jesús había preguntado qué decía de él la gente. Debían recordar la respuesta que brotó, como una llamarada repentina, como un impetuoso grito de fe, del fondo del alma de Pedro. Y el resplandor que había deslumbrado a tres de ellos en la cima de la montaña. Y las puntuales profecías de Cristo acerca de la infamia de su muerte. Habían oído y habían visto, y no obstante todos — menos uno — esperaban todavía. Las verdades resplandecían en ellos, breves instantes, como relámpagos en la oscuridad. Luego volvía la noche, más negra que antes. El hombre nuevo que reconocía al Cristo en Jesús, el hombre nacido por segunda vez, el Cristiano, desaparecía para dejar el sitio al Judío, ciego y sordo que no veía más allá de la Jerusalén de cal y canto. La pregunta que Jesús había dirigido a los Doce en el camino de Cesarea hubiera debido ser el principio de la total conversión a la nueva doctrina. ¿Qué necesidad podía tener Jesús de saber lo que los demás pensaban de él? Semejante curiosidad prende tan sólo en las almas inciertas, en los que no se conocen, en los débiles que no saben leer en sí mismos, en los ciegos, poco seguros del terreno que pisan. En cualquiera de nosotros parecería más legítima que en Él una pregunta como esa. Porque nadie sabe verdaderamente quién es; nadie conoce con certeza su condición, su misión, el nombre con que se le ha de llamar. El nombre eterno rigurosamente adecuado a nuestro destino; nuestro nombre en lo absoluto. El que se nos da cuando todavía somos mudos, juntamente con la sal y el agua del bautismo; el nombre que la madre pronuncia con tanta dulzura; el nombre registrado en los registros de la ciudad, escrito en los volúmenes del nacimiento y de la muerte; el nombre inscrito, por última vez, sobre el rectángulo del sepulcro, no es nuestro verdadero nombre. Cada uno de nosotros tiene un nombre secreto, que expresa nuestra invisible y auténtica condición, y que nosotros mismos no sabremos hasta el día del nuevo nacimiento, hasta la plena luz de la resurrección. Pocos tienen el valor de preguntarse a sí mismos: ¿Quién soy? Y todavía menos los que pueden responder. La pregunta: ¿Quién eres?, es la más grave que un hombre puede dirigir a otro. Los demás son, para cada uno de nosotros, un misterio cerrado, incluso en los tormentos supremos de la pasión, cuando dos almas intentan desesperadamente ser un alma sola. Pero todos somos un misterio para nosotros mismos. Vivimos, desconocidos, entre desconocidos. Muchas de nuestras miserias nacen de esa universal ignorancia. Este que hace de rey y se ve rey, no es, en absoluto, más que un pobre servidor, predestinado desde antes del principio de los tiempos a la mediocridad de las mansiones subalternas. Mirad bien a aquel otro que viste y hace de juez: ha nacido mercader; su puesto está en la feria. Aquel que escribe poesías, no ha entendido la voz que le habló interiormente: tenía que ser orfebre, porque el oro que puede convertirse en moneda, le gusta, y las filigranas, el mosaico, las piedras falsas, le atraen. Ése otro a quien han hecho jefe de ejército, estaba preparado para la cátedra: ¡qué profesor tan experto y elocuente hubiera sido! Y aquél que vocea en la plaza, alborotados los cabellos, llamando al pueblo a la revolución, es un hortelano malogrado: el rojo de los tomates, las hileras de cebollas, las cabezas de ajo y las 180

coles serían el premio debido a sus verdaderas aptitudes. Por el contrario, éste, que renegando poda la viña y extiende el abono sobre la tierra cavada, hubiera podido estudiar en los códigos el arte de eludirlos; nadie sabe inventar lazos y trampas como él; ¡y cuánta elocuencia gasta, aun ahora, en los pequeños duelos de intereses, pobre abogado, príncipe desterrado en cuadras y terruños! Solemos caer en tales errores porque no sabemos. Porque no tenemos ojos espirituales lo bastante fuertes para leer en el corazón que late dentro de nosotros y en los corazones que laten bajo la carne de los prójimos, tan hondamente separados. Nos engañamos tantas veces por culpa de esos nombres que no sabemos, ilegibles para nosotros, que sólo el genio suele vislumbrar. ¿Pero qué podía importarle a Jesús lo que decían de Él los hombres del lago y de los pueblos? A Jesús, que podía leer en las almas los pensamientos ocultos a ellos mismos. A Jesús, que era el único que sabía, con indecible certeza, sin necesidad de comprobación, y mucho antes de aquel día, cuál era su verdadero nombre y su verdadero ser. En efecto, no interroga para saber, sino para que sus fieles, al cabo, supiesen también. Sabemos, ahora que tocamos al fin, su verdadero nombre. Y a las primeras respuestas ni siquiera contesta. "Algunos dicen que eres Juan Bautista resucitado; otros, que Elías o Jeremías, o uno de los antiguos profetas resucitados" . ¿Qué le importan tales groseras suposiciones de los simples y los extraños? Quiere que de ellos, precisamente de los apóstoles, destinados por Dios a dar testimonio de Él entre los pueblos, venga la respuesta definitiva, Quiere oír la confesión espontánea de aquellos que más de cerca le ven vivir y le oyen hablar. El nombre que ninguno de ellos ha pronunciado hasta entonces; como si a todos les diese miedo, debe interrumpir como una confesión de amor de una de aquellas almas; debe ser deletreado por una de aquellas bocas. — "Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Y entonces en Simón Pedro sucede la iluminación que le supera a sí mismo, y le hace en verdad Primero definitivamente. Ya no contiene sus palabras: acuden a sus labios casi sin quererlo él, en un grito del que él mismo, un minuto antes, no se creía capaz: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo. Tus palabras lo son de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que eres el Santo de Dios”. Al cabo, de la dura Piedad ha fluido el manantial que ha calmado la sed, hasta hoy, de sesenta generaciones. Era su derecho y su premio. Pedro había sido el primero en seguirle en su divina peregrinación: le corresponde a él ser el primero en reconocer, en el peregrino anunciador del Reino, al Mesías que todos esperan en el desierto de los siglos y que al cabo ha llegado, y es el que está ante sus ojos, pisando el polvo del camino. El Rey Puro, el Sol de Justicia, el Príncipe de la Paz, aquél que el Padre debía enviar en su día, que los Profetas habían anunciado en los crepúsculos de la tristeza y del castigo y habían visto descender sobre la tierra como un rayo, en la plenitud de la victoria y de la gloria; el que los pobres, los heridos, los hambrientos, los ofendidos esperaban siglo tras siglo como la hierba seca espera el agua, como la flor espera el sol, como la boca espera el 181

beso y el corazón el consuelo; el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, el Hombre que esconde a Dios en su masa de carne, el Dios que ha envuelto su divinidad en el barro de Adán, es Él, el dulce hermano cotidiano, que se mira tranquilo en los ojos estupefactos de los elegidos. Ha terminado la espera; se cerró la vigilia. ¿Y por qué no le habían sabido reconocer hasta aquel día? ¿Por qué no se lo habían dicho a nadie? ¿Cuándo ha nacido, en aquellas almas, harto sencillas, la primera idea del verdadero nombre de aquel que tantas veces los ha tomado de la mano y les ha hablado al oído? ¿Podían pensar nunca que uno de ellos — humilde como ellos, obrero y pobre como ellos — pudiera ser el Mesías salvador, anunciado y esperado por los santos y los pueblos? No lo descubrieron con las solas fuerzas ni con el sentido de todos, ni por las señales de las escrituras. Únicamente con una inspiración de lo alto que se manifestó por la iluminación repentina del entendimiento. Como sucedió aquel día en el alma de Pedro. "Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te ha sido revelado por la carne y la sangre, sino por mi Padre que está en los cielos". Los ojos carnales no hubieran sabido ver lo que han visto sin una revelación de lo alto. Pero no dejará de tener consecuencias el que Pedro haya sido elegido para semejante proclamación. Es un premio que atrae otras recompensas. "Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos". Graves palabras de las cuales ha surgido el mayor reino que los hombres han conocido sobre la tierra: el único de los antiguos reinos que todavía vive en la misma ciudad que vio nacer y deshacerse el más soberbio de los imperios temporales. Por esas palabras padecieron muchos, muchos fueron martirizados, muchos fueron muertos. Por negar o mantener, por interpretar o cancelar esas palabras, millones de hombres se dejaron matar en las plazas y en las batallas, se dividieron los reinos, las sociedades fueron sacudidas, escindidas, guerrearon las naciones, se conmovieron los emperadores y los mendigos. Pero su sentido, en boca de Cristo, es sencillo y llano. Tú, Pedro, debes ser duro y fuerte como la roca, y sobre la roca de tu fe en mí, que has sido el primero en confesar, se funda ahora la sociedad cristiana, humilde núcleo del Reino. Contra esta Iglesia, que ahora tiene doce ciudades tan sólo, pero que se extenderá hasta los confines de la tierra, no podrán prevalecer las fuerzas del mal, porque vosotros sois el espíritu, y ese espíritu no puede ser domeñado y apagado por la materia. Vencerás para siempre — y cuando te hablo a ti entiendo hablar a todos aquellos que te sucederán, unidos en la misma certidumbre — a las puertas del infierno y abrirás a todos los elegidos las puertas del Cielo. Atarás y desatarás en mi nombre; lo que por ti sea prohibido después de mí muerte, será prohibido mañana también, en la nueva humanidad que encontraré a mi vuelta; lo que tú mandes será justo, porque no harás sino repetir, aunque sea con otras palabras, lo que te he dicho y enseñado. Serás, en tu persona y en la de tus herederos legítimos, el pastor del interregno, el guía temporal y provisional que prepara, juntamente con los compañeros obedientes a ti, el Reino glorioso de Dios y del Amor. A cambio de esta revelación y esta promesa, te pido una prueba difícil: la del silencio. A nadie, por ahora, debes decir quién soy. Mí día está próximo, pero no ha llegado aún; y asistiréis a lo que no esperáis, antes bien, a lo contrario de lo que esperáis. Yo sé la hora en 182

que debo hablar y en que debéis hablar. Pero cuando rompamos el silencio, mi grito y el vuestro serán oídos en los espacios más distantes de la tierra y del cielo.

SOL Y NIEVE
Altísimo es el monte Hermón y tiene tres cimas, cubiertas de nieve incluso en la estación del fuego. Es el monte más alto de la Palestina, más alto que el Tabor. Del monte Hermón, dice el Salmista, viene el rocío de las colinas de Sión. En ese monte, el monte más alto en la vida de Cristo, que tiene por etapas las alturas — Montaña de la Tentación, Montaña de las Bienaventuranzas, Montaña de la Transfiguración, Montaña de la Crucifixión —, Jesús se transfiguró, tornándose resplandeciente de luz. Sólo tres discípulos estaban con él: Pedro y los Hijos del Trueno. El alpestre y los tempestuosos; compañía apropiada al lugar y al momento. Oraba solo, aparte, en lo alto, más en lo alto que ellos y que todos, tal vez con las rodillas en la nieve. ¿Quién no ha visto, por el invierno, en el monte, parecer oscura y gris, en comparación, toda otra blancura? Un rostro pálido parece extrañamente ennegrecido, la ropa blanqueada con lejía parece sucia, el papel tiene el color del barro seco. Aquel día se vio lo contrario, sobre aquella altura cándida y desierta, sola en el cielo. Jesús, solo, oraba aparte. De pronto, su rostro resplandeció como el sol, y sus vestiduras se hicieron cándidas como la nieve que brilla al sol, cándidas como no podría teñirlas o imaginarlas pintor alguno. Sobre la candidez de la nieve un candor más fuerte, un esplendor más poderoso que todos los esplendores conocidos, vencía a toda luz terrenal. La Transfiguración es la fiesta y la victoria de la luz. La carne de Jesucristo toma el aspecto más sutil, más leve, más espiritual, por decirlo así, de la materia. Su cuerpo, que esperaba la muerte, como que se convierte en luz de sol, luz de cielo, luz intelectual y sobrenatural; su alma, extasiada en la oración, se hace ostensible a través de la carne, traspasa con fulgor candente la consistencia del cuerpo y de la tela, como llama que, penetrando las paredes donde estaba encerrada, las hace transparentes. Pero la luz no es igual en el rostro y en las vestiduras. La luz del rostro es la del sol; la de las vestiduras se asemeja al brillo de la nieve. El rostro, espejo del alma, tiene el color del fuego; la túnica, materia adjunta y servil, el del hielo. Porque el alma es sol, fuego, amor; pero las vestiduras, todas las vestiduras, incluso esa pesada vestidura que se llama cuerpo, es opaca, gélida, muerta y no puede brillar sino por luz refleja. Pero Jesús, todo luz, fulgurante el rostro de tranquilos relámpagos, relucientes sus vestiduras de radiante blancura — oro que brilla en medio de la plata —, no está solo. Dos grandes muertos, cándidos como él, se le acercan y hablan. Moisés y Elías. El primero de los Libertadores, el primero de los Profetas. Hombres de luz y de fuego vienen a atestiguar la nueva Luz que brilla sobre el Hermón. Todos los que han hablado con Dios quedan envueltos, caldeados en luz. La piel del rostro de Moisés, cuando descendió del Sinaí, 183

resplandecía de tal forma que tuvo que cubrirse con el velo para no deslumbrar a los presentes. Y Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego, tirado por caballos de fuego. Juan, el nuevo Elías, anunció el bautismo de Fuego, pero su faz, aunque ennegrecida por el sol, no brilló como el sol. El único esplendor que le tocó fue el de la bandeja de oro donde colocaron su cabeza sangrienta, donativo regio a la tétrica concubina de Herodes. Pero en lo alto del Hermón está Aquél cuyo rostro resplandece más que el de Moisés y que ha de ascender al cielo de modo mucho más perfecto que Elías —aquél que Moisés había profetizado, y que había de venir después de Elías. Han venido a su lado, pero para eclipsarse después. Ya no son necesarios luego de este último testimonio. El mundo podrá prescindir, de ahora en adelante, de sus leyes. Una nube luminosa oculta a los tres resplandecientes a los ojos de los tres oscuros que esperan, y de la cumbre desciende una Voz que grita: "Este es el Hijo que amo. ¡Oídle!”. La nube no vela la luz, sino que la aumenta. Como de la nube en la tempestad procede el relámpago que ilumina de pronto el campo, de esta nube, luminosa de por sí, desciende la llama que aniquila el antiguo pacto y confirma para siempre la nueva promesa. La nube de humo que guiaba a los Hebreos fugitivos en el desierto hacia el Jordán, la nube negra que envolvía al Arca y la ocultaba en los días del miedo y la abominación, se ha convertido finalmente en una nube de tan fuerte luz que oculta incluso el candor solar del rostro que será abofeteado en las tinieblas inminentes. Pero, desaparecida la nube, Jesús está otra vez solo. Los dos precursores y testigos han desaparecido. Su rostro ha recobrado el color natural; su túnica es la de todos los días. El Cristo vuelto a ser el hermano amoroso de antes, se dirige a los compañeros amortecidos: "Levantaos y no temáis, pero no contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos" . La Transfiguración es una prefiguración y sombra de la Ascensión; pero, para que Jesús resucite con gloria, ha de morir antes en ignominia.

SUFRIRE MUCHAS COSAS
Que había de morir, dentro de poco y de muerte infamante, Jesús lo había sabido siempre. Era el premio que aquí le aguardaba y que nadie le podía defraudar. Quien salva está dispuesto a perderse; quien rescata a los demás, forzoso es que pague con su vida, es decir, con el valor que sobrepasa y contiene en sí todos los demás valores; quien ama a los enemigos, será odiado incluso por los amigos mismos, muerto por su pueblo; quien ofrece la vida, será juzgado digno de recibir la muerte. Todo beneficio es una ofensa tal para la ingratitud de los hombres que sólo puede ser vengado con la máxima pena. Prestamos oído únicamente a las voces que se levantan de los sepulcros, y nuestra escasa capacidad de veneración está reservada a aquellos a quienes hemos asesinado. No suelen quedar, en la memoria indeleble del género humano, más que las verdades escritas con sangre, 184

Jesús sabía lo que le esperaba en Jerusalén, y en todos sus pensamientos, como dirá más tarde uno que fue digno de representarle, llevaba esculpida la muerte. Por tres veces habían intentado matarlo antes de entonces. La primera vez en Nazareth, cuando lo condujeron al borde del monte sobre el cual estaba construida la ciudad y querían despeñarlo. Una segunda vez, en el Templo, los Judíos, ofendidos de sus palabras, echaron mano a las piedras para lapidarlo. Y una tercera vez, por la fiesta de la Dedicación, en invierno, cogían ya las piedras del camino para hacerle callar. Pero las tres veces se libró, porque su día aún no había llegado. Conservó en el alma estas promesas de muerte, para sí solo, hasta sus últimos tiempos. No quería entristecer a sus discípulos, que tal vez se hubieran escandalizado de seguir a un condenado a muerte, moribundo ya en su ánimo. Pero después de la triple consagración de su Mesianidad — el grito de Pedro, la luz del Hermón, el ungüento de Betania — ya no podía callar. Conocía muy bien los ingenuos deseos de los Doce. Sabía que, pasados los raros momentos de entusiasmo y de iluminación, no siempre eran capaces de pensamientos que no fuesen los acostumbrados del pueblo, humanos hasta en los más altos sueños. Sabía que esperaban al Mesías como victorioso restaurador de la edad de oro y no como al Hombre de los Dolores. Le esperaban Rey en el trono y no ajusticiado en el patíbulo; triunfante entre homenajes y no despreciado con salivazos y golpes; viniendo a resucitar a los muertos y no para ser crucificado como un malhechor. Era necesario — para que la nueva certidumbre no se hundiese en ellos el día de la ignominia — que fuesen antes advertidos. Que aprendiesen de la misma boca del Mesías que el Mesías había de ser condenado, que el victorioso había de morir en una aparente pero atroz derrota, que el Rey de todos los Reyes había de ser insultado por los servidores del César, que el Hijo de Dios había de ser crucificado por los ciegos servidores de Satanás. Tres veces habían intentado darle muerte; por tres veces anuncia a los Doce, después de la confesión de Pedro, su próxima muerte. Y de tres clases serán los hombres que den la orden de su muerte: los Ancianos, los Sumos Sacerdotes, los Escribas. Tres serán los coautores de su muerte: Judas, que lo traiciona; Caifás, que lo condena; Pilatos que concede la ejecución de la condena. Y serán de tres clases los ejecutores materiales de la pena: los esbirros, que lo arrastrarán; los judíos que gritarán bajo el pretorio: "¡Crucifícale!"; y los soldados romanos, que lo clavarán en el madero. Tres grados, como él mismo dice a los discípulos, tendrá el castigo. Primero será escarnecido y ultrajado; luego, escupido y flagelado, y, finalmente, muerto. Pero no deben asustarse ni llorar. Su muerte es promesa de una segunda vida. Al cabo de tres días resucitará del sepulcro para no morir ya nunca. El Cristo no trae abundancia de oro ni de trigo, sino la inmortalidad para cuantos le obedezcan y la cancelación de todo pecado. Pero la inmortalidad y la liberación han de ser pagadas con sus contrarios: con la prisión y la agonía, El precio es duro y caro, pero los pocos días de la pasión y del sepulcro son necesarios para comprar milenios de vida y de libertad. 185

Los discípulos, ante estas revelaciones, se turban y no quieren creer. Pero Jesús ha empezado ya a sufrir, representándoselos en su pensamiento y diciéndoles con palabras, los días terribles del fin. Ahora ya los herederos de su palabra lo saben todo, y Cristo puede encaminarse hacia Jerusalén, porque cuanto estaba anunciado se ha cumplido hasta el final.

MARAN ATHA
Pero, por un día al menos, será semejante al Rey que los pobres esperan todas las mañanas del año a las puertas de la santa ciudad. Esta vez Jesús no entra, como otras veces, oscuro caminante mezclado con el río de la peregrinación, en la metrópoli maloliente, tendida, con sus casas blancas como sepulcros, bajo las soberbias torres del Templo destinado al incendio. Esta vez, que es la última, Jesús está acompañado de sus fieles, de sus próximos, de sus paisanos, de las mujeres que llorarán, de los Doce que se esconderán, de los Galileos que van para conmemorar un milagro antiguo pero con la esperanza de asistir a un milagro nuevo. Esta vez no está solo: la vanguardia del Reino está con él. Y no llega ignorado: el grito de las resurrecciones le ha precedido. También en la capital donde reinan el hierro de los Romanos, el oro de los Mercaderes, la casta de los Fariseos, hay ojos que espían hacia el Monte de los Olivos, y corazones que laten de un modo desusado. Esta vez no quiere entrar a pie en la ciudad que, debiendo ser trono de su reino, le ofrecerá un sepulcro. Llegado a Betfagé, envía dos discípulos en busca de un asno. Lo hallarán atado en una cerca: que lo suelten y se lo lleven, sin pedir permiso a nadie. Si el amo os dice algo, responded que el Señor lo necesita. Se ha dicho con harta frecuencia que Jesús quiso por cabalgadura un asno en señal de humildad y mansedumbre, como si quisiera significar simbólicamente que iba hacia su pueblo como Príncipe de la Paz. Pero se ha olvidado que los asnos, en la juventud de los tiempos y de la fuerza, no eran los pacientes burros de carga de hoy día, huesos cansados en desgarrada piel, venidos a menos en tantos siglos de esclavitud, dedicados únicamente a llevar cestas y sacos por los pedruscos de las cuestas empinadas. El asno antiguo era un animal bravo y guerrero; hermoso y gallardo como el caballo. Homero entendía de parangones y no quiso ciertamente menospreciar a Ayax el forzudo, el magnífico Ayax, cuando se le ocurrió compararlo con el asno. Pero los Hebreos veían en los asnos sin domar ocasión para otros parangones. "El hombre es mentecato y temerario de corazón — dice Sofar Naomatita a Joby — nace semejante a un potro de asno salvaje”. Y Daniel cuenta que cuando Nabucodonosor, en expiación de sus tiranías, "fué arrojado de entre los hombres, su corazón descendió hasta semejar el de los animales y su morada fue con los asnos salvajes". Jesús ha pedido expresamente un asno sin domar, en el cual no haya montado nunca nadie, semejante, en suma, al asno salvaje. Porque en aquel día la bestia por Él escogida no representa simbólicamente la humildad del caballero, sino más bien al pueblo Judío, que será domado por Cristo; al animal indócil y terco, duro de cuello, que ningún monarca ni 186

profeta pudo domar y que hoy está atado al palo, como Israel está atado con la cuerda romana bajo la torre Antonia. Mentecato y temerario de corazón, como en el libro de Job; compañía adecuada al rey de la pésima vida; esclavo de los extranjeros, pero al mismo tiempo recalcitrante y rebelde hasta el término de todo tiempo, el pueblo hebreo ha hallado al fin su jinete. Sólo por un día: también se rebelará contra él, contra el legítimo, aquella misma semana, pero por poco tiempo. La capital nefanda será destruida, el templo derrocado y la estirpe deicida será dispersada, como la paja del eterno acribador, sobre la faz de la tierra. Tan dura es la grupa del asno, que los amigos le echan sus capas encima. Pedregosa es la cuesta que baja del Monte de los Olivos, y los compañeros, jubilosos, arrojan sobre el pedregal sus mantos de fiesta. Acto, también, de consagración. Quitarse el manto es principio de desnudez, principio de esa desnudez que es deseo de confesión y muerte de la falsa vergüenza. Desnudez del cuerpo, promesa de la verdadera desnudez del espíritu. Voluntad de amor en la suprema limosna: dar cuanto tenemos. "Sí alguien te pide la túnica, tú dale también el manto". Y empieza el descenso al calor del sol y de la gloria, entre ramos recién cortados e himnos del saludo de esperanza. Era el comienzo del bello abril y de la primavera. La hora dorada del mediodía se extendía en torno a la ciudad, por los campos despiertos, por las viñas verdes y los huertos, con su rusticidad fortificante. El cielo, abierto al infinito, era de una serenidad maravillosa. El inmenso cielo flor de lis, lindo y gozoso como una dulce promesa. No se veían las estrellas, pero, sin embargo, parecía relucir, junto con nuestro sol, el quieto brillo de los demás soles distantes. Un viento tibio, todavía con sabor a paraíso, inclinaba con suavidad las ingenuas cimas de los árboles y cambiaba el color de las tiernas hojas vírgenes. Era uno de esos días en que el azul parece más azul, el verde más verde, la luz más brillante, el amor más amoroso. Los que acompañaban a Cristo en su descenso se sentían arrobados en aquel feliz arrebato del mundo y del momento. Nunca, como en aquel día, se habían sentido tan llenos de esperanza y de adoración. El grito de Pedro se convertía en el grito del ejército pequeño y fervoroso que bajaba hacia la ciudad reina. "¡Hossanna al hijo de David!", decían las voces de los jóvenes y de las mujeres. También los discípulos, aun advertidos de que aquél sería el último sol, aunque saben que aquél es el acompañamiento de un moribundo, también los Discípulos, tras aquel júbilo impetuoso, vuelven a esperar. El cortejo se aproximaba a la ciudad, misteriosa, sorda y enemiga, con la furia sonora de un torrente desbordado. Estos campesinos, estos aldeanos, van delante, rodeados de un móvil simulacro de bosque, como queriendo llevar dentro de las murallas hediondas, a las estrechas callejas, un poco de campo y de libertad. Los más atrevidos han cortado a lo largo del camino ramas de palmera, ramas de olivo, ramas de mirto, ramas de sauce, como para la fiesta de los Tabernáculos. Y las agitan en alto mientras claman las apasionadas palabras de los salmos mirando al ardiente rostro del que viene en nombre de Dios.

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Ahora ya la primera legión cristiana está a las puertas de Jerusalén y las voces de homenaje no se acallan: "¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!". Estos gritos llegan a oídos de los Fariseos que han acudido, altivos y severos, a ver qué sediciosa gritería era aquélla. Y los gritos han escandalizado a aquellos prudentes oídos, han conturbado a aquellos corazones recelosos. Algunos de ellos, bien envueltos en sus capas doctorales, gritan a Jesús de entre la muchedumbre: "¡Maestro, reprende a tus discípulos! ¿No sabes que tales palabras sólo al Señor pueden dirigirse y al que venga en su nombre?". Y él, sin detenerse: — ¡Yo os digo que si éstos callan, gritarán las piedras! Las piedras tácitas e inmóviles que Dios, según Juan, hubiera podido transformar en hijos de Abraham; las ardientes piedras del Desierto, que Jesús no quiso cambiar en panes, aunque invitado a ello por el Adversario; las enemigas piedras de los caminos que por dos veces fueron ya recogidas para lapidarlo; las piedras sordas de Jerusalén eran menos sordas, menos insensibles que el alma de los Fariseos. Pero con aquella respuesta Jesús ha confirmado ser el Cristo. Es, además, una declaración de guerra. En efecto, el nuevo Rey, apenas entrado en su ciudad, da la señal del asalto.

LA CUEVA DE LOS LADRONES
Subió al Templo. Todos sus enemigos se habían reunido allí. El castillo sagrado, en lo alto de la colina, ostentaba su blancura nueva en la magnificencia del sol. El Arca antigua de los nómadas, tirada por bueyes en el hervor de los desiertos y de las batallas, se había detenido, petrificada, allá arriba, guardando la ciudad real. El carro móvil de los fugitivos se había convertido en pesada ciudadela de piedra y mármol, fastuoso burgo de palacios y escalinatas, umbroso de columnatas, luminoso de patios, cerrados por murallas a plomo sobre el valle, protegido por torres y baluartes como una fortaleza. No era únicamente el recinto para el santo de los santos y el altar de los sacrificios; no era ya tan sólo el Templo, el lugar sagrado, el santuario místico de un pueblo. Con sus torreones, sus casas para los centinelas, los almacenes para las ofrendas, las cajas de depósito, las plazas para el comercio, las estancias de reunión y esparcimiento, era todo menos un asilo de recogimiento y oración. Todo: fortaleza en caso de asedio, banco de depósito, feria en tiempo de peregrinaciones y de fiestas, bazar en toda ocasión, bolsa de contratación, foro para las disputas de los politiquillos, las pedanterías de los doctores, los chismes de los desocupados: lugar de paseo, de cita, de tráfico. Construido por un rey infiel para ganar la fidelidad de un pueblo sofistico y sedicioso, y para satisfacer la soberbia y la avaricia de la casta sacerdotal, arnés de guerra y plaza de mercado, había de aparecer a los ojos de Cristo como natural punto de reunión de todos los enemigos de su doctrina. Jesús sube al Templo para destruir el Templo. Dejará a los Romanos de Tito el trabajo de desmantelar las murallas, de resquebrajar los muros, de quemar los edificios, de reducir a escombros humeantes y malditos el gran castillo de Herodes. Pero destruye, ha destruido ya 188

no pocos de los valores que aquel Templo orgulloso manifiesta en sus bloques sobrepuestos y alineados, con sus terrazas enlosadas y sus puertas de oro. Jesús, al subir hacía el templo, es el Transfigurado de la montaña contra los escribas disecados entre los pergaminos, el Mesías del nuevo Reino contra el usurpador del reino envilecido en las componendas y putrefacto en las infamias; es el Evangelio frente a la Torah [3], el Futuro frente al Pasado, el Fuego del Amor frente a la Ceniza de la Letra. Ha llegado el día del choque y del golpe. Jesús, entre los cánticos de la banda fervorosa, sube hacia el suntuoso cubil de sus enemigos. Conoce el camino, lo reconoce. ¡Cuántas veces lo ha recorrido de niño, yendo de la mano, confundido entre los peregrinos, en medio del clamor y el polvo de los grupos galileos! Más tarde, mozo ignorado confundido en la muchedumbre, bajo el ardor del sol, fatigado y rendido, ha mirado a lo alto de los muros, con el ansia vehemente de llegar a la cima, de encontrar allá arriba, en el recinto solemne, un poco de sombra para sus ojos, un poco de agua para su boca, una palabra de consuelo para su corazón. Pero hoy todo ha cambiado. No es conducido sino que conduce. No va precisamente para adorar, sino para castigar Sabe que allí dentro, tras las bellas fachadas del sepulcro excelso, no hay más que cenizas y podredumbre: sus enemigos, que venden cenizas y se nutren de podredumbre El primer adversario que le sale al paso es el Demonio del Lucro. Entra en el Patio de los Gentiles, el más espacioso y poblado de todos. La gran terraza enlosada y llena de sol no es el atrio de un santuario, sino una sucia plaza de feria. Un estrépito inmenso, un gran vocerío se levanta de la apretada gusanera de banqueros, de revendedores, de corredores y compradores que dan y toman dinero. Allí están los ganaderos con sus bueyes y pequeños rebaños de ovejas; los vendedores de palomas y de tórtolas junto a los jaulones alineados en el suelo; los pajareros con las jaulas rumorosas de pajarillos; los bancos de los cambiadores con sus bolsas llenas de cobre y de plata. Los mercaderes palpan los flancos de los animales destinados a los sacrificios, con los pies hundidos en el estiércol reciente, o llaman con monótonos gritos a las esposas recién paridas, a los peregrinos que han ido a ofrecer un pingüe sacrificio, a los leprosos que han de ofrecer pájaros vivos por la curación obtenida y deseada. Los plateros, con la moneda pendiente de la oreja para ser reconocidos, manejan con sus uñas afiladas y casi libidinosas los montones relucientes y sonoros; los corredores se deslizan por entre el barullo de los tenderetes; los provincianos, avaros y recelosos, se desahogan en confabulaciones misteriosas antes de desatar las bolsas para cambiar la calderilla de las ofrendas votivas, y de cuando en cuando un carnero hastiado ahoga con su mugido profundo el grácil balido de los corderillos, las estridencias de las mujeres, el tintineo de dracmas y siclos. No es nuevo para Jesús el espectáculo. Sabía que la casa de Dios se había convertido en la Casa de Mammón, y que en vez de orar el espíritu en silencio, los hombres materializados, en complicidad con los sacerdotes, traficaban allí con el estiércol del demonio. Pero esta vez no se guardó para sí el desdén y el asco. Para deshacer el Templo empieza por deshacer el mercado. El divino pobre, acompañado de sus pobres, se precipita contra los servidores del dinero. Cogiendo unos pedazos de cuerda y trenzándolos a manera de látigo, se abre camino entre la gente estupefacta. Los bancos de los cambiadores caen al primer empuje, las monedas se desparraman por el suelo entre gritos de sorpresa y de rabia; se vuelcan los asientos de los vendedores de pájaros sobre los pichones picoteadores. Los pastores, viéndolas mal dadas, empujan hacia las puertas a bueyes y ovejas; los pajareros cogen las 189

jaulas bajo el brazo y se las ingenian para desaparecer. Los gritos llegan al cielo, gritos de escándalo o de aprobación; de los demás patios acude más gente al estrépito. Jesús, rodeado por los más decididos de los suyos, blande el látigo en alto y persigue a los monederos hasta las puertas, repitiendo a grandes voces: "¡Llevaos de aquí todo esto! ¡La casa de Dios es casa de Oración, y vosotros habéis hecho de ella una cueva de ladrones!". Los últimos manipuladores de dinero desalojan el patio como harapos desperdigados por el viento. El acto de Jesús no era tan sólo la justa purificación del santuario, sino también la manifestación pública de su repugnancia hacia Mammón y los siervos de Mammón. El Negocio — ese ídolo moderno — es para él una forma de latrocinio. Un mercado, pues, es una cueva de bandidos corteses, de salteadores tolerados. Pero quien no desciende a las transacciones del mundo ni busca ganancia que no sea espiritual, no puede soportar eso que la costumbre alaba y las leyes permiten. De todos los modos del latrocinio legal que se llama comercio, ninguno es tan detestable y merecedor de vituperio como el de la moneda. Sí uno da una oveja a cambio de dinero, podemos estar seguros de que se hace dar asaz más dinero de lo que la oveja vale efectivamente. Pero, al menos, te da algo que no es el odioso símbolo mineral de la riqueza, te da un ser vivo que te proporciona lana en primavera, que te parirá el corderos y que podrás, si gustas, comértelo. Pero el cambio de dinero por dinero, de metal acuñado por metal acuñado, es algo antinatural, absurdo y demoníaco. Todo lo que huele a banco, a cambio, a descuento, a usura, es una vergüenza misteriosa y repelente que ha aterrado siempre a las almas sencillas, es decir, limpias y profundas. El campesino que siembra el trigo, el sastre que cose el traje, el tejedor que teje la lana y el lino, tienen, hasta cierto límite, pleno derecho a que su ganancia aumente, porque añaden algo que no había en la tierra, en la tela, en el vellón. Pero que un monte de monedas dé en parir otras monedas, sin fatiga ni esfuerzo, sin que el hombre produzca nada visible, consumible ni fructuoso, es un escándalo que excede y confunde a todas las fantasías. En el mercader de moneda, en el amontonador de plata y oro, se ve más directamente al esclavo de los sortilegios del Demonio. Y el Demonio, reconocido, les da precisamente a ellos, a los hombres de la banca y de la finanza, el dominio de la tierra: ellos son, aun hoy, los que mandan en los pueblos, los que suscitan las guerras, los que matan de hambre a las naciones, los que atraen hacia sí, con un sistema infernal de succión, la vida de los pobres transmutada en oro reluciente de sudor y de sangre. Cristo, que tiene compasión de los ricos, pero que menosprecia la riqueza, primera muralla que dificulta la vista del Reino de los Cielos, ha limpiado la cueva de los ladrones y ha purificado el Templo donde enseñará todavía grandes verdades que le quedan por decir. Pero con aquel acto justiciero ha puesto en contra suya a toda la burguesía mercantil de Jerusalén. Los desahuciados pedirán a sus amos el castigo de aquel que arruina el comercio de la colina santa. Los hombres de Dinero hallarán fácil atención en los hombres de la Ley, ya envenenados por otros motivos. Cuanto más que Jesús, al desbaratar el mercado del Templo, ha condenado la conducta de muchos sacerdotes y aun los ha herido en sus mismos intereses. Precisamente los bazares más acreditados eran propiedad de los hijos de Anás, es decir, de próximos parientes del sumo sacerdote Caifás. Todas las palomas que se vendían a las recién paridas en el Patio de los Gentiles eran de los nidos de los cedros de Anás, y el sacerdote abastecedor obtenía cuarenta saas al mes sólo de las tórtolas. Los 190

cambiadores, que no hubieran debido estar en el Templo, pagaban a las grandes familias saduceas de la aristocracia sacerdotal un buen diezmo sobre los muchos millares de ciclos que producía al año el cambio de monedas extranjeras en moneda hebraica. Y el Templo mismo, ¿no era, acaso, un gran banco nacional, con cajas de caudales y de seguridad en las cámaras del tesoro? Jesús ha herido a los veinte mil sacerdotes judíos en el prestigio y en la bolsa. Destruye el valor de la letra falseada, en nombre de la cual ordenan y prosperan. Arroja de allí, además, a sus asociados, traficantes y banqueros. Si vence, es la ruina común. Pero las dos castas amenazadas se hermanan más estrechamente para quitar de en medio al peligroso rival. Mercaderes y sacerdotes del Templo se ponen de acuerdo, tal vez aquella misma noche, para la compra de un traidor y de una cruz. La burguesía proporcionará el poco dinero que es menester; aquellos sacerdotes hallarán el pretexto; el gobierno extranjero, a quien interesa el congraciarse con la burguesía y la casta sacerdotal, prestará sus soldados. Pero Jesús, al salir del Templo, se ha encaminado, por entre los olivos, hacia Betania.

Notas

1 )- Los hebreos llamaban frecuentemente con el nombre de “hermanos” a todos los parientes inmediatos y no exclusivamente a los hermanos o hermanas propiamente dichos. (N. del T.) 2)- En los banquetes, los hebreos (al igual que los griegos), comían recostados sobre lechos o divanes colocados en torno de la mesa.—(N. del T.) 3)- Con el nombre de Torah designaban los hebreos la Ley de Moisés y los libros que la contenían. (N. del T.)

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LAS VÍBORAS DE LOS SEPULCROS
La mañana siguiente, cuando volvió, ganados y mercaderes se habían quedado afuera, en las cercanías de las puertas; pero los patios estaban llenos de gente rumorosa. La sentencia pronunciada y llevada a cabo por Jesús contra los honrados ladrones había levantado gran rumor en la ciudad. Aquellos latigazos habían hecho el efecto de otras tantas pedradas en la madriguera de Jerusalén. Los zurriagazos del látigo justiciero habían despertado de pronto a los pobres con estremecimientos de alegría y a los señores con aprensiones de miedo. Y a la mañana temprano todos habían subido allá arriba, de las callejuelas umbrosas y de los barrios nobles, del taller y de la plaza, dejando todo quehacer, con la inquieta ansiedad de quien espera milagros o venganzas. Habían ido los braceros, los laneros, los tintoreros, los zapateros, los carpinteros, todos cuantos detestaban a los mercaderes, a los usureros, a los esquilmadores de la mísera pobreza, a los logreros que conseguían enriquecerse incluso a expensas de la indigencia. Habían ido de los primeros los lamentables desechos de la ciudad, los andrajosos, los desastrados, los piojosos, presa de la eterna mendicidad, con las costras de la lepra, las llagas al descubierto, los huesos a flor de piel, certificando su hambre. Habían ido los peregrinos extraviados, los de Galilea que acompañaban a Jesús en su descenso triunfal y con ellos los hebreos de las colonias de Siria y de Egipto, con sus mejores vestiduras, como parientes lejanos que reaparecen de cuando en cuando en la casa paterna para las fiestas de familia. Pero subían también, en grupos de cuatro o cinco, los Escribas y los Fariseos. Coligados y hermanados, eran dignos de estar juntos. Los Escribas eran los Doctores de la Ley; los Fariseos, los puritanos de la Ley. Casi todos los Escribas eran Fariseos; muchos Fariseos eran Escribas. Imaginad un profesor que añada a la pedantería doctoral la gazmoñería de los hipócritas, o un santurrón doblado de pedagogo casuista, y tendréis la imagen moderna de un Escriba fariseo o de un Fariseo escriba. Un tartufo laureado, un académico hipócrita, un cuáquero filosofante, pueden dar, poco más o menos, una idea parecida. Subían, pues, aquella mañana al Templo con mucha altanería por fuera y pésimas intenciones por dentro. Iban, orgullosamente, envueltos en sus largos mantos, con las franjas al viento, henchido el pecho, turbios los ojos, enarcadas las cejas, la boca desdeñosa, la nariz inquieta y temblorosa, a un paso que denotaba la majestad y la indignación de quienes se tenían por jerifes de Dios. Jesús, en medio de millares de pupilas que le estaban mirando, les esperaba. No era la primera vez que se le acercaban, en derredor. ¡Cuántas escaramuzas, aquí y allá, por los pueblos, entre él y los Fariseos provincianos! Eran Fariseos los que querían la señal del cielo como prueba sobrenatural del mesianismo — porque los Fariseos, al contrario de los escépticos Saduceos, ahogados en el epicureísmo, creían en el próximo advenimiento del Salvador. Pero lo imaginaban únicamente como a un judío de estrecha observancia, al par de ellos, y hasta llegaban a pensar que para ser dignos de recibirlo les bastaba conservarse limpios por fuera y guardarse de la transgresión de la regla más insignificante del Levítico. 192

El Mesías, el hijo de David — creían ellos — no se dignaría salvar al que tuviese el menor contacto, aun lejano, con los extranjeros y los paganos; a quien no observara el más pequeño mandamiento de la purificación legal; a quien no estuviese al corriente en el pago de todos los diezmos; a quien no respetase a toda costa el descanso del sábado. Jesús no podía ser, a sus ojos, en modo alguno, el divino Esperado. Señales aparatosas y mágicas no se habían visto: se había contentado con sanar a los enfermos, con predicar, con enseñar y practicar la caridad. Le habían visto comer con los publicanos y con los pecadores y, además, se habían dado cuenta, con sobresalto, de que sus discípulos no siempre se lavaban las manos antes de sentarse a la mesa. Pero lo peor, el máximo horror, el escándalo insoportable para ellos era la inobservancia del sábado: ¡Jesús no vacilaba en curar aunque fuese día sábado, ni consideraba delito hacer el bien ese día a sus hermanos infelices; antes bien, se preciaba de ello francamente, proclamando que el sábado había sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado! Una sola duda había en el ánimo de los Fariseos acerca de Jesús: ¿era un mentecato o un impostor? Para ponerlo a prueba habían intentado varias veces hacerle caer en trampas teológicas o en lazos dialécticos; pero sin resultado. Mientras erraba por los pueblos, llevando detrás unas docenas de aldeanos, le habían dejado, seguros de que un día u otro hasta el último pedigüeño, desengañado, le dejaría solo. Pero ahora la cosa se ponía grave. He aquí — se decían — que, acompañado de una partida de campesinos, se ha permitido entrar en el Templo con aires de señorío, induciendo a esos desgraciados ignorantes a aclamarlo como Mesías, y, usurpando funciones de los sacerdotes, y como dándoselas de rey, ha desalojado de mala manera a los mercaderes. Hasta ahora hemos sido harto condescendientes y misericordiosos; desde ahora nuestra bondad sería contraproducente e intempestiva. El escándalo insoportable —agregaban los humanísimos profesores — la reiterada profanación, el público reto piden castigo y venganza; el falso Cristo debe ser quitado de en medio, y pronto. Y Escribas y Fariseos subían al Templo para convencerse de si el flagelador de los mercaderes se atrevería a comparecer en el lugar sagrado. Jesús, en medio del mareante aflujo de los peregrinos, los esperaba a ellos precisamente. Precisamente a ellos quería decirles, delante de todos, a la luz del sol, lo que de ellos pensaba. Lo que Dios pensaba de ellos. La verdad definitiva sobre ellos. El día anterior había condenado con el látigo a los revendedores de ganado y a los defraudadores de la moneda. Hoy le tocaba a los mercaderes de la palabra, a los usureros de la ley, a los estafadores de la verdad. La sentencia de aquel día no los ha exterminado; a cada generación resurgen con nuevos hombres; pero en sus rostros está escrito para siempre, imborrable, dondequiera que hayan nacido y manden: "¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas?" Los pecados de éstos pueden reducirse a uno; pero es el más venenoso de todos, el que menos se puede perdonar. El pecado contra el Espíritu. La ofensa a la verdad, la traición a la verdad y al espíritu; la devastación de las más puras riquezas que tiene el mundo. Los ladrones roban los bienes deleznables, los asesinos matan el cuerpo perecedero. Pero estos hipócritas ensucian las palabras de lo absoluto, roban las promesas de eternidad, asesinan las almas. En ellos todo es ficción: el hábito y el discurso, la enseñanza y la práctica. Sus hechos niegan sus palabras, su interior no responde a lo externo, su secreta suciedad desmiente todas sus exigencias. Hipócritas, porque echan sobre los hombros de las gentes cargas pesadas, que ellos no quieren tocar ni 193

con el dedo. Hipócritas, porque se cubren con mantos de amplías franjas y anchas filacterias para que se los reverencie en las plazas y se los llame maestros, siendo así que han escondido la llave del conocimiento y pretenden cerrar las puertas del reino de los cielos y ni ellos entran ni quieren dejar entrar a los demás. Hipócritas, porque hacen largas oraciones a la vista de todos y luego devoran las casas de las viudas y se aprovechan de los débiles y los abandonados. Hipócritas, porque lavan la parte de fuera del plato y del vaso y por dentro están llenos de rapiña e intemperancia. Hipócritas, porque cuidan de la minuciosidad de los ritos y purificaciones exteriores y no se cuidan de lo demás: cuelan el mosquito y se tragan el camello. Hipócritas, porque observan las mínimas prescripciones, pagan el diezmo de la menta, de la ruda, del eneldo y del comino, pero no tienen en sí mismos justicia, misericordia ni fidelidad. Hipócritas, porque levantan monumentos a los profetas y adornan los sepulcros de los antiguos justos, pero persiguen a los justos que viven en su tiempo y se disponen a matar a los profetas. "Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis a la condenación y al fuego? He aquí que os mando profetas, sabios y doctores; de ellos, a unos mataréis y crucificaréis; a otros los flagelaréis en vuestras sinagogas, persiguiéndolos de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre justa vertida en la tierra, desde la sangre del justo Abel a la sangre de Zacarías, a quien matasteis entre el templo y el altar." Han aceptado la herencia de Caín. Son los descendientes, los nietos de Caín. Los degolladores de sus hermanos, los verdugos de los Santos, los crucificadores de los Profetas. Y, como a Caín, Dios ha impreso en sus rostros una señal misteriosa. El fratricida fugitivo se libró por esa señal, a través de los primeros seres vivos, y así se librarán también los Fariseos homicidas, porque Dios quiere servirse de ellos para las altas obras de aquella justicia suya que parece a los pequeños ojos de los pequeños estolidez y locura. Un decreto eterno conmina con la muerte, y la más atroz, a muchos de los imitadores de Dios. Pero jamás un hombre sencillo asesinará a un Santo y ni siquiera a un pecador, crisálida maravillosa de posible santidad. Y el Santo ya no lo sería sí truncase la vida de otro Santo, del hermano que le ha dado su Padre. Pero ahí está, para todos los siglos y para todos los pueblos, la raza perdurable de los Fariseos. De los que nunca fueron sencillos como el niño, ni conocen el camino de la salvación; de los que no son pecadores a los ojos de la carne, pero sí de la cabeza a los pies, encarnación del pecado más feo; de los que quisieran parecer santos y odian a los santos verdaderos. Ellos serán quienes, adecuados elementos de una espantosa matanza, ejerzan el oficio de verdugos de los profetas. Fieles a este oficio, invulnerables como los indígenas del infierno, señalados como Caín, vivaces como la hipocresía y la crueldad, han sobrevivido a todos los imperios y a todas las disgregaciones. Con rostros diversos, con procedimientos y pretextos diversos, han llenado el mundo, prolíficos y tenaces, hasta el día de hoy. Y cuando no han podido matar con los clavos y con el fuego, con el hacha y la cuchilla, han empleado, con eficaz resultado, la lengua y la pluma. Jesús, mientras les habla en la clara luz del patio, rodeado de testigos, sabe que habla a sus jueces y a los que serán, por mediación de terceras personas, los verdaderos autores de su muerte. Su silencio ante Caifás y Pilatos está ya justificado desde ese día. Los ha condenado y le condenarán; los ha juzgado antes y no tendrá nada que añadir cuando quieran juzgarlo. 194

Al hablar de ellos, le acuden a los labios imágenes de muerte. Víboras y sepulcros. Las negras sierpes traidoras que apenas te acercas vacían en tu sangre todo el veneno que en sus dientes tenían escondido. Los blancos sepulcros, bellos por de fuera, pero por dentro llenos de podredumbre pestilente. Los fariseos, los que estaban ante Jesús y todos cuantos de ellos descienden por fecunda filiación, se ocultan de grado en la sombra de los muertos para preparar sus maleficios. Gélidos como la piel de las sierpes y la piedra de las tumbas, ni el fuego del sol, ni el fuego del amor, les calentarán nunca. Saben todas las palabras, menos la palabra de la vida. "¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas, porque sois como sepulcros que no se ven y de los que nada sabe quien sobre ellos anda?" El único que lo sabía era Jesús, y por eso no permanecerá más de tres días en el sepulcro que le están preparando.

PIEDRA SOBRE PIEDRA
Salían los Trece del Templo para subir como los demás días al Monte de los Olivos. Uno de los discípulos — ¿quién sería? — tal vez Juan el de Salomé, todavía un tanto niño, y, por consiguiente, capaz de maravillarse, o Iscariote, admirador de la riqueza, dijo a Jesús: — ¿Ves qué hermosura de edificio? ¡Qué hermosas piedras? El Maestro se volvió a contemplar los altos muros vestidos de mármol que el fausto calculador de Herodes había elevado sobre la colina y respondió: — ¿Ves ese edificio grande? Pues no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada. El admirador de un momento antes, palideció. Nadie tuvo ánimo para contestar, pero todos, perplejos y estupefactos, rumiaban entre sí tales palabras. Duras palabras para aquellos oídos de Judíos carnales, para aquellos corazones mezquinos de lugareños ambiciosos. Otras palabras duras, duras de oír, duras de comprender, duras de creer, había dicho en los últimos tiempos el que los amaba. Pero de palabras tan duras como éstas no tenían recuerdo. Sabían que era el Cristo y que había de sufrir y morir; pero esperaban que luego resucitaría en la gloria victoriosa del nuevo David y que daría a Israel la abundancia y a ellos, fieles en la peligrosa peregrinación de la miseria, los premios mayores y el dominio. Y si la tierra había de ser regida por la Judea, en la Judea debería mandar Jerusalén y los sitiados del mundo deberían estar en el Templo del gran rey. Si ahora la ocupaban los Saduceos infieles, los Fariseos hipócritas, los Escribas traidores, el Cristo los arrojaría para poner en su lugar a sus Apóstoles. ¿Cómo podía, pues, ser destruido el Templo, memoria esplendorosa del Reino pasado, fortaleza esperada del Reino nuevo? Esta frase de las piedras resultaba más dura que las piedras mismas para Simón, llamado Piedra, y para sus compañeros. ¿No había dicho el Bautista que Dios podía cambiar las 195

piedras del Jordán en hijos de Abraham? ¿No había dicho Satanás que el Hijo de Dios podía cambiar las piedras del desierto en panes de harina? ¿No había dicho el propio Jesús, al penetrar en el reino de Jerusalén, que las piedras mismas, en defecto de los hombres, gritarían el saludo y cantarían los himnos? ¿Y no era él quien había hecho caer de las manos de los enemigos las piedras que habían recogido para matarlo, y de las manos de los que acusaban a la adúltera? Pero los discípulos no acertaban a comprender la frase de las piedras del Templo. No podían, no sabían comprender que aquellas piedras, grandes y macizas, arrancadas pacientemente de los montes, arrastradas de lejos por los bueyes, escuadradas y pulimentadas por mazas y escalpelos, puestas una sobre otra según las reglas del arte por los maestros para hacer el templo más maravilloso del universo, que aquellas piedras cálidas y relucientes de sol, fuesen de nuevo separadas y deshechas por la ruina. Apenas hubieron llegado al Monte de los Olivos y sentado Cristo frente al Templo no supieron contener su curiosidad: — Explícanos, pues, cuándo sucederán esas cosas y cuál será la señal de tu venida. La respuesta fue el Discurso de las últimas Cosas; el segundo Sermón de la Montaña. Entonces, al comienzo del anuncio, había dicho de qué modo era menester renovar toda el alma para fundar el Reino; ahora, a dos pasos de la muerte, enseña cuál será el castigo de los obstinados y cómo será su segundo descenso. Este discurso, menos oído que el otro y todavía más olvidado, no responde, como creen muchos, a una pregunta sola. Las preguntas de los discípulos son dos: ¿Cuándo sucederá eso que has dicho, esto es, la ruina del Templo? ¿Y cuáles serán las señales de tu venida? Y dos son las respuestas. Jesús anuncia los sucesos que precederán al fin de Jerusalén y, después, describe las señales de su nueva aparición. El discurso profético, aunque aparezca seguido todo él en los Evangelios, tiene dos partes. Las profecías son dos, bien distintas: la primera, se cumplió antes de desaparecer la generación de Jesús, cuarenta años apenas después de su muerte. Los días de la otra profecía, no han llegado aún, pero tal vez no pase esta generación sin que se vean las primeras señales. (¿Escrito después de la Primera y antes de la Segunda Guerra Mundial?)

OVEJAS Y CABRITOS
Jesús conoce las flaquezas de sus discípulos. Flaqueza del espíritu y también de la carne. Y los pone en guardia contra los dos peligros que les amenazan: el engaño y la persecución. "Cuidad que nadie os seduzca, porque muchos vendrán bajo mi nombre y dirán: Yo soy el Cristo . . . y seducirán a muchos . . . Entonces, si alguno os dice: He aquí o he allí el Cristo, no le creáis, porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas para seducir, si fuese 196

posible, aun a los elegidos. Vendrán bajo mi nombre, y dirán: Yo soy; y el tiempo está próximo. No los sigáis." Pero si escapan a los lazos de los mesías hechiceros, no podrán librarse de las persecuciones de los enemigos del Cristo verdadero. "Entonces os pondrán en tribulación y os matarán y seréis odiados por todas las gentes a causa de mi nombre. Os prenderán y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y encarcelándoos, llevándoos ante reyes y gobernadores, a causa de mi nombre. . . Seréis traicionados incluso de padres y hermanos, de parientes y amigos. Y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra los padres y los harán condenar a muerte. Y entonces muchos se escandalizarán y se harán traición y se odiarán uno a otro. Y con multiplicarse la iniquidad se enfriará la caridad de muchos. Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. En premio a vuestra constancia tendréis la vida, y quien haya perseverado hasta el fin será salvo." Entonces comenzarán las señales del castigo inminente. "Y cuando oigáis hablar de guerras y de rumores de guerras no os espantéis, porque es menester que estas cosas sucedan primero; pero el fin no vendrá tan luego. Se levantarán nación contra nación y reino contra reino; habrá grandes terremotos y en diversos lugares pestes y hambres; habrá fenómenos espantosos y grandes señales del cielo." Tales serán las escaramuzas preliminares. El orden del mundo se turbará. La tierra, que está en paz, verá a hombre contra hombre, pueblo contra pueblo. Y la tierra misma, empapada en sangre, se levantará contra los hombres; temblará bajo sus pies: desmoronará sus casas; vomitará cenizas, como si arrojase por la boca de los montes todos sus muertos, y negará a los fratricidas hasta el alimento que todos los estíos amarillea en los campos. Entonces, cuando todo esto haya acaecido, vendrá el castigo sobre el pueblo que no quiso renacer en Cristo y no aceptó el Evangelio sobre la ciudad que degüella a los profetas, que clava en el Monte de la Calavera a su Señor y persigue a sus testigos. "Cuando veas a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed que su desolación está próxima. Cuando veáis la abominación de la desolación de que ha hablado el profeta Daniel instalada en el lugar santo, los que estén en Judea huyan a los montes y los que estén en las ciudades váyanse de ellas y los que estén en los campos no entren en la ciudad. El que esté en el terrado de la casa no baje a coger lo que en su casa tenga, y quien esté en el campo no vuelva para recoger el manto. ¡Y ay de las mujeres encinta o de las lactantes en aquellos días! Y rogad que vuestra fuga no sea en invierno ni en día de sábado, porque entonces habrá tan gran aflicción como no la hubo nunca desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Porque habrá en la tierra gran angustia y gran cólera contra este pueblo. Caerán bajo el filo de la espada y serán conducidos como esclavos entre todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los Gentiles hasta que los tiempos de los Gentiles se hayan cumplido." La primera profecía ha terminado. Jerusalén será tomada y destruida y del templo, manchado por la "abominación de la desolación", no quedará piedra sobre piedra. Pero Jesús todavía no lo ha dicho todo, no ha hablado hasta aquí de su segunda venida. 197

“Jerusalén será pisoteada por los Gentiles hasta que los tiempos de los Gentiles se hayan cumplido." ¿Cuáles son los "tiempos de los Gentiles, tempora nationum?" La palabra del texto griego lo expresa con mayor precisión que las otras lenguas: son los tiempos adecuados, apropiados, convenientes a los Gentiles: es decir, aquellos en los cuales los no Judíos se convertirán al Evangelio que fue, antes que a los demás, anunciado a los Judíos. Por eso el verdadero fin no llegará hasta que el Mensaje no sea llevado a todas las naciones. "Y este Evangelio del reino será predicado en todo el mundo, para ser testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin." El segundo advenimiento de Cristo desde el cielo, la Parusía, será el término de este mundo y el principio del verdadero mundo, del reino entero. El fin de la Judea fue anunciado por señales principalmente humanas y terrenales; este otro fin será precedido de señales principalmente divinas y celestiales. "El sol se oscurecerá y la luna no dará su luz y las estrellas caerán del cielo; y sobre la tierra habrá consternación entre las naciones, angustiadas por el estrépito del mar y de las olas; los hombres desfallecerán de terror en expectación de lo que ha de suceder a la tierra entera, porque las potencias de los cielos se conmoverán. Y entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre y todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho y verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y gloria." Por el fin de Jerusalén, solo la pequeña Tierra se afanaba. Pero por este fin universal se conmueve el Cielo. En la gran oscuridad repentina no se oirá más que el zumbido de las aguas y los gritos de espanto. Es el Día del Señor. El día de la ira del Señor que de antiguo anunciaron Ezequiel y Jeremías, Isaías y Joel. "El Día del Señor está cercano y vendrá como tempestad mandada por el Omnipotente. Día de tinieblas y de calígine . . . La tierra, que a su venida era un paraíso de delicias, queda devastada y desierta . . . Se aterrorizarán las gentes y sus rostros palidecerán. Todos los brazos languidecerán y desfallecerán todos los corazones. Y serán heridos de espanto; angustias y dolores les sobrecogerán; pasarán fatigas como una parturienta; cada cual mirará estupefacto a su vecino. . . He aquí que llega el día del Señor, día de horror, de indignación, de ira y de furor, para reducir la tierra a desierto y barrer de ella a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus constelaciones no darán luz y se ennegrecerán; el sol se oscurecerá en su salida y la luna no esparcirá su claridad. Los cielos se enrollarán como un pergamino y toda su milicia caerá como cae la hoja de la viña y de la higuera." Este es el día del Padre, día de oscuridad en el cielo y de terror en la tierra. Pero luego empieza el día del Hijo. No aparece esta vez en el fondo de un Establo, sino en lo alto del Firmamento; no ya escondido y miserable, sino en la potencia y esplendor de la gloria. "Y enviará a sus ángeles, los cuales, a son de trompeta vibrante, reunirán a sus elegidos por los cuatro vientos, de un extremo al otro del cielo." Y cuando los sonidos celestiales hayan despertado a todos los durmientes en los sepulcros, comenzará la irrevocable elección. "Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria con todos los ángeles, entonces se sentará en su trono glorioso. Y todas las gentes estarán reunidas ante él; y él separará a los unos de los otros como el pastor separa las ovejas de los cabritos; y pondrá las ovejas a su derecha y 198

los cabritos a su izquierda. Entonces, el Rey dirá a los de su derecha: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino que os ha sido preparado desde el origen del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era extranjero y me acogisteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en prisión, y vinisteis a verme. Entonces los Justos le responderán: Señor: ¿cuándo te hemos visto con hambre ni te hemos dado de comer? ¿O con sed y dándote de beber? ¿Cuándo te hemos visto forastero y te hemos hospedado, o desnudo y te hemos vestido? ¿Cuándo te hemos visto enfermo o en prisión y hemos ido a verte? Y el Rey les responderá: “En verdad os digo que cuanto habéis hecho al más pequeño de uno de estos hermanos míos a mí lo habéis hecho." Entonces dirá también a los de la izquierda: "Idos, malditos, al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber: fui forastero y no me acogisteis: estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en prisión y no me visitasteis." Entonces aquéllos responderán a su vez: "Señor: ¿cuándo te hemos visto tener hambre o sed, o ser forastero o estar desnudo o enfermo o en prisión, y no te hemos asistido?” Entonces él les responderá: “En verdad os digo que lo que no le habéis hecho a uno de los más pequeños de éstos, tampoco a mí me lo habéis hecho”. Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. Jesús, ni aun en su gloria de juez del último día, olvida a los pobres y los infelices a quienes tanto ha amado en su primera venida. Quiso aparecer como uno de los "más pequeños" que tienden la mano a las puertas y de los que tienen asco los "grandes". Fue sobre la tierra, en tiempo de Tiberio, el que tuvo hambre de pan y de caridad, el que tuvo sed de agua y de martirio, el que fue como extranjero en su país y no reconocido por sus hermanos, el que se desnudó por vestir al que tiritaba, el que estuvo enfermo de tristeza sin que nadie le consolase, el encarcelado en la vil prisión de la carne, en la angosta prisión llamada Tierra. Fue el divino hambriento de almas, el sediento de fe de esas mismas almas, el forastero venido de una patria inefable, el desnudo bajo el látigo y los salivazos, el enfermo de la sagrada locura del amor hacia los hombres. El código de la elección tiene un solo título: caridad. Él ha seguido viviendo todo el tiempo que corre entre el primero y el segundo advenimiento bajo las apariencias de los desgraciados y de los pobres, de los enfermos y de los martirizados, de los peregrinos y de los esclavos. Y ahora paga sus deudas. Las misericordias hechas por amor de Dios a "los pequeñuelos", a él le fueron hechas, y él dará las recompensas en nombre de todos. Aquellos que no le recibieron cuando apareció en los innumerables cuerpos de los miserables serán condenados a la pena eterna, porque, apartando de sí al desventurado, apartaron a Dios; negando el pan, el agua y el abrigo al pobre, condenaron al Hijo de Dios al frío, a la sed, al hambre. El Padre no ha menester de vuestros socorros, porque todo es suyo y os ama hasta en el momento en que lo maldecís. Pero se debe amar al Padre, no sólo por sí mismo, sino también en la persona de sus hijos. Y los que no calmaron la sed del sediento tendrá sed por la eternidad; los que no consolaron al preso, serán presos de la Gehenna por toda la eternidad; los que no recibieron al forastero, jamás serán recibidos en los cielos; y los dientes de aquel que no asistió al calenturiento rechinarán con escalofríos de eterna fiebre. 199

El gran Pobre, en el día de su gloria, retribuirá a cada cual con sus infinitas riquezas, según justicia. Quien ha amado a Dios sobre todo, y por él dado un poco de vida a los pequeños, tendrá la vida para siempre; quien ha abandonado a los pequeños en las penas, tendrá pena para siempre. Y entonces el cielo desnudo se poblará de otros soles más potentes, las estrellas brillarán con más fuerza en el cielo y habrá un nuevo cielo y una nueva tierra, y los elegidos vivirán, no como hoy aquí, abajo, sino semejantes a ángeles.

PALABRAS QUE NO PASAN
Pero, ¿cuándo sucederán estas cosas? Ya se saben las señales y los modos; pero ¿y el tiempo? Nosotros que escuchamos ¿estaremos todavía bajo la luz del sol, o tendrán que esperar estos sucesos los nietos de los nietos, cuando nuestro cuerpo sea ya osamenta cinerea en el viento de la tierra? Hasta el fin, los Doce quedan callados como doce piedras. Tienen al lado la verdad y no la ven; tienen en medio de ellos la Luz y la Luz no les penetra. ¡Si estuviesen, al menos, entre las piedras, como los diamantes, que devuelven, partido en reflejos, el rayo que los hiere! Pero son piedras toscas, sacadas apenas de la oscuridad de la cantera; piedras sordas, piedras opacas, piedras a las que calienta el sol, pero sin abrasarlas; piedras que se encienden por fuera, pero no restituyen el resplandor. No han comprendido aún que Jesús no es un vulgar adivino, discípulo de los Caldeos o de Tagetes, y que nada tiene que ver con las presuntuosas bravatas de los astrólogos. No han comprendido que una predicción a fecha fija no tendría sobre los hombres eficacia inmediata para una reforma que requiere perpetua vigilancia. Tal vez no han comprendido bien que el Apocalipsis revelado en el Monte de los Olivos es una doble profecía, que se refiere a dos sucesos diferentes y lejanos uno de otro. Tal vez aquellos pescadores, para los que un lago era el mar y la Judea el universo, confundieron el fin del pueblo hebreo con el fin del género humano, el castigo de Jerusalén con la segunda venida de Cristo. Pero los discursos de Jesús, aunque aparezcan yuxtapuestos en la redacción de los Sinópticos, nos demuestran dos predicciones distintas, dos grandes plazos. La primera anuncia el fin del reino judaico, el castigo de Jerusalén, la destrucción del Templo; la segunda, el fin del mundo, la reaparición de Jesús, el juicio universal y el principio del reino glorioso. La primera se da como próxima — "no pasará esta generación sin que estas cosas hayan sucedido" — y como local y limitada, porque se refiere únicamente a la Judea y de modo particular a su metrópoli. No se saben el día ni la hora de la segunda, porque algunos acontecimientos, lentos en realizarse, han de preceder al fin que será, a diferencia del otro, universal. La primera, en efecto, se cumplió ya al pie de la letra, punto por punto, sin haber pasado siquiera cuarenta años después de la Crucifixión, cuando todavía vivían muchos de los que habían conocido a Jesús. La segunda venida, la Parusía triunfante, cotidianamente 200

recordada en el Símbolo de los Apóstoles, es esperada aún por los que creen a quien dijo en aquel día: "Pasarán el cielo y la tierra; pero mis palabras no pasarán." Pocos años hacía que había muerto Jesús cuando se empezaron a mostrar las señales del primer anuncio. Los falsos profetas, falsos cristos, los falsos apóstoles pulularon en Judea como las culebras que salen de sus escondrijos a la llegada de la canícula. Antes de que Poncio Pilato saliese para el destierro se alzó en Samaria un impostor que prometía descubrir los vasos sagrados del Tabernáculo enterrados por Moisés en lo alto del Monte Garizim. Los Samaritanos creían que esa exhumación sería el preludio del advenimiento del Mesías, y una gruesa mesnada se reunió amenazadora en el monte hasta que la dispersaron las espadas romanas. Bajo Cuspio Fado, el procurador que gobernó del 44 al 66, surgió cierto Teuda que se las daba de gran personaje y prometía grandes prodigios. Cuatrocientos hombres lo siguieron; pero fue preso y decapitado; y los que le habían prestado fe reducidos a nada. Después llegó un hebreo de Egipto, que consiguió reunir cuatro mil desesperados y acampó en el Monte de los Olivos, anunciando que a una señal suya se verían caer las murallas de Jerusalén. El procurador Félix lo atacó y le obligó a huir al desierto. Entre tanto, en Samaria se hacía un gran nombre el famoso Simón Mago, que embaucaba a las gentes con prodigios y encantamientos y se llamaba la Potencia de Dios, y todos le seguían. Viendo los milagros de Pedro quiso hacerse cristiano, imaginándose que el Evangelio no era más que uno de tantos misterios orientales y que bastaba iniciarse en él para adquirir nuevos poderes. Simón Mago, rechazado por Pedro, se convirtió en padre de herejías. Creía que de Dios salió la Ennoia y que ésta se halla ahora prisionera en los seres humanos. Según él, la Ennoia había encarnado en Elena de Tiro, ramera que le seguía por doquier, y la fe en él y en Elena era condición necesaria para salvarse. De él aprendieron Cerinto, el primer gnóstico, contra el cual escribió Juan su Evangelio, y Menandro, que se vanagloriaba de ser el salvador del mundo. Otro, Elkasai confundía el antiguo y el nuevo pacto, fantaseaba acerca de múltiples encarnaciones además de la del Verbo, y se perdió en la magia y la astrología con sus discípulos. Hegesipo cuenta que un tal Tebutis, por celos de Simeón, segundo obispo de Jetusalén, creó una secta que reconocía en Jesús al Mesías, pero que en todo lo demás permanecía fiel al antiguo judaísmo. Pablo, en las epístolas a Timoteo, pone en guardia a los "santos" contra Himeneo, Fileto y Alejandro, "obreros fraudulentos, disfrazados de apóstoles de Cristo", que tergiversaban la verdad y esparcían la mala semilla de las herejías en las primeras iglesias. Un Dositeo se atribuía el nombre de Cristo, y un Nicolás engendraba con sus errores la secta de los Nicolaístas, condenados por Juan en el Apocalipsis. Y los Zelotes fomentaban continuos tumultos afirmando que se debía expulsar a los Romanos y a todos los gentiles para que Dios volviese al fin a triunfar con su pueblo. La segunda señal, la persecución, no se hizo esperar. Apenas los discípulos empezaron a predicar el Evangelio en Jerusalén, Pedro y Juan fueron arrojados a la prisión; puestos en libertad, de nuevo fueron presos y flagelados, con orden de no volver a hablar en nombre de Jesús. Esteban, uno de los neófitos, más ardientes, es conducido fuera de la ciudad por el pueblo y lapidado. 201

Bajo el gobierno de Agripa, comienzan de nuevo las tribulaciones. En el 42, el descendiente de Herodes hizo morir por el hierro a Santiago el Mayor, hermano de Juan, y por tercera vez Pedro fue encarcelado. En el 62, Santiago el Menor, llamado el Justo, fue arrojado desde el terrado del Templo, y muerto a pedradas. En el 50, Claudio había expulsado de Roma a los Judíos convertidos al cristianismo. En el 58, por la conversión de Pomponia Grecina, empezó también en la capital del Imperio la guerra a los convertidos. En el 64, el incendio de Roma, querido y llevado a cabo por Nerón, da pretexto a la primera gran persecución. Una muchedumbre innumerable de cristianos obtiene el martirio en Roma y en las provincias. Muchos son crucificados; otros, envueltos en la túnica “molesta”; algunos, embutidos en pieles de animales, son dados a comer a los perros; muchos, figurantes forzados de comedias infernales, constituyen un espectáculo en los anfiteatros y acaban su vida entre los dientes de los leones. Proceso, Martiniano, Basiliso y Anastasio, en Roma; Hermágoras, Fortunato, Eufemia, Dorotea, Tecla y Erasma, en Aquileya; Ursicino, Vital y Valeria, en Rávena; Gervasio, Protasio, Nazario y Celso, en Milán; Alejandro, en Brescia; Paulino, Félix y Constanza, en Etruria, son asesinados en aquellos años. Pedro muere en la cruz clavado cabeza abajo. Pablo acaba bajo el hacha una vida que había sido, después de su conversión, una serie de tormentos. Diez años antes de su muerte, el 57, había sido flagelado cinco veces por los Judíos, azotado con varas por los Romanos tres veces, siete veces encarcelado, tres veces náufrago y en Listra lapidado y dejado por muerto. La mayor parte de los demás discípulos sufrieron la misma suerte. Tomás fué martirizado en la India, Andrés crucificado en Patras y Bartolomé en Armenia. En la cruz, como su Maestro, acabaron Simeón Zelotes y Matías. No faltaron las guerras y los rumores de guerras. Cuando Jesús fue muerto, duraba todavía en el mundo la paz de Augusto. Pronto, sin embargo, se levanta "pueblo contra pueblo, y nación contra nación". Bajo Nerón, los Britanos derrotan y hacen una gran matanza a los Romanos; los Partos se rebelan y hacen pasar bajo el yugo a las legiones; la Armenia y la Siria se agitan contra el dominio extranjero; la Galia se alza con Julio Vindez. Nerón está próximo a su fin: las legiones de España y de la Galia proclaman emperador a Galba; Nerón, tras huir de la Casa de Oro, consigue ser cobarde hasta en el suicidio. Galba entra en Roma, pero no portador de paz. Ninfidio Sabino en Roma, Capito en Germania, Clodio Marco en África, le disputan el Imperio. Todos están descontentos de él: el 15 de enero del 69 los pretorianos le asesinan y aclaman a Otón. Pero las legiones de Germania habían proclamado ya a Vitelio, y se dirigen hacia Roma. Vencido Otón en Bedriaco, se mata. Pero tampoco Vitelio consigue reinar. Las legiones de Siria eligen a Vespasiano, el cual manda a Italia a Antonio Primo. Los vitelianos, son derrotados en Cremona y en Roma; Vitelio, el cerdo voraz, es asesinado el 20 de diciembre del 69. Entre tanto, estalla en el septentrión la insurrección de los Bátavos con Claudio Civil, cuando todavía no está domada en Oriente la de los judíos. En menos de dos años es invadida Italia por dos veces, dos veces tomada Roma, dos emperadores se matan y otros dos son muertos. Y hay guerras y rumor de guerras en el Rhín y en el Danubio, en el Po y en el Tíber, a orillas del mar del Norte, a los pies del Atlante y del Tabor. Los demás azotes anunciados por Jesús acompañan en aquellos años la conmoción del Imperio. Calígula el Loco se lamentaba que durante su reino no sucediese nada espantable, y deseaba carestías, pestes y terremotos. No se cumplieron los deseos del epiléptico pederasta e incestuoso; pero en tiempo de Claudio una serie de cosechas escasas llevó la 202

carestía hasta Roma. Bajo Nerón, a la carestía se añadió la peste, y sólo en Roma, en un solo otoño, el tesoro de Venus Libitina registró treinta mil muertos. En el 61 y el 62 los terremotos sacudieron el Asia, la Acaya, la Macedonia; especialmente las ciudades de Hierápolis, de Laodicea y de Colosas experimentaron graves daños. En el 63, le tocó a Italia: en Nápoles, Nocera y Pompeya tembló la tierra; toda la Campania fue presa del terror. Y, por si no bastase, tres años después, en el 66, la Campania fue devastada por trombas aéreas y marinas que destruyeron las cosechas y agravaron las amenazas del hambre. Y mientras Galba entraba en Roma (68), la tierra, con un ruido formidable, tembló bajo sus pies. Todo había sucedido: ahora había llegado la plenitud de los tiempos para el suplicio de la Judea. El terremoto que sacudió a Jerusalén el viernes del Gólgota fue como la señal de las convulsiones judaicas. Durante cuatro años el país de los Deicidas no tuvo paz — la paz de la derrota y de la esclavitud — hasta el día en que no quedó piedra sobre piedra del Templo. Pilatos, Cuspio Fado y Agripa habían tenido que dispersar las bandas de los falsos Mesías. Bajo el procurador Tiberio Alejandro, el primer levantamiento serio del partido de los fanáticos, de los Zelotes, terminó con la crucifixión de Santiago y Simeón, hijos de Judas el Galileo, que lo habían capitaneado. El procurador Ventidio Cumano (48—52) no tuvo un día de tranquilidad; los Zelotes, a los que se unían, más feroces aún, los Sicarios, no cedieron. Bajo el procurador Félix no cesaron los tumultos; bajo Albino, las llamas de la revolución estallaron con mayor ímpetu. Por último, en tiempo de Gessio Floro (64—66), último procurador de Judea, el incendio que desde tanto tiempo apuntaba sin apagarse nunca, prendió en todo el país. Los Zelotes se apoderaron del Templo; Floro tuvo que huir; Agripa, que fue en calidad de pacificador, fue apedreado. Jerusalén cayó en poder de Menahen, otro hijo de Judas el Galileo; Zelotes y Sicarios, dueños del campo, hicieron estragos en los no judíos y en los judíos que parecían tibios a sus ojos furiosos. Y he aquí, por fin, "la abominación de la desolación" profetizada por Daniel y recordada por Cristo. La profecía de Daniel se había cumplido ya una primera vez cuando Antíoco Cuarto Epifanes había profanado el Templo poniendo en él la imagen de Júpíter Olímpico. En el 39, Calígula el Loco, que se había proclamado Dios y como Dios se hacía adorar en varios lugares, había ordenado al procurador Petronio que colocase la estatua imperial en el recinto del Templo; pero había muerto antes de que la orden fuese llevada a cabo por el procurador. Jesús, sin embargo, aludía a muy otra cosa que a las imágenes. El lugar santo, ocupado por los Sicarios durante la gran rebelión, se convirtió en refugio de asesinos, y los patios majestuosos fueron bañados en sangre, incluso en sangre sacerdotal. Y la Ciudad Santa padeció también la abominación de la desolación porque, en septiembre del 66, Cestio Gallo, a la cabeza de cuarenta mil hombres, llegando para dominar a los insurrectos, acampó en torno a Jerusalén con aquellas enseñas imperiales de las que los Judíos tenían horror corno idolátricas y que, por condescendencia de los emperadores, no habían sido hasta entonces introducidas en la ciudad. Pero Cestio Gallo, encontrando más resistencia de la que imaginaba, se retiró, y la retirada se trocó en fuga, con gran júbilo de los Zelotes, que vieron en aquella victoria una señal de 203

la divina ayuda. En aquel tiempo, entre el primero y el segundo asedio, cuando ya la doble abominación había desolado el templo y la ciudad, los cristianos de Jerusalén, recordando el vaticinio de Jesús, huyeron a Pella, del otro lado del Jordán. Pero Roma no quería ceder ante los Judíos. Se le dio el mando de la empresa punitiva a Tito Flavio Vespasiano, que, reuniendo el ejército en Tolemaide, en el 67, marchó contra Galilea y la sometió. Mientras los romanos tomaban cuarteles de invierno, Juan de Giscala, uno de los jefes de los Zelotes, refugiándose en Jerusalén, al frente de bandas de Idumeos, derribó el gobierno aristocrático y la ciudad se vio llena de tumultos y de sangre. Vespasiano, al partir para Roma y asumir el imperio, confió el mando a su hijo Tito que, por las fiestas de Pascua del 70, llegó ante Jerusalén, y la cercó. Entonces comenzaron los días horribles. Los Zelotes, tomados de frenesí furibundo, aun en el colmo del peligro, se dividieron en facciones, que se disputaron por las armas el dominio de la ciudad. Juan de Giscala ocupaba el Templo; Simón de Gerasa, la ciudad baja; y sus partidarios degollaban a aquellos a quienes los Romanos no habían muerto aún. Entre tanto, Vespasiano se apoderaba de dos recintos de murallas y de una parte de la ciudad; el 5 de julio cayó en su poder también la Torre Antonia. A los horrores de los asesinatos fratricidas se añadieron los del hambre. La carestía era tal, que, según refiere Flavio Josefo, se vio a madres que mataron a sus hijos para comérselos. El 10 de agosto, el Templo fue tomado y quemado; los Zelotes consiguieron guarecerse en la ciudad alta, pero, vencidos por el hambre, tuvieron que rendirse el 7 de septiembre. Las profecías de Jesús se cumplían. La ciudad fue destruida por orden de Tito, y del Templo, arruinado por el incendio, no quedó piedra sobre piedra. Los Judíos que habían sobrevivido al hambre o a la espada de los Sicarios, fueron asesinados por la soldadesca victoriosa. Los que todavía quedaron fueron deportados a Egipto, a trabajar en las minas, y muchísimos fueron muertos, para diversión de la plebe, en los anfiteatros de Cesarea y de Berito. Algunos centenares, de los más bellos, fueron llevados prisioneros a Roma, para figurar en el triunfo de Vespasiano y de Tito, y en Roma, Simón de Jaira y otros Jefes Zelotes fueron degollados ante los ídolos que odiaban. "Yo os digo que no pasará esta generación sin que todas estas cosas se hayan cumplido." Era el año 70 después de Cristo, y muchos de sus contemporáneos no habían descendido aún al sepulcro cuando estas cosas ocurrían. Uno al menos de los que le escuchaban en el Monte de los Olivos, Juan, fue testigo del castigo de Jerusalén y de la ruina del Templo. En el tiempo profetizado, las palabras de Jesús fueron confirmadas, con atroz exactitud, por una historia de sangre y de fuego.

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LA PARUSIA
El primer fin, el fin parcial, local, el fin del pueblo deicida, se ha cumplido. Conforme a la sentencia de Cristo, las piedras del Templo están diseminadas entre los escombros, y los fieles del Templo han muerto en los suplicios o están dispersos entre las naciones. Queda la otra profecía, la segunda. ¿Cuándo volverá el Hijo del Hombre sobre la nube del cielo, precedido por las tinieblas, anunciado por las trompetas de los ángeles? Nadie, dice Jesús, puede decir el día de su advenimiento. El Hijo del Hombre es comparado a un relámpago que alumbra de pronto de Levante a Poniente, a un ladrón que viene cautelosamente en la noche, a un amo que se ha ido lejos y vuelve de improviso a sorprender a sus servidores. Es menester velar y estar dispuestos. Purificaos, porque no sabéis cuándo llegará, y ¡ay del que no sea digno de presentarse ante él? "Cuidad de vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se entorpezcan por la crápula, por la embriaguez y por las afanosas solicitudes de esta vida, y ese día os coja de improviso, como un lazo; porque de esa manera precisamente vendrá sobre todos los habitantes del mundo entero”. Pero si Jesús no anuncia el día, nos dice qué cosas han de cumplirse antes de ese día. Esas cosas son dos: que será predicado el Evangelio del Reino a todos los pueblos y que los Gentiles no pisotearán más a Jerusalén. Esas dos condiciones están cumplidas en nuestros tiempos y tal vez el gran día se acerca. No hay ya en el mundo nación civil o tribu bárbara donde los sucesores de los Apóstoles no hayan predicado el Evangelio; desde 1918, los Musulmanes ya no mandan en Jerusalén, y hasta se habla de una resurrección del Estado judaico. Cuando, según las palabras de Oseas, los hijos de Israel, durante tanto tiempo sin rey y sin altar, se convierten al hijo de David y se vuelven temblorosos a la bondad del Señor, el fin de los tiempos estará próximo. La Parusía no puede estar lejos. Una vez más, en estos años, las naciones se han lanzado contra las naciones, y la tierra ha temblado haciendo estragos de vidas, y las pestes, las carestías, los motines han diezmado los pueblos. Las palabras de Cristo son traducidas y predicadas en todas las lenguas. Soldados que creen en Cristo, aunque no todos fieles a los herederos de Pedro, mandan en aquella ciudad que después de su ruina estuvo en poder de Romanos, de Persas, de Arabes, de Egipcios y de Turcos. Pero los hombres no se acuerdan de Jesús y su promesa. Viven como si el mundo hubiese de durar siempre como hasta aquí y no se afanan más que por sus intereses terrestres y carnales. "En efecto — dice Jesús —, como en los días antes del Diluvio se comía y se bebía, se tomaba mujer o marido, hasta el día en que Noé entró en; el arca, y nada advirtió la gente hasta que vino el diluvio que se los llevó a todos, así sucederá al advenimiento del Hijo del Hombre. Así sucedió en los días de Lot: se comía, se bebía, se compraba y se vendía, se plantaba, se edificaba; pero el día en que Lot salió de Sodoma cayó del cielo una lluvia de fuego y azufre que a todos los hizo perecer. Lo mismo sucederá el día en que el Hijo del Hombre se manifieste".

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Lo mismo sucede en nuestros días, pese a las guerras y las pestes que han segado millones de vidas en pocos años. Se come y se bebe, se casan, se fabrica, se compra y se vende, se escribe y se juega. Y nadie piensa en el gran día que, como el ladrón, llegará, ignorado, en la noche; nadie espera al verdadero dueño que volverá de improviso; nadie escruta el cielo para ver si el relámpago surge de Oriente para brillar hasta Poniente. La vida larval de los vivos es como un sueño delirante de febril pesadilla. Parecen despiertos porque deliran tras los bienes que son barro y veneno. No miran a lo alto, no temen más que a sus hermanos. Tal vez esperan que los despierten, a última hora, los muertos que resucitarán al aproximarse el Resucitado.

EL INDESEADO
Mientras Jesús condena a Jerusalén y su Templo, los vividores del Templo y los señores de Jerusalén están preparando su condena. Todos cuantos poseen, enseñan y mandan, esperan únicamente el momento propicio para asesinarlo sin peligros. El que tiene un nombre, una dignidad, una escuela, una tienda, un oficio sagrado, una fracción de autoridad, está contra él. Creen, con la imbecilidad propia de los tribunales populares, que se salvarán condenándolo a muerte, y no saben que su muerte señalará precisamente el principio de los castigos. Para imaginarse bien el odio que acumulaban las clases altas de Jerusalén contra Jesús — odio de los sacerdotes, odio de los escribas, odio de los mercaderes — es menester recordar que la santa ciudad vivía en apariencia para la fe; pero, en realidad, a costa de la fe. Sólo en la metrópoli del judaísmo se podían ofrecer a Dios sacrificios valederos y aceptables, y por eso acudían todos los años, especialmente en los días de las grandes fiestas, masas de Israelitas de las tetrarquías palestinenses y de todas las provincias del Imperio. El Templo no era solamente el único santuario de los judíos, sino que, para cuantos estaban adscritos a él y para los demás que a sus pies vivían, era la gran ubre nodriza que alimentaba a la capital con los productos de las víctimas, de las ofrendas, de los diezmos y, sobre todo, con las ganancias que lleva consigo la continua afluencia de forasteros. Flavio Josefo cuenta que se reunieron en Jerusalén, en circunstancias extraordinarias, hasta tres millones de peregrinos. La población estable comía todo el año mientras el Templo existió; la fortuna de los traficantes de ganado, de los vendedores de víveres, de los cambistas de moneda, de los posaderos y de los artesanos mismos, dependía de la fortuna del Templo. La casta sacerdotal, que sin los Levitas — que eran un buen número — contaba en tiempos de Cristo veinte mil descendientes de Aarón, obtenía sus rentas de los diezmos en especie, de los impuestos del Templo, del rescate de los primogénitos — los primogénitos de los hombres pagaban cinco siclos por cabeza — y se alimentaban con la carne de los animales sacrificados, de los cuales sólo se quemaba la grasa. Les correspondían las primicias de los rebaños y de las cosechas; hasta el pan les daba el pueblo, porque toda cabeza de familia 206

había de entregar a los sacerdotes la vigésimo cuarta parte del pan que se cocía en su casa. Muchos de ellos, como hemos visto, lucraban incluso con la cría de los animales que los fieles habían de comprar para las ofrendas; otros estaban en sociedad con los cambistas, y no es imposible que algunos de ellos fueran verdaderos banqueros, porque el pueblo solía depositar sus ahorros en las cajas del Templo. Un haz convergente de intereses procedía, pues, de la mole herodiana para llegar hasta el tenderete del feriante y el zaquizamí del vendedor de sandalias. Los sacerdotes vivían del Templo y muchos de ellos eran mercaderes y ricos; los ricos se aprovechaban del Templo para aumentar sus ganancias y mantener el pueblo a raya; los mercaderes hacían negocios con los ricos que pueden gastar, con los sacerdotes que les asociaban a ellos y con los peregrinos atraídos al Templo de todas partes del mundo; los braceros y los pobres vivían de los residuos y migajas que caían de la mesa de los sacerdotes, de los ricos, de los mercaderes y de los peregrinos. La religión era, pues, entonces, la industria máxima y tal vez única de Jerusalén; el que atentase contra aquella religión, contra sus representantes y contra el monumento visible que era la sede más famosa y fructífera del culto judío, por fuerza había de ser considerado como enemigo del pueblo de Jerusalén, y particularmente de las castas más acomodadas y prósperas. Jesús, con su Evangelio, amenazaba indirectamente las posiciones y los medios de vida de tales clases. Si todas aquellas prescripciones rituales iban a ser abolidas, ya no había lugar para los Escribas y doctores de la Ley, que de su enseñanza sacaban para vivir. Si Dios desdeñaba los sacrificios de animales, los sacerdotes judíos podían cerrar ya su santuario y cambiar de oficio; los traficantes de bueyes, de corderos, de ovejas, de cabritos, de palomas y de pájaros verían disminuir y. acaso, desaparecer sus ingresos. Si para ser amados de Dios era necesario cambiar de vida y no bastaba lavar el vaso y pagar puntualmente los diezmos, la influencia y la autoridad de los Fariseos se reducían a la nada. Si llegaba el Mesías, en fin, y declaraba abolida la primacía del Templo de Jerusalén e inútiles aquellos sacrificios, la capital del culto se convertiría, de un día a otro, en ciudad desposeída y, andando el tiempo, en oscuro lugar de empobrecidos, en un desierto. Jesús, que prefería a los pescadores, con tal que fuesen puros y amantes, antes que a los sinedritas; que prefería los pobres a los ricos: que estimaba más a los niños ignorantes que a los escribas orgullosos de su ciencia, había de atraer por fuerza sobre su cabeza el odio de los levitas, de los mercaderes y de los doctores. El Templo, la Academia y el Banco estaban contra él. Cuando la víctima esté dispuesta llamarán, aunque a regañadientes, a la espada romana para que la sacrifique por la tranquilidad de ellos. Ya desde hacía algún tiempo la vida de Jesús era blanco de asechanzas. Al decir de los Fariseos, desde los últimos tiempos de su estancia en Galilea, Herodes lo buscaba para matarlo. Tal vez fue ese aviso lo que le llevó a Cesarea de Filipo, fuera de Galilea, donde predijo su Pasión. Desde su llegada a Jerusalén los jefes de los sacerdotes, los Fariseos y los Escribas, estaban en derredor suyo para tenderle lazos y espiar sus palabras. Aquel enjambre inquieto y 207

venenoso soltó tras él a algunos espías que, dentro de pocos días, se convertirán en testigos falsos y, como refiere Juan, hasta se dio orden a ciertos guardias de prenderlo; pero no tuvieron valor para ejecutarlo. Los latigazos a los ganaderos y los cambiadores, la invectiva contra Escribas y Fariseos pronunciada a grandes voces, las alusiones a la ruina del Templo colmaron la medida. El tiempo apremiaba. Jerusalén estaba llena de forasteros y muchos le escuchaban. Podía producirse algún desorden, un tumulto, una sublevación tal vez de las bandas provincianas, menos afectas a los privilegios e intereses de la metrópoli. Para cortar el riesgo desde el principio, no veían medio más seguro que quitar de en medio a Jesús. No había tiempo que perder. Y las vulpejas del altar y del negocio, que ya se habían entendido con medias palabras, decidieron reunir el Sanedrín para poner en consonancia la ley con el asesinato. El Sanedrín era la asamblea de los notables, el consejo supremo de la aristocracia dominante en la capital. Estaba compuesto de sacerdotes, celosos de la clientela del Templo que se habían erigido en depositarios de la ley y de la tradición: de Ancianos, que representaban los intereses de la burguesía opulenta y moderada. Todos estuvieron de acuerdo en que había que prender a Jesús con engaño y matarlo por blasfemo del sábado y del Señor. Únicamente Nicodemus intentó una defensa procesal; pero al punto le taparon la boca. "¿Qué hacemos?” — decían — “Este hombre hace milagros y muchos le siguen. Si le dejamos, todo el mundo creerá en él y los Romanos vendrán a destruir nuestra ciudad y nuestra nación". Es la razón de Estado, la salvación de la Patria a que apelan siempre los hipócritas para enmascarar de legalidad ideal la defensa de su particular interés. Caifás, que aquel año era Gran Sacerdote, resolvió las dudas con la máxima que ha justificado siempre ante la sabiduría del mundo la inmolación del inocente. "Vosotros no entendéis nada y no reflexionáis que os tiene cuenta que un hombre solo muera por el pueblo y que no perezca toda la nación". La máxima, en boca de Caifás, y en aquella ocasión, y por lo que se sobrentendía, era infame y, como todos los discursos pronunciados en el Sanedrín, hipócrita. Pero elevada a un sentido superior — cambiando "nación" por "humanidad" —, el presidente del patriciado circunciso enunciaba un principio que el propio Jesús había aceptado en su corazón. No sabía Caífás — él, a quien estaba reservado, como Sumo Sacerdote, el entrar en el Sancta Sanctorum para ofrecer expiaciones por los pecados del pueblo — hasta qué punto sus palabras tan groseras de expresión y cínicas en la intención, se conformaban en el fondo con el pensamiento de su víctima. La idea de que sólo el Justo podía satisfacer por la injusticia, de que sólo el Perfecto podía purgar los delitos de los pecadores, de que sólo el Puro podía liquidar las deudas de los innobles, de que sólo Dios, en su infinita magnificencia, podía expiar las culpas que el hombre ha cometido contra Él; esa idea, que le parece al hombre el ápice de la locura, precisamente porque es el summum de la sabiduría divina, no brillaba ciertamente en el alma infecta del Saduceo, cuando arrojaba como cebo a los setenta cómplices el sofisma destinado a acallar los eventuales remordimientos. Caifás, que había de ser, juntamente con 208

las espinas de la corona y la esponja del vinagre, uno de los instrumentos de la Pasión, no creía ofrecer en aquel momento un testimonio solemne, aunque velado e involuntario, de la divina tragedia que estaba por comenzar. Con todo, el principio de que el inocente puede pagar por los culpables, de que la muerte de uno solo puede favorecer la salvación de todos, no era completamente ajeno a la conciencia antigua. Los mitos heroicos de los paganos conocían y celebraban los sacrificios voluntarios de los inocentes. Recordaban a Pílades, que se ofrecía al suplicio, en lugar de Orestes, culpable; a Macaria, de la sangre de Heracles, que salvaba con su propia vida la de sus hermanos; a Alcestes, que aceptaba la muerte para desviar de su Admeto la venganza de Artémide; a las hijas de Erecteo, que se inmolaban para que su padre escapase a los golpes de Neptuno; al viejo rey Codro, que se arrojaba al Iliso para que sus Atenienses alcanzasen la victoria; a Decio Mure y su hijo, que se consagraban a los Manes en el fragor de la batalla, para que triunfasen los Romanos de los Samnitas, y a Curcio, que se lanzaba armado al precipicio por la salud de la patria, y a Ifigenia, que ofrecía el cuello al cuchillo para que la flota de Agamenón navegase felizmente hacia Troya. En Atenas, durante las fiestas Tergelias, se mataba a dos hombres para apartar de la ciudad las sanciones divinas; Epiménides el sabio, para purificar Atenas profanada por el asesinato de los secuaces de Cilón, recurrió a sacrificios humanos sobre las tumbas; en Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, se arrojaba todos los años al mar, en pago de los delitos de la comunidad, a un hombre, considerado como salvador del pueblo. Pero estos actos, aun si eran espontáneos, solían ofrecerse por la salvación de un hombre solo o de un grupo reducido de hombres; y lejos de expiar los pecados, añadían casi siempre un nuevo crimen a los que se pretendía expiar; casos de afecto privado o de delitos supersticiosos. No se había visto un hombre que cargase con todos los pecados de los hombres, a todo un Dios que se encarcelase en la carne para salvar al género humano y hacerle capaz de ascender de la bestialidad a la santidad, de la humillación de la tierra al Reino de los Cielos. El Perfecto que, sin mancharse, asume todas las imperfecciones, el Puro que carga con todas las infamias, el Justo que toma sobre sí las injusticias de todos, había aparecido, con aspecto de miserable y fugitivo, en los días de Caifás. El que ha de morir por todos, el pobre Galileo, que inquieta a los ricos y a los sacerdotes de Jerusalén, está allí en el Monte de los Olivos, a poca distancia del Sanedrín. Los setenta, que no saben que en aquel momento cooperan a los designios del perseguido, deciden mandarlo prender antes que llegue la Pascua. Pero como son cobardes, como todos los tiranos, no tienen más que un temor: el miedo a la gente que ama a Jesús: "Y los príncipes de los sacerdotes y los escribas buscaban la manera de prenderlo con engaño y matarlo, porque decían: No lo hagamos durante la fiesta, no suceda algún tumulto popular”. A sacarlos de apuros vino, al día siguiente, uno de los Doce: el que tenía la bolsa, Judas Iscariote.

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EL MISTERIO DE JUDAS
Dos únicos seres en el mundo han sabido el secreto de Judas: Cristo y el Traidor. Sesenta generaciones han fantaseado acerca de ello, pero el hombre de Carioth, aunque ha dejado en la tierra nubes de discípulos, sigue permaneciendo tenazmente indescifrado. Comprendemos sin esfuerzo lo demoníaco de los Herodes, el rencor de los Fariseos, la cólera vengativa de Anás y de Caifás, la cobarde debilidad de Pilatos. Pero no comprendemos con igual evidencia la abominación de Judas. Los cuatro evangelistas nos dicen poco de él y de las razones que le persuadieron a vender a su Rey. "Satanás — dicen — entró en él". Pero estas palabras no son más que la definición de su delito. El mal se apoderó de su corazón: de improviso, pues antes de aquel día; antes tal vez, de la cena de Betania, Judas no estaba en manos de su adversario, Pero, ¿por qué se precipitó en ellas de repente? ¿Por qué Satanás entró precisamente en él y no en ninguno de los demás? Los Treinta Dineros son una suma bien pequeña, especialmente para un hombre a quien la riqueza le atraía. En moneda de hoy no llegan a cien pesetas, y aunque su valor efectivo, o, como dicen los economistas, su poder adquisitivo fuese en aquel tiempo diez veces mayor, no nos parece que cien pesetas sean precio suficiente para inducir a un hombre, que sus compañeros lo describen como avaro, a cometer la más repugnante perfidia que recuerda la historia. Se ha dicho que treinta dineros eran el precio de un esclavo Pero el texto del Éxodo dice, por el contrario, que treinta siclos eran la indemnización que tenía que pagar el amo de un buey que hubiese coceado a un esclavo o a una esclava. El caso era harto diverso para que los doctores del Sanedrín pudiesen pensar en aquel momento en la observancia escrupulosa de un precedente. El indicio más tremendo en favor de la tradición que atribuye a avaricia el crimen de Judas, es el oficio que éste se había reservado entre los Doce. Entre ellos había un antiguo recaudador, Mateo, al cual casi por derecho hubiera correspondido la guarda de los pocos dineros necesarios a la comunidad para sus gastos. En lugar de Mateo vemos, como depositario de las ofrendas, al hombre de Carioth. El simple manejo de las monedas, aunque sean de oro, suele contagiar; y el evangelista San Juan terminantemente dice que Judas era "ladrón", y añade: "como tenía la bolsa, se llevaba lo que en ella le echaban”. Con todo, no se puede por menos de pensar: ¿Cómo un hombre avariento de dinero permaneció tanto tiempo en tan pobre compañía? De querer vivir del robo, hubiera buscado un puesto más adecuado y fructífero del que aceptó. Y de tener necesidad de aquellos miserables Treinta Dineros, ¿no se los hubiera podido procurar de otra manera, incluso huyendo con la bolsa, sin necesidad de proponer a los sacerdotes la compra de Jesús? Estas reflexiones de sentido común en torno a un delito tan extraordinario han llevado a muchos, desde los primeros tiempos cristianos, a buscar, además de la avaricia, otros motivos de la venta infame. Una secta de herejes, los Cainitas, inventó que sabiendo Judas que Jesús, por voluntad suya y del Padre, había de morir a traición — para que nada faltase 210

al dolor de la gran expiación —, se había sometido a aceptar con tristeza la gran infamia de la venta para que todo se cumpliese. Instrumento necesario y voluntario de la Redención, según ellos, Judas habría sido héroe y mártir digno de ser venerado y no maldecido. Según otros, el Iscariote, que amaba a su pueblo, esperaba su liberación y tal vez propendía a los sentimientos de los Zelotes; se había unido a Jesús esperando que fuese el Mesías tal como la gente baja se lo imaginaba entonces: el Rey del desquite y de la restauración de Israel. Cuando, poco a poco, y pese a su cerrazón, se dio cuenta, por las palabras de Jesús, de haber tropezado con un Mesías muy diferente, para desahogar la rabia de su desilusión lo entregó a sus enemigos. Pero esta fantasía, a la que ni los textos canónicos ni los apócrifos mismos dan fundamento alguno, no bastaría para explicar la conducta del vendedor de Cristo: hubiera podido abandonar a los Doce y echarse en busca de compañeros más adecuados, que entonces, como se ha visto, no faltaban. Otro ha dado la siguiente explicación: Judas había creído firmemente en Jesús, pero ya no creía en Él. Ante sus palabras acerca del fin próximo, ante el retraso de la manifestación victoriosa, había acabado por perder toda fe en aquel a quien hasta entonces había seguido. No veía acercarse el Reino y sí venir la muerte. Tal vez, husmeando entre el pueblo, había oído algo de lo que la pandilla tramaba, y temía que el Sanedrín no se contentase con una sola víctima y condenase a cuantos desde tiempo atrás andaban con Jesús. Vencido por el miedo — que habría sido la forma adoptada por Satanás para apoderarse de él — pensó adelantarse, y así salvar la vida por medio de la traición. La incredulidad y la cobardía habrían sido, pues, los móviles ignominiosos de su ignominia. Un inglés, célebre comedor de opio, hace, por un camino contrario, una nueva apología del Traidor. Judas, según él, creía; es más: creía demasiado. Estaba de tal manera persuadido de que Jesús era el Cristo, que quiso empujarle, entregándolo al Tribunal, a manifestar por fin su legítima Mesianidad. No podía creer — tan fuerte era su esperanza — que Jesús muriese. O, si verdaderamente había de morir, sabía con certeza que resucitaría al punto, para comparecer de nuevo a la diestra del Padre como Rey de Israel y del mundo. Para apresurar el gran día, en el cual les sería dada por fin a los discípulos la recompensa de su fidelidad, Judas, seguro de la intangibilidad de su divino Amigo, quiso forzarle la mano y, poniéndolo frente a frente de aquellos a quienes había de desheredar, ofrecerle la ocasión de mostrar su condición de verdadero Hijo de Dios. El acto de Judas, según esta teoría, no habría sido una traición, sino error debido a no haber entendido en su sentido exacto la enseñanza del Maestro. No habría traicionado, pues, por afán de ganar, por venganza o cobardía, sino por imbecilidad. Otros, por el contrarío, prefieren razonar acerca de la venganza. No se traiciona sin odiar. ¿Por qué odiaba Judas a Jesús? Piensan de nuevo en la cena en casa de Simón y en el nardo de la Magdalena. El reproche de Jesús, dicen, debió de enfadar al discípulo, que acaso otras veces fuera reprendido ya por su hipocresía y falsedad. Al rencor por la reprensión se añadió la envidia, que alienta siempre en las almas vulgares. Y apenas le pareció que podía vengarse sin peligro, se fue al palacio de Caifás. ¿Pero pensaba, en verdad, que su denuncia llevaría a Jesús a la muerte? ¿O suponía más bien que se contentarían con azotarlo y prohibirle que hablase al pueblo? La continuación 211

de su historia hace pensar que la condena de Jesús le estremeció como una consecuencia terrible e inesperada de su beso. Mateo cuenta la desesperación de Judas de tal manera que hace suponer que verdaderamente el traidor experimentó el horror de lo que por su culpa había sucedido. Las monedas que ha recibido le queman; y cuando los sacerdotes las rehúsan, las arroja en el Templo. Tampoco después de la restitución tiene tranquilidad, y corre a ahorcarse para morir el mismo día que su víctima. Un remordimiento tan furibundo, que con tanta vehemencia le impulsa a quitarse la vida, hace pensar en los terrores de descubrimientos imprevistos y repentinos. Las oscuridades, pese a los aspavientos de los descontentadizos, se amontonan en torno al misterio de Judas. Pero todavía no hemos invocado el testimonio de Aquel que sabía mejor que todos, mucho mejor que Judas, el verdadero secreto de la traición. Solamente Jesús, que veía en el fondo del alma de Iscariote, como en el alma de todos, y que sabía antes lo que Judas había de hacer, podría decir la última palabra. Jesús escogió a Judas para que fuese uno de los Doce, y portador, como los otros, del Feliz Anuncio. ¿Lo habría escogido, lo habría tenido consigo, junto a sí, en su mesa, durante tanto tiempo, de haberle tenido por malhechor incurable? ¿Le habría confiado lo que le era más caro, lo que en el mundo había para él de más precioso: la predicación del Reino de Dios? Hasta los últimos días, hasta la última noche, Jesús no trata a judas de diferente manera que a los demás. A él también, como a los otros Once, da su cuerpo bajo la especie de pan, y su sangre bajo la especie de vino. También los pies de Judas — aquellos pies que le habían llevado a casa de Caifás — son lavados y enjugados por aquellas manos que iban a ser clavadas, con la complicidad de Judas, al día siguiente. Y cuando llega Judas, entre el reflejo de las espadas y el resplandor de las antorchas, bajo la negra sombra de los Olivos y besa el rostro bañado todavía de sudor sanguíneo, Jesús no le rechaza, sino que le dice: — Amigo, ¿qué vienes a hacer? ¡Amigo! Es la última vez que Jesús habla a Judas, y aun en este momento no sabe hallar otra palabra que la acostumbrada, que aquélla que le dirigió la primera vez. Judas no parece ser, para Él, el hombre de las tinieblas que viene en la oscuridad para entregarle a los esbirros, sino el amigo, el mismo que pocas horas antes se sentara junto a Él, en torno al plato del cordero y de las hierbas, y que ha puesto la boca en su vaso; el mismo que tantas veces, en la hora del descanso, a la sombra de las frondas o de los muros, escuchó junto con los demás, como discípulo, como compañero, como hermano, las grandes palabras de la Promesa. Cristo ha dicho en la mesa de la Cena: "¡Ay de aquel hombre por quien es traicionado el Hijo del Hombre! Más le valiera a ese hombre no haber nacido". Pero ahora que el Traidor está ante Él y se ha consumado la traición, y a la perfidia de la traición añade Judas el ultraje del beso, a los labios de Aquel que ha ordenado el amor a los enemigos acude la dulce, la acostumbrada, la divina palabra: — Amigo, ¿qué vienes a hacer? El testimonio mismo del traicionado aumenta nuestra perplejidad, en vez de descorrer el velo del aterrador secreto. Sabe que Judas es un ladrón y le confía la bolsa; sabe que Judas es perverso, y le confía un tesoro de verdades infinitamente más precioso que todas las 212

monedas del universo; sabe que Judas ha de traicionarlo, y le hace participe de su Cuerpo y de su Sangre en la última cena; ve a Judas guiando a los que le ofenden, y le llama una vez más, como antes, como siempre, con el santo nombre de la amistad. "¡Más le valiera no haber nacido!". Estas palabras, más que una condena, pueden ser una frase compasiva al considerar el triste destino de Judas. Si Judas odia a Jesús, no vemos en ningún momento que Jesús sienta enfado por Judas. Porque Jesús sabe que el infame comercio de Judas es, en cierta manera, necesario, como la debilidad de Pilato, la rabia de Caifás, los salivazos de los soldados, los maderos de la cruz. Sabe que Judas hará lo que piensa, y no le llena de imprecaciones, como no maldice al pueblo que le quiere ver muerto o el martillo que lo clava en el leño. Una sola súplica le dirige: "Haz pronto lo que piensas hacer”. El misterio de Judas está atado con doble nudo al misterio de la Redención, y seguirá siendo para nosotros, tan pequeños, un misterio. Ninguna analogía nos puede iluminar. También José fue vendido por uno de sus hermanos que se llamaba Judas, como el Iscariote, y fue vendido a los mercaderes Ismaelitas por veinte monedas de plata. Pero José, figura carnal de Cristo, no fue vendido a sus enemigos, no fue vendido para que lo mataran. Y en compensación de aquella perfidia llegó a ser tan rico que pudo enriquecer a su padre, y tan generoso que pudo perdonar a sus hermanos. Jesús no fue tan sólo traicionado, sino vendido; traicionado, por dinero; vendido a bajo precio, cambiado por moneda corriente. Fue objeto de cambio, mercadería pagada y consignada. Judas, el hombre de la bolsa, el cajero, no se presentó únicamente como delator, no se ofreció como sicario, sino como traficante, como vendedor de sangre. Si Jesús no hubiera sido vendido faltaría algo a la completa ignominia de la expiación; si lo hubieran pagado caro, con trescientos siclos en vez de treinta, en oro y no en plata, la ignominia habría disminuido. Y si hubiera sido vendido como esclavo, como tantos cuerpos dotados de alma eran vendidos en aquellos tiempos en las plazas; si hubiera sido vendido como una propiedad en renta, como un capital humano, como viviente instrumento de trabajo, la ignominia también hubiera sido menor. Pero fue vendido como se vende el inocente cordero que el carnicero compra para matar, para vender después en pedazos a los que han de comer la carne. El carnicero Caifás no tuvo nunca tan inmensa víctima. Hace casi dos milenios que los cristianos se alimentan de aquella víctima, y todavía está intacta. Cada uno de nosotros ha contribuido, con su parte, para comprar a Judas esa víctima inagotable. Todos hemos contribuido a reunir la cantidad visible que costó la sangre del Libertador; Caifás fue nuestro mandatario. El campo de Aceldama, que fue pagado con aquella moneda; el campo que fue pagado con el precio de la sangre, es nuestra herencia, es cosa nuestra. Y aquel campo se ha agrandado extraordinariamente, se ha dilatado hasta ocupar media faz de la tierra, ciudades enteras, ciudades populosas, pavimentadas, iluminadas, barridas, ciudades de tiendas y burdeles, que resplandecen de norte a mediodía. Y para que el misterio sea cada vez mayor, los dineros de Judas, multiplicados mil veces 213

por las traiciones de tantos siglos, por los sucios negocios realizados, y lo que es más, aumentado con los intereses, han llegado a ser incontables. Ahora ya — los contadores arúspices de esta edad pueden atestiguarlo — todos los recintos del Templo no bastarían para contener las monedas producidas hasta el día de hoy por aquellas Treinta que arrojó allí, en el delirio del remordimiento, el hombre que vendió a su Dios.

EL HOMBRE DEL CANTARO
Estipulado y pagado el precio, los compradores no quieren esperar demasiado la entrega. Antes de la fiesta, han convenido. La fiesta grande, la Pascua, cae en el sábado y ya estamos a jueves. A Jesús no le queda más que un solo día de libertad — el último día. Antes de dejar a sus amigos — los que esta noche le abandonarán — quiere, una vez más, en la mesa de la paz, probar un bocado en el mismo plato que ellos. Antes de que le laven la cara los salivazos de la soldadesca siria y de la hez judaica, quiere arrodillarse a lavar los pies de aquellos que han de caminar hasta la muerte sobre los caminos de la tierra para contar su muerte. Antes de que su sangre corra de las manos, de los pies, del pecho, quiere dar las primicias de ella a aquéllos que han de ser como una alma sola con Él hasta el fin. Antes de sufrir la sed, clavado en los maderos clavados, quiere beber con sus compañeros el jugo de la uva en el mismo vaso. La víspera de su muerte será como una anticipación del místico banquete de la gloria. Era la mañana del jueves, el primer día de los ázimos. Los Discípulos preguntan: — ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para comer la Pascua? El Hijo del Hombre es menos que las raposas y no tiene casa. Ha dejado la de Nazareth para siempre; está lejos la de Simón de Cafarnaum, que fue, en los primeros tiempos, como suya, y muy fuera de la ciudad la de Marta y María, en Betania, donde era casi el amo. En Jerusalén no tiene más que enemigos o amigos vergonzantes: José de Arimatea le acogerá como huésped solamente la noche después, en la oscura gruta del sepulcro. Pero el condenado a muerte, el último día, tiene derecho a la gracia que pide. Todas las casas de Jerusalén son suyas. El Padre le dará aquélla que mejor se acomode a esconder la última satisfacción del perseguido. Y Jesús envía a dos discípulos con esta orden misteriosa: — Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre que llevará un cántaro de agua. Seguidle, y donde entre, decid al dueño de la casa: El Maestro manda que te digamos: mi tiempo está próximo. ¿Dónde está la habitación en que he de comer la Pascua con mis 214

discípulos? Y él os enseñará, en lo alto de la casa, una estancia amueblada y dispuesta: haced luego allí los preparativos necesarios. Se ha dicho que aquel amo era un familiar de Jesús y que entre ellos había ya un acuerdo anterior. Es un error: Jesús hubiera mandado a aquellos dos directamente a él, diciéndoles su nombre, y no recurriría al expediente del hombre del cántaro. Muchos eran aquella mañana de fiesta los hombres que debían de subir de la fuente de Siloé con cántaros de agua. Los discípulos no han de elegir: el primero que les salga al paso. No lo conocen, porque si no, le pararían, en vez de ir detrás de él para ver dónde entra. Su amo, puesto que tiene un servidor, no ha de ser de los más pobres, y en su casa, como en la de toda persona acomodada, habrá ciertamente una habitación a propósito para una cena. Y éste debe saber, al menos de oídas, quién es el Maestro: en aquellos días no se habla en Jerusalén sino de él. La embajada es tal que no podrá rehusarse. "El Maestro manda que te digamos: Mi tiempo está próximo". Su tiempo es el de la muerte. ¿Quién podrá rechazar de su casa a un moribundo que quiere saciar su hambre por última vez? Fueron los discípulos, hallaron al hombre de la herrada, entraron en la casa, hablaron con el dueño y prepararon lo necesario para la cena: el cordero asado, los panes redondos sin levadura, las hierbas amargas, la salsa roja, el vino de acción de gracias, el agua caliente. En la estancia dispusieron los divanes y las almohadas en torno a la mesa, y sobre la mesa extendieron su buen mantel blanco, y sobre el mantel, los pocos platos, los candelabros, el jarro lleno de vino y la copa, una sola copa, donde todos posarían los labios. No se olvidaron de nada: los dos eran prácticos en tales preparativos. Desde niños, en la casa materna que se espejaba en el lago, habían asistido, con curiosa mirada, a los preparativos de la fiesta más cordial del año. Y no era la primera vez que comían juntos la Pascua desde que estaban en compañía de aquel a quien amaban. Pero en este día, que era el último, y acaso la atroz verdad había por fin penetrado en sus espíritus obtusos: para esta cena, que era la última que los trece iban a gustar juntos; para esta Pascua, que era la última de Jesús y la última verdaderamente válida del viejo judaísmo — porque se iba a sellar un nuevo pacto para los hombres de todos los países —; para este banquete de fiesta, que es un recuerdo de vida y un aviso de muerte, los discípulos hicieron las humildes faenas serviles con una ternura nueva, con esa alegría tranquila y pensativa que casi mueve a las lágrimas. Al ponerse el sol, llegaron los otros diez con Jesús y se colocaron en torno a la mesa preparada. Todos estaban mudos, como apesadumbrados por presentimientos que les daba miedo hallar en los ojos de sus compañeros. Se recordaba la cena, casi fúnebre, en casa de Simón, el olor del nardo, la mujer y su llanto silencioso, las palabras de aquellos días, las advertencias reiteradas de la infamia y de la muerte, y las señales del odio que aumentaba en derredor suyo los indicios ya manifiestos de la conjura que estaba por salir de la sombra con sus antorchas. Pero dos de ellos — por razones opuestas — estaban más tristes, más impresionados que todos: los dos que no verían la noche siguiente. Los que iban a morir — Cristo y Judas — el vendido y el vendedor, el Hijo de Dios y el aborto de Satanás.

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Judas lo había estipulado ya todo; llevaba encima los treinta dineros, bien apretados para que no sonasen ¡no se los volverían a coger! Pero no estaba tranquilo. El enemigo había entrado en él, pero tal vez no había muerto del todo el amigo de Cristo. Verle allí, en medio de los suyos, sereno, pero con la expresión dolorida de quien es único en saber un secreto, en conocer un delito, una traición; verlo todavía libre, junto a quienes le aman, todavía vivo, con toda su sangre en las venas, bajo la delicada protección de la piel . . . Pero los compradores no querían esperar más; para aquella misma noche estaba concertada la entrega, y sólo a él se esperaba. Pero, ¿ y sí Jesús, que debía de estar enterado, lo denunciase a los Once? ¿Y si éstos, para salvar al Maestro, se le echasen encima, para atarlo, tal vez para matarlo? Empezaba a percatarse de que precipitar a Cristo a la muerte no bastaría para salvarse él de la muerte, tan temida y, sin embargo, tan próxima. Todos estos pensamientos entenebrecían cada vez más su tétrico rostro, y de cuando en cuando lo consternaban. Mientras los más diligentes andaban dando los últimos toques a los preparativos, él miraba de soslayo los ojos de Jesús — límpidos ojos velados apenas por la amorosa melancolía de la separación — como para leer en ellos la revocación de la muerte inminente. Jesús rompió el silencio. —He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros; porque os digo que ya no comeré ninguna otra, hasta que no se cumpla en el Reino de Dios. ¡En ninguna otra palabra de Cristo a sus amigos se había mostrado tanta fuerza de amor contenido como en ésta! Tanta nostalgia del día de la unión íntima, de la fiesta tan antigua, y, con todo, destinada a una renovación superior. Saben que los ama; pero, pobres corazones combatidos, cuánto, nunca lo han sabido con tanta agudeza como en esta noche. Esta cena, él lo sabe, es la pausa extrema de reposada dulzura antes de la muerte, y, con todo, la ha deseado "ardientemente", con ese ardor con que se desean las cosas más deseables, más largamente deseadas; con ese fervor del que algo conocen los apasionados, los que aman, los que combaten por la luz de una victoria, los que padecen por la alteza de un premio. Ha deseado ardientemente comer con ellos esta Pascua. Había celebrado otras; había comido con ellos mil veces, en los bancos de la barca, en las casas de los amigos, de los desconocidos, de los ricos, al borde de los caminos, en los prados de las montañas, a la sombra de las rocas y de las frondas. ¡Con todo, hacía mucho tiempo que deseaba ardientemente comer con ellos esta cena, que es la última! Los cielos de la Galilea feliz, los mansos vientos de la pasada primavera, el sol de la Pascua anterior, los ramos de pocos días ha: ¡quién se acuerda ahora de ellos! Ahora no piensa más que en sus primeros amigos, en sus últimos, que diezmará la traición, que desbandará el miedo, pero que están hasta este momento, alrededor de él, en la misma habitación, a la misma mesa, unidos por el mismo dolor que sobre ellos pesa, pero también por la luz de una certidumbre sobrenatural. Ha sufrido hasta este día, pero no por sí: por el deseo ardiente de esta hora nocturna en que ya se respira el triste aíre de los adioses. Y en aquella confesión de amor el rostro de Cristo, que dentro de poco será abofeteado, se ilumina con esa imperial tristeza que por modo tan extraño se parece a la alegría. 216

EL LAVATORIO DE PIES
En trance de ser separado de los que ama, quiere dar una prueba suprema de ese amor. Siempre los amó a todos, incluso a Judas; siempre los amó con un amor que excede a todo amor, con un amor tan sobreabundante que a veces no supieron contenerlo en sus pequeños corazones; tan grande era. Pero ahora, cuando está por dejarlos, todo el afecto que aun no ha dicho en palabras se deshace en un desbordamiento de melancólica ternura. En esta cena, donde ocupa el lugar de jefe de la familia, quiere ser para sus amigos más benigno que un padre y más humilde que un siervo. Es Rey y se humillará al oficio de los esclavos; es Maestro y se pondrá por debajo de los Discípulos; es Hijo de Dios y aceptará el papel del más despreciado de los hombres; es el Primero y se arrodillará ante los inferiores, como si fuese el Último. Muchas veces les ha dicho a ellos, soberbios y celosos, que el amo debe servir a sus siervos, que el Hijo del Hombre ha venido para servir, que los primeros deben ser como los últimos. Pero sus palabras no han llegado a ser todavía comprendidas por aquellas almas, que hasta aquel último día han disputado entre ellos acerca de prioridades y precedencias. El acto tiene más poder sobre los espíritus incultos que la palabra. Jesús se apresta a repetir, bajo la especie simbólica de un servicio humillante, una de sus enseñanzas capitales. "Se levantó de la mesa — refiere Juan —, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en la jofaina y comenzó a lavar los pies a los Discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido". Únicamente una madre o un esclavo hubieran podido hacer lo que hizo aquella noche Jesús. La madre, a sus hijos pequeños y a nadie más; el esclavo, a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor; el esclavo, resignado, por obediencia. Pero los Doce no son ni hijos ni amos de Jesús. Su doble filiación le eleva sobre todas las madres terrestres; Rey de un Reino futuro, pero más legítimo que todas las monarquías, es el Señor todavía no reconocido por todos los señores. Sin embargo, está satisfecho de lavar y secar aquellos veinticuatro pies callosos y malolientes, con tal de imbuir en los corazones remisos, todavía llenos de orgullo, la verdad que su boca ha dicho en vano durante tanto tiempo. El que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado. "Después que les hubo lavado los pies y puéstose su manto, se acomodó de nuevo a la mesa y les dijo: ¿Comprendéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Señor y Maestro: si yo, pues que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los píes uno a otro. Porque yo os he dado ejemplo, a fin de que vosotros hagáis también lo que yo he hecho. En verdad, en verdad os digo que el servidor no es más grande que su señor, ni el apóstol más grande que aquel que lo ha enviado. Pues que sabéis estas cosas, dichosos vosotros si las ponéis en práctica." 217

Porque Jesús no ha hecho sólo una advertencia de condescendiente humildad, sino dado un sublime ejemplo de amor. "Este es mí mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Ningún amor es más grande que el amor de aquel que da la vida por sus amigos, y vosotros sois mis amigos si hacéis las cosas que os mando." Pero en aquel acto, tan profundo en su aparente bajeza, había, además de un sentido de amor, otro de purificación. "El que se ha bañado — dice Jesús — no ha menester sino lavarse los pies; todo lo demás está completamente limpio; y también vosotros estáis limpios, pero no todos." Los Once tenían cierto derecho al beneficio del lavatorio. Durante semanas y meses aquellos pies habían andado los polvorientos, los fangosos, los sucios caminos de Judea, para seguir a Aquel que daba la vida. Y después de su muerte han de caminar, años y años, por caminos más largos, más desconocidos, en países de los cuales hoy no saben ni aun siquiera el nombre. Y el barro extranjero ensuciará, a través de las sandalias, los pies de quienes irán, como peregrinos y forasteros, a repetir el llamamiento del Crucificado.

TOMAD Y COMED
Aquellos trece hombres parecen reunidos para obedecer al antiguo rito convival que rememora la liberación de su pueblo de la miseria egipcia. Parecen, a primera vista, trece aldeanos observantes, que esperan ante la mesa blanca, que huele a cordero y a vino, la hora de una cena íntima y festiva. Pero únicamente en apariencia. Es, por lo contrario, una víspera de despedidas y separaciones. Dos de aquellos Trece — el que es Dios y el que tiene dentro de sí a Satanás — morirán, antes que sea noche otra vez, de muerte tremenda. Los otros se desperdigarán mañana, como los segadores al primer turbión de la granizada. Pero aquella cena, que es preparativo para un fin, es también maravilloso principio. La observancia de la pascua judaica está por transformarse, en medio de aquellos trece hebreos, en algo incomparablemente más alto y universal, en algo imposible de igualar, en algo inefable: en el gran Misterio Cristiano. La Pascua, para los Hebreos, no es más que la fiesta conmemorativa de la salida de Egipto. Aquella victoriosa evasión de la abyección de la dependencia, acompañada por tantos prodigios, guiada por el manifiesto patrocinio de Dios, no fue nunca olvidada por aquel pueblo que, sin embargo, debía sentir en el cuello el yugo de otras deportaciones. Para perenne recuerdo del precipitado Éxodo fue prescrita una festividad anual que tomó el nombre de Tránsito: Pesach, Pascua. Era una especie de banquete, que había de recordar la comida improvisada y presurosa de los fugitivos. Un cordero o un cabrito asado al fuego, es decir, del modo más simple y hacedero, y el pan sin levadura, porque no había tiempo de que fermentase la masa. Y había de comerse con el cíngulo puesto, las sandalias en los pies, los bastones en las manos y deprisa, como gente que está por salir de viaje. Las hierbas 218

amargas son las míseras verduras arrancadas del camino por los fugitivos para engañar el hambre de la interminable peregrinación. La salsa rojiza en que se moja el pan recuerda los ladrillos que los esclavos judíos habían de cocer para el Faraón. El vino es una añadidura: la alegría de la huida, la promesa de las viñas esperadas, la embriaguez del agradecimiento al Eterno. Jesús no trueca el orden del ágape milenario. Después de la oración hace pasar de mano en mano la copa del vino invocando el nombre de Dios. Luego, reparte a cada cual las hierbas amargas y llena, por segunda vez, la copa que, bebiendo de ella un sorbo cada uno, da la vuelta a la mesa. ¿Qué sabor tendrá aquel vino en la boca del traidor cuando Jesús, en el oprimente silencio, pronuncia las palabras de nostalgia y de esperanza que no son ya para Judas, sino para los que puedan subir al eterno banquete del Paraíso? — Tomad y bebed, porque en verdad os digo que no volveré a beber del jugo de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros en el Reino de Dios. Adiós doloroso, pero, al mismo tiempo, confirmación de una solemne promesa. Ante los ojos de los pobres apóstoles pasó la resplandeciente visión del inmenso festín celeste. No creían que hubiese que aguardar mucho tiempo. Después de la vendimia, ya próxima, pensaban, luego que el mosto ha cocido y se echa en las cubas el vino dulce, el Maestro volverá, como ha prometido, para invitarnos a las grandes bodas de la Tierra con el Cielo, al convite eterno. Somos hombres entrados en años, hombres ancianos, más que maduros, en cuanto hace a la edad: si el esposo tardase, ya no nos encontraría entre los vivos, y su promesa sería una irrisión para los que han creído. Y tranquilizados por esa esperanza de una reunión próxima y gloriosísima, entonan a coro, según es uso, los salmos de la primera acción de gracias. Es un canto de alabanza al Padre de Aquel que les está sirviendo. "Tiembla, oh tierra, en presencia del Señor, en presencia del Dios de Jacob, que convierte la roca en lago, la dura piedra en manantial . . . Él levanta al desgraciado del polvo, saca del estiércol al pobre, para darle un puesto entre los nobles, entre los nobles de su pueblo." ¡Con qué alegre persuasión entonan estas antiguas palabras, coloreadas, en aquel momento, de un sentido nuevo! También ellos son miserables y serán sacados del polvo de la miseria por mediación del Hijo de Dios; también ellos son pobres y él los sacará dentro de poco del barro de la mendicidad para hacerlos dueños de una riqueza inagotable. Entonces Jesús, que ve la insuficiencia de su conocimiento, toma los panes que hay sobre la mesa, los bendice, los parte, y en el acto de ofrecer un pedazo a cada cual, pone ante sus ojos la verdad: —Tomad, comed; este es mí cuerpo que por vosotros se da: haced esto en memoria mía.

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No volverá, pues, tan presto como creen. Tras de los breves días del retorno después de la Resurrección, su segundo advenimiento se retrasará tanto que podrían olvidarse de él y de su muerte. "Haced esto en memoria mía." La fracción del Pan, en la mesa común, entre los que esperan, será la señal de la nueva hermandad. Cada vez que partáis el Pan no sólo estaré presente entre vosotros, sino que por medio de él os uniréis íntimamente a mí. Como el pan que habéis comido en la cena será vuestro alimento hasta mañana, así este Pan que ahora os doy, que es mi propio cuerpo — mi cuerpo, que yo ofreceré por todos en la muerte — saciará vuestra hambre hasta el día en que se abran los graneros inacabables del Reino y seáis como ángeles bajo la mirada del Padre. No os dejo, pues, sólo un recuerdo: estaré presente, con una presencia misteriosa, pero real, en cada partícula de pan que sea consagrada, y este Pan será alimento necesario para las almas y de este modo quedaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Esta noche, entre tanto, comed estos panes sin levadura, estos panes amasados por mano del hombre, hechos de agua y de trigo; estos panes que sintieron el ardor del horno y que mis manos, no frías aún, han partido y que mi amor ha transmutado en mi carne, para que sea vuestro perenne alimento. En verdad que es muy dulce cosa comer el pan bueno con los amigos: la blanca miga del pan de harina, cubierto con la corteza tostada y crujiente. Muchas veces lo habéis mendigado conmigo, en casa de los pobres, y tendréis que mendigarlo en mi nombre durante toda la vida. Os darán las migajas sobrantes en el fondo del arca, los mendrugos mohosos que los perros rechazan, las cortezas que los niños y los viejos abandonaron, medio masculladas, en el hogar. Pero vosotros conocéis el cansancio, y las noches en ayunas, y el pálido rostro de la pobreza. Sois sanos, tenéis las mandíbulas fuertes de los masticadores de pan duro. No perderéis ánimos porque no se os invite a las mesas de los satisfechos. Pero, en verdad, es infinitamente más suave al corazón de quien os ama el transmutar el pan que procede de la dura tierra y del trabajo duro en su propio Cuerpo, cuerpo que será eternamente ofrecido por vosotros, en el Cuerpo que descenderá todos los días del cielo como vehículo de la gracia. Acordaos de la oración que os he enseñado: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Vuestro verdadero pan de hoy y de siempre es este pan: mi Cuerpo. El que dignamente coma mi cuerpo, que todas las mañanas, por innumerables siglos, se ofrecerá en bocados innumerables de pan transustanciado, nunca tendrá hambre. El que lo rechace no será saciado por toda la eternidad. Jesús llenó por tercera vez el cáliz y, ofreciéndoselo al más próximo, dijo: — Bebed de él todos, porque esta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, la cual es vertida en pro de muchos.

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Su sangre no ha caído todavía en la tierra, mezclada con sudor, bajo los Olivos, y no ha goteado aún de los clavos sobre la cima del Gólgota. Pero su deseo de dar vida con su vida, de comprar con su padecer todo el dolor del mundo, de entregarse por entero a quienes ama es de tal manera fuerte, que desde luego supone cumplida la inmolación cruenta y posible del donativo. Con sangre, que representa visiblemente la vida, el Dios de Abraham y de Jacob había establecido el pacto con el pueblo de su propiedad. Cuando Moisés hubo recibido la Ley mandó matar unos terneros y la mitad de su sangre recogió en vasijas y la otra derramó sobre el altar. “Entonces Moisés tomó aquella sangre y roció con ella al pueblo y dijo: he aquí la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros, sobre todas aquellas palabras." Pero después de un experimento de siglos Dios había anunciado, por boca de los Profetas, que el Antiguo Pacto iba a caducar y que otro era ya necesario. La sangre de los animales, esparcida sobre las cabezas tercas y sobre los rostros blasfemos, no tenía en sí misma virtud alguna. Otra sangre, de más alta y preciosa condición, se requería para el Nuevo Pacto — para el último pacto del Padre con la descendencia perjura. Con diversos modos había intentado inducir a los antiguos hacía la puerta estrecha de la salvación. La lluvia de fuego sobre Sodoma, el lavatorio en el agua del Diluvio, la esclavitud de Egipto, el hambre del Desierto los habían aterrado sin reformarlos. Ahora ha venido un libertador divino y al propio tiempo más humano que el antiguo capitán del Éxodo. Moisés liberta a un Pueblo, habla en lo alto del monte, anuncia una tierra prometida. Pero Jesús viene a salvar no sólo a su pueblo, sino a todos los pueblos, y no escribe la ley sobre piedra, sino en los corazones; su tierra prometida no es un país de pingües pastos y viñas de grandes racimos, sino un reino de santidad y de perenne alegría. Moisés mató a un hombre, y Jesús resucita a los muertos; Moisés cambió el agua en sangre y Jesús, después de haber cambiado el agua en vino en el banquete nupcial de Caná, cambia el vino en sangre, en su Sangre, en la melancólica cena de su desposorio con la muerte. Moisés muere, colmado de años y de gloria, en la cima solitaria, glorificado por su gente, y Jesús morirá joven, entre los insultos de aquellos a quienes ama. La sangre de los terneros, sangre impura de animales terrestres, de víctimas involuntarias e inferiores, ya no tiene eficacia alguna. El Nuevo Pacto es sellado esta noche con las palabras de aquel que ofrece, bajo la apariencia del vino, su propia Sangre. — Esta es mi sangre, la sangre del pacto, que es derramada por vosotros. No sólo para los Doce que allí están; ellos representan a sus ojos, toda la humanidad que vive en aquel tiempo y toda la que ha de nacer. La sangre que verterá mañana en la Colina del Calvario es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente, que se agrumará en la cruz en manchas que todas las lágrimas cristianas no podrán borrar nunca. Pero aquella sangre es, a la vez, figura de un alma que se ha ofrecido para hacer semejantes a sí las almas encerradas en los cuerpos de los hombres; que se ha prodigado a aquéllos que la han buscado y a los que la han rehuido; que ha padecido por los que la han amado y por los que la han maldecido. Este bautismo de sangre, que viene después del bautismo de agua de Juan, después del bautismo de lágrimas de la mujer de Betania, después del bautismo de 221

salivazos de Judíos y Romanos; este bautismo de sangre, que parece, por su rojez, el de fuego anunciado por el Profeta del Fuego, y que se mezclará a las lágrimas que las mujeres derramarán sobre el cadáver ensangrentado, es el misterio máximo que el traicionado enseña a sus traidores. Os he repartido bajo las apariencias del pan mi cuerpo, que mañana será quebrantado, y ahora os ofrezco mi sangre bajo las apariencias de este vino que bebo por última vez. Óptimo alimento es el pan de trigo, y excelente bebida el vino de la uva; pero el Pan y el Vino que os he dado esta noche saciarán vuestra hambre y vuestra sed, por virtud de mi sacrificio y del amor que me hace buscar la muerte y que reina aun más allá de la muerte. Ulises aconsejaba a Aquiles que hiciese dar a los Aqueos, antes de la batalla, "pan y vino, porque aquí están la fuerza y el valor." Para el griego la fuerza de los miembros está en el pan, y el valor homicida en el vino: ¡en el vino que embriaga a los hombres para que puedan destruir sin cansancio! El Pan que reparte Cristo no refuerza la carne, sino el alma, y su Vino da la divina embriaguez del amor, ese amor que el Apóstol llamará, con escándalo de los descendientes de Ulises, la locura de la cruz. También Judas ha mordido aquel pan y ha tragado aquel vino — ha gustado aquel Cuerpo del que ha hecho comercio, ha bebido aquella Sangre que él ayudará a derramar; pero no ha tenido fuerza bastante para confesar su infamia, para arrojarse al suelo, llorando, a los pies del que hubiera llorado con él. Entonces el único amigo que le queda a Judas le advierte: — Yo os digo en verdad que uno de vosotros me entregará. Los Once, que tendrán valor para dejarlo solo entre los esbirros de Caifás, pero que nunca hubieran pensado en venderlo por dinero, se estremecen. Y cada cual mira al otro a la cara con desconfianza, casi con terror de ver en el compañero la lividez acusadora. Y todos, uno tras otro, preguntan: — ¿Soy yo? ¿Soy acaso yo? También Judas, escondiendo bajo las apariencias del estupor ofendido su confusión creciente, consigue sacar un hilo de voz: — ¿Soy acaso yo, Maestro? Pero Jesús, que mañana no se defenderá, no quiere acusar tampoco y se contenta con repetir, con palabras más precisas, la dolorosa profecía — El que mete conmigo la mano en el plato, ése me traicionará. Y como todos seguían mirándole fijamente, suspensos en penosa duda, insiste por tercera vez: — La mano del que me traiciona está aquí sobre la mesa. 222

No añadió más. Pero, siguiendo hasta el fin el uso antiguo, llenó la copa por cuarta vez y la dio a todos para que bebiesen. Y de nuevo las trece voces se elevaron para cantar el himno, el gran Hallel que cerraba la liturgia pascual. Jesús repetía las fuertes palabras del salmista, que son como profética oración fúnebre antes de la sepultura: "El Eterno está a favor mío; no tengo miedo; ¿qué me pueden hacer los hombres? . . . Me habían rodeado como abejas; se han apagado como fuego de espinos. . . Yo no moriré, no; viviré. . . El Eterno me ha castigado severamente, pero no me ha entregado en poder de la muerte. ¡Abridme las puertas de la justicia para que pueda entrar y celebrar al Eterno! . . . La piedra rechazada por los constructores se ha convertido en piedra angular. Atad con cuerdas a la víctima y conducidla a los lados del altar. . . " La víctima estaba dispuesta y los habitantes de Jerusalén verían al día siguiente un altar nuevo, de pino y hierro. Pero los Discípulos, confusos y soñolientos, no entendieron, tal vez, ni las alusiones infaustas ni las triunfantes de los antiguos cánticos. Acabado el himno, salieron al punto de la habitación y de la casa. Judas, una vez fuera, desapareció en la noche. Los Once que quedaban siguieron, sin decir palabra, a Jesús que se dirigía, como otras noches, hacia el Monte de los Olivos.

ABBA, PADRE
Había allí arriba un huerto y un molino de aceite que le daba nombre: Getsemaní. En aquel lugar pasaban las noches Jesús y los suyos, ya porque, acostumbrados al aire libre y quieto de los campos, los olores y ruidos de la ciudad no les molestasen, ya porque temiesen ser presos a traición en medio de las casas de sus enemigos. Apenas llegados, Jesús le dijo a sus Discípulos: — Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Pero tan triste y afanoso estaba que no supo estar solo. Llamó a los tres que más amaba: Simón Pedro, Santiago y Juan. Y cuando estuvieron aparte de los otros, "comenzó a dar señales de tristeza y de angustia." — Mi alma está triste hasta la muerte; permaneced aquí y velad conmigo. Si le contestaron y qué le contestaron, nadie lo sabe. Pero no debieron de consolarle con las palabras que proceden del corazón cuando se sufre del sufrimiento del amado, porque se alejó también de ellos y se fue más lejos, solo, a orar. Hinca las rodillas en tierra, se inclina hasta tocar el rostro en el suelo y ora así:

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— Abba, Padre, toda cosa te es posible. Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz. Está solo, solo en la noche, solo en medio de los hombres, solo ante Dios y puede mostrar sin vergüenza su debilidad. Al cabo, es hombre también, hombre de carne y sangre, hombre que respira y se mueve y sabe que su muerte está próxima, que se va a parar la máquina de su cuerpo, que su carne será traspasada, que correrá su sangre por la tierra. Es la segunda tentación. Según la palabra del Evangelista, después que Satanás fue derrotado, en el Desierto, "se retiró de él por algún tiempo". Lo ha dejado hasta este instante. Ahora, en este nuevo Desierto, en esta tiniebla en que Jesús está solo, espantosamente solo, más solo que en el Desierto, donde las bestias feroces le servían — y ahora, por el contrario, las fieras doctas y disfrazadas le están cerca, pero para despedazarlo — en este Desierto consternado y nocturno, Satanás vuelve a acechar a su enemigo. La otra vez le prometía grandezas de reinos, victorias, prodigios; quería atraerlo hacia sí con el cebo del poderío. Ahora recurre a lo contrario: confía en su debilidad. El Cristo que comienza su vida pública, encendido en confiado amor, no se doblegó. Pero Satanás espera que el Cristo que está por morir, abandonado de los más queridos, traicionado por el discípulo, buscado por los enemigos, será vencido por el miedo, ya que no lo fue por la codicia. Jesús sabe que debe morir, que ha venido para morir, para dar la vida con su muerte, para confirmar con la muerte la verdad de la mayor vida anunciada; no ha hecho nada para no morir; ha aceptado voluntariamente morir por los suyos, por todos los hombres, por los que no le conocen, por los que le odian, por los que no han nacido; ha profetizado su muerte a los amigos, les ha dado una prueba de su muerte al darles su Cuerpo y su Sangre. ¿Cómo pues, pide al Padre que aleje el cáliz de su boca? Ha escrito sus palabras en el polvo de la plaza y las ha borrado al punto; las ha escrito en el corazón de unos pocos, pero sabe cuán delebles son las palabras esculpidas en los corazones de los hombres. Si su doctrina ha de quedar para siempre en la tierra, y de modo que no pueda olvidarse nunca, debe escribirla con sangre, porque sólo con la sangre de nuestras venas se pueden escribir las verdades sobre las páginas de la tierra, para que las pisadas de los hombres y las lluvias de los siglos no las decoloren. La cruz es, en cierto modo, la conclusión lógica del Sermón de la Montaña. El que trae el Amor es objeto de odio, y no se vence al odio más que aceptando la condena. El máximo bien, que es el Amor, será pagado por los hombres con el máximo mal que tienen a su disposición: el asesinato. Pero todo cuanto sabemos, por fe y revelación, de su divinidad, se rebela poderosamente contra la idea de que pueda haber sucumbido a la tentación. Si la muerte, conocida de antemano, le hubiese de veras aterrado, ¿no estaba todavía a tiempo de librarse? Sabía, de muchos días atrás, que querían prenderlo, y no le faltaba manera, aun en aquella noche, de escapar a los perros que estaban preparados para morderle. Bastaba con que, solo o con unos cuantos fieles, tomase el camino del Jordán y, atravesando la Perea, por caminos a trasmano, se acogiese a la Tetrarquía de Filipo, donde ya se había refugiado poco antes, para evitar la enemiga de Antipas. La policía judaica era tan escasa y primitiva que difícilmente lo habría alcanzado. Si se queda, quiere decir que no teme a la muerte ni a los horrores que la acompañarán. Considerado con la grosera lógica humana, aquello es un suicidio — divino suicidio por mano ajena, en nada semejante a aquellos de los héroes 224

antiguos, que recurrían a la espada de un amigo o de un esclavo. Había predicado la Verdad y únicamente faltaba ya, para que fuese perpetuamente recordada, asociarla a lo terrible de una muerte inolvidable. Y aquella sangre, como un licor estimulante, despertará por siempre también a los discípulos. Pero si el cáliz que Jesús quiso apartar de sí no es el terror de la muerte, ¿qué otra cosa puede ser? ¿La traición del discípulo a quien alimentó aquella noche con su Cuerpo y con su Sangre? ¿O la próxima negación del otro discípulo, en cuya fidelidad, después del grito de Cesarea, había grandes motivos para confiar? ¿O el abandono de todos los demás, que huirán como corderos asustados cuando el lobo ha arrebatado a la madre? ¿O el dolor de la negación, más vasta, del abandono de todo su pueblo, del pueblo que, después de haberlo aplaudido, ahora lo desprecia, ignorando que la sangre del que vino a salvarlo nunca será lavada de su frente? ¿O tal vez ha entrevisto, en la última oscuridad de aquella vigilia, la suerte que iba a corresponder a sus hijos más lejanos en el tiempo, los extravíos de muchos cristianos, las divisiones que surgirán entre ellos, las deserciones, los tormentos, los estragos, y, apenas llegada la hora del triunfo, la debilidad de algunos de los mismos que debieran guiar a las multitudes, los cismas funestos, los desmembramientos de la Iglesia, los delirios de la locura herética, la propagación de las sectas, las confusiones introducidas por los falsos profetas, las innovaciones de los reformistas rebeldes, las locuras perniciosas de los amontonadores de abismos, las simonías y disolución de algunos que le niegan con sus obras mientras le glorifican con gestos y palabras, las persecuciones de cristianos contra cristianos, el abandono de nuevos Fariseos y de nuevos Escribas que torcerán y traicionarán su enseñanza, la incomprensión de sus palabras cuando caigan en manos de los cavilosos, de los sutilizadores, de los visionarios, de los contadores de sílabas, pesadores de lo imponderable, divisores de lo inseparable, que destripan y desmenuzan, con prosopopeya doctoral, las cosas vivas con la presunción de resucitarlas? El cáliz, en suma, no sería el propio mal, sino el que los demás cometerán, los vivos y próximos y los no nacidos y lejanos. No pedirá, pues, al Padre, la conmutación de su muerte, sino que sean libres de los males que les amenazan, ahora y más tarde, los que creen en él. Su tristeza sería de amor y no de miedo. Pero acaso, nadie sabrá nunca el verdadero significado de las palabras que el Hijo dirige al Padre, en la soledad de los Olivos. Un gran cristiano de Francia ha llamado a la narración de esta noche el Misterio de Jesús. El Misterio de Judas es el mayor misterio humano del Evangelio; la Oración de Getsemaní es el más inescrutable misterio divino de la historia de Cristo.

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SUDOR Y SANGRE
Y cuando hubo orado se volvió atrás, para reunirse con los discípulos que acaso le esperaban. Pero los tres se habían dormido. Acurrucados en el suelo, envueltos como pudieron en sus mantos, Pedro, Santiago y Juan, los fieles, los elegidos, se habían dejado vencer por el sueño. Las oscuras aprensiones, las continuas emociones de los últimos días, la opresora melancolía de la cena, acompañada de palabras tan graves, de presentimientos tan luctuosas, los habían sumergido en aquel decaimiento, que más parece sopor que sueño. La voz del Maestro — ¿quién oirá dentro de sí el acento de aquella voz en el oscuro silencio siniestro? — los llama: — ¿No habéis sido capaces de velar conmigo ni una hora siquiera? Velad y orad para no caer en tentación porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil. ¿Oyeron, entre sueños, aquellas palabras? ¿Respondieron, avergonzados, llevándose las manos a sus enturbiados ojos, que ni aun la vaga luz de la noche soportaban? ¿Qué podían responder, en el sobresalto del despertar, al que ya no dormirá más? Jesús se aparta de nuevo, más angustiado que nunca. ¿Le acecha también a él aquella tentación contra la que ha puesto en guardia a los durmientes? ¿Va quizás a huir? ¿O a renegar de sí mismo, como renegarán de él los demás? ¿O a oponer violencia a violencia y hacer pagar la vida propia con la de otros? ¿O a pedir una vez más, con más insistente súplica, que el peligro sea apartado de su cabeza? Ahora Jesús está solo de nuevo, más solo que antes, en una soledad absoluta que parece la desolación del infinito. Hasta entonces podía creer que allí cerca velaban los amigos más amados. También ellos, en el colmo de la pena, le han abandonado con el alma antes de abandonarlo con el cuerpo. Le han dejado solo. No han sabido concederle ni la última gracia que pide, ellos que tanto han recibido. A cambio de su sangre y de su vida, de todas sus promesas, de todo su amor, una sola cosa les pide aquella noche: que resistan al sueño. Pero ni ese poco ha obtenido. Con todo, padece y combate en aquel momento, también por ellos, que duermen. Él, que se dio todo, no recibe nada. En esta noche de repulsas se rechaza toda demanda. Ni el Padre parece oírle ni le oyen los hombres. También Satanás se ha esfumado en la oscuridad que le pertenece, y Cristo está solo, tremendamente solo. Solo como suelen estarlo todos aquellos que sobre todos se elevan, que sufren en la oscuridad para dar luz a todos. Todo héroe es siempre, el único despierto en un mundo de dormidos, como el piloto que vela en la nave, en la soledad del mar y de la noche, mientras los compañeros descansan. Jesús es el más solo de estos perpetuos solitarios. Todos duermen en derredor suyo. Duerme la ciudad que dilata su blancura cortada por sombras más allá del Cedrón; y 226

duerme a aquella hora en todas las ciudades, en todas las casas del mundo, la ciega casta de los efímeros. Vela únicamente en aquella hora la mujer que espera la llamada del hombre, el ladrón apostado en la sombra con la mano en el mango del cuchillo; tal vez algún filosofastro que anda buscando si acaso no existirá Dios. Pero no duermen aquella noche los jefes de los judíos y sus esbirros. Los que deberían defender a Jesús, los que podrían, al menos, consolarle, los que dicen amarle y que, a su manera, de cuando en cuando le aman realmente, están aletargados. Pero no duermen los que le odian, los que quieren ofenderle y matarle. Caifás no duerme, y el único discípulo que vela en aquel momento es Judas. Y hasta que no llega Judas, su Maestro está solo, con su tristeza semejante a la muerte. Y para sentirse menos solo, vuelve a rogar a su Padre y acuden a sus labios de nuevo las palabras de imploración. En el conflicto que conmueve su ser — porque la voluntad acepta alegre lo que ha querido, mientras que la carne se estremece — el esfuerzo sobrehumano, le da por último la victoria. Tiembla, pero vence; está agotado, rendido, pero vence. El espíritu ha triunfado una vez más de la carne; pero el cuerpo es ya solamente como un tronco que sangra y se deshace. La tensión del extremo contraste ha violentado hasta las raíces su parte terrestre, y suda corno si hubiera realizado un trabajo insoportable. Suda por todas partes; pero no solamente con ese sudor que cae de las sienes del hombre que camina al sol o trabaja en el campo o delira con la fiebre. Sobre la hierba del Monte de los Olivos empieza a verter la sangre que ha prometido a los hombres, Gruesas gotas de sangre mezcladas al sudor caen sobre la tierra como una primera ofrenda de la carne sometida. Es el principio del triunfo definitivo, como desahogo y descanso de aquella humanidad suya, que es la mayor carga de su expiación. Entonces, de aquellos labios húmedos de lágrimas, húmedos de sudor, húmedos de sangre, brota la nueva oración — Padre mío, si no es posible que este cáliz se aparte de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. ¡No como yo quiero, sino como quieres tú! Se levanta del suelo, tranquilo, y vuelve con los discípulos De nada había valido el contristado reproche de Jesús, Extenuados por el sopor, se habían vuelto a dormir los tres. Pero esta vez Jesús no los llama — ha hallado un consuelo mayor del que pueden darle y se arroja al suelo otra vez para decir al Padre de nuevo las grandes palabras de la abnegación: — No como yo quiero, sino como quieres tú. Antes los hombres solían pedir a Dios que satisficiera sus deseos particulares a cambio de cánticos y ofrendas. Quiero la prosperidad — decía el orante —, quiero la salud, la fuerza, el florecimiento de los campos, la ruina de los enemigos. Pero he aquí que ha venido el Renovador y trueca aquella vulgar plegaria. No se haga, dice, lo que a mí me place, sino lo que te place a ti. "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo". Únicamente en la concordia entre la voluntad soberana del Padre y la voluntad subordinada del hombre, en la convergencia e identificación de las dos voluntades, está la bienaventuranza. ¿Qué importa, 227

pues, que la voluntad del Padre me entregue a los torturadores y me clave, como a bestia maldita y dañina, sobre dos trozos de madera? Si creo en el Padre, sé que me ama más de lo que yo pueda amarme y que conoce más de lo que yo pueda saber. No puede, pues querer más que mi bien, aunque ese bien sea, ante los ojos humanos, el más horrible de los males, y yo quiero mi verdadero bien si quiero lo que el Padre quiere. Si su aparente locura es infinitamente más cuerda que nuestra sabiduría, el martirio por él dispuesto será incomparablemente más benéfico que todo placer terrenal. Que los discípulos duerman, que todos los hombres duerman, Cristo no está solo. Está contento de padecer, contento de morir; en los tormentos de la agonía goza de la paz. Ahora puede prestar oído, casi con deseo, para escuchar, en el estupor de la noche, los pasos de Judas que ya sube. De pronto no siente más que el latido de su corazón, tanto más tranquilo cuanto que está más próxima la hora de la abominación. Pero después de un instante le llega el eco de pasos cautelosos que se acercan, y allá abajo, entre los arbustos que adornan el camino, rojos temblores de luz aparecen y desaparecen en la oscuridad. Son los servidores de los asesinos que suben detrás del Iscariote. Jesús se acerca a los discípulos que siguen durmiendo y los llama con voz firme; — He aquí que ha llegado la hora. Levantaos, vamos!; el que me traiciona se acerca. Los otros ocho, que dormían más lejos, se han despertado ya al ruido; pero no tienen tiempo de responder al Maestro, porque, según está hablando, llega la chusma y se detiene.

LA HORA DE LAS TINIEBLAS
Es la gentuza que murmura y bulle alrededor del Templo, asalariada por el Sanedrín: los más bajos parásitos del santuario, disfrazados de guerreros de cualquier manera; barrenderos y porteros que aquella noche han tomado la espada en vez de escobas y llaves. Eran muchos, "una gran turba", dicen los Evangelistas, aunque supiesen que iban sólo contra doce que tienen dos solas espadas. Los Profetas dan que temer, aun desarmados, a la chusma subalterna. Este ejército de ocasión ha subido con antorchas y linternas, como si se tratase de una fiesta nocturna. Los rostros pálidos de los Discípulos, la cara lívida de Judas, parecen temblar en la móvil rojez de los hachones. El semblante de Cristo, manchado de sangre coagulada, pero más resplandeciente que las luces, se ofrece al beso del Iscaríote. — Amigo, ¿ a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?

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Tú sabes lo que vienes a hacer, y sabes que aquel beso es el primer tormento y el más duro de soportar. Aquel beso es la señal para los esbirros que no conocen las facciones de Jesús — "aquél a quien yo bese, él es, cogedlo y llevároslo, asegurándolo bien", había dicho el comerciante de sangre, por el camino, a los galopines que lo seguían — pero aquel beso es, al mismo tiempo, una horrible mancha en aquella Boca que dijo, acá en el infierno de la tierra, las palabras más paradisíacas. Los salivazos, los moquetes, las bofetadas de la canalla judaica y de la soldadesca romana, y la esponja empapada en vinagre que tocará aquellos labios, son menos insoportables que aquel beso de una boca que le llamó amigo y maestro, que bebió en su vaso, que comió en su mismo plato. Hecha la señal, los más atrevidos se acercan al Maestro. — ¿A quién buscáis? — A Jesús Nazareno. —Yo soy. Y apenas hubo dicho "Yo soy", ya fuese por el timbre de la voz segura o por el relámpago de los divinos ojos, los perros se echan atrás, Pero Jesús piensa, aun en aquel momento, en la salvación de los suyos: — Os he dicho que soy yo; si me buscáis a mí, dejad, pues, marchar a éstos. En el mismo momento, aprovechando la confusión de los esbirros, Simón, recobrándose de pronto del sueño y del espanto, echa mano a una espada y corta una oreja a Malco, criado de Caifás. Pedro, aquella noche, es todo impulsos y contradicciones. Después de la cena había jurado que él, sucediese lo que sucediese, no dejaría a Jesús; luego, en el huerto, se duerme y no hay manera de tenerle despierto; ahora, de improviso y tardíamente, se convierte en defensor sanguinario; y un poco más tarde negará haber conocido a su Maestro. El acto intempestivo y absurdo de Simón es al punto rechazado por Cristo: — Vuelve tu espada a la vaina; porque todo el que hiere con la espada, perecerá por la espada. ¿Me negaré, acaso, a beber el cáliz que el Padre me ha dado? Y ofrece las manos a los verdugos más próximos, que se apresuran a atarlo con la cuerda que llevan. Mientras están ocupados en atarle, el prisionero les echa en cara su cobardía: — Habéis salido con espadas y con palos para prenderme, como si fuese un ladrón. Todos los días me sentaba en el Templo a enseñar y no me habéis echado mano; pero ésta es vuestra hora: el poder de las tinieblas.

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Él es la luz del mundo, y las tinieblas quieren apagarla. Pero únicamente podrán taparla, y por poco tiempo, como el sol, en un medio día de julio, se ve envuelto de pronto por los nubarrones foscos del temporal; pero de nuevo se enciende al cabo de una hora, más alto y refulgente. Los guardias, que tienen prisa de volver en triunfo a recibir la propina, no se dignan responder. Y se encaminan hacia la bajada, arrastrándolo por la cuerda como los carniceros llevan el cordero al matadero. "Entonces — confiesa Mateo — todos los discípulos le abandonaron y huyeron". El Maestro les había prohibido defenderle con la fuerza; en vez de herir con rayos a los enemigos, ofrecía las manos para que le atasen; Salvador de los otros, no quería librarse a sí mismo. ¿Qué hacer? Resolvieron desaparecer, no fuese que les tocase a ellos también el ser conducidos ante los poderosos a quienes el día antes soñaban con derrocar, pero que ahora, al resplandor de las luces y de las espadas, les parecían, en su imaginación deslumbrada, repentinamente formidables. Dos únicamente siguieron, si bien a distancia, al infame cortejo, y los encontraremos después en el patio de Caifás. Todo aquel ruido había despertado a un joven que dormía en la casa del molino. Curioso, como todos los jóvenes, no quiso perder tiempo en vestirse, y envuelto en una sábana salió a ver qué sucedía. Los esbirros, creyéndole un discípulo que no había tenido tiempo de escapar, lo atraparon; pero el joven, desembarazándose de la sábana, la dejó en sus manos y huyó desnudo. No se ha sabido nunca quién fuese este misterioso personaje que desaparece de pronto en la noche, como de pronto había aparecido. Tal vez el joven Marcos —único de los Evangelistas que cuenta el suceso —, y si fuera él podría pensarse que aquella noche nació en el ánimo del involuntario testigo del principio de la Pasión el primer impulso de ser, como fue, en efecto, su historiador.

ANAS
En poco tiempo el Reo fue conducido al palacio de Anás, donde habitaba también su yerno, el gran sacerdote Caifás. Aunque la noche iba ya de vencida y desde el día antes la pandilla había sido advertida de que se esperaba tener a buen recaudo al Nazareno por la mañana temprano, muchos de los jueces estaban en la cama y no era posible comenzar enseguida el proceso. La prisa de acabarlo todo aquella misma mañana, para no dar tiempo a que el pueblo se conmoviese, ni a que reflexionase Pilato, era muy grande en los jefes. Pero no sólo se dejan vencer del sueño los defensores de la justicia, sino también los hacedores de injusticia. Fueron enviados algunos guardias, que habían vuelto del Monte de los Olivos, a despertar a los principales de los Escribas y de los Ancianos, y entre tanto el viejo Anás, que no había dormido en toda la noche, quiso interrogar, por su cuenta, al profeta. Anás, hijo de Seth, había sido durante siete años sumo sacerdote y aun cuando depuesto, en el 14, a la elevación de Tiberio, seguía siendo el jefe real de la Asamblea judía. Saduceo, jefe de una de las más preponderantes y opulentas familias del patriciado sacerdotal, seguía disfrutando de la hegemonía en su casta por mediación de la persona de su yerno. Cinco 230

hijos suyos fueron, uno tras otro, sumos sacerdotes, y será uno de ellos, también Anás de nombre, quien mandará lapidar a Santiago, el pariente del Señor. Jesús es llevado ante él. Por primera vez el antiguo carpintero de Nazareth se encuentra frente a frente con el príncipe religioso de su pueblo, con su mayor y más encarnizado enemigo. Hasta entonces se ha encontrado en el Templo con subalternos y gregales, Escribas y Fariseos; ahora está ante el cabecilla, como acusado y no como acusador. Es el primer interrogatorio del día. Cuatro autoridades le interrogarán en el transcurso de pocas horas: dos poderosos del Templo, Anás y Caifás, y dos poderosos de la Tierra, Antipas y Pilato. Con la primera demanda Anás quiere saber de Jesús quiénes son sus discípulos. Al antiguo sacerdote político, que no da importancia como todos los Saduceos, a las esperanzas mesiánicas, le interesa conocer quiénes son los que siguen al nuevo profeta, y en qué medio han sido reclutados, para ver hasta qué punto se ha extendido la nueva Religión. Pero Jesús le mira sin responderle. ¿Cómo ha podido pensar el revendedor de palomas que Jesús pueda traicionar a quienes le han traicionado? Entonces le pregunta en qué consiste su enseñanza. Jesús le contesta que no es a él a quien le toca responder: — Yo he hablado abiertamente al mundo; he enseñado siempre en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen todos los Judíos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído: ellos saben lo que he dicho. Es la verdad: Jesús no es un esotérico; aunque haya dicho alguna vez a sus discípulos palabras que no ha repetido por las plazas, los ha exhortado, sin embargo, a predicar públicamente lo que les ha dicho en sus casas. Pero Anás debió de poner mala cara ante una respuesta que implicaba la suposición de un juicio justo, porque uno de los guardias que estaba junto al acusado le dio un bofetón y dijo: — ¿Así respondes al sumo sacerdote? La bofetada del fámulo es el principio de las injurias que acompañarán a Cristo hasta la Cruz. Pero el ofendido, con la mejilla enrojecida por aquellas sucias huellas, se vuelve al abofeteador: — Si he hablado mal, di qué he dicho de malo; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas? El malandrín, confuso por tanta mansedumbre, no sabe replicar. Anás empieza a entrever que el Galileo no es un aventurero adocenado, con lo que le aumenta el deseo de quitarlo de en medio. Viendo, con todo, que no consigue averiguar nada, se lo manda atado a Caifás para que se dé luego principio a la ficción del juicio regular.

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EL CANTO DEL GALLO
Dos tan sólo, de los once fugitivos, se habían arrepentido de su cobardía y habían seguido de lejos, temblorosos en la sombra de los muros, a las ondulantes antorchas que acompañaban a Cristo a la cueva de los fratricidas: Simón de Jonás y Juan de Zebedeo. Juan, que no era una cara nueva para los familiares de Caifás, entró en el patio del palacio casi al mismo tiempo que Jesús; pero Simón — más vergonzoso o miedoso — no quiso entrar y permaneció, en pie, a la puerta. Entonces, Juan, después de un instante, no viendo a su compañero y deseando, tal vez, tenerlo al lado para consuelo o defensa, salió, y convenciendo a la desconfiada portera, le hizo entrar a su vez. Pero al pasar el umbral, la mujer le reconoció: — ¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre a quien han prendido? Pero Pedro se mostró ofendido: — No comprendo lo que quieres decir. No le conozco. Y junto con Juan se sentó en torno a un brasero que los criados habían encendido en el patio, porque la noche, no obstante ser de abril, era fría. Pero la mujer no se dio por vencida, y acercándose al fuego y mirándole bien: — Tú también — dijo — estabas con Jesús Nazareno. Y él, de nuevo, negó con juramento. — Te digo que no le conozco. La portera se volvíó, torciendo la cabeza, a la puerta; pero los hombres, desconfiando de aquellas calurosas negativas, se fijaron más y decían: — Tú debes de ser de esos también, porque tu habla te descubre. Entonces Simón comenzó a jurar y perjurar que no le conocía; pero otro, pariente de aquel Malco a quien había cortado una oreja, puso término a la disputa con su testimonio: — ¿Pues qué, no te he visto en el huerto con él? Pero Pedro, enredándose más y más en sus mentiras, empezó a protestar diciendo que lo confundían con otro y que no era de los amigos de aquel Hombre. En tal momento, Jesús, atado entre los guardias, atravesaba el patio, después del coloquio con Anás, para ir a la otra parte, donde estaba Caífás, y oyó las palabras de Símon y le miró. Un momento tan sólo fijó sus ojos en él — aquellos ojos en los cuales el que ahora 232

renegaba había sabido descubrir un día el resplandor de la divinidad —; un momento tan sólo le miró con aquellos ojos, más irresistibles en la dulzura que en el enojo. Y aquella mirada hirió para siempre el pobre corazón convulso del pescador, y hasta la muerte no pudo olvidar aquellas pupilas suaves y dolorosas posadas sobre él en aquella noche de sobresaltos; aquellos ojos que dijeron en un relámpago más cosas y más conmovedoras que las que pudieran decir mil palabras. — ¿También tú, que has sido el primero, en el que más he confiado, el más duro, pero el más inflamable; el más ignorante, pero el más ferviente; también tú, Simón, el mismo que proclamaste cerca de Cesarea mi verdadero nombre; también tú que conoces todas mis palabras y que tantas veces me has besado con esa misma boca que dice que no me conoce; también tú, Simón Piedra, hijo de Jonás, reniegas de mí ante los que se disponen a matarme? Tenía razón aquel día en llamarte escándalo y reprocharte el que no pensabas según Dios, sino según los hombres. Tú podías, al menos, desaparecer, como han hecho los demás, sí no te sentías con fuerzas para beber conmigo el cáliz de infamia que tantas veces te describí. Huye, que yo no te vea más hasta el día en que esté verdaderamente libre, y tú verdaderamente rehecho en la fe. Si tienes miedo por tu vida, ¿por qué estás aquí?; si no tienes miedo, ¿por qué me repudias? Judas, al menos en el último momento, ha sido más sincero que tú; ha ido con mis enemigos, pero no ha negado que me conociese. Simón, Simón: te había dicho que me dejarías como los demás; pero ahora eres más cruel que los demás. Te he perdonado ya en mí corazón; perdono a quienes me hacen morir, y te perdono a ti también y te amo como te he amado siempre; pero ¿podrás tú perdonarte a ti mismo? Simón, bajo el peso de aquella mirada, había bajado la cabeza, y el corazón le latía dentro del pecho como un encarcelado furibundo, y no habría podido pronunciar otro no. Un escozor insoportable le quemaba el rostro descompuesto como si en vez del brasero tuviese cerca la boca del infierno. El remordimiento y el dolor 1e hacían desfallecer; una angustia intolerable lo deshacía; le parecía como si de pronto se helase y de repente se consumiera en llamas. Había dicho un minuto antes que no conocía a Jesús; pero ahora le parecía conocerlo en verdad, por vez primera en aquel momento, como si aquellos ojos le hubieran traspasado con el fulgor de una espada de arcángel. Consiguió levantarse con trabajo, y se dirigió, tambaleándose, a la puerta. Apenas afuera, en la taciturna soledad del crepúsculo, cantó un gallo lejano. Aquel canto risueño y gozoso fue para Simón como el grito que despierta de pronto al adormecido bajo una pesadilla. Como el recuerdo imprevisto de palabras oídas en otro tiempo, como el regreso a la casa de la infancia, al huerto mañanero, tendido entre el lago y la campiña; como una voz hace mucho tiempo olvidada, que ilumina una vida cual un relámpago en la noche. Entonces pudo verse, en la incierta luz de la alborada, a un hombre que iba caminando como un borracho, escondida la cabeza entre el manto, sacudidas las espaldas por los sollozos de un llanto inconsolable. Llora, Simón, ahora que Dios te concede la gracia de llorar. Llora por ti y sobre Él, llora por tu hermano traidor, llora por tus hermanos fugitivos, llora por la muerte de quien muere también por tu pobre alma, llora por todos aquellos que vendrán después de ti y harán lo que tú, y renegarán de su libertador, y no pagarán el rescate con precio de arrepentimiento. Llora por todos los apóstatas, por todos los renegados, por todos los que dirán, como tú, "yo 233

no soy de los suyos" ¿Quién hay de nosotros que no haya hecho, al menos una vez, lo que Simón? ¿Cuántos de nosotros, nacidos en la Iglesia de Cristo, después de haber invocado con los labios infantiles su nombre y haber doblado la rodilla ante su rostro manchado de sangre, no hemos dicho, por miedo a una sonrisa: Nunca le he conocido? Al menos tú, desventurado Simón, aunque seas Piedra, viertes todas las lágrimas de tus ojos y escondes tu rostro desfigurado. Y no pasarán muchos días sin que el Resucitado te bese otra vez, porque el llanto del arrepentimiento ha lavado tu boca perjura.

LA TUNICA SAGRADA
El verdadero nombre de Caifás es José. Caifás es sobrenombre y es la misma palabra que Cefas, sobrenombre de Simón — esto es, Piedra. Entre estas dos Piedras está cogido, en aquel amanecer de viernes, el Hijo del Hombre. Simón Piedra representa a los amigos medrosos que no saben librarlo; José Piedra, a los enemigos que a toda costa le quieren perder. Entre la negación de Simón y el odio de José; entre el jefe de la Sinagoga moribunda y el jefe de la Iglesia que va a nacer; entre esas dos piedras, Jesús es como el grano de vida entre dos piedras de molino. El Sanedrín está ya reunido y le espera. Están, con Anás y Caifás, que lo presiden, Juan, Alejandro y toda la espuma humeante de las clases altas. Estaba compuesto, regularmente, por veintitrés sacerdotes, veintitrés Escribas, veintitrés Ancianos y dos presidentes: setenta y uno en total, tantos como los discípulos de Jesús, sobre poco más o menos. Pero algunos faltaban aquel día: aquellos en los cuales podía más el temor a los tumultos que la indignación contra el acusado; aquellos pocos que no levantarían el dedo para condenarlo, pero tampoco para disculparlo abiertamente: entre ellos, ciertamente, Nicodemus, el discípulo nocturno, y José de Arimatea, el piadoso sepulturero. Pero con los presentes bastaba para ratificar con canallesca máscara de legalidad el decreto de homicidio escrito ya en sus corazones. [1] A los delegados del Templo, de la Escuela y de la Banca se les hacían mil años la espera del momento de firmar, cada cual por su motivo, la sentencia de venganza. La gran sala del Consejo, llena ya de gente, daba la impresión de un cubil de espectros. Se anunciaba tímidamente el nuevo día: las llamas anaranjadas de las antorchas lengüeteaban, apenas visibles, entre las blanquecinas claridades del alba. En aquella siniestra semioscuridad esperaban los jueces: viejos, rechonchos, narigudos, displicentes, envueltos en sus blancos mantos, cubierta la cabeza con un paño, las barbas acariciadas y reverendas, los ojos retadores, sentados en semicírculo, parecían un concilio de brujos esperando un banquete vivo. El resto de la sala estaba ocupado por los clientes de la camarilla, sentados, por los guardias, con sus bastones en mano; por la baja servidumbre de la casa. Pero el ambiente era denso y pesado, como sino hubiese allí únicamente alientos de vivos. Jesús, con la cuerda anudada a los pulsos, fue empujado al centro del cubil como se empujaba al condenado a las bestias en los anfiteatros imperiales. Anás, un poco herido por 234

la primera respuesta del acusado, había reunido a toda prisa, entre la gentuza allí presente, algunos testigos falsos para desbaratar, si fuese menester, toda eventual contestación y defensa. El simulacro de juicio empezó con el llamamiento de estos papagayos amaestrados. Se adelantaron dos que juraron haberle oído decir estas palabras: — Puedo destruir este Templo, construido por mano de hombre, y en tres días reedificaré otro que no será hecho por mano de hombre. La acusación, para aquellos tiempos y aquella audiencia, era gravísima: de sacrilegio y blasfemia. Porque el Templo de Jerusalén, en el pensamiento de sus parásitos, era el domicilio único e intangible del Señor, y amenazar al Templo era reputado por ofensa a su verdadero dueño, al dueño de todos los Judíos. Pero Jesús no había dicho nunca aquellas palabras; o a lo menos, no en aquella forma ni con tal significado. Había, sí, anunciado que del Templo no quedaría piedra sobre piedra, pero no por obra suya. Y la referencia al templo no hecho por el hombre y rehecho en tres días formaba parte de otro discurso, en el que había hablado figuradamente de su Resurrección. Así es que los falsos testigos no lograban ponerse de acuerdo sobre aquellas palabras confusa y maliciosamente referidas y discutían entre sí; de suerte que hubiera bastado una réplica de Jesús para confundirlos y dejarlos pegados a la pared. Pero Jesús callaba. El Gran Sacerdote no podía soportar aquel silencio y, puesto en pie, gritó: — ¿No contestas nada a lo que afirman éstos contra ti? Pero Jesús no respondió nada. Los silencios de Jesús están de tal manera llenos de sobrenatural elocuencia que tienen la virtud de irritar a sus jueces. Ha callado a la primera demanda de Anás, calla ahora al primer apóstrofe de Caifás y callará ante Antipas y ante Pilato. Las cosas que podría decir las ha dicho mil veces; otras que pudiera responder no las comprenderían o servirían de nuevos pretextos para morderle. Jesús no habla, pero mira en derredor, con sus grandes ojos serenos, los rostros anhelantes y convulsos de los asesinos y juzga para la eternidad a aquellos fantasmas de jueces. En un instante, cada cual es sopesado y condenado por aquella mirada que va derecha al alma. ¿Son, pues, dignas de escuchar sus palabras aquellas almas corrompidas e infectas, aquellas almas viles e innobles? ¿Llegará nunca, por un increíble prodigio de humillación, rebajarse hasta el punto de justificarse ante ellos? Lo podría hacer el hijo de la partera, el obtuso discípulo y rival de los sofistas. [2] A los jueces de Atenas podía declamarles el septuagenario discutidor que durante tantos años había fastidiado a los desocupados del ágora, un bellísimo y bien repartido discurso apologético, que de las regiones intrincadas de la dialéctica descendía poco a poco a las cavilaciones curialescas. El viejo ironista, que se había propuesto una reforma del arte de pensar más bien que de la manera de vivir, tanto que no había desdeñado el prestar con usura, y no bastándole Xantípa, había tenido dos hijos con la concubina Mirto, y le gustaba acariciar, más de lo conveniente, a los jovenzuelos bien formados. Estaba, sí, dispuesto a 235

morir y supo morir con entereza; pero en el fondo hubiera preferido bajar al sepulcro por el camino más natural. Tan es así, que al fin de su especiosa memoria de defensa intentó aplacar a los jueces recordando su vejez —"Es inútil que me matéis; he de morir pronto lo mismo" —, y ofreció pagar treinta minas de multa para que le pusiesen en libertad. Pero Cristo — a quien tantos Pilatos póstumos, con intento de rebajarle, han querido parangonar con Sócrates — no tiene nada de sofista ni de abogado y desdeña, como el ángel de Dante, los "argumentos humanos —, responde con el silencio, y si se ve obligado a contestar, habla cándida y brevemente. Caifás, irritado por aquella taciturnidad que juzga irrespetuosa, halla, por fin, la manera de hacerle hablar. — ¡Te conjuro; por Dios vivo, que nos digas si eres de veras el Cristo, el Hijo de Dios vivo! Mientras le examinaban con el acostumbrado procedimiento insidioso, acumulándole falsedades, o preguntándole verdades de todos sabidas, Jesús no dice palabra. Pero la invocación al Dios Vivo, aun en la boca infame del Gran Sacerdote, es decisiva. Al Dios que vive, al Dios que vivirá eternamente y vive en todos nosotros y está presente aun en aquella caverna de infames, no puede negarse Jesús. Con todo, como que vacila un momento, antes de cegar a aquellos tuertos con el resplandor de su formidable secreto. — Aunque os lo dijera no me creeríais, y si os hiciese alguna pregunta, no me responderíais. Ahora ya no es Caifás únicamente el que pregunta, sino que, concitados todos, se alzan y gritan, tendiendo hacia él sus uñas afiladas: — ¿Eres, pues, el Hijo de Dios? Jesús no puede negar, como ha hecho Simón, la irrecusable certidumbre que es razón de toda su vida y de su muerte. Tiene una responsabilidad para con su pueblo y para con todos los pueblos. Responsable es el que puede responder, el que sabe responder, el que finalmente, llamado cara a cara, responde. Pero quiere, como en Cesarea de Filipo, que sean los demás quienes proclamen su nombre verdadero, y cuando lo dicen, no lo rechaza, aunque la muerte sea la pena de tal confirmación. — Vosotros mismos lo habéis dicho. Además, os digo que un día veréis al Hijo del Hombre estar sentado a la diestra del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo. Con sus mismos labios ha pronunciado su sentencia. La jauría rabiosa que le rodea tiene en la boca la baba del júbilo y de la cólera. Ha proclamado ante los asesinos lo que había confesado secretamente a sus más amantes amigos. Si le han traicionado, no se ha traicionado a sí mismo ni ha traicionado a su Padre. Ahora puede apurar ya el cáliz hasta las heces: ha dicho cuanto tenía que decir. 236

Caifás triunfa. Fingiendo un horror que no experimenta — porque, como todos los Saduceos, no cree en el Reino Mesiánico ni se preocupa, por lo demás, sino de los honores y provechos del Templo — se rasga las vestiduras sacerdotales, gritando: —¡Ha blasfemado! ¡Ha blasfemado! ¿Qué menester hemos de más testigos? ¡Nosotros mismos lo hemos oído de su boca! ¿Qué decís? Y el cubil tumultuoso ladró a coro — Es reo de muerte. Todos, sin más examen y sin que nadie se levantase a contradecir, lo condenaron a muerte como blasfemo y falso profeta. La comedia jurídica ha terminado y las larvas enmascaradas se sienten libres de un peso insoportable. El Gran Sacerdotes ha rasgado su túnica y deja colgando sus jirones como señales gloriosas de una batalla ganada. No sabe que el mismo día se rasgará un paño más precioso que el que lleva, ni imagina que su actitud, miedosamente simbólica, es el reconocimiento de otra condena. El sacerdocio que le tiene por jefe está invalidado y abolido para siempre. Sus sucesores serán meras apariencias, sacerdotes espurios e ilegítimos, y de allí a pocos años también la suntuosa vestidura de mármol y piedra del santuario judaico será despedazada por la cólera romana.

LOS OJOS VENDADOS
Concluida, con la promesa de muerte, la comedia trágica representada por los amos, empieza la algazara de los subalternos, Mientras los cabecillas se retiran para aconsejarse de la manera de obtener la ratificación del Procurador y de llevar a cabo por modo expedito la sentencia aquella misma mañana, Jesús es arrojado como pasto a la canalla presente en el palacio, igual que se arrojan las entrañas del animal muerto a la jauría que tomó parte en la caza. También a los malandrines que comen los residuos del Templo se les concede, en concepto de propina, el derecho a alguna diversión. El hombre bestia, cuando está seguro de su impunidad, no conoce mejor solaz que éste: desahogarse contra el inerme, y con mayor gusto cuando el inerme es inocente. El natural fiero, adormilado, pero no domado, que hay en el fondo de cada cual, surge imprudente y rechinante: el rostro se convierte en hocico, los dientes en agudos colmillos, las manos en garras; y la voz no sale ya en armonías articuladas, sino como rebuzno o rugido. Si brilla una gota de sangre, todos quieren lamerla; no hay entonces licor más embriagador que la sangre, ni mosto más confortante ni más hermoso a la vista, tan bermejo como es, que el agua de Pilato. 237

Pero la tigrería desatraillada toma con facilidad las formas del juego; también los tigres juguetean; también los niños, en cuanto son capaces con sus pequeñas fuerzas, tigrean. Los captores, esperando que el extranjero dé el visto bueno para la muerte del más inocente de sus hermanos, quieren dar a la víctima un jocoso anticipo del suplicio. Se divierten. Se les da permiso para jugar con su Rey; para divertirse con su Dios. Se lo creen bien merecido. En vela toda la noche —y la noche ha sido fría — luego, la caminata hasta el Alto de los Olivos, con temor de una resistencia, temor no del todo vano, puesto que uno de ellos ya ha dejado una oreja; luego, la espera hasta la mañana: un trabajo extraordinario, precisamente en aquellos días de fiesta, en que la Ciudad y el Templo se llenan de forasteros y hay tanto que hacer para todos. Mas no saben por dónde empezar. Está atado, sus amigos han desaparecido; pero aquel hombre que los mira con unos ojos como hasta entonces no han encontrado nunca, con una mirada fija que parece más allá de las cosas, y que, no obstante, les llega dentro como el rayo de un sol penetrante; aquel hombre atado, extenuado, con el rostro bañado por un nuevo sudor que deshace las gotas de la sangre coagulada en las mejillas; aquel hombre desvalido; aquel provinciano sin protectores ni defensores, condenado a muerte por el más alto tribunal de la gente judía; aquel harapo con forma humana, destinado a la cruz de los esclavos y los ladrones; aquel juguete que los poderosos han entregado a sus lacayos como un muñeco de saturnal; aquel hombre que no habla, no gime, no llora, sino que les mira como si tuviese compasión de ellos, como un padre puede mirar a un hijo enfermo, como un amigo mira al amigo delirante; aquel hombre, ludibrio de todos, infunde en sus almas de tunantes un misterioso respeto. Pero uno de los Escribas o de los Ancianos dio el ejemplo, y acercándose a Jesús, le escupió en la cara. Harto preocupado de su limpieza ritual, no quería contaminar sus manos lavadas, preparadas para la Pascua, tocando a un hombre, a quien ya se podía considerar impuro como un cadáver: tan próximo a la muerte estaba. Pero queda la saliva. ¿Qué es la saliva? Desecho del cuerpo, desprecio materializado en un líquido. Y sobre el rostro iluminado por el sol virgen de la mañana y por la divinidad; sobre el rostro transfigurado por la luz del sol y por la luz del amor; sobre el áureo rostro de Cristo, los salivazos de los Judíos cubrieron la primera sangre de la Pasión. Pero la chusma de criados y de esbirros no se contenta con los salivazos ni tiene miedo a ensuciarse las manos. El ejemplo de los principales ha vencido también el respeto a la mirada fraternal y doliente del Sentenciado. Los guardias que están más cerca de él le abofetean; los que no pueden llegarle a la cara, le dan puñetazos y empujones, y las palabras que profieren las bocas de aquellos feroces insensatos hieren más que los golpes. El rostro que fue blanco como flor de espino y refulgente como el oro del sol se empaña con la lividez amoratada de los golpes. El cuerpo gentil y hermoso, empujado de una y otra parte, se tambalea en aquella oleada tumultuosa. A los que vomitan sobre él las heces de sus pechos pervertidos, Jesús no les dice palabra. Había respondido al guardia que le abofeteó en presencia de Anás; a estos bellacos desencadenados no tiene nada que decirles. Pero uno de ellos coge un trapo sucio, tapa con él el rostro sanguinolento y abofeteado, anudando atrás las puntas y apartándose. 238

—Vamos a jugar a la gallina ciega. — dice — Veremos si acierta quién le pega. El rostro está velado. ¿Hubo en aquel acto de aquel bribón una compasión inconsciente, pues que le evita, al menos, la vista de sus feroces hermanos? ¿O les era insoportable aquella mirada de amor doliente? Los crueles aniñados se disponen en corro, y ora el uno, ora el otro, le tiran del borde de la túnica, le dan un puñetazo en la espalda, un golpe en el dorso, un palo en la cabeza. —¡Oh, Cristo! ¡Profetízanos quién te ha pegado! ¿Por qué no responde? ¿No ha profetizado — exclaman — la ruina del Templo, guerras y terremotos, la ascensión del Hijo del Hombre a las nubes y tantas otras patrañas? ¿Pues cómo no adivina un nombre tan fácil, una persona tan próxima? ¿Qué profeta es éste? ¿Ha perdido de pronto toda su virtud, o no la ha tenida nunca? A esos pobres galíleos rústicos ha podido embaucarlos con sus historias; pero aquí estamos en Jerusalén, que lo que es de profetas algo entiende, y, cuando no andan a derechas, los mata." Y otras muchas cosas — refiere Lucas — decían contra él, blasfemando. Pero Caifás y los otros tienen prisa y piensan que la jauría servil se ha divertido ya bastante. Hay que llevar a Cristo ante Pilato para que éste dé su visto bueno a la sentencia: el Sanedrín puede juzgar; pero desde que la Judea está bajo los Romanos, no tiene ya el jus gladii. Y los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos, seguidos por los guardias que llevan a Jesús atado, y por la horda vociferante que aumenta a lo largo del camino, se dirigen hacia el palacio del Procurador [3].

PONCIO PILATO
Desde el 26 era Procurador, en nombre de Tiberio César, Poncio Pilato, ignorado de los historiadores antes de su llegada a Judea. Si Pilatus viene de Pileatus, puede suponerse que fuera liberto o descendiente de liberto, porque el píleo era el gorro de los esclavos libertados. Hacía pocos años que estaba allí, pero bastantes para haberse ganado el odio aspérrimo de sus gobernados. Es verdad que todo cuanto sabemos de él nos es referido casi únicamente por Judíos, es decir, por enemigos declarados, pero parece que al fin llegó a cansar a sus mismos amos, porque en el 36 el legado de Siria, Lucio Vitelio, le mandó a Roma a disculparse ante Tiberio. El emperador murió antes que Pilato llegase a la metrópoli; pero, según una antigua tradición, fue desterrado por Calígula a las Galias, donde se suicidó. El odio de los judíos contra él había nacido del profundo desprecio que mostró desde un principio por aquel pueblo indócil e intratable, que a Pilato, educado en las ideas de Roma, debió de parecerle un nidal de víboras, estirpe sucia e inferior, digna apenas de ser domada 239

con el palo de los mercenarios. Imaginémonos a un Virrey inglés de la India, suscrito al Times, lector de Stuart Mill o de Shaw, que tiene en su biblioteca a Byron y a Swinburne, admirador de las "magníficas suertes progresivas", destinado a administrar a un pueblo andrajoso, sofístico, hambriento y turbulento, teniendo que habérselas con una selva de castas, de mitologías, de supersticiones que él detesta en su interior, desde lo alto de su dignidad de hombre blanco, de europeo, de británico y de liberal. Pilato, como de sus preguntas a Jesús aparece, es uno de aquellos escépticos del romanismo decadente, infestados de pirronismo y devotos de Epicuro, un enciclopedista del helenismo, que ni creía en los dioses de la patria, ni se imaginaba que existiese un Dios verdadero, ni mucho menos que se pudiese hallar entre aquella plebe piojosa y andrajosa, en medio de aquel sacerdocio faccioso y receloso, en aquella religión que quizás a él se le antojaba mezcolanza bárbara de oráculos sirios y caldeos. La única fe que le quedaba, o que aparentaba tener por razón de oficio, era la nueva religión romana, cívica y política como la republicana, pero centralizada por entero en el culto del emperador. Su primer conflicto con los judíos nació precisamente de esa religión. Al cambiarse la guarnición de Jerusalén, ordenó que los soldados entrasen de noche en la ciudad sin quitar de sus insignias las imágenes de plata del César. A la mañana siguiente, apenas los Judíos se dieron cuenta, fue muy grande el horror y el tumulto: era la primera vez que los Romanos faltaban al respeto exterior que habían guardado siempre a la religión de sus súbditos palestinos. Las imágenes del César divinizado, ostentadas junto al Templo, eran para ellos una provocación idolátrica, el principio de la abominación de la desolación. Todo el país se conmovió; se envió una diputación a Cesarea para que Pilato las mandase quitar; durante cinco días estuvieron, día y noche, en torno suyo con ruegos y súplicas. Finalmente, el Procurador, para librarse de aquel fastidio, los convocó en el anfiteatro, y a traición los mandó rodear de soldados con las espadas desnudas, prometiendo que ni uno siquiera escaparía si no cejaban en su actitud. Pero los Judíos, en vez de pedir clemencia, ofrecieron el cuello a las espadas, y Pilato, vencido por aquel tesón heroico, dio orden de que volviesen las enseñas a Cesarea. Pero si esta condescendencia no aplacó el odio de los Judíos hacia el nuevo Procurador, aumentó en Pilato el desprecio y el deseo del desquite. Poco tiempo después introdujo en el palacio de Herodes — donde residía cuando estaba en Jerusalén — unas tablas votivas dedicadas al Emperador. Mas los sacerdotes se enteraron y de nuevo el pueblo se consternó y se irritó. Le pidieron que al punto desistiese de aquella ostentación de idolatría, amenazándole con recurrir a César y referirle las vejaciones y crueldades cometidas por él hasta entonces. Pilato tampoco se doblegó esta vez. Los Judíos apelaron a Tiberio, el cual respondió que se devolviesen las tablillas a Cesarea. Por dos veces había sido vencido Pilato; pero a la tercera se salió con la suya. Procedente de la ciudad de las termas y de los acueductos, amigo, como todos saben, de los lavatorios, se dio cuenta de que en Jerusalén faltaba el agua y pensó en mandar construir una hermosa cisterna y un acueducto de varias millas de longitud. El trabajo era costoso, y para pagarlo, usurpó una buena suma del tesoro del Templo. El tesoro era muy rico — porque todos los Judíos dispersos por el imperio acudían con las ofrendas y las mandaban de lejos cuando no podían ir en persona —; pero los sacerdotes denunciaron el sacrilegio, y el pueblo, azuzado por ellos, se conmovió de tal suerte que, al llegar Pilato para las fiestas de Pascua a Jerusalén, miles de hombres se amontonaron tumultuosamente en torno a su palacio. Mas esta vez distribuyó entre la multitud un gran número de soldados disfrazados que, en un 240

momento dado, empezaron a repartir palos entre los más exaltados; así que en poco tiempo todos huyeron y Pilato pudo proveerse de agua tranquilamente en la cisterna pagada con el dinero de los Hebreos y servirse de ella en sus diversas abluciones. [4] No había pasado mucho tiempo después de este conflicto, cuando aquellos mismos príncipes de los sacerdotes que por tres veces se habían levantado contra Pilato; aquellos mismos que habían intentado obtener su deposición; los mismos que le odiaban denodadamente, como Romano, como símbolo de la dominación extranjera y de su esclavitud, y más aun como persona como tal Poncio Pilato, como insidioso enemigo de su culto y rapaz de su dinero, recurrían a él para poder desahogar otro odio, más poderoso en aquel momento en sus corazones infectos, porque no había modo de llevar a cabo las sentencias de muerte si no eran ratificadas por el representante del César. En aquel alba del viernes, Poncio Pilato, todavía soñoliento y bostezante, los espera, envuelto en su toga, en el palacio de Herodes, mal dispuesto hacía aquellos voceadores fastidiosos que, con sus embrollos, le han obligado a levantarse antes de lo que acostumbra. La chusma de los acusadores y azuzadores desemboca, por fin, en la explanada que hay delante del Pretorio. Pero se detienen fuera, porque si entraran en una casa donde hay levadura y pan cocido con levadura estarían, contaminados para todo el día y no podrían comer la Pascua. ¡Creen que la sangre del inocente no mancha; pero la levadura, sí! Advertido Pilato, sale al umbral y pregunta de mal talante — ¿Qué acusación traéis contra este hombre? Aquellos que se adelantan son enemigos suyos, y aquel hombre, a lo que parece, es enemigo de ellos, y Pilato, instintivamente, se inclina en favor de él. No es que le tenga compasión — ¿no es también judío, como los demás, y pobre, por añadidura? —; pero si, por ventura, fuese inocente, no se allanará, en verdad, a satisfacer el capricho de aquella aborrecida gusanera. Caifás, molesto, respondió al punto: — Sí no fuese un malhechor no te lo hubiéramos traído aquí. Entonces Pilato, que no quiere gastar tiempo en querellas religiosas, y que no cree que se trate de un crimen capital, contesta secamente: — Pues cogedlo vosotros y juzgadlo conforme a vuestra ley. Apunta ya en estas palabras la veleidad de salvar al hombre aquél sin tomar partido ostensiblemente por él. Pero la concesión del Procurador, que en otro caso hubiera alegrado a Caifás y a los suyos, esta vez les sabe a remilgo, porque el Sanedrín no puede condenar sino a penas leves, mientras que ellos quieren a la sazón la más grave de todas y para ejecutarla no pueden prescindir del brazo romano. 241

— Tú sabes muy bien — replican — que no tenemos derecho a dar muerte a nadie. Pilato comprende al punto la sentencia que han pronunciado contra aquél que está ante él y quiere saber de qué delito se le acusa; lo que parece merecedor del último suplicio a estos rabiosos santurrones, podría ser culpa venial a los ojos de un Romano. Las raposas del Templo han resuelto ya esta dificultad antes de ponerse en movimiento. Saben bien que Pilato no les daría satisfacción si le dijesen que aquel hombre predica una nueva religión y que anuncia el Reino de Dios. Dirán, pues, una falsedad. Al que comete una infamia no le importa añadir otras, accesorias y subordinadas. Pilato no puede ser vencido más que con sus armas, haciendo un llamamiento a su lealtad para con Roma y el Emperador, y a motivos de su mismo cargo. Se han entendido ya para dar a la acusación un color político. Si le dicen que Jesús es un falso Mesías, Pilato sonreirá; pero si afirman que es un sedicioso, un levantisco, que incita a la plebe contra Roma, no vacilará en condenarle a muerte. "Hemos descubierto — afirman — que este hombre soliviantaba a nuestra nación y prohibía pagar los tributos al César, diciendo ser el Cristo, Rey de los, Judíos. Levanta al pueblo, predicando por toda la Judea; ha comenzado por la Galilea y ha venido hasta aquí”. Tantas mentiras como palabras. Jesús ha ordenado dar al César lo que es del César; no ha hablado de los Romanos; dice ser Cristo, pero no en el sentido grosero y político de Rey de los Judíos, y no solivianta al pueblo, en fin, sino que quiere hacer de un pueblo infeliz y grosero un pueblo dichoso y de santos. Aquellas acusaciones, no obstante su gravedad en caso de ser verdaderas, aumentan las sospechas de Pilato. ¿Se puede pensar nunca que estas víboras traidoras, que detestan a Roma y le detestan a él, y que muchas veces han intentado hacerle saltar, ni piensan en otra cosa que en barrer a los dominadores extranjeros, se hayan encendido de pronto en tanto celo que se convierten en delatores de un supuesto rebelde de su misma nación? Pilato no está persuadido y quiere enterarse por sí mismo, interrogando en secreto al acusado. Vuelve a entrar en el Pretorio y ordena que sea llevado Jesús a su presencia. Dejando a un lado las acusaciones de menor importancia, va a lo esencial: — ¿Eres el Rey de los Judíos? Pero Jesús no responde. ¿Cómo va a entender este Romano, que ignora las promesas de Dios; este ateo pirroniano, que restringe toda su religión al culto facticio y demoníaco de un hombre vivo — ¡y de qué hombre, de Tiberio! —; cómo va a comprender en un instante este liberto, educado por los legistas y los retóricos de Roma en el lodazal más hediondo de aquellos tiempos, en qué sentido puede llamarse Jesús Rey de un Reino no fundado todavía, de un reino espiritual, tan diverso de todos los demás reinos? Jesús lee en el fondo del alma de Pilato y no le responde, como no respondió antes a Anás ni a Caifás. El Procurador no acierta a comprender aquel silencio de un hombre sobre el cual pende la muerte. — ¿No oyes cuantas cosas afirman contra ti? 242

Pero Jesús sigue callando. Pilato, que de ninguna manera quisiera darse por vencido ante los que le odian a él al mismo tiempo que a aquel hombre, insiste con la esperanza de arrancarle un no al cual asirse para ponerlo en libertad. — Entonces, ¿eres el Rey de los Judíos? Si Jesús negase se traicionaría a sí mismo: Ha confesado ser el Cristo a sus Discípulos y a sus Jueces: no quiere librarse y mentir. Para hacer recapacitar al Romano, responde, según su costumbre, con otra pregunta: — ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato casi se ofende: — ¿Soy yo acaso judío? Tu nación y los príncipes de los sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué has hecho? ¿Eres de veras el Rey de los Judíos? La respuesta de Pilato, aparte el apóstrofe desdeñoso del principio, es conciliadora. ¿Por quién me tomas? ¿No sabes que soy Romano y que no creo en lo que creen tus enemigos? Son los sacerdotes los que te acusan, no yo; pero han tenido que ponerte en mis manos; tu salvación está en mí; dime que no es verdad lo que aseguran y eres libre. Jesús no quiere escapar a la muerte; pero, no obstante, intentará todavía iluminar a este pagano. El Padre lo puede todo: ¿no podría, pues, Pilato ser convertido por aquel Moribundo? — Mi potestad real — dice — no procede de este mundo. Si fuese de este mundo, mis súbditos combatirían para que no fuese entregado a los Judíos; pero mi reino no es de aquí abajo. El servidor de Tiberio no entiende. La diferencia entre el "aquí abajo" y el "allá arriba" es oscura para él. Allá arriba — piensa él — están, si es que en verdad existen, los dioses bienhechores o envidiosos de los hombres; en el Hades están las sombras de los muertos, si es que queda algo de nosotros cuando consumen el cuerpo el fuego o los gusanos; la única realidad verdadera es el "aquí abajo", la gran tierra con todos sus reinos. Y de nuevo pregunta: — ¿Luego tú eres rey? Ya no hay ninguna razón para callar. Le dirá también a este ciego: — Sí, es verdad, yo soy Rey. He nacido para esto y para esto he venido: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha mi voz. Entonces Pilato, molesto por lo que le parece truculenta mistiquería, responde con el célebre apóstrofe: — ¿Qué es la verdad? 243

Y sin esperar la respuesta se levanta para marcharse. El escéptico Romano, que acaso ha asistido muchas veces a las infinitas disputas de los filósofos de su tiempo y se ha persuadido, oyendo tantas metafisiquerías contradictorias y tantas cavilaciones sofísticas, que la verdad no existe o que si existe no les es dado a los hombres conocerla, no piensa un solo momento que pueda decirle la verdad aquel humilde hebreo, que está ante él como un malhechor. A Pilato le fue concedida la suerte, en aquel único día de su vida, de contemplar el rostro de la Verdad, la suprema Verdad humanada, y no lo supo ver. La Verdad viviente, la Verdad que podría resucitarlo y hacer de él un hombre nuevo, está ante él, cubierta de carne humana, de simples vestiduras, con el rostro abofeteado y las manos atadas. Pero no adivina tampoco, en su soberbia, cuán extraordinaria fortuna le ha correspondido, fortuna que millones de hombres le envidiarán después de su muerte, Quien le hubiese dicho que sólo por este encuentro, sólo por el terrible honor de haber hablado con Jesús y haberlo entregado a la cruz, será conocido su nombre, aunque infame y maldito, de todos los siglos y de todo el género humano, le hubiera parecido un orate.

CLAUDIA PROCULA
En el momento en que Pilato se disponía a salir afuera de nuevo a dar respuesta a los Judíos que barbotaban impacientes e inquietos a las puertas, se le acercó un criado enviado por su mujer. — No hagas daño alguno a ese justo — le mandaba a decir —, porque esta noche he sufrido mucho en sueños por causa suya. Ninguno de los Cuatro Historiadores nos dice cómo recibió el Procurador la imprevista intercesión de su mujer. Ni sabemos nada de ella, fuera de su nombre. Se llamaba, según el Evangelio apócrifo de Nicodemus, Claudia Prócula, y si el nombre es verdadero, puede ser que perteneciese a la familia Claudia, ilustre y poderosa en Roma. Puede suponerse que fuese, por nacimiento y relaciones, de condición superior a su marido y que Pilato, simple liberto, le debiese precisamente a ella, a su influencia, su importante magistratura en Judea. Si fuese así, el ruego de Claudia Prócula no debió de dejar insensible a Pilato, especialmente si la amaba. Y que en verdad la amase es muy probable por el hecho de haber pedido permiso para llevarla consigo al Asia, ya que la antigua ley Oppia, aunque mitigada por un senadoconsulto del tiempo en que eran cónsules Cetego y Varrón, prohibía a los procónsules el llevar consigo a sus mujeres, y habría sido menester un permiso particular de Tiberio para que Claudia Prócula pudiera seguir a Poncio Pilato a Judea. Las razones de su intercesión quedan, por la brevedad del relato, en el misterio. Las palabras de Mateo aluden a un sueño que la había hecho sufrir por causa de Jesús. Es probable que hubiera oído hablar, tiempo atrás, del nuevo profeta; acaso le había visto en aquellos días, y aquel hombre, tan diferente de los demás judíos y que no tenía nada del vulgar demagogo o del fariseo de ojos bajos, debió de impresionar gratamente a su imaginación de romana fantasiosa. Ella no entendía el lenguaje que se hablaba en Jerusalén; 244

pero algún dragomán de la curia pudo haberle referido algunas palabras de Jesús, bastantes para persuadirla que no podía ser, como decían, un criminal peligroso. Por aquel tiempo los Romanos, y especialmente las mujeres, empezaban a sentirse atraídas por los cultos de Oriente, que satisfacían el deseo de inmortalidad personal mejor que la vieja religión latina, frío comercio legal de sacrificios para fines utilitarios y políticos. Muchas damas patricias, en la misma Roma, se habían hecho iniciar en los misterios de Mitra, de Osiris y de la Gran Madre, y algunas mostraban también cierta propensión al judaísmo. Precisamente bajo Tiberio la gran cantidad de hebreos que había en Roma fueron expulsados de la capital porque, según Flavio Josefo, algunos de ellos habían engañado a una matrona, Fulvia, convertida al judaísmo. Y Fulvia, según resulta de una indicación de Suetonio, no era la única. Posible es que Claudia Prócula, viviendo en Judea, sintiese curiosidad por conocer más de cerca las creencias del pueblo administrado por su esposo y que, deseosa de novedades, como todas las mujeres, intentase saber qué nuevas doctrinas iba predicando el profeta galileo de quien se hablaba en Jerusalén. El hecho es que ella se convenció de que Jesús era un "Justo", inocente, por tanto. El sueño de aquella noche — sueño terrible, pues que le había hecho sufrir — la afirmó en tal persuasión, y no es de maravillar que, confiando en el ascendiente que las mujeres tienen sobre los maridos, aunque los maridos ya no las amen, hiciese llegar hasta Pilato aquel mensaje implorante. A nosotros nos basta con que haya llamado "Justo" al que los Judíos querían asesinar. Junto con el Centurión de Cafarnaum y la mujer Cananea, Claudia Prócula es la primera pagana que creyó en Jesús, y la iglesia griega la venera como santa. En el ánimo de Pilato, ya inclinado a la neutralidad, si no a la clemencia, por su animadversión contra Caifás y acaso también por las palabras del acusado, la embajada de su mujer reforzó su buena disposición primera. Claudia Prócula no había dicho: Sálvalo; sino: Guárdate de hacerle daño alguno. Era el mismo pensamiento de Pilato, que, como si tuviese un confuso presentimiento de la gravedad de cuanto iba a suceder, no quería participar en la muerte de aquel misterioso mendigo que se presentaba como Rey. Había dicho al punto que lo juzgasen ellos; pero no quisieron. Entonces se le ocurrió otro expediente para librarse del compromiso. Vuelve de nuevo adonde está Jesús y le pregunta si es galileo. Pilato se cree a salvo. Jesús no pertenece a su jurisdicción, sino a la de Herodes Antipas. Este, por coincidencia, está por aquellos días en Jerusalén, adonde ha ido, como de costumbre, para la Pascua. El Procurador ha encontrado una escapatoria legal para contentar a su esposa y eximirse de aquella enojosa cuestión. Además, se hace simpático a los Judíos con remitir a uno de ellos el juicio decisivo, y al mismo tiempo mortifica al Tetrarca, a quien odia de todo corazón, porque sospecha, y no sin motivo, que es un espía cerca de Tiberio. Y sin perder tiempo manda a los soldados que lleven a Jesús a Antipas.

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EL MANTO BLANCO
El tercer juez ante el cual es llevado Jesús era hijo del Sanguinario cerdo Herodes "el Grande", que lo había tenido de una de sus cinco mujeres. No desmentía la casta, porque hizo mal a sus hermanos como aquél había hecho mal a sus hijos. Cuando su hermano Arquelao, hermano uterino precisamente, fue acusado por sus súbditos, se ingenió en hacerlo desterrar. A otro hermano — Herodes Filipo — le quitó la mujer. A los diez y siete años comenzó a reinar como Tetrarca de Galilea y de Perea, y para congraciarse con Tiberio se le ofreció como relator secreto de los hechos y dichos de sus hermanos y de los dignatarios romanos que había en Judea. En uno de sus viajes a Roma se enamoró de Herodías, que era sobrina y cuñada suya, por hija de su hermano Aristóbulo, y esposa de su hermano Herodes, y sin titubear ante el doble incesto, la persuadió a seguirle, juntamente con Salomé, hija de la adúltera. Su primera mujer, hija de Aretas, rey de los Nabateos, se acogió a su padre, que le hizo la guerra a Antipas y le derrotó. Esto sucedía mientras Juan el Bautista adquiría renombre entre el pueblo. El Profeta dijo algunas palabras de condenación contra los dos incestuosos adúlteros, y ello bastó para que Herodías persuadiese al Tetrarca de que lo mandase prender y encerrar en la fortaleza de Maqueronte. Todos saben cómo el sucio Tetrarca, encendido por las lascivias de la procaz Salomé y meditando acaso un nuevo incesto, acabó por entregarle en una bandeja de oro, la cabeza del Profeta del Fuego. Pero la sombra de Juan, después de la decapitación, le intranquilizaba, y cuando se empezó a hablar de Jesús y de sus milagros, dijo a sus cortesanos: — Ése es Juan Bautista resucitado. Parece que tenía entre ceja y ceja al nuevo profeta y que en cierto momento pensó jugarle la misma pasada que al Precursor. Pero pensándolo más despacio, decidió, por política o por superstición, no habérselas más con profetas, y creyó preferible obligar a Jesús a salir de la Tetrarquía. Cierto día, algunos Fariseos, ganados muy probablemente por Herodes, fueron a decirle a Jesús: — Vete de aquí, porque Herodes quiere hacerte matar. — Id a decirle a esa raposa — respondió — que conviene que yo siga mi camino hoy, mañana y pasado mañana, porque no es conveniente que un profeta muera fuera de Jerusalén. Y ahora en Jerusalén, próximo a la muerte, comparece ante la raposa. Este traidor espía, adúltero e incestuoso, asesino de Juan y enemigo de los profetas, es el más adecuado para condenar a la inocencia. Pero Jesús le ha caracterizado bien: es más raposa que tigre y no siente vergüenza de sustituir a Pilato. Antes bien, refiere Lucas, "se alegró grandemente, porque de mucho tiempo atrás deseaba verle, porque había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro." 246

El hijo del Idumeo y de la Samaritana se ha escaldado con el fuego de Juan y acoge a Jesús como un viejo domador. Con el brazo señalado por la dentellada, de un león, mira a una nueva fiera que le llevan a ver. Pero tiene el empeño como todos los bárbaros orientales, de ver algún prodigio, y se imagina a Jesús como a un milagrero vagabundo que pudiese repetir a voluntad cualquier brujería. Le odia como ha odiado a Juan; pero le odia también porque le tiene miedo: los profetas tienen un poder que él no comprende, pero que le atemoriza: acaso la decapitación de Juan le había acarreado alguna desgracia. Desea también que Cristo muera; pero no tiene ningún deseo de hacerse cómplice de su muerte. Viendo que en aquel momento no había que esperar milagros, empezó a hacerle muchas preguntas: pero Jesús nada responde. Ha roto su silencio por Anás, por Caifás, por Pilato; pero no lo romperá por este bribón coronado. Anás y Caifás son enemigos suyos declarados; Pilato, un ciego que anda a tientas creyendo salvarlo; pero éste es una raposa cobarde y astuta que no merecería siquiera un insulto. Los jefes de los sacerdotes y los Escribas, por miedo de que al matador de Juan le faltasen, como en efecto le faltaron, ánimos para matar a Jesús, habían seguido a su víctima hasta allí y le acusaban con vehemencia. Estas furiosas imputaciones y el silencio del acusado atizaron el oculto rencor de Antipas, que, después de haber vilipendiado con sus soldados al divino silencioso, le echó sobre los hombros un manto blanco y lo devolvió a Pilato. También él, como el Romano, pero por razones diferentes, tiene repugnancia en condenar al que fue bautizado por Juan, y del que piensa que es tal vez el mismo Juan resucitado de entre los muertos para vengarse. Pero al despedirlo le hace un regalo que es inconsciente testimonio de la condición del que va a morir. El manto resplandeciente de blancura es, como atestigua Flavio Josefo, el hábito del Rey de los Judíos, y Jesús es acusado precisamente de querer ser Rey de los Judíos. El astuto Antipas quiso escarnecer la supuesta pretensión de Jesús con la ironía del regalo: pero al mismo tiempo, cubriéndolo con aquella blancura, que es señal de inocencia y de soberanía, la innoble raposa envió a Pilato una embajada simbólica, que confirmaba involuntariamente el mensaje de Claudia Prócula, la pregunta de Caifás y la confesión de Cristo.

"¡QUE MUERA!"
Pilato creía haberse quitado de encima el molesto encargo que sus adversarios querían imponerle. Pero cuando vio de nuevo ante él a Jesús, envuelto en aquel manto cándido y regio, comprendió que había de decidirse a toda costa. El encarnizamiento de aquellos que por tantos motivos le eran sospechosos, la compasión de su mujer, las respuestas del acusado, la abstención de Antipas, le inclinaban a negar a los Judíos la vida que le pedían. Tal vez, mientras Jesús era conducido al Tetrarca, había interrogado a alguno de su séquito acerca del supuesto sedicioso, y tales noticias, sí las obtuvo, le confirmaron en su decisión. En las palabras de Jesús no había nada que pudiese 247

dar recelo a Pilato; antes bien, había mucho que podía agradarle o, por lo menos, parecerle ventajoso para la autoridad de Roma. Jesús enseñaba el amor a los enemigos, y los Romanos eran tratados en Judea como enemigos; llamaba bienaventurados a los pobres, con lo que exhortaba a la resignación y no a la resistencia; aconsejaba dar al César lo que es del César, es decir, pagar los tributos al emperador; era contrario al formulismo farisaico que hacía tan espinosas las relaciones de los Romanos con los dominados; comía con los publicanos y con los gentiles y, finalmente, anunciaba que su Reino no era de este mundo sino de un mundo que a Pilato le parecía tan metafísico y remoto que no creía pudiese poner en peligro a Tiberio y a quien le sucediese. Pilato, si conoció todas estas cosas, debió de pensar, con la superficialidad de todos los escépticos, máxime cuando se creen políticos finos, que hubiera sido bueno para él y para Roma el que muchos Judíos siguiesen a Jesús en vez de prepararse para la rebelión en los conciliábulos de los Zelotes. Está, pues, decidido a salvar a Jesús; pero quiere en su indulgencia poner un toque sarcástico, una intención ofensiva para los jefes de los sacerdotes que por tres veces se han levantado contra él y ahora le molestan para que haga de verdugo en su favor. Hasta el último momento fingirá considerar a Jesús como Rey de los Judíos. ¡He aquí— dice —a vuestro Rey, el Rey que os merecéis, pueblo miserable y pérfido! Un carpintero de pueblo, un vagabundo, un loco que fantasea reinos más allá de la tierra y se hace seguir de unas cuantas docenas de pescadores y aldeanos como una mujerzuela. ¡Vedlo a qué estado está reducido, cuán deshecho, cómo le habéis maltratado! ¿Y por qué le queréis matar? Conservadlo: no sois dignos de tener un Rey mejor que éste. También yo, como habéis hecho vosotros, me divertiré un rato atormentándolo, y luego lo soltaré. Y, haciendo sacar a Jesús, salió a la puerta y dijo a los príncipes de los sacerdotes y a los demás que se amontonaban alargando el rostro para oír, al cabo, la sentencia — Me habéis traído a este hombre como soliviantador del pueblo; y he aquí que después de haberle examinado en presencia vuestra no he hallado en él ninguna de las culpas que le imputáis. Y tampoco Herodes, pues que nos lo ha vuelto a mandar. No ha hecho, pues, nada que merezca la muerte. Así es que le infligiré un castigo y luego le pondré en libertad. No era aquella la respuesta que esperaban los perros ansiosos que se agitaban en la plaza. Un grito bestial se alzó de pronto de aquellas bocas desencajadas: — ¡Que muera! Harto leve pena les parecían los azotes para aquel a quien juzgaban peligroso enemigo del Dios de los Ejércitos y . . . del Dios Negocio. Muy otra cosa se necesita para satisfacer a los carniceros del Templo. Han venido a pedir sangre y no perdón. — ¡Que muera! — gritaban Anás y Caifás, y a su lado silbaban las víboras fariseas, chillaban los negociantes de los animales para los sacrificios, los cambistas de moneda del tributo, los alquiladores de burros de carga, los mozos de las caravanas. 248

— ¡Que muera! — clamaban los Escribas envueltos en sus capas doctorales, los mercaderes de la feria pascual, los taberneros de la ciudad, los Levitas, los servidores del Templo, los dependientes de los usureros, los galopines de los sacerdotes, toda la gentuza servil apretujada ante el Pretorio. Apenas se hubo aquietado un tanto el estrépito, preguntó Pilatos: — ¿Qué haré, pues, de Jesús, que llaman Cristo? Y todos respondieron: — ¡Crucifícale! Pero el Procurador se resiste: — ¿Qué ha hecho de malo, en suma? Y ellos gritaban cada vez más: — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Jesús, pálido y sereno en la blancura de su manto burlesco, mira dulcemente a la multitud que quiere darle lo que en su corazón ha aceptado tanto tiempo ha. Muere por ellos, con la divina esperanza de salvarlos a ellos también con su muerte, y ellos están allí encima, gritando como si pretendiera escapar a la muerte que tiene aceptada. Sus amigos no están allí, se esconden; todo su pueblo quiere clavar su carne; únicamente un extranjero, un romano, un idólatra, defiende su vida; pero no advierte que con su falsa piedad no logra otra cosa que alargar y hacerle más amarga la agonía. Amó y es odiado; resucitó a los muertos e intentan matarlo; quiere salvar y se conjuran para perderlo; es inocente y va ser sacrificado a los culpables. Pero el testarudo Pilato no se rinde a los gritos de los Judíos. Quiere salvarlo a toda costa. No quiere que se salgan con la suya tampoco esta vez aquellos puercos enfurecidos. No ha conseguido transferir a Antipas la ingrata responsabilidad de una condena capital; no consigue persuadir a aquel pueblo tigresco y obtuso de la inocencia de su Rey. Quieren ver un poco de sangre; están ansiosos de disfrutar, en aquellos días de fiesta, del espectáculo de una crucifixión. Intentará contentarlos con un cambio, dándoles la carroña de un homicida en vez del cuerpo de un inocente. — Os digo que no hallo en él culpa alguna. Pero es costumbre que por la Pascua yo os suelte un preso. ¿A quién queréis que ponga en libertad: a Barrabás o a Jesús, que llaman Cristo? El pueblo, cogido de improviso, no sabía qué contestar. Hasta entonces el nombre era uno solo, única la víctima, único el suplicio pedido: todo les parecía claro como el cielo de aquella mañana de mediados de abril. Pero este pagano vengativo — se dicen entre sí — con tal de poner a salvo a ese inventor de escándalos, echa a rodar otro nombre que todo lo 249

embrolla. Quería apalearle únicamente, en vez de clavarlo en la cruz, y ahora quiere darnos otro delincuente en lugar del que nosotros queremos. Pero allí estaban los Ancianos, los Escribas y Sacerdotes, dispuestos a no dejar escapar a Jesús de ninguna manera, y en un instante sugirieron lo que había que decir. De suerte que cuando Pilato les preguntó por segunda vez: — ¿A quién de los dos queréis que libre? Todos a una vez respondieron — ¡Libra a Barrabás! ¡Que muera ése! El hombre que el Procurador ofrecía como sangre de rescate a los aficionados a las crucifixiones no era un espantaperros cualquiera. En la tradición vulgar ha quedado memoria de él como de un salteador de caminos, adscrito a la plebe de los criminales de oficio. Pero su sobrenombre — Bar Rabban, que quiere decir Hijo del Rab, o más bien Discípulo del Maestro, porque los alumnos de los Rabinos eran también llamados hijos — nos advierte que pertenecía, por nacimiento o por estudio, a la casta de los Doctores de la Ley. Marcos y Lucas dicen expresamente que estaba acusado de haber cometido un homicidio durante una sedición, un asesinato político, por tanto. Barrabás, educado en las escuelas de los Escribas en la nostalgia del triunfo y en el odio hacia los dominadores paganos, era probablemente un Zelote y había sido apresado en algún motín, fallido, tan frecuentes en aquellos años. ¿Era, pues, posible que la bandería saducea y farisea, que en el fondo tenía los mismos sentimientos que los Zelotes, aunque los ocultase por razón de estado o los olvidase por falta de ánimos, se contentase con aquel trueque? A los ojos de aquella gente Barrabás, aunque asesino, — es más: por asesino precisamente — era un patriota, un mártir, un perseguido por los extranjeros, y Jesús, por el contrario, aunque no hubiera matado a nadie, quería hacer algo que estimaban más pernicioso que un homicidio: sustituir la ley de Moisés, arruinar el Templo. En el primero, en suma, veían una especie de héroe nacional; en el otro, un enemigo de la Nación. No dudaron mucho en la elección. — ¡Suelta a Barrabás! ¡Muera ése! Tampoco esta vez ha sabido salvar y salvarse Poncio Pilato. Debiera haberse dado ya cuenta de que los jefes de los Judíos no iban a dejar que se escapara la carne en que ya habían dejado la señal de sus dientes, la única que podía aplacar su hambre. La ansiaban aquel día, como el aire y el pan. No se apartarían de allí, no se irían a comer hasta no ver a Jesús clavado con cuatro clavos en dos maderos. Poncio Pilato es cobarde. Tiene miedo a cometer una injusticia; tiene miedo de no dejar contenta a su mujer; tiene miedo de dar una satisfacción a sus enemigos; pero, al mismo tiempo, tiene miedo de librar a Jesús, tiene miedo de mandar que los soldados dispersen aquel rebaño gruñidor y osado, tiene miedo de imponer, con decidido acto de imperio, que Jesús el inocente sea puesto en libertad y no Barrabás, el asesino. Un Romano verdadero, un Romano a la antigua, de buena estirpe, o bien hubiera luego dado satisfacción a aquellos 250

borrachos pedigüeños sin perder un minuto en defender a quien creía un oscuro alucinado, o bien habría decretado desde un principio que aquel hombre era inocente y estaba bajo la augusta protección del Imperio. Pilato, a fuerza de estratagemas, de dilaciones, de indolentes interrogatorios, de términos medios y medias tintas, de titubeos, de resoluciones torpes y luego retractadas, de movimientos mal hechos, se encontraba precipitado de pronto donde no hubiera querido caer. Pero el no haber acabado desde luego la cuestión con un sí o un no, había aumentado la insolencia de los jefes y la efervescencia del pueblo. Y ahora no le quedaba ya más que dos caminos: o ceder vergonzosamente después de tantos repliegues y resistencias, o ponerse en trance de suscitar un tumulto que podía convertirse, en aquellos días en que Jerusalén albergaba a casi un tercio de la Judea, en un levantamiento peligroso. Zarandeado por el ondear de sus cobardes pensamientos, aturdido por los gritos, no sabe sino pedir consejo otra vez a aquellos a quienes debiera y quisiera mandar. — ¿Qué debo hacer entonces de Jesús, llamado Cristo? — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — ¡Pero si no ha hecho nada malo! — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! ¿Qué sabe este odioso extranjero — murmuran entre sí — si ha hecho algún mal o no? Según nuestra fe, es un impostor, un blasfemo, un enemigo del pueblo y debe morir; aunque no haya fecho nada, debe morir, porque sus palabras son más peligrosas que toda maldad. — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — Tomadle — grita Pilato — y crucificadle vosotros, porque yo no hallo en él culpa alguna. — ¡Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir, porque se ha llamado Hijo de Dios! El silencio de Jesús domina sobre el tumulto bestial. Se disputan su cuerpo y apenas parece darse cuenta de ello. De una parte, un Gentil, que no sabe nada de él y que nada comprende, que no le defiende por amor, sino por odio; que no le defiende abiertamente, sino con astucias y cabildeos; que tiene más terror de una revuelta que de una injusticia; que se obstina en su parecer por amor propio y no por certidumbre de la inocencia. De otra parte, un sacerdocio amenazado, una burguesía flagelada, un vulgo más fácil de llevar a lo peor, como todos los vulgos. Cualquiera puede profetizar fácilmente la solución.

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Pero Poncio Pilato no abandona la partida. Regalará a Barrabás a sus cómplices, pero no les da a Jesús. Vuelve a su primera idea: castigarlo. Tal vez cuando vean la lividez y la sangre arrancada por los golpes, se contenten con tal anticipo de suplicio y dejen en paz al Inocente que mira con la misma compasión al cobarde pastor y a los lobos furiosos. El Procurador ha dicho que no halla en él culpa alguna, y sin embargo lo castigará con los azotes. Esta contradicción, esta media injusticia, este compromiso, es muy del estilo de Pilato; pero será, como las demás tentativas, un fracaso y, a la postre, una vergüenza más antes de la derrota final. Los Judíos se desgañitan todavía gritando: — ¡Crucifícale! Pero él entra en el Pretorio de nuevo y entrega a Jesús a los soldados romanos para que lo azoten.

Notas

1 )- En realidad, no bastaba. Todo el juicio a Jesús, tanto el efectuado por los fariseos como el posterior ante Pilatos, está viciado de irregularidades jurídicas insalvables, ya sea que se tome como referencia la ley hebrea o bien la romana. Cf. Denes Martos, Los Deicidas, La Editorial Virtual http://www.laeditorialvirtual.com.ar (N. del E.) 2 )- La referencia es a Sócrates (N. del E.) 3 )- En realidad, Poncio Pilato no era procurador sino prefecto (N. del E.) 4 )- G. Papini aparentemente sigue en esto fielmente a Flavio Josefo. Un análisis más detallado de los hechos revela una casi necesaria complicidad entre Pilato y la casta sacerdotal de Jerusalén. Cf. Denes Martos, Los Deicidas, La Editorial Virtual http://www.laeditorialvirtual.com.ar (N. del E.)

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REY CORONADO
La soldadesca mercenaria, que en las provincias constituía el grueso de las legiones, no esperaba otra cosa. Todo aquel tiempo los militares de guardia en el pretorio habían tenido que asistir, inmóviles y callados, a aquella misteriosa algazara colonial, de la que sólo entendían una cosa: que su jefe no era ciertamente quien hacía mejor papel. Se habían divertido un rato viendo las muecas, los gritos, las gesticulaciones de aquel bullicio judaico, y se habían dado cuenta de que el Procurador, cejijunto, y embarazado, no acertaba a salir de aquel barullo matinal. Le miraban como los perros miran al cazador poco diestro que anda dando vueltas de aquí para allá, sin decidirse a tirar, por más que la presa no esté lejos. Ahora, por fin, se sacaba algo. También para ellos iba a haber diversión. Apalear las espaldas de un Judío odiado por los Judíos mismos era para ellos un juego en el que podían intervenir, sin peligros ni gran trabajo. Con eso se calentaban las manos, estiraban los miembros entumecidos por el fresco de la mañana y se desperezaban. Llamada toda la compañía al patio del palacio, le quitaron de encima a Jesús el manto blanco regalado por Antipas — es el primer botín de la empresa — y luego las demás vestiduras. Los lictores desataron las varas, que se disputaron los más robustos. Era gente avezada y que sabía flagelar con gallardo continente y según las reglas del arte. Jesús, medio desnudo, atado a una columna, para que al doblarse no amortiguase la fuerza de los golpes, ruega en silencio a su Padre por los soldados que sudan azotándolo. ¿No ha dicho, por ventura: Amad a los que os odian; haced bien a los que os persiguen; ofreced la mejilla izquierda a quien os abofetea la derecha? No puede en aquel momento recompensar a sus fustigadores mejor que intercediendo cerca del Padre para que sean perdonados. También ellos son prisioneros y obedientes y no saben quién es Aquél a quien flagelan con tanta alegría; ellos mismos fueron azotados alguna vez por haber faltado, y no les parece cosa singular que el Procurador, un Jefe, un Romano, haga castigar de aquel modo a un hombre a quien tienen por delincuente de una raza sometida e inferior. Dad con fuerza, legionarios, que un poco de esa sangre que empieza a correr de la carne viva también se vierte por vosotros. Es la primera sangre que quitan los hombres al Hijo del Hombre: en la Cena, su sangre tenía la apariencia del vino; en el Alto de los Olivos, la sangre que juntamente con el sudor goteaba procedía de una tortura completamente espiritual e interna. Pero hoy, al cabo son manos de hombres las que hacen salir aquella sangre de las venas del Cristo; manos nudosas de soldados al servicio de los poderosos y los ricos, manos de flageladores en espera de los clavadores. Aquella espalda lívida, hinchada, sanguinolenta, está ya dispuesta para adherirse al leño; escoriada y desollada de aquella suerte, le escocerá más aún cuando la tiendan sobre el palo mal cepillado de la cruz. Ahora podéis dejarlo ya; el patio del cobarde extranjero está manchado de sangre también. El ostiario lavará hoy mismo esas manchas; pero aun después de lavadas volverán a florecer en las blancas manos de Poncio Pilato. Los golpes prescriptos le han sido administrados ya por los legionarios; pero una vez que han tomado gusto, no quieren dejar escapar a su juguete. Hasta el momento han obedecido 253

una orden; ahora quieren divertirse a su modo. Este hombre, según dicen los voceadores de la plaza, pretende ser Rey; démosle, pues, gusto al loco, y así haremos rabiar también a los que no quieren reconocer su dignidad real. Un soldado se quita la capa de escarlata — la clámide bermeja de los legionarios — y se la echa encima de los hombros sangrientos; otro reúne un haz de espinos secos, que están allí para encender por la noche el brasero del cuerpo de guardia, teje un par de ellos a modo de corona y le ciñe la cabeza; un tercero se hace dar por un esclavo una caña, se la pone a la fuerza entre los dedos de la mano derecha y luego, riendo a carcajadas, le empujan a un asiento. Pasando uno a uno ante él, se arrodillan en son de burla y gritan: — ¡Salve, oh, Rey de los Judíos! Pero no todos se contentan con aquel homenaje burlesco. Uno larga una bofetada en la mejilla donde aún se advierte la huella de los dedos de los servidores de Caifás; otros le escupen en los ojos; otro, más ingenioso, le arranca la caña y le da con ella en la cabeza, de suerte que los espinos de la corona, clavándosele más, forman en torno a su frente un cerco de gotas, rojas cual su manto. Y hubieran tal vez dado con alguna nueva y más grosera invención si el Procurador, acudiendo a la jovial algazara, no hubiese dado orden de sacar afuera otra vez al apaleado Rey. Los legionarios habían adivinado, con aquel burlesco disfraz, la intención sarcástica de Pilato, el cual sonrió y tomando de la mano a Jesús lo llevó a la terraza embaldosada del Pretorio, y mostrándolo a las bestias allí amontonadas, gritó: — ¡He aquí al Hombre! Y vuelve a Cristo de espaldas hacia la turba ululante, para que vean los cardenales de los golpes y los cuajarones sanguinolentos. Como si dijera: — ¡Contemplad a vuestro Rey, el único Rey que os merecéis, en su verdadera majestad, con el atuendo que mejor le conviene! Su corona es de espinas punzantes, su manto purpúreo es la clámide de un mercenario; su cetro es una caña seca, cortada en uno de vuestros áridos barrancos. Son los ornamentos que merece este Rey de burlas, renegado injustamente por un pueblo innoble como sois. ¿Teníais sed de su sangre? Ahí tenéis su sangre; mirad cómo se hace grumos en torno a las llagas de los azotes y cómo gotea de las espinas de la corona. Es poco, pero debiera bastar, porque es sangre inocente, y es ya una gracia muy grande el que por daros contento la haya hecho yo derramar. ¡Y ahora, marchaos de aquí, que bastante me habéis atronado los oídos! Pero los Judíos no se aquietaron con aquellas palabras ni ante aquella vista. ¡Harto más se necesitaba que una azotaina y un disfraz para que se fuesen en paz! Pilato creía burlarlos; pero se daría cuenta de que no estaba el tiempo para bromas. Dos veces había chocado con ellos por querer contrariarles, y no serán las últimas. Unos cuantos golpes y una farsa soldadesca — dicen entre sí — no bastan para castigar como se merece al enemigo de Dios; todavía hay árboles en Judea y clavos para clavarlo. Y las voces enronquecidas repiten a coro: 254

— ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato se da cuenta, demasiado tarde, de que se ha metido en un avispero del cual ya no sabrá salir. Todas sus decisiones son contrariadas con una pertinacia que no ha sabido prever. Una última iluminación le ha dictado aquellas grandes palabras: — ¡He aquí al Hombre! Pero él mismo no sabría darse cuenta de su verdadero significado, que está muy por encima de la bajeza de su espíritu. No advierte que ha hallado la verdad que buscaba: una media verdad, pero más profunda que todas cuantas pueden haberle enseñado los filósofos de Roma y de Grecia. No sabría decir por qué Jesús es verdaderamente el Hombre, el símbolo de toda la humanidad dolorida y humillada, traicionada por sus jefes, engañada por sus maestros, crucificada todos los días por los reyes que devoran a los súbditos, por los ricos que hacen llorar a los pobres, por aquellos sacerdotes que piensan en su vientre más que en Dios. Jesús es el Hombre de Dolores anunciado por Isaías, el hombre de mísero aspecto a quien todos rechazan y que será muerto por todos; pero también el Hijo único de Dios único, que ha tomado la naturaleza de hombre y descenderá de nuevo, un día, en la gloria del poder y del nuevo sol, entre el clamor de las trompetas anunciadoras de la Resurrección. Pero hoy, a los ojos de Pilato, a los ojos de los enemigos de Pilato, no es más que un hombre mísero, un hombre de nada, carne de varas y de clavos, un hombre y no el Hombre, un mortal y no un Dios. ¿Qué espera, pues, Pilato, con sus discursos sibilinos, para entregarlo al verdugo? Con todo, Pilato no cede aún. Junto a este Silencioso el romano se siente invadido por un desfallecimiento opresor que nunca ha sentido. ¿Quién es, pues, éste, a quien todo un pueblo quiere ver muerto, y a quien él no se decide a salvar ni a sacrificar? Se vuelve una vez más a Jesús: — Dime, pues, ¿de dónde eres? Pero Jesús no responde. — ¿No me hablas? ¿No sabes que tengo poder para librarte y para crucificarte? Entonces el vituperado Rey levanta la cabeza: — No tendrías poder alguno sobre mí si no te viniese de lo alto; por eso el que me ha puesto en tus manos es más culpable que tú. Caifás y sus camaradas son los culpables principales: los demás son canes azuzados e instrumentos obedientes. El mismo Pilato es un instrumento indócil del odio sacerdotal. Pero el Procurador, desorientado, no hallando ningún nuevo expediente para cortar el nudo que le aprieta, vuelve a insistir:

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—¡He aquí a vuestro Rey! Los Judíos, sintiéndose nuevamente ultrajados, estallan furibundos: —Si le sueltas, no eres amigo de César. El que se alza por rey es contrario a César. Habían hallado, al fin, el punto flaco y sensible para herir al pusilánime. La fortuna de cualquier magistrado romano, por elevado que fuese, dependía, en aquel tiempo, del favor de César. Una acusación de aquella suerte, presentada con habilidad por abogados maliciosos — y no faltaban entre los Hebreos, como advertirá más tarde leyendo el memorial de Filón — podía perderle. Pero, no obstante la amenaza, Pilato grita la última y más estúpida pregunta — ¿Voy yo a crucificar a vuestro Rey? Los jefes de los sacerdotes, dándose cuenta de que están a punto de vencer, responden con la última mentira — ¡Nosotros no tenemos más rey que a César! Y el pueblo acompaña la mentira de sus jefes con un grito sincero: — ¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícale! Pilato se rinde. Si no cede, teme suscitar un tumulto que puede prender en toda la Judea. Su conciencia le parece tranquila; cree haber probado todos los caminos para librar a ese hombre que no quiere librarse. Ha intentado salvarlo remitiendo el juicio a los mismos sanedritas, que no pueden condenar a muerte; ha intentado salvarlo mandándoselo a Herodes; ha intentado salvarlo afirmando que no ha hallado en él culpa alguna; ha intentado salvarlo ofreciendo soltarlo en vez de Bar Rabban; ha intentado salvarlo mandándolo azotar, con la esperanza de que aquel ignominioso castigo bastase a calmar los ánimos; ha intentado salvarlo queriendo suscitar un movimiento de compasión en aquellos corazones endurecidos. Pero todos sus intentos han fallado y él no quiere que por aquel hombre se levante toda una provincia. Y mucho menos que, por causa de él, le acusen ante Tiberio y sea destituido. Pilato se cree inocente de la sangre de este inocente. Y para que todos tengan una idea visible y memorable de tal inocencia, manda traer una palangana, con agua y se lava las manos a la vista de todos, diciendo: — Yo soy inocente de la sangre de este justo: ¡allá vosotros! Y todo el pueblo replicó: — Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. 256

Entonces ordenó que se soltase a Bar Rabban y entregó al Justo a los soldados para que lo crucificasen. Pero el agua que ha corrido por sus manos no basta para lavarlo. Sus manos han quedado ensangrentadas hasta el día de hoy y rojas seguirán perpetuamente. Tenía poder para salvar a aquel hombre, y no ha querido. Sus tergiversaciones, las múltiples formas de cobardía de su alma atosigada por la ironía del escepticismo, han llevado a Jesús al lugar de la Calavera. Si le hubiera creído culpable de veras y consentido en el asesinato sería menos vil. Pero sabe que Jesús no tiene culpa; que Jesús, como le ha dicho Claudia Prócula, como él mismo ha repetido, es un Justo. Un Poderoso que por miedo de que le venga a él algún mal deja asesinar a un Justo, él, que ha sido mandado para proteger a los justos contra los asesinos, no tiene excusa. Pero yo he hecho, dice Pilato, cuanto he podido por arrancarlo de manos de los injustos. No es verdad. Ha probado muchos caminos y no ha escogido el único eficaz para su intento. No se ha ofrecido él, no se ha sacrificado a sí mismo, no ha querido poner en peligro su dignidad y su fortuna. Los Judíos odian a Jesús, pero tanto como a él odian a Pilato, que de tantas maneras los ha vejado y escarnecido. En vez de proponer, a cambio de Jesús, al sedicioso Bar Rabban, hubiera debido proponerse él, Poncio Pilato, Procurador de Judea, y el pueblo tal vez aceptara el cambio. Ninguna otra víctima fuera de él hubiera podido saciar la rabia de los Judíos. Pero no era menester morir. Bastaba con desafiarlos a que lo denunciasen a César como enemigo de César. Tiberio le hubiera quitado de su puesto y tal vez desterrado; pero en el destierro y la desgracia hubiera tenido el feliz consuelo de la inocencia. La temida pena, que ahora le persuade a arrojar a Jesús en manos de sus adversarios como víctima propiciatoria, igual ha de caer sobre él a los pocos años. Los Judíos y los Samaritanos le acusarán; el presidente de Siria lo depondrá y Calígula le enviará al confín de las Galias. Pero al destierro le seguirá la sombra del gran silencioso, asesinado con su consentimiento. En vano ha hecho construir en Jerusalén la hermosa cisterna llena de agua; en vano se ha lavado ante la multitud con aquel agua. Aquel agua es agua judía, agua turbia y maleficada, agua que no limpia. Ningún lavado podrá limpiar sus manos de las manchas que ha dejado en ellas la sangre divina de Jesús.

LA PARASCEVE
Ascendía el sol en el desnudo cielo de abril y estaba ya en lo más alto de su camino. En la lucha entre el tímido defensor y los rabiosos acusadores había transcurrido la mayor parte de la mañana, y había que darse prisa. No podían, por antigua ley mosaica, permanecer los cuerpos de los ajusticiados en el lugar del suplicio, después de la puesta del sol, y los días de abril no son tan largos como los de junio. Caifás, además, aunque apoyado por tantos acalorados partidarios, no estará tranquilo hasta tanto que los pies del peregrino se detengan fijos en la cruz con puntas de hierro. Se acuerda de cuando entró, pocos días antes, entre el ondear de las palmas y el júbilo de los himnos. En la ciudad tiene confianza; pero está lleno por aquel entonces de provincianos llegados de todas partes, que no tienen los mismos intereses y las mismas pasiones que la clientela que vive junto al Templo. En particular aquellos Galileos, que han acompañado 257

hasta ahora a Jesús, que le querían, podrían intentar un golpe de mano, y retrasar, ya que no impedir, la fiesta votiva de aquel día. También Pilato tiene prisa por quitar de su vista aquel intempestivo inocente; no quiere pensar más en él; espera olvidar cuando esté ya muerto aquellas miradas, aquellas palabras y, sobre todo, aquel agrio malestar suyo que tanto se parece al remordimiento. Aunque sus manos estén lavadas y secas, le parece que aquel hombre, en su silencio, le condena a una pena más atroz que la misma muerte; le parece ser él el culpable ante aquel flagelado moribundo. Para ahogar su despecho contra los que son la principal causa de todo aquello, dicta a un escribano la leyenda del titulus o cartel que el sentenciado ha de llevar colgado del cuello en tanto no se clave en lo alto de la cruz. Dice así: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Y el escribano traza aquellas palabras en tres lenguas, en grandes caracteres rojos, sobre la madera blanqueada. Los jefes judíos que se han quedado allí, para apresurar los preparativos, leen, alargando el cuello, el sarcástico escrito y se ofenden: — No escribas — le dicen a Pilato — Rey de los Judíos, sino que este hombre ha dicho: Yo soy el Rey de los Judíos. Pero el Procurador, con seca brevedad. corta el diálogo: — Lo que he escrito, escrito está. Son las últimas palabras suyas que recuerda la historia y las más profundas. Me habéis conducido a regalaros la vida de este hombre; pero no reniego de lo que he dicho: Jesús es un Nazareno, que quiere decir también Santo; y es vuestro Rey, y quiero que todos sepan — y por eso he mandado escribir esas palabras en latín y griego, además de en hebreo — cómo trata a Santos y Reyes vuestra raza mal nacida. Y marchad, que ya os he soportado bastante. Quod scripsi, scripsi. Entretanto, los soldados habían vuelto a vestir al Rey con sus vestiduras de pobre y le habían colgado el cartel al cuello. Otros habían sacado de los almacenes del Pretorio tres macizas cruces de pino, los clavos, el martillo y las tenazas. La escolta estaba dispuesta. Pilato pronunció la fórmula usual: — I, lictor, expedi crucem. Y la tétrica caravana se puso en movimiento. Iba delante el Centurión, a caballo, aquél a quien Tácito llama, con terrible brevedad, exactor mortis. Inmediatamente detrás, en medio de los legionarios armados, Jesús y dos ladrones que habían de ser crucificados con él. Los tres llevan la cruz a cuestas, según el uso romano. Y tras ellos el tumulto y pisoteo de la chusma necia, que iba aumentando a cada paso, de cómplices y de curiosos.

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Era la Parasceve, el día de la Preparación, la última vigilia de Pascua. Pieles de cordero estaban tendidas al sol, por millares, en los terrados; y cada casa lanzaba su columna de humo que se abría en el aire, delicadamente, como la corola de una flor, para perderse luego en el cielo, vibrante de fiesta. De los callejones desembocaban en las calles las viejas narices malignas, mascullando anatemas; niñitos con la cara sucia, que correteaban con paquetes bajo el brazo; hombres barbudos que llevaban a cuestas un cabrito o una barrica de vino; burreros llevando de la cabezada a los asnos con el hocico bajo; muchachas que clavaban sus ojos desvergonzados y melancólicos en los forasteros que andaban, muy circunspectos, aturdidos por aquel barullo de fiesta. Las amas de casa estaban en los hogares muy afanadas, disponiendo lo necesario para el día siguiente, porque, una vez caído el sol, todas las manos estaban dispensadas, durante veinticuatro horas, de la condena de Adán. Los corderos, despellejados, descuartizados, estaban dispuestos ya para el fuego; los ázimos, oliendo todavía a horno, estaban amontonados en la masera; los hombres trasvasaban el vino, y los niños, para echar una mano a su vez, limpiaban sobre la mesa las hierbas amargas. No había nadie que no tuviese quehacer, nadie que no gozase en su corazón pensando en aquel día reposado y festivo, en que todas las familias estarían en derredor del padre y comerían en paz y beberían el vino de acción de gracias, y Dios sería testigo de aquella alegría, porque le llamarían de todas las casas los salmos de los agradecidos. Incluso los pobres, en tal día, se sentían casi ricos; y los ricos, por las insólitas ganancias, casi más generosos: y los hijos, en quienes la experiencia no había amortiguado aún las ilusiones, más amantes; y las mujeres, más amadas. Se veía por doquier aquella confusión pacífica, aquel tumulto bonachón, aquel risueño holgorio que antecede a las grandes solemnidades populares. Un olor de esperanza y de primavera purificaba el hedor antiguo de aquella gusanera de circuncisos. Y un diluvio de luz se volcaba del gran sol oriental sobre las cuatro colinas. En tal ambiente de fiesta, a través de tal ajetreo de fiesta, en medio de tal multitud en fiesta, va, lento como un entierro, el cortejo siniestro de los que llevan la cruz. Todo habla en derredor de ellos de alegría y de vida, y ellos van a la tristeza y a la muerte. Todos esperan ansiosos la noche para reunirse con aquellos a quienes aman, para sentarse a la mesa preparada, para beber el vino ardiente y claro de los días felices, para tenderse en la cama a esperar la mañana del sábado más deseado del año; y aquellos Tres, separados de los que les besaron, se tenderán sobre el leño de la infamia y no beberán más que un sorbo de vino amargo, y serán arrojados, fríos, a la fría tierra. La gente se aparta ante el pisotear del caballo del Centurión y se detiene a mirar a los míseros que jadean y sudan bajo la temerosa carga. Los dos ladrones parecen más seguros y valientes; pero el primero, el Hombre de los dolores, parece a cada paso no tener fuerza para dar el siguiente. Extenuado por la terrible noche, por los cuatro interrogatorios, por las penosas andanzas, por las bofetadas, los palos, la flagelación; desfigurado por la sangre, el sudor, los salivazos, el esfuerzo de este último trabajo, no parece ya el joven animoso que días atrás había desembarazado con el látigo la cueva del Templo. Su hermoso rostro iluminado se deformaba ahora en la contracción del dolor; los ojos, rojos de llanto contenido, se habían escondido en las fosas de las órbitas; sobre las espaldas, laceradas por 259

las varas, se le pegaban las vestiduras en las partes llagadas aumentando su martirio; las piernas sentían la fatiga más que todos los otros miembros y se doblaban al peso del cuerpo y de la cruz. "El espíritu está dispuesto; pero la carne es débil." Y desde la víspera, que había sido el principio de su agonía, ¡cuántos golpes habían herido aquellas carnes! El beso de Judas, la huída de los amigos, las ligaduras de las manos, las amenazas de los jueces, las injurias de los guardias, la cobardía de Pilatos, los gritos de muerte, los ultrajes de los legionarios, y aquel ir con la cruz a cuestas entre las sonrisas y los desprecios de aquellos a quienes ama. Los que le ven pasar no se apiadan de él: "Lo llevan — dicen — a crucificar; bien empleado está." O intentan, a lo sumo, los que saben leer, descifrar el cartel que le cuelga sobre el pecho. Muchos, sin embargo, le conocen de vista o de nombre y le señalan con el dedo a los más próximos con aire resabido y satisfecho. Algunos se mezclan con la turba que sigue detrás, para disfrutar hasta el fin el espectáculo, siempre nuevo, de la muerte de un hombre; y muchos más harían lo mismo si no fuese día de gran quehacer. Los que habían empezado a esperar en Él ahora le desprecian porque se ha dejado prender como si fuera un ladronzuelo, y para hacerse querer de los Sacerdotes y los Ancianos mezclados al acompañamiento, arrojan sobre él algún fuerte vituperio. Raros eran los que en su corazón se estremecían al verle en aquel estado y ante aquel aparato en derredor; ya porque sintiesen, sin saber quién era, la compasión natural que tiene el pueblo por los condenados; ya porque conservasen en el fondo de su alma un resto de amor hacia el Maestro que amaba a los pobres, que curaba a los enfermos, que anunciaba un Reino mucho más justo que estos otros que suelen desgarrar la tierra. Pero eran los menos y casi se avergonzaban de aquella secreta ternura hacia uno a quien habían creído menos odiado y más poderoso. La mayor parte reían tranquilos y contentos, como si aquel cortejo mortuorio formase parte de la fiesta inminente. Sólo algunas mujeres, la cabeza envuelta en sus velos, le seguían, un tanto apartadas, llorando, pero intentando ocultar aquel llanto que podía parecer delictuoso. No habían llegado aún a la puerta de los Jardines, pero estaban por llegar, cuando Jesús, agotadas sus fuerzas, tropezó, cayó al suelo y allí quedó tendido bajo la Cruz. Su rostro había palidecido, haciéndosele de pronto como de nieve; sus párpados, enrojecidos, cerraban los ojos: se le hubiera tenido por muerto a no ser por el aliento afónico que salía de su boca entreabierta. Todos se detuvieron y un apretado cerco de hombres alargaba rostro y manos hacia el caído, gritando desaforados. Los Judíos que le seguían desde la casa de Caifás, no querían darse a razones. — ¡Es un engaño! — gritaban — ¡Levantadlo! Es un hipócrita. Tiene que llevar la cruz hasta el fin. Esa es la ley. ¡Un puntapié, como a los borricos, y adelante! Otros chanceaban — ¡Mirad al gran Rey, que iba a conquistar reinos! ¡No sabe llevar siquiera dos trozos de madera, y quería ponerse armadura! Decía que era más que hombre y es una mujercilla que 260

se desmaya al primer esfuerzo. ¡Hacía andar a los paralíticos, y él no sabe tenerse en pie! ¡Echadle entre los dientes un vaso de vino, que le devuelva la fuerza! Pero el Centurión, que tenía prisa, como Pilato, de terminar aquel molesto servicio, comprendió, como conocedor de hombres que era, que el infortunado no podría arrastrar la cruz hasta el alto de la Calavera, y buscó, con una mirada, alguien que pudiese tomar sobre sí aquel peso. Volvía en esto, del campo, un hombre de Cirene, llamado Simón, que al ver tanta gente se había escondido entre la muchedumbre y contemplaba, con aire de asombro y conmiseración, el cuerpo aquél, abatido y anhelante bajo los dos maderos. El Centurión, al verle, y como le pareciese bien dispuesto, y además de fuerte complexión, le llamó y le dijo: — Toma esa cruz y ven tras de nosotros. El Cirineo, sin decir palabra, obedeció. Acaso por bondad, pero de todas maneras, por necesidad, porque los soldados romanos, en los países de ocupación, se toman el derecho de obligar a ayudarles a quien quiera que fuese. "Si un soldado te impone un trabajo — escribe Arriano — guárdate de resistir y hasta de murmurar, porque de otra manera serás apaleado." Del misericordioso que prestó sus buenas espaldas campesinas para aliviar las de Cristo nada más sabemos; pero sí que sus hijos, Alejandro y Rufo, fueron cristianos, y es muy probable que fuese él precisamente quien los convirtió con el relato de la muerte de la que fue obligado testigo. Dos soldados levantaron en pie al caído y lo empujaron hacia adelante. La caravana emprendió de nuevo el camino bajo el sol de mediodía. Pero los dos ladrones murmuraban entre dientes que nadie pensaba en ellos; que no era justo que se le quitase todo el peso a aquel hombre que fingía caerse y a ellos no, y que era una parcialidad real y verdadera, tanto más cuanto él, según los sacerdotes, era mucho más culpable. Desde aquel momento, también los dos compañeros de pena empiezan, envidiosos, a odiarle y llegarán hasta el insulto cuando estén clavados, a su lado, en las cruces que llevan a cuestas.

EL JUDIO ERRANTE
En este punto se intercala en el relato de la Pasión, una antigua leyenda. Es una leyenda florecida en la imaginación de los cristianos más de mil años después de la muerte de Cristo; pero contiene un símbolo tan profundo, que la humanidad no la ha podido olvidar y más de un poeta la ha hecho suya para resucitarla. Entre los Judíos que insultaban a Jesús cuando cayó, había uno más despiadado y ladrado que todos. Cuando los soldados hubieron, al fin, levantado al inmortal moribundo, le dio un manotazo en un hombro, gritándole: 261

—¡Arriba, arriba, y anda de prisa! El golpeado, según el Judío habría referido más tarde, se volvió, y, mirándole fijamente, respondió: — Y tú andarás hasta que yo vuelva. Y aquel hombre, dejando en el suelo a un hijo suyo que llevaba en brazos, se alejó, y desde entonces anda los caminos de la tierra, sin parar más de tres días en un mismo lugar, sin cansarse, sin poder morir. Uno de los muchos que dicen haberle conocido, refiere que es de "estatura mediana, color moreno, delgado, ojos hundidos y barbilla con pocos pelos”; conoce todas las lenguas, pero no habla sino a los cristianos. Afirma que volvió a Jerusalén para verla destruida; anda descalzo, no tiene bolsa, no se sabe de dónde le vienen los dineros ni nunca le sobran. Si le dan más de lo que necesita, él se los da de limosna a los pobres. Su nombre más conocido, y tiene muchos, es Ahasverus, el hombre que ha rechazado a Dios. La leyenda no está corroborada por ningún texto de los primeros tiempos cristianos. Pero es verdadera con una verdad más tremenda que histórica. Que en aquellos días innumerables Judíos escarnecieron el agotamiento y la desventura de Jesús, es ciertísimo, e igualmente cierto que Alguien vaga errante aún por todos los países, esperando el retorno de aquel a quien apartó de su cuerpo como un miembro podrido. Ese Alguien es el pueblo judío que, pocos años después de la crucifixión de aquél a quien había rechazado, hubo de dispersarse, como rebaño acosado por el fuego, por todas las tierras conocidas, y aún sigue fugitivo y errabundo, en todas partes extranjero y sospechoso, sin sede estable, sin reino que pueda decir suyo, desanidado de la antigua patria que costó tanta sangre a sus padres. A ese Alguien, que quitó la vida al Salvador, le ha sido concedida una inmortalidad material, carnal, visible, en la persona de los hijos sobre los que ha de caer por voluntad de sus padres la sangre de Cristo. Porque ese espectador viviente de la Pasión, que lleva allí donde emigra los textos de los Profetas desatendidos y de la Ley traicionada, debe quedar como testigo de los anuncios, que precedieron al primer advenimiento y debe esperar el segundo, hasta que se convierta al Hijo nacido de una virgen de su sangre. El Judío Errante no es, pues, como piensan muchos, imagen de una humanidad empujada a andar por la tierra el perenne camino de los siglos y marcada en la frente con una señal roja e imborrable, como Caín, por haber matado a su hermano. El Judío Errante es verdaderamente el Judío, distinto y separado del resto de los hombres; pero no es una sola persona, sino un pueblo entero. Su perenne longevidad es la longevidad, verdaderamente extraordinaria, de esta nación, que todos los pueblos, durante siglos y siglos han diezmado y asesinado, a la que le ha sido arrebatada y quemada la casa, que fue perseguida y vejada en todos aquellos lugares donde ha buscado refugio, y, sin embargo, vive todavía, con su lengua y su ley, separada de los demás, sobreviviendo a todas las estirpes coetáneas suyas por caso único en la historia. Pero esa raza no se ha convertido aún ni tiene la misma repugnancia a llevar dinero encima que el Judío de la leyenda. Antes bien, ha encontrado una patria nueva en el Oro, y por 262

medio del oro amontonado en sus cajas domina a muchos que dicen creer en el menospreciador del dinero, y ella los ha corrompido a su imagen y semejanza. Pero los Judíos pobres, los Judíos descalzos, los Judíos hambrientos, los Judíos piojosos que todos los años salen de sus hediondos ghettos de Eslavia para pedir al otro lado del mar un pan más blanco y más seguro, sin la obsesión de la matanza repentina, son figura viviente del verdadero Ahasverus que no ha visto aún volver al Crucificado. Un oráculo inefablemente misterioso afirma que la segunda venida de Jesús a la tierra no se verificará hasta que no sea cristiano su pueblo. Y el Judío seguirá recorriendo, provisto de muchos bolsillos, los caminos del mundo, para acaparar los dineros producidos por los treinta siclos de Judas, hasta el día en que obedezca a la invitación milenaria de Cristo. Y entonces, dejando de rastrillar el oro que cae del orificio excremental de Satanás, compartirá con los pobres sus bienes para seguir al divino Pobre a quien no quiso conceder, hace diecinueve siglos, ni siquiera la caridad de un instante de reposo.

EL LEÑO VERDE
La fúnebre procesión, cada vez más engrosada por los desocupados que en aquella víspera de fiesta no tenían otra diversión, continuaba su camino hacia el Calvario. Las mujeres, que al principio se habían mantenido alejadas del sentenciado, ahora que se acercaba el momento en que ya no podrían tocarle siquiera, se habían aproximado y dejaban oír sus sollozos y ver sus lágrimas sin miedo a los sacerdotes que las miraban de reojo. Jesús, libre de la cruz, podía hablar ya y se volvió a las sollozantes: — Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque vendrán días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles, bienaventuradas las entrañas que no han parido y los pechos que no han amamantado. Entonces los hombres comenzarán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a los collados: ¡Cubridnos! Porque sí así han tratado al leño verde, ¿qué harán con el que está seco? Sufre con toda su carne que de allí pronto será sujeta al patíbulo, colgada de unos clavos, como el carnicero cuelga al cordero abierto en canal, del techo de la tienda. Pero sabe que descenderá de la cruz para ir luego a sentarse, con sus fieles servidores, al eterno banquete del Reino. El llanto de las mujeres es una prueba de amor y no lo rechaza; pero antes que por él debieran llorar por ellas mismas, que sufren y sufrirán más todavía, y por sus hijos, que verán las señales, los estragos y ruinas que él ha descrito. Y pensando en aquellos días, mucho más próximos de lo que creen los doctores que van a su lado para vigilar su agonía, añade una imprevista y tremenda bienaventuranza a las de la Montaña: — ¡Dichosas las estériles, porque no padecerán entonces en sus hijos! 263

La sangre pedida por los Judíos no tardará en llover de nuevo sobre ellos; llenas estarán de ella las calles de esta ciudad que ahora vomita a Cristo fuera de sus murallas, como si fuese una podredumbre, y el fuego no dejará piedra sobre piedra de la casa de Caifás. Entonces los aterrados, no hallando salida por parte alguna, porque los asediados se matarán unos a otros, y de fuera estarán acampadas, dispuestas a la matanza, las legiones de Tito, invocarán desesperadamente a las montañas silenciosas para que los salven de las espadas de los Sicarios y de los Romanos. Pero las colinas, hechas de piedra como el corazón de los deicidas, no responderán sino con el eco de sus alaridos, y los pequeñuelos de las madres caerán en los tibios charcos de sangre que han de compensar, aunque sólo en pequeña parte, la sangre de Cristo. El castigo se aproxima. Sí esto hacen con el leño verde, ¿qué no harán con el leño seco? El leño verde es el todavía vivo, el que sigue teniendo sus raíces en la tierra fresca, y recibe la lluvia sobre sus hojas y los pájaros sobre sus ramas; es el árbol que todavía florece bajo el calor del sol y los soplos del viento. Es la buena planta que da sombra al peregrino, frutos para el hombre, ramas para el frío. Es imagen del Santo que a todos distribuye sus bienes y tiene, dentro de su corteza seca, un alma viva. Pero el Leño Seco es el árbol estéril que el buen leñador derribó con el hacha, el tronco muerto que se ennegrece en la tierra, porque la medula está podrida y la corteza no sirve sino para quemar en la chimenea. Es el hombre inútil y avaro, el pecador que no da buen fruto, y en vez de espíritu vivificador tiene dentro de sí una hez putrefacta, a quien el Juez arrojará, según la palabra de Juan, al fuego inextinguible. Si los hijos y los maridos de las mujeres Judías crucifican al inocente que da vida, ¿cómo han de ser castigados los malhechores que dan la muerte? Entretanto, llegan al lugar de la Calavera, y los soldados, tomando azadones y palas, empiezan a hacer hoyos en que plantar las cruces. El Centurión se ha detenido fuera de la antigua muralla, en medio del tierno verdor juvenil de los huertos suburbanos. La ciudad de Caifás no quiere suplicios dentro de sus muros; ensuciarían el aire embalsamado por las virtudes de los Fariseos y conmoverían el suave corazón de los Saduceos; por eso expele a los condenados a muerte, antes de la muerte. Se detienen en lo alto de una gibosidad del terreno que se parece, por lo redonda y calcárea, a una Calavera. Aquella semejanza parece predestinar aquel lugar a las matanzas; pero el verdadero motivo de la elección es que allí se cruzan los caminos de Jaffa y de Damasco y hay siempre numeroso tránsito de peregrinos, mercaderes, provincianos y correos, y se quiere que la cruz, destinada a infundir terror y escarmiento, se alce donde muchos puedan verla. El sol, el benigno sol de primavera, el alto sol del medio día, hace brillar la blancura del altozano y los azadones que cortan el suelo con sonoras mordeduras. En los huertos próximos, las primeras flores gozan la tibieza del aire; los pajarillos cantores, escondidos en el follaje, hienden el cielo con las saetas argentinas de sus gorjeos; las palomas vuelan en parejas sobre aquella cálida paz geórgica. ¡Cuán hermoso sería vivir aquí, en los 264

jardines bien regados, junto a un pozo, en el perfume de la tierra que se despierta y torna a vestirse, esperando la luna de la siega, en compañía de seres amados y que aman! ¡Días de Galilea; días de paz; días de sol y de amistad entre las viñas y el lago; días de luz y de libertad, transcurridos a lo largo de los caminos con los que saben escuchar, que acaban en el justo contento de la cena; días tan breves que parecía que no se habían de acabar! A nadie tienes ya contigo, Cristo. Estás solo como estabas solo en la noche. Y no brilla para ti ese sol que calienta las espaldas de tus asesinos. Ya no tienes ningún día ante ti ni más camino que andar; ha terminado tu peregrinación; podrás descansar al cabo; este Cráneo de piedra es la meta de llegada. Aquí, dentro de pocas horas, tu espíritu encarcelado volará libre de su cárcel. El rostro del Dios-Hombre está húmedo de sudor frío. Los golpes de la azada le martillean la cabeza como si se la golpearan; el sol, que tanto le agradaba, imagen del Padre, justo aun con los injustos, ahora le deslumbra y exaspera el escozor de sus párpados. Siente por todo su cuerpo una languidez, un temblor, un deseo de descanso al que con toda su alma se resiste — ¿no ha prometido padecer hasta lo último, cuanto sea necesario? —, y al mismo tiempo le parece amar con más desgarradora ternura a los que deja, incluso a los que trabajaron por su muerte. Y del fondo de su alma, como un canto de victoria sobre la carne rota y debilitada, brotan las palabras que nunca olvidaremos: —¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen! Ninguna plegaria más divina que esta se elevó a los cielos desde que hay hombres y oran. Los hombres, que ni la inocencia perdonan a los inocentes, no han imaginado nunca antes de aquel día que se pudiera pedir perdón por los que nos dan la muerte. Perdón condicionado por la ignorancia, pero siempre inefablemente superior al poder natural del hombre cuando no sea aumentado por Dios o conseguido por la imitación de Cristo. Porque no saben lo que hacen. La motivación limita la amplitud del perdón; pero es postulada por la necesidad de no perdonar sin la garantía de arrepentimiento el mal voluntariamente querido. La ignorancia de los hombres es tan desmesurada que muchas veces no sabemos verdaderamente lo que hacemos; con frecuencia, bajo el impulso de la maldad terrena, de la imitación, de la costumbre, de las pasiones, la voluntad, sin dar tiempo a que la conciencia intervenga, obedece ciegamente, aun conservando una ficción de mando, y cuando, a lo último, la conciencia aparece, ya no quedan más que cenizas y vergüenzas. Jesús había enseñado lo que debían saber; pero, ¿cuántos lo sabían? Incluso los suyos, los únicos que sabían que Jesús era Cristo, habían sido vencidos por el miedo de perder esta última víspera de vida; también ellos, al huir, habían demostrado no saber lo que hacían. Y mucho menos lo sabían los Fariseos, temerosos de perder su preeminencia; los Doctores, temerosos de perder sus privilegios; los Ricos, temerosos de perder su dinero; Pilatos, temeroso de perder su cargo, y menos todavía los Judíos, soliviantados por sus jefes, y los soldados, obedientes a sus oficiales. Ninguno de ellos sabe quién es Cristo y qué ha venido a hacer y por qué razón muere. Algunos lo sabrán, pero después, más tarde, y lo sabrán por suprema intercesión de aquel a quien están matando.

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Ahora ha vuelto a confirmar, a punto de morir, su más divina y difícil enseñanza — el amor a los enemigos — y puede tender las manos al martillo. Las cruces están ya levantadas: las calzan luego con piedras para que no se venzan al peso, y rellenan de tierra los hoyos, apisonándola con los pies. Las mujeres de Jerusalén se acercan a él con un jarro. Es una mezcla de vino, incienso y mirra, imaginada por la misericordia de los verdugos, para adormecer la conciencia. Porque los mismos que hacen sufrir fingen, como último insulto, tener compasión de aquel sufrimiento y creen que atenuándolo una gota, tienen mayor derecho a hacer apurar el resto del cáliz. Pero Jesús, apenas prueba el menjurje, de una amargura de hiel, lo rechaza. Mejor que el vino del consuelo hubiera aceptado una sola palabra; pero aquel día únicamente la supo decir uno de los Ladrones arrastrados con él a lo alto de la Calavera. El incienso y la mirra que le ofrecían hoy no tenían el mismo perfume de aquel incienso y aquella mirra que le llevaron al Establo los magos venidos de las lejanías de Oriente. Y en vez del oro que iluminó la sucia oscuridad del portal está el hierro gris de los clavos que han de teñirse de rojo. Y aquel vino, que parecía un tósigo de tan amargo, no se parecía al vino nupcial de Caná, ni tampoco al que había bebido la noche antes, negro y tibio como la sangre que brota de una herida.

CUATRO CLAVOS
En lo alto de la cuesta de la Calavera, las Tres Cruces, altas, oscuras, con los brazos abiertos, como gigantes dispuestos al abrazo, campean sobre el gran cielo amoroso de primavera. No dan sombra, pero están orladas por las reverberaciones centelleantes del sol. Es tanta la belleza del mundo aquel día, a aquella hora, que no parece posible pensar en tormentos; ¿no sería cosa de adornar con flores del campo aquellas antenas de madera y colgar de una a otra festones de hojas nuevas, cubrir los patíbulos con murallas de verdor y sentarse a la sombra, hermanos reconciliados y benévolos, durante la siesta? Pero los Sacerdotes, los Escribas, los Fariseos, los sádicos, los vengativos, venidos allí para estimular el apetito con el espectáculo de tres agonías, pisotean de impaciencia y espolean, a fuerza de dicterios, la lentitud de los Romanos. El Centurión da una orden. Dos soldados se acercan a Jesús y le quitan con rápidos y bruscos movimientos cuantas vestiduras lleva. El Crucificado ha de estar completamente desnudo: como el que entra en un baño, dice un antiguo. Apenas despojado le pasan dos cuerdas por las axilas y le izan sobre la cruz. A la mitad del tronco hay una clavija que hace de asiento, donde el cuerpo encontrará precario y doloroso sostén. Otro soldado, apoyada la escalera en uno de los brazos de la cruz, sube allá con un martillo, coge la mano que curó a los leprosos y acarició los cabellos de los niños, la extiende sobre el leño y coloca un clavo en medio de la palma abierta. Los clavos son más bien largos y con una cabeza ancha, en la que se puede dar fácilmente. El herrero 266

improvisado da un golpe que traspasa la carne, y luego otro y un tercero, de suerte que se clava la punta y va entrando hasta no dejar fuera sino la cabeza. Un poco de sangre salpica de la mano horadada a la mano martilladora; pero el diligente obrero no para atención en ello y sigue golpeando con fuerza sobre el delicado yunque, hasta que el trabajo no está concluido. Entonces baja y hace lo mismo con la otra mano. Todos han guardado silencio, con la esperanza de oír los alaridos del crucificado. Pero Jesús calla ante los verdugos como ha callado ante los jueces. Ahora les toca el turno a los pies. Es un trabajo que se puede hacer desde el suelo, porque las cruces romanas no son muy altas, tanto, que dejando en ellas por mucho tiempo los cuerpos de los ajusticiados, pueden llegar perros y chacales a hozar en las entrañas y comérselas. El enclavador levanta las rodillas de Jesús, para que las plantas de los pies se adhieran por completo a la madera, y tomando la medida a tientas, para que la punta de hierro penetre entre los dos metatarsos, asesta el golpe en el dorso del primer pie e hinca el clavo hasta asegurarlo fuertemente. Lo mismo hace con el otro pie y, por fin, vuelve arriba la vista, para cerciorarse de si la obra está acabada o falta algo que hacer. Se le ha olvidado el cartel, que le habían quitado a Jesús del cuello y tirado al suelo. Lo coge, vuelve a tomar la escalera y con dos tachuelas lo clava en lo alto de la cruz, sobre la cabeza coronada de espinas. Al cabo, vuelve a bajar, arroja el martillo a un lado y mira a ver si sus compañeros han terminado. También los Ladrones están ya clavados y las tres Cruces tienen su ofrenda de carne. Los soldados pueden descansar ya y repartirse las vestiduras de aquellos que no han de necesitarlas más. Los despojos eran los gajes eventuales de los ejecutores y les pertenecían por la ley. Cuatro eran los soldados que tenían derecho a las ropas de Jesús y cuatro partes hicieron de ellas. Quedaba la túnica, que estaba tejida toda de una pieza y no tenía costura. Era una lástima cortarla y que luego a nadie sirviera. Pero uno de ellos, viejo jugador, halló el remedio. Sacó los dados, los arrojó en el casco, como los asaeteadores de la paloma en Virgilio, y la túnica fue echada a suertes. El que es Rey ya no posee en el mundo más que las espinas de la corona, que le han dejado en la cabeza para mayor vilipendio. Todo ha concluido; las gotas de su sangre caen lentas de las manos al suelo y las de los pies tiñen de rojo el zócalo de la cruz. Los asesinos pueden estar contentos de sí mismos y de los verdugos extranjeros. Ya están seguros de que no se les escapará: su boca se abrirá dentro de poco en la agonía; pero quedará vacía de palabras. El que ellos creían envenenador del pueblo, enemigo del Templo y del Negocio, está sujeto con cuatro sólidos sostenes en el árbol de la ignominia. Los señores de Jerusalén podrán, desde aquella noche, dormir sueños más tranquilos. Un clamor de carcajadas demoníacas, de exclamaciones jubilosas, de feroces insultos, se elevó de la chusma que hormigueaba sobre el Calvario. He ahí en alto — exclamaban — aquel pajarraco de mal agüero, como lechuza clavada por las alas a la puerta del campesino; el pobre que no quería más que una sola túnica está completamente desnudo; el peregrino 267

que no tenía una piedra donde descansar la cabeza, tiene hoy buena almohada de madera; el impostor que engañaba con sus milagros no tiene ya las manos libres para amasar el barro que da vista a los ciegos; el que odiaba a Jerusalén, está colgado a la vista de la santa ciudad; el maestro de tantos discípulos tiene por toda compañía a dos ladrones que le insultan y cuatro soldados que se aburren. Llama ahora a tu Padre para que te salve o a una legión de ángeles que te quite de ahí y nos disperse con espadas de fuego. Entonces creeremos nosotros también que eres el Cristo y hundiremos la cara en el polvo para adorarte. Y algunos de los Sacerdotes, moviendo la cabeza, decían —¡Tú que destruyes el Templo y en tres días 1o reedificas, sálvate a ti mismo! ¡Si de veras eres el Hijo de Dios, baja de esa cruz! Es una invitación que recuerda la de Satanás en el Desierto. También ellos, como Satanás, quieren un prodigio. ¡Se los han pedido tantas veces! Un gran milagro — le dicen — sería que consiguieras desclavar los cuatro clavos y bajar de la cruz, y que relampaguease en el cielo el poder del Padre asaeteándonos como a deicidas; pero tú ves muy bien que los clavos son fuertes y no ceden y que nadie viene, ni del cielo ni de la tierra, en tu socorro. Al mismo tiempo le escarnecían los Escribas, los Ancianos y hasta los soldados que nada tenían que ver, e incluso los Ladrones que padecían al par que él: —¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! ¿No es el Rey de Israel? Si es Cristo, el Elegido de Dios, descienda de la cruz para que veamos y creamos. Y confíe en Dios; si Dios lo quiere, libértelo ahora, ya que ha dicho: Yo soy el Hijo de Dios. ¡Ha dicho — seguían blasfemando — que venía a dar la vida; pero no consigue salvarse él de la muerte! Se ha vanagloriado de ser Hijo de Dios y Dios no se mueve para arrancar del patíbulo a su primogénito. De modo que siempre ha mentido: no es verdad que haya salvado a nadie, ni es verdad que Dios sea su padre, y si ha mentido en eso, ha mentido también en lo demás y merece esa muerte. No era menester esta prueba; pero también esta prueba ha sido clara, como todo el mundo puede ver; nuestra conciencia no puede estar más tranquila A estas horas, si fuese posible el milagro, no estaría ahí agonizando; pero el cielo está vacío y el sol, linterna de Dios, nos alumbra para que podamos ver mejor las contracciones de su rostro y el estertor de su pecho. Lástima — terminaban — que los Romanos no permitan nuestra antigua pena contra los blasfemos, porque nos hubiéramos desahogado mejor lapidándote, y cada cual hubiera tenido su parte de satisfacción en tomar tu cabeza por blanco de nuestras piedras, en llenarte de golpes, de cardenales, de sangre y revestirte de una túnica de piedras, y ocultarte bajo un montón de cascotes. Una vez, ante la adúltera, dejamos las piedras; pero hoy nadie se hubiera echado atrás y hubieras pagado por ti y por ella. También la cruz es cosa buena; pero hay menos satisfacción para quien mira. ¡Sí al menos estos extranjeros nos hubieran permitido dar un martillazo en los clavos! ¿No respondes? ¿No tienes ganas ya de predicar? ¿No logras bajar? ¿Por qué no te dignas convertirnos también a nosotros? ¡Sí hemos de 268

amarte, demuéstranos primero que Dios te ama hasta el punto de hacer un gran milagro para arrancarte a la muerte! Pero el divino crucificado calla. El tormento de la fiebre que ya empieza no es tan atroz como las palabras de los hermanos que lo crucifican una segunda vez sobre la cruz de la espantosa ignorancia.

DIMAS
Los Ladrones que habían sido crucificados con Jesús empezaron a tenerle mala voluntad por el camino, cuando le vieron libre del peso de la cruz. En ellos nadie se fijaba, que hubiesen de morir ellos también de la misma muerte, a nadie les conmovía; a Él le maltrataban pero se daban cuenta, al menos, de que existía, y todos se preocupaban de Él y a Él acudían como si estuviese solo. Por Él venía detrás toda aquella gente — gente importante, gente instruida y de dinero — por Él lloraban las mujeres y hasta el Centurión se conmovía. Este embaucador provinciano — pensaban — es el Rey de la fiesta y llama la atención de todos como si, en efecto, fuera un rey. Quién sabe si nos hubiera llegado a nosotros el vino con mirra, de no haberlo Él rechazado con asco. Pero uno de ellos, cuando oyó las grandes palabras del compañero envidiado — "perdónalos, porque no saben lo que hacen" — se calló de pronto. Aquella oración era para él tan nueva, le producía sentimientos tan extraños a su espíritu y a toda su vida, que le recordó de improviso aquella edad, la más olvidada, la primera, cuando él era también inocente y pensaba que había un Dios al que se podía pedir paz como los pobres piden pan a la puerta de los señores. Pero en ningún cántico, por mucho que quisiera recordar, había una petición como aquélla, tan fuera de lo corriente, tan inesperada en uno a quien van a matar. Con todo, aquellas inesperadas palabras hallaban en el disecado corazón del Ladrón cierto enlace con algo en que hubiera querido creer, especialmente en aquel momento que estaba por comparecer ante un Juez más terrible que los de los tribunales. Aquella oración de Jesús hallaba un encastre imprevisto entre pensamientos que él, el ladrón, no hubiera podido expresar con razones habladas, pero que le parecían, de vez en vez, iluminaciones en la oscuridad de su destino. ¿Había sabido con toda verdad lo que hacía? Y los demás, ¿habían pensado en él, habían hecho por él lo que era menester para apartarlo del mal? ¿Había habido alguien que de veras le quisiese, que le hubiera dado de comer cuando tenía hambre y una capa cuando tenía frío, y una palabra de amistad cuando surgían, en su alma amargada y solitaria, las tentaciones? A tener un poco más de pan y de amor, ¿hubiera cometido lo que le había llevado al Calvario? ¿No estaba él también entre los que no saben bastante lo que hacen? ¿No eran acaso Ladrones como él los Levitas que traficaban con las ofrendas, los Fariseos que estafaban a las viudas, los Ricos que a fuerza de usuras estrujaban a los desgraciados? Ellos eran los que le habían condenado a muerte; pero, ¿qué derecho, en fin, tenían a matarlo si nunca habían hecho nada por salvarlo y se manchaban con su mismo delito?

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Esto pensaba en su corazón sobresaltado, mientras esperaba que le clavasen a él también. La proximidad de la muerte, — ¡y de qué muerte! — aquella plegaria inaudita del que no era ladrón, pero había de sufrir la misma pena que los ladrones; el odio que deformaba los rostros de los mismos que le habían condenado a él también, trabajaban su pobre alma herida inclinándola a sentimientos que no había experimentado nunca desde la infancia, a sentimientos cuyo nombre no sabía siquiera, pero que podían asemejarse al arrepentimiento y a la ternura. Cuando estuvieron los tres en la cruz, el otro Ladrón, aun entre el espasmo producido por los clavos, continuó insultando a Jesús. Y probaba a su vez a vomitar de su boca, rodeada de babosa pelambre, los desafíos de los Judíos. — ¿No eres el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros contigo. Si era verdaderamente el Hijo de Dios, ¿por qué no pensaba en libertar también a sus compañeros de desgracia? ¿Por qué no se apiadaba de ellos? Luego tenían razón — argüía — los de abajo: era un embustero, un hijo de nadie, un abandonado, un maldito. Y el sarcasmo del rabioso Ladrón se aumentaba por despecho de una esperanza fallida. Una esperanza que apenas si había asomado como sueño inverosímil de una salvación milagrosa. Pero un desesperado espera hasta en lo imposible, y aquel desengaño casi le parecía una traición. Pero el Buen Ladrón, que hacía un rato le escuchaba y escuchaba también lo que vociferaban los demás rabiosos allá abajo, se dirigió al compañero: — ¿Ni siquiera tienes miedo de Dios, tú que te hallas aquí sufriendo el mismo suplicio? En cuanto a nosotros, es justicia, porque recibimos la pena digna de nuestras acciones; pero él no ha hecho nada de malo. El Ladrón ha llegado, a través de la conciencia de su culpa, a la certidumbre de la inocencia del misterioso perdonador que tiene al lado. Nosotros hemos cometido crímenes dignos de castigo; pero éste "no ha hecho nada de malo" y, sin embargo, se le castiga igual que a nosotros; ¿por qué, pues, le insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente? Y le volvía a la mente lo que había oído contar de Jesús, pocas cosas, y para él poco claras. Pero sabía que había hablado de un Reino de paz y que él mismo habría de presidir. Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase cierta comunidad entre aquella sangre que brotaba al mismo tiempo de sus manos de criminal y la de aquellas manos de inocente, prorrumpió en estas palabras: — ¡Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino! Hemos sufrido juntos; ¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz; al único que te ha defendido cuando todos te ofendían? Y Jesús, que a nadie había respondido, volvió la cabeza cuanto podía hacia el Ladrón compasivo, y le respondió 270

— En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso. No le promete nada terrestre; ¿de qué le aprovecharía que le desclavasen de la cruz y se arrastrase unos cuantos años más, llagado y menesteroso, por los caminos del mundo? No ha pedido, en efecto, como el otro, ser salvado de la muerte. Se contenta con que le recuerde después de la muerte, cuando vuelva glorioso. Jesús, en vez de la vida temporal y perecedera, le promete la vida eterna, el Paraíso, y sin tardanza: "hoy mismo". Ha pecado. Ha quitado a los ricos una parte de su riqueza; tal vez ha robado también a los pobres. Pero Jesús ha tenido siempre por los pecadores enfermos de una enfermedad más atroz que las del cuerpo, una compasión que no ha querido esconder. ¿No ha venido, acaso, para devolver el calor del establo a la oveja perdida entre las zarzas del campo? Un solo instante de verdadera contrición le basta. El ruego del Ladrón fue inmediatamente escuchado. El Buen Ladrón es el último convertido por Jesús en el tiempo de su vida mortal. Nada más sabemos de él; solamente su nombre, conservado por un apócrifo. La Iglesia, fundada en aquellas promesas de Cristo, lo ha recibido entre sus santos con el nombre de Dimas.

LA OSCURIDAD
####La respiración de Jesús se hacía cada vez más trabajosa. De le dilataba el pecho con afanosa convulsión por aspirar un poco más de aire; la cabeza le martilleaba, por causa de las heridas; el corazón le latía acelerado, vehemente, como si quisiera escapársele; la fiebre ardorosa de los crucificados le quemaba todo el cuerpo, como si la sangre se hubiera convertido en sus arterias en fuego corriente. Estirado en aquella incómoda postura; clavado en el madero sin libertad alguna de movimientos; sostenido por las manos que se le desgarraban si se abandonaba, pero que cansaban mucho el tronco azotado y maltrecho si, para no gravitar sobre ellas, se mantenía recto, descansando sobre los clavos de los pies, aquel cuerpo joven y divino, que tantas veces había sufrido en fuerza de contener un alma demasiado grande, era ya una hoguera de dolor en que ardían, al mismo tiempo, todos los dolores del mundo. La crucifixión era, en verdad, como confesó un gran retórico y verdugo que murió asesinado antes de Cristo, el más cruel y horrible de los suplicios. El que causaba más dolor y por más tiempo. Si sobrevenía el tétano, un sopor compasivo apresuraba la muerte; pero los había que resistían, padeciendo más cada vez, hasta el día siguiente y más. La sed de la fiebre, la congestión del corazón, la turgencia de las venas, el estiramiento de los músculos, los vértigos y los dolores agudísimos de cabeza, la angustia lacerante y creciente, no bastaban para vencerlos. Pero los más, al cabo de doce horas, expiraban.

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La sangre de las cuatro heridas de Jesús se había coagulado en torno a la cabeza de los clavos; pero cada sacudida hacía fluir otros hilos que caían, lentos, a lo largo de la cruz y goteaban en tierra. La cabeza se había doblado, por el dolor del cuello, hacia un lado; los ojos, aquellos ojos mortales a los que se había asomado Dios para mirar la tierra, estaban ya vidriados por la agonía; y los labios, lívidos, agrietados por el llanto, resecados por la sed, contraídos por la afanosa respiración, mostraban los efectos del último beso, del beso apestoso de Judas. Así muere el Hombre-Dios, que ha librado de la fiebre a los afiebrados, que ha dado el agua de la vida a los sedientos, que ha despertado a los muertos de los féretros y de los sepulcros, que ha devuelto el movimiento al petrificado por la parálisis, que ha ahuyentado a los demonios de las almas bestializadas, que ha llorado con los que lloraban, que ha hecho renacer a vida nueva a los malos en vez de castigarlos, que ha enseñado con palabras de poesía y pruebas milagrosas el amor perfecto que los brutos delirantes, revolcándose en el sueño y en la sangre, nunca hubieran podido descubrir. Ha cerrado las llagas y han llagado su cuerpo intacto; ha perdonado a los malhechores, entre malhechores; ha amado infinitamente a todos los hombres, incluso a aquellos que no merecían su amor, y el odio le ha clavado aquí, donde el odio es castigado y castiga; ha sido justo como la justicia y se ha consumado en su perjuicio la injusticia más dolorosa; ha llamado a la santidad a los hombres envilecidos y ha sucumbido a manos de los envilecedores; ha traído la vida y le dan, en cambio, la muerte más ignominiosa. Tanto se necesitaba para que los hombres pudiesen aprender de nuevo el camino del Paraíso; elevarse de la borracha bestialidad a la embriaguez de los santos; resucitar de la inerte imbecilidad, que parece vida y es muerte, a las magnificencias del Reino de los Cielos, Que la mente se incline ante el misterio indescifrable de esta necesidad que a algunos escandaliza; pero que el corazón de los hombres no olvide a qué precio se saldó nuestra enorme deuda. Diecinueve veces cien años los hombres renacidos en Cristo, dignos de conocer a Cristo, de amar a Cristo y de ser amados de Cristo, han llorado, al recuerdo de aquel día y de aquel martirio. Pero todas nuestras lágrimas, recogidas como en amargo mar, no bastan para apagar una sola de aquellas gotas que cayeron, rojas y lentas, sobre el monte de la Calavera, Un bárbaro rey de bárbaros ha dicho la palabra más fuerte salida de boca cristiana pensando en aquella sangre. Le leían a Clodoveo la historia de la Pasión, y el rey feroz suspiraba y lloraba, cuando de pronto, no pudiendo contenerse, echando mano al puño de su espada, gritó: — "¡Ah, si hubiese estado yo allí con mis Francos! Palabras ingenuas, palabras de soldado violento que contradicen las palabras de Cristo a Pedro entre los Olivos; pero hermosa con la hermosura de un amor cándido y vigoroso. Porque no basta llorar, por quien no ha dado lágrimas únicamente, sino que es necesario combatir. Combatir en nosotros todo lo que nos separa de Cristo; combatir entre nosotros a todos los enemigos de Cristo. 272

Porque si más tarde millones de hombres han llorado pensando en aquel día, aquel viernes, alrededor de la Cruz, todos — menos las Mujeres — reían. Y los que reían no todos han muerto, que han dejado hijos y nietos y muchos de ellos están bautizados; pero también hoy se ríen a nuestro lado, y sus descendientes se reirán hasta el Día en que Uno solo pueda reírse. ¡Si el llanto no borra la sangre, qué pena podrá expiar aquella tremenda risa! ¡Mirad todavía una vez más a los que ríen en torno a la cruz donde muerden a Cristo los dolores más devoradores! Helos allí, arracimados en las laderas del Calvario como una banda de chivos encendidos por el odio. Miradlos bien, miradlos a la cara uno por uno; los reconoceréis a todos, porque no han muerto todavía. Ved cómo alargan los hocicos oliscadores, los cuellos nudosos, las narices enarcadas y ganchudas, los ojos rapaces que asoman por entre las cejas hirsutas. Observadlos cuán horribles son en aquellas posturas espontáneas de implacable cainismo. Contadlos bien, por que están todos, iguales a los que conocemos, hermanos de quienes encontramos a toda hora en nuestro camino. No falta ninguno. Están, en primera fila, los Bonzos de abultado vientre, de corazón algodonoso, de grandes orejas enzarzadas de pelos, de grandes labios que son, en ciertos momentos, cráteres de blasfemias. Y codo con codo, los Escribas protervos, lagañosos y glandulosos, con el rostro de un amarillo excrementicio, zurcidores de mentiras, eructando podredumbre y tinta. Y los Epulones que echan hacia delante el impúdico embarazo de su bandullo repleto, brutos que se lucran con el hambre, que engordan en las carestías, que convierten en numerario la paciencia de los pobres, la belleza de las vírgenes, el sudor de los esclavos. Y los torpes Monederos, expertos en tráficos ilícitos y vejaciones, que viven para robar y alcahuetear. Y los leñosos Legistas, adiestrados en vulnerar la Ley contra el inocente. Y detrás, los altaneros pilares de la sociedad, la mezcolanza de los tunantes defraudadores, de los pícaros matones, de los bribones deslenguados, de los pedigüeños lastimeros, de los haraganes desarrapados; la baja hez lobuna que come debajo de las mesas y gruñe entre las piernas de quien no alarga un mendrugo o un puntapié. Ellos son los eternos enemigos de Cristo, que parecen hoy alegres coribantes de infame saturnal, y han vomitado sobre la faz de Cristo la saliva infecta, la baba hedionda, las heces fangosas del alma. Alguno de ellos tal vez ha pasado esta noche en la crápula y el día antes ha jurado en falso; tal vez alguno ha engendrado un bastardo, ha pesado con pesas falsificadas, ha dicho que no a quien lloraba. Y esta espuma fangosa de humanidad sucia y ladrona exhala de la letrina del corazón su desprecio por quien la redime, se encarniza contra aquel que perdona, lanza sus vituperios sobre Cristo, que arde en amor por ella, sobre Cristo que por ella muere. Nunca como en aquel día se vieron tan netamente contrapuestos, en la antítesis de una tragedia voraginosa, el bien y el mal, la inocencia y la infamia, la luz y las tinieblas. Parece como si la misma naturaleza quisiera esconder el horror de aquel espectáculo. El cielo, que había estado raso toda la mañana, se oscureció de improviso. Una niebla densa, 273

como procedente de las marismas del infierno, se alzó detrás de las colinas, y poco a poco se extendió a todos los puntos del horizonte. Un escuadrón de negras nubes avanzó sobre el sol, aquel dulce y claro sol de abril que había calentado las manos de los homicidas, lo cercó, lo asedió y; por fin, lo cubrió de un denso velo de tinieblas. "Y hasta la hora nona hubo oscuridad en toda la región”.

LAMMA SABACTANI
Muchos, atemorizados por la invasión de aquellas tinieblas misteriosas, huyeron del alto del Calvario y se volvieron enmudecidos a sus casas. Pero no todos. El aire estaba tranquilo; todavía no llovía y en la sombra blanqueaban, destacándose, los tres pálidos cuerpos colgados. Querían saturarse hasta el fin de aquella agonía: ¿por qué abandonar el teatro antes de que el drama haya concluido con el último grito? Y los que quedaban alargaban el oído en la oscuridad para oír si el abominado protagonista entremezclaba alguna palabra con su estertor gemebundo. Los padecimientos del Crucificado se agrandaban por minutos. Su cuerpo, de temple delicado de suyo, desfallecido por la tensión de los últimos tiempos, deshecho por la lucha de la última noche, extenuado por los espasmos de las últimas horas, no se sostenía ya, Y el espíritu sufría aún más que el cuerpo desgarrado, que todavía, por poco tiempo, le encarcelaba. Parecía como que le habían dejado para siempre y que su alma de niño divino envejecía de pronto con una vejez sin precedente. Todos estaban lejos de Él: los compañeros de los años felices, los confidentes de su ternura, los pobres que le miraban con amor, los niños que ofrecían la cabeza a sus caricias, los curados que no acertaban a separarse de sus pasos, los discípulos cuya alma había rehecho. Junto a Él no había más que una partida de caníbales furiosos que esperaban, mofándose, su muerte. Únicamente las mujeres no le habían abandonado. Apartadas a un lado, lejos de la Cruz, por miedo a los hombres voceadores, María, su madre; María Magdalena, María de Cleofás, Salomé, madre de Juan y de Santiago — y tal vez también Juana de Cusa y Marta — asistían, aterradas, a su fin. Tuvo todavía fuerzas para confiar a Juan la herencia más cara y sagrada que dejaba en la tierra: la Virgen Dolorosa. Pero después, a través del velo del llanto, ya no vio a nadie y pareció estar solo en la muerte, como solo había estado en los momentos más solemnes de su vida. ¿Dónde estaba el Padre, propicio y benévolo, al que hablaba antes con la certidumbre de la respuesta y de la ayuda? ¿Por qué no le socorría ofreciéndole una señal de su presencia o, al menos, haciéndole la gracia de llamarlo así sin más tardanza? Y entonces se oyeron en el aire sombrío, en el silencio de la oscuridad, estas palabras: — ¡Eli, Eli, lama sabactani! – Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?

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Era el primer verso de un salmo [1] que se había repetido a sí mismo infinitas veces, porque en él hallaba muchos vaticinios de su vida y de su muerte. Ya no tenía fuerza de gritarlo, como en el Desierto; pero a su conturbado espíritu volvían una por una las invocaciones dolientes: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ... En ti confiaron nuestros padres; confiaron y tú los salvaste; clamaron a ti y viéronse libres . . . Pero yo soy un gusano y no un hombre: el oprobio de la gente, el desprecio del pueblo. Todos los que me ven se mofan de mí, tuercen el gesto, mueven la cabeza diciendo: ¡Encomiéndese al Eterno y que el Eterno lo libre, lo salve, ya que le ama! Sí, tú eres quien me ha sacado del seno de mi madre, y me has hecho descansar en paz sobre el pecho materno. ¡No te alejes de mí, que la angustia está próxima y no hay quien me ayude! Los toros de Basán me rodean, abren la boca contra mí, como león que desgarra, que ruge. Yo soy como agua que se esparce; todos mis huesos están descoyuntados; mi corazón es como de cera: se deshace en mis entrañas. Mi fuerza se seca como la arcilla; la lengua se me pega al paladar; tú me tiendes en el polvo de la muerte. Porque perros me rodean; una caterva de malvados me cerca; me han taladrado manos y pies. Me miran, me observan; se reparten entre ellos mis vestidos y echan mi túnica a suerte. Pero tú, Señor, no te alejes; tú, que eres mi fuerza, ven presto en mi ayuda". Las súplicas de este salmo profético que tan de cerca recuerdan al Hombre de Dolores de Isaías, suben del corazón herido del Crucificado como último aliento de su humanidad agonizante. Pero ciertas bestias más próximas a la cruz creyeron que llamaba a Elías, el profeta siempre vivo, que en la imaginación popular estaba ligado a la aparición del Cristo. —Éste llama a Elías. En aquel momento uno de los soldados cogió una esponja, la impregnó en vinagre, la clavó en una caña y la acercó a los labios de Jesús. Pero los Judíos decían: — Déjalo, vamos a ver si Elías viene a bajarle. El legionario, que no quiere molestias, deja la caña. Pero luego de algún tiempo — y el tiempo parece infinito y quieto en aquella oscuridad, en aquella expectación, en aquella penosa suspensión de todos — se oyó de lo alto la voz, que parecía ya lejana, de Cristo: — Tengo sed. El soldado cogió de nuevo la esponja, la mojó otra vez en su cantimplora llena de posta — la mixtura de agua y vinagre de los soldados romanos — y de nuevo la acercó a la ávida boca que también para él había pedido el perdón. Jesús, apenas hubo acercado los labios, exclamó: — Todo se ha consumado. 275

Aquél que tantas veces apagó la sed ajena y deja en el mundo una fuente de vida que nunca se ha de secar — donde los cansados encuentran la fuerza, los putrefactos la juventud, los inquietos la paz — ha sufrido siempre una sed de amor jamás satisfecha. Y aun ahora, en la sequedad agotadora de la fiebre, no tiene sed de agua, sino de una palabra de compasión que rompa la opresión de la desconsoladora soledad. El Romano le da, en vez del agua pura de los torrentes galileos; en vez del vino cordial de la última cena, un poco de su agria bebida; pero el acto pronto y benigno de aquel oscuro esclavo le dice, entre las sombras de muerte que ya le rodean, que un corazón ha sentido piedad de su corazón. Si un extranjero a quien nunca ha visto antes de hoy ha hecho algo, aunque sea tan poco, por compasión hacia él, es señal de que el Padre no le ha abandonado. El cáliz está vacío: toda la amargura está apurada. Con el fin de los tormentos, va a llegar la hora del triunfo. Y recogiendo sus últimas fuerzas grita en medio de la oscuridad —¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu! Y Jesús, clamando de nuevo con gran voz, e inclinando la cabeza, rindió el espíritu. Aquel alto grito, tan potente que consiguió librar el alma de la carne, resonó en las tinieblas y se perdió en los espacios de la tierra. "A aquel grito, cuenta Mateo, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, y la tierra tembló y las rocas se resquebrajaron y las sepulturas se abrieron y los cuerpos de muchos santos que dormían en el sueño de la muerte resucitaron y, saliendo de los sepulcros, se aparecieron a muchos". Pero los corazones de los espectadores fueron más duros que las rocas: estos muertos, que tenían apariencia de vida, no resucitaron al supremo llamamiento. Casi mil novecientos años han pasado desde el día en que se dio aquel grito, y los hombres han centuplicado los fragores de su vida para no oírlo. Pero entre la bruma y el humo de nuestras ciudades, en la oscuridad cada vez más profunda en que los hombres encienden las hogueras de su miseria, aquel grito supremo de alegría y de liberación, aquel grito inmenso que continuamente nos llama a cada uno de nosotros, resuena aún en el alma de quien no ha sabido olvidar. Cristo ha muerto. Ha muerto en la cruz como los hombres han querido, como ha escogido el Padre y como el Hijo aceptó. La agonía ha terminado y los Judíos están satisfechos. Ha expiado hasta lo último y ha muerto. Ahora comienza nuestra expiación.

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LA CRUZ INVISIBLE
Cristo ha muerto y su cuerpo agujereado sigue pendiente de una Cruz invisible plantada en medio de la tierra. Bajo esa cruz gigantesca, goteando sangre todavía, van a llorar los crucificados en el alma, y todos los tirones de los Judas no han podido desarraigarla Pero los escarnecedores no han muerto. Su estirpe es longeva. Los bisnietos de Caín y de Caifás no han cesado de infamar ni de burlarse. La locura de la cruz es un escándalo demasiado fuerte para su prudencia. Cuánto ruido, cuánta maravilla — vocean los grajos de la erudición — por un hombre muerto en la cruz. Vosotros — nos arguyen — decís que ese hombre era un Dios; pero nosotros sabemos, nosotros que lo sabemos todo y hemos leído todos los libros, que la muerte violenta de un héroe, de un semidiós, de un ser divino, en suma, no es cosa tan nueva que justifique tan duradero apasionamiento. Jesús es uno más en la lista: ¿queréis que la desmenucemos desde el principio? No hay necesidad de ello. También nosotros conocemos a esos fantoches fabulosos de la edad legendaria. Y sabemos que no es el caso de sacarlos de los adornados poetas y los viejos mitógrafos para hacer de ellos objeto de comparaciones sacrílegas. ¿Queréis, acaso, recordarnos al pobre Osiris, a quien su envidioso hermano Set el Rojo, después de haberlo encerrado en un cajón, arrojó al mar, donde los peces hicieron menudos pedazos el mísero cuerpo del monarca de Egipto? ¿O al bello Tammuz babilonio, que murió bajo las patas del jabalí como su hermano y primo Adon? ¿O al monstruo Eabani, muerto en una riña por los habitantes de Nipur cuando acompañaba al amigo Izdubar? ¿O al cantarín Orfeo, a quien las Basáridas despedazaron porque honraba únicamente a Anoto y no se dignaba tocar su cítara en honor de Baco? ¿O al casto Hipólito que, por no haber correspondido a los abrazos de Fedra, fue muerto por un toro salido del mar? ¿O al valiente cazador Orión, que fue asaeteado por Artemisa porque se atrevió a desafiarla a jugar al disco? ¿O a la otra víctima de Artemisa, Acteón, que fue despedazado por los perros yendo de caza, por haber incurrido en el enojo de la diosa? ¿O al forzudo Hércules, barrendero de cuadras, que después de haber gozado de varias mujeres murió abrasado por la camisa que Neso, el centauro experto en esguazos, había dado con engaño a la celosa Deyanira? ¿Al buen Hércules, a quien poco después habría resucitado su hermano Iolao, poniéndole ante las narices, al glotón, un buen plato de codornices? ¿O al Titán, que por haber enseñado a los hombres el uso del fuego y otras útiles industrias, fue dado como cebo a los buitres, pero siempre vivo e inmortal y consolado por las Oceánidas? ¿O al famosísimo Dionysos Zagreo, a quien sus hermanos hicieron pedazos y echaron a cocer en una caldera, pero que no mucho después resucitó, según la fábula, para consuelo de las ménades y los vendimiadores? Todos ellos son creaciones de la mitología popular, refundidas y embellecidas por los poetas; seres alegóricos, a quienes ningún viviente ha conocido. Pero Jesús fue hombre real y verdadero, y vivió entre los hombres que contaron su historia poco después de su muerte, en tiempos próximos y conocidos. Aquellos otros no fueron muertos por haber dado una ley nueva, una revelación inolvidable, sino que todos, exceptuando Prometeo, representación 277

de los primeros civilizadores y dispensador únicamente de bienes materiales, murieron por venganza, por desgracia, por celos, por orgullo, por casualidad. Los motivos del padecer y del morir de estas criaturas fantásticas fueron personales, privados, mezquinos. Ninguno de ellos sacrificó su vida por la salud de los hombres, y el mismo Prometeo, de haber previsto la ira de Júpiter, hubiera ocultado a los mortales desagradecidos el terrible don del fuego. Pero sin recurrir a la mitología — arguyen los descendientes de Caifás — sabemos de otros que, a la par de Jesús, sufrieron por dar a los hombres la verdad y fundaron, como él, escuelas y religiones. ¿Pero cuáles, por favor, que sean comparables, ni aun de lejos, a Jesús? ¿Acaso el buen burócrata Confucio, que tuvo mujer e hijos, y fue recaudador de los impuestos sobre los pastos, superintendente de obras públicas, y murió pacíficamente en su lecho a los setenta y tres años? ¿O Verdhamana, jefe del jainismo, que murió de muerte natural a los setenta y dos? ¿O Zarathustra, que fue muerto en guerra durante el asedio de Bakhdi? ¿O el Budha Sidharta, nacido de rey, que engendró un hijo hermoso de una bella esposa, y se apagó a los ochenta años por haber comido carne de cerdo demasiado gorda? El único muerto por sentencia de un tribunal fue Sócrates; pero nadie ha creído nunca que Sócrates fuese un Dios o hablara en nombre de Dios, y mucho menos que revelase verdades sobrehumanas. No quiere salvar a los hombres, sino que se esfuerza en enseñar a los atenienses el arte de razonar con mayor precisión. Ha traído, dicen, la filosofía del cielo a la tierra. Pero Jesús ha traído, por decirlo así, el cielo a la tierra. Sócrates promete una reforma parcial de la inteligencia; Jesús la felicidad y la eternidad. Y, por otra parte, el agudo profesor de Mayéutica había llegado ya a los setenta años y no fue martirizado; antes bien, le permitieron larga defensa y murió de muerte sin dolor, entre sus discípulos, que no le habían hecho traición ni abandonado. Jesús ha enseñado algo infinitamente mejor que una sofística depurada o una moral cívica a los hombres a su semejanza, según las palabras de su anunciado Ezequiel: "Yo os daré un corazón nuevo y depositaré en vosotros un nuevo espíritu y arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y pondré en vosotros mi espíritu." Nos invita a la imitación de Dios, a someternos al gobierno de Dios, es decir, a ser divinamente libres. Sed santos, como Dios es santo; perfectos, como Dios es perfecto; perdonad como Dios perdona; amaos como Dios os ama. También Jesús, como la serpiente del jardín, pero con fin opuesto, ha dicho a los hombres: Sed semejantes a Dios. Pero muchos de los hombres no han querido obedecerle. Dios está muy alto y el fango tiene sus dulzuras. Al gusano envuelto en la suciedad del cieno le hace falta mucho trabajo para trocarse en santo y aproximarse a aquella perfección que es la única felicidad digna de ser buscada, la única que no desilusiona. Y han rechazado lo que Cristo había ofrecido con toda su sangre implorante. Y por no oír su voz que llamaba a una empresa harto difícil, han intentado ahogarla en la cruz. Han tenido terror a perder sus bienes de piedra, de metal y de papel y no han creído en los infinitos bienes que en cambio prometía. Y por esa negativa y ese temor han clavado a 278

Cristo en la cruz, donde ha muerto aquel día en el alto de la Calavera, clamando en la obscuridad. Y cada vez que uno de nosotros no responde a su grito, da un nuevo golpe en los clavos que le sujetaron hace tantos siglos a la indestructible Cruz.

AGUA Y SANGRE
Cristo ha muerto, al fin, como han pedido los jefes de su pueblo, pero ni el último grito los ha despertado. Y toda la multitud que se había reunido para este espectáculo, dice Lucas, se retiraba dándose golpes de pecho. ¿Pero hay dentro de aquellos pechos corazones que de veras laten por el gran corazón que se ha parado? No hablan, se apresuran a irse a casa, a cenar: tal vez hay en ellos más espanto que amor. Pero un extranjero, el Centurión Petronio, que había asistido silencioso al suplicio, se recobra y suben a sus labios de pagano las palabras de Claudia Prócula: — Ciertamente, este hombre era justo. No conoce el verdadero nombre del muerto; pero sabe, al menos, con certeza que no es un malhechor. Es el tercer testimonio romano en favor de la inocencia de aquel que, por Pedro y sus sucesores, será perpetuamente romano. Los Judíos no piensan en palinodias. Pero piensan, por el contrario, en que se les echará a perder la Pascua si no llevan al punto de allí los cadáveres sangrientos. La noche se acerca y apenas se ponga el sol empezará el Gran Sábado. Por eso mandan a decir a Pilato que haga romper las piernas a los condenados y los mande enterrar. El crurifragio era uno de los crueles hallazgos de la crueldad para acortar el padecimiento de los crucificados: una especie de gracia, que permitía acabar pronto en casos apresurados. Los soldados, recibida la orden, se acercan a los Ladrones y les quiebran las rodillas y los muslos a golpes de maza. A Jesús le habían visto morir y podían ahorrarse el trabajo de los mazazos. Pero uno de ellos, como para descargo de su conciencia, echando mano a la lanza, le dio un gran golpe en el costado y vio con maravilla que de la herida salía sangre y agua. Aquel soldado se llamaba, según antigua tradición, Longinos, y se dice que algunas gotas de aquellas sangre cayeron sobre sus ojos, que tenía enfermos, y los sanaron de repente. Cuenta el Martirologio que desde aquel día Longinos creyó en Cristo y fue monje durante veintidós años en Cesarea, hasta que, por su fe, le cortaron la cabeza. Claudia Prócula, el Legionario compasivo que ha mojado por última vez los labios del agonizante, el Centurión Petronio y Longinos son los primeros Gentiles que han recibido a Jesús el mismo día en que Jerusalén lo expulsó. 279

Pero no todos los Judíos se han olvidado de él. Ahora que está muerto; ahora que está frío como todos los muertos e inmóvil como los verdaderos cadáveres; ahora que es un cadáver mudo, inofensivo, tranquilo, un cuerpo sin alma, una boca silenciosa, un corazón que ya no palpita, he aquí que asoman de las casas donde se habían encerrado desde primera noche, los amigos de la hora vigésimo quinta, los secuaces tibios, los discípulos secretos, los admiradores de incógnito, que por la noche ponen el candil bajo el celemín, y de día, cuando hay sol, desaparecen. Todos hemos conocido a esos amigos: almas cautas, temblorosas ante la idea del "qué dirán", que le siguen a uno, pero de lejos; nos reciben, pero cuando nadie nos pueda ver juntos; nos estiman, pero nunca tanto que confiesen esa estimación a nadie más que a sí mismos; nos quieren, pero no hasta el punto de perder una hora de sueño o un céntimo roñoso para socorrernos. Mas cuando llega la muerte, a la que ha contribuido también la avaricia y la vileza de tales hombres nauseabundos, comienza la fiesta para ellos. Son ellos los que lloran las lágrimas más selectas y brillantes, guardadas precisamente para aquel día; ellos son los que tejen con las mismas manos industriosas las flores de las guirnaldas y las flores de la retórica funeraria, y es preciso ver con cuánto garbo, con cuánta valentía y compunción se avienen a ser plañideras, necrologistas, epigrafistas y conmemoradores. Al verlos multiplicarse de aquella manera se diría que el muerto no tuvo más fieles compañeros que ellos, y las almas buenas casi sienten un poco de lástima por aquellos desventurados supervivientes que han perdido, a lo que parece, la mitad, o, por lo menos, una cuarta parte de su ser. A Cristo, para su mayor martirio, no le faltaron amigos de tal condición, y dos de ellos salieron a la luz al oscurecer del viernes. Eran dos graves y egregias personas, dos notables de Jerusalén y del Consejo, dos señores ricos — por lo común, estos fetos de amigos son, como es natural, ricos — en una palabra, dos Sanedritas: José de Arimatea y Nicodemus. Para no mancharse las manos con la sangre de Jesús, no se habían dejado ver en la sesión del Sanedrín, y se habían encerrado en su casa, lanzando acaso, de su amoroso pecho, algún suspiro, y creyendo salvar así su reputación y su conciencia. Pero no pensaron que la complicidad, aun siendo pasiva, hace el juego de los asesinos, y que el abstenerse, cuando es un deber el oponerse, equivale a consentir. José de Arimatea y Nicodemus habían, pues, participado, aunque ausentes y no consentidores, en la muerte de Cristo, y su póstumo duelo pudo expiar en parte su culpa, pero no eximirlos de ella. Mas por la noche, cuando los colegas no pueden ya desconfiar de ellos y han dejado, satisfechos, el alto de la Calavera y no hay riesgo ya de comprometerse ante los ojos de la alta sociedad sacerdotal y burguesa, porque el muerto muerto está y no molesta ya a nadie, los dos discípulos nocturnos, "ocultos por miedo a los Judíos", creen amansar su remordimiento ocupándose en sepultar al ajusticiado. El más valiente de los dos, José — "cobrando ánimos", como observa Marcos, que pone de relieve un hecho tan insólito en aquel conejo togado —, se presenta a Pilato y le pide el cuerpo de Jesús. Pilato, estupefacto porque hubiese muerto ya — pues muchas veces los crucificados resistían hasta dos días — llamó a Petronio que había presidido la ejecución, y oída su referencia, "donó" el cuerpo al Sanedrita. El Procurador, aquel día, fue generoso, porque, generalmente, los soldados romanos hacían pagar a los parientes aun los cadáveres. No podía decir que no a persona tan notable, y rica por añadidura, y acaso la facilidad del 280

donativo fue más bien efecto del tedio que del bien parecer. ¡Le habían molestado toda la mañana con aquel intempestivo Rey, y ni aun después de muerto le dejan tranquilo! José, obtenido el permiso, se fue en busca de una buena sábana blanca y de vendas, y se encaminó al lugar del Calvario. De camino, o allí arriba, se encontró con Nicodemus, que tal vez era amigo suyo por semejanza de carácter y que iba allí con el mismo pensamiento. Tampoco Nicodemus se había parado en gastos y llevaba consigo, a lomos de un criado, cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Llegados a la cruz, mientras los soldados desclavaban a los dos Ladrones para arrojarlos a la fosa común de los condenados, se pusieron a desclavar a Jesús. José, Ayudado por Nicodemus y de algún otro, arrancó con trabajo — tan bien clavados estaban — los clavos de los pies. La escalera seguía allí. Uno de ellos, subiéndose en ella, quitó también los de las manos, apoyando el cuerpo, ya sin sostén, sobre su hombro, para que no cayese. Luego los otros le ayudaron a bajarlo y el cuerpo fue depositado sobre las rodillas de la Dolorosa, que lo había dado a luz. Después se encaminaron todos a una huerta próxima, donde había una gruta destinada para la sepultura de Jesús. El huerto era del rico José y la gruta la había hecho cavar él para sí y los suyos, porque en aquel tiempo todo judío acomodado tenía una tumba familiar apartada de todas las otras, y los muertos no estaban condenados a esa promiscuidad de nuestros cementerios administrativos provisionales, geométricos y democráticos como toda nuestra moderna magnífica barbarie. Apenas llegados al jardín los dos honorables enterradores, hicieron sacar agua del pozo y lavaron el cuerpo. Las Tres Marías — la Virgen, la Contemplativa, la Liberada — no se habían movido del lugar en que murió aquel a quien amaban. También ellas, más expertas y delicadas que los hombres, andaban solícitas para que el sepelio, hecho así de noche y a toda prisa, no fuese indigno de aquél a quien lloraban. Les correspondió a ellas arrancar de la cabeza la injuriosa corona de los legionarios de Pilatos y las espinas que se le habían clavado en la piel; a ellas, desenredar y rizar los cabellos emplastados con sangre, y cerrar los ojos que tantas veces les habían mirado con casta ternura. Muchas lágrimas de las piadosas mujeres cayeron sobre aquel rostro, que recobraba en la tranquila palidez de la muerte la antigua dulzura de rasgos, llanto que lo lavó con agua más pura que la del pozo de José. Todo el cuerpo estaba sucio de sudor, de sangre, de polvo: las heridas de las manos, de los pies y del pecho todavía manaban una agüilla sanguinolenta. Terminado el lavatorio, el cadáver fue envuelto en los perfumes de Nicodemus, que no se escatimaron, pues eran abundantes, y se cubrieron incluso las bocas negras que los clavos dejaron. Desde la noche en que la Pecadora, anticipándose a este día, había vertido sobre los pies y la cabeza del Perdonador el vaso de nardo, el cuerpo de Jesús no había recibido más que salivazos y golpes. Pero ahora el pálido ajusticiado era cubierto, como aquel día, de perfumes y de lágrimas, más preciosas que los perfumes. Luego, cuando las cien libras de Nicodemus hubieron cubierto a Jesús de una colcha olorosa, ataron la sábana alrededor del cuerpo con largas vendas de lino y la cabeza fue 281

envuelta en un sudario, y sobre el rostro, después que todos le besaron en la frente, tendieron otro paño. La gruta estaba abierta y no tenía más que un nicho, porque, hecha hacía poco tiempo, aun no había servido. José de Arimatea, que no supo salvar a Cristo vivo en alguna de sus casas, le cedía, ahora que el furor del mundo se debilitaba, la oscura habitación subterránea que para su futura carroña se había hecho cavar. Los dos Sanedritas recitaron en alta voz, según el uso, el salmo mortuorio, y finalmente, depuesto con cuidado el cándido envoltorio en el antro, cerraron la abertura con una gran piedra y se alejaron taciturnos, seguidos de los demás. Pero las mujeres no les siguieron. No lograban apartarse de aquella piedra que las separaba de aquel a quien habían amado más que a su propia belleza. ¿Cómo podían dejar solo, en la doble tiniebla de la noche y del sepulcro, a quien tan tristemente solo había estado en su larga agonía? Y oraban, con voz que apenas se oía; y recordaban juntas un día, un gesto, una palabra del Maestro; y si una intentaba consolar a otra, sollozaba ésta más fuerte y le llamaban por su nombre, apoyadas en la piedra, y desahogaban, por fin, en la sombra húmeda y negra del huerto, aquel puro y santo amor, más grande que el amor, que ya no podían contener en sus pequeños corazones. Luego, finalmente, las venció el frío y el terror de la noche y partieron también, con los ojos abrasados, tropezando, ya en la maleza, ya en las piedras, prometiéndose una a otra volver allí apenas transcurrida la fiesta.

LA LIBERACION DE LOS DURMIENTES
El cuerpo herido de Jesús reposaba, al fin, sobre un lecho de perfumes en el interior de la roca del huerto. Pero su espíritu, desencarcelado del pesado envoltorio carnal, no reposaba. Había transmitido a los vivos el Feliz Anuncio y le habían pagado con la muerte; ahora había de llevárselos a los muertos que de siglos y milenios atrás le esperaban en las profundidades del Sheol. En uno de los Evangelios apócrifos más antiguos leemos que los testigos de la resurrección oyeron una voz que decía: “¿Anunciaste la obediencia a los que dormían? Y se oyó responder desde la cruz: Sí”. En la primera epístola de Pedro encontramos la afirmación de esta predicación a los durmientes. Y Pablo, que supo de las cosas divinas mucho más de lo que le fue concedido decir, afirma que Cristo "había descendido también a las regiones inferiores de la tierra". El Símbolo de los Apóstoles ha ratificado de modo inapelable la antigua certidumbre cristiana. La imaginación de los pueblos antiguos había fantaseado varias veces sobre un descenso a los infiernos. En Babilonia se contaba que Istar había penetrado en el terrible reino de 282

Nergal para devolver la vida a su Tammuz, y que fue también el héroe Izdubar para pedir al sabio Sitnapistim el secreto de la eterna juventud. En Grecia los poetas contaban de Hércules que por una boca del cabo Tenaro había penetrado en el mundo inferior, para sacar de él como trofeo al espantoso Cerbero; de Teseo y Peritoo, que se habían aventurado allí para devolver entre los vivos a la raptada Persifone; de Dionysos, que entre tantas proezas, quiso descender allá para rescatar a Semelé, su madre; de Orfeo, que quiso arrancar a Plutón a la perdida Eurídice; de Ulises, que forzó a las sombras, con el hechizo de la sangre, a que acudiesen hacia él para que Tiresias pudiese decirle cómo volvería a la patria; de Eneas, que fue conducido a los infiernos para que Virgilio encontrase modo de alabar a los héroes no nacidos aún. También de Pitágoras se decía que una vez había ido al infierno; pero el único relato que de su viaje nos queda es una tardía parodia. En todos estos cuentos acerca de personas fabulosas vemos que los héroes quieren dar una prueba de su arriesgada bravura o desean conocer alguna cosa que a ellos solos interesa, como Izdubar y Ulises, o también, y es el caso más común, desean librar de la muerte a un ser que les fue caro sólo a ellos. Cuando no se trata, como en la Eneida, de un mero expediente literario. Pero ninguno de ellos va para salvar a los muertos olvidados, para liberarlos del poder infernal, para llevarles a su vez un mensaje de más alta vida. Istar, para atemorizar al portero del Aralu, amenaza con resucitar a los muertos; pero ¡con qué salvajes intenciones! "Yo resucitaré a los muertos — grita la hija de Sin — para que vayan a comerse a los vivos, y así serán más numerosos los muertos que los vivos". En estas imaginaciones harto humanas del vulgo no hay nada que recuerde, ni aun de lejos, el descenso de Cristo. A Él le mueve el impulso divino de una justicia que no está sujeta a las humanas divisiones del tiempo. Entre los que duermen en el sueño de la tierra no están sólo los brutos que nada conocieron fuera de sus bueyes y su mujer; los perversos, que mancharon su alma con todos los malos deseos y las manos con sangre fraterna; los perezosos, que se dejaron abrasar del sol sin reconocer siquiera en aquel ojo fulgurante la imagen de un Padre exorable; los ricos, que no tuvieron ante sí otros dioses que la Riqueza y el Comercio; los Reyes que fueron, como decía Aquiles, en su ira, no pastores, sino devoradores de pueblos; los idólatras, que creyeron congraciarse con sus dioses adorando imágenes de piedra, revolcándose en la embriaguez de orgías lascivas, degollando hombres y animales, cegados por supersticiones abominables; los satisfechos, que se detenían en la letra de unas leyes groseras, que se creían perfectos en un mundo que juzgaban perfecto y no tenían la esperanza, ni siquiera la idea, de una futura renovación del mundo. Estaban, bien que raros y dispersos en el interminable cementerio milenario de las antiguas edades, aquellos que sin tener todavía la ayuda de una revelación completa habían logrado una pureza de vida que, aun estando muy lejos de la perfección, se parecía a ésta, como la sombra representa, con su negro diseño, el cuerpo coloreado y vivo. Algunos de ellos no sólo habían fijado las primitivas leyes y precarias alianzas de los hombres, sino que las habían perfeccionado y, en ocasiones, superado. Los más señalados habían reunido a los pueblos primeramente divididos en tribus y habían hecho de ellos una sola nación dentro de la cual el fiero derecho de la guerra sin perdón, al menos, se mitigaba y refrenaba; otros habían libertado a su pueblo de la esclavitud extranjera o habían enseñado las artes que hacen más fácil la vida y las que hacen olvidar, por un instante, el dolor. Entre la innumerable legión de los bestializados y los podridos había surgido, de cuando en cuando, 283

un hombre de temple más noble, que no había negado al pobre su fuego y su pan, que había domado su cuerpo, domesticado las pasiones más innobles y obedecido, aunque penosamente, a una regla interior, que era como un presentimiento de santidad. Y habían existido, finalmente, en el pueblo que Cristo ha escogido por suyo, los Patriarcas, guardianes amorosos de rebaños y familias; los Legisladores que escucharon en la montaña, en medio de las llamas, los mandamientos del Eterno; los Profetas que, durante tantos siglos, con tanto amor y tanta esperanza, habían anunciado el advenimiento de un libertador que disolvería las injusticias y los dolores del mundo como barre el mistral las nubes sofocantes de los valles. Para esos pocos justos, primicias de santidad antes de los santos, bienhechores de los hombres antes del Salvador; que anunciaron a Cristo y le prepararon los caminos, que fueron, en suma, al menos en el deseo, cristianos antes de Cristo, era necesario, con esa necesidad que es al mismo tiempo justicia y amor, el descenso de Jesús al vasto reino de los muertos. Aquel a quien habían prefigurado sin saber su nombre, y esperado sin poderlo ver cuando gozaban de la luz del sol, apenas muere en la cruz se acuerda de ellos y desciende a libertarlos para llevarlos consigo a la gloria. Un antiguo texto apócrifo refiere ese descenso: el derribo de las puertas, la victoria sobre Satanás, la exultación de los justos de la antigua ley y la ascensión de aquel pequeño ejército de bienaventurados al Paraíso. Y en tanto se encuentran allí arriba a Enoch y Elías, que no murieron en la tierra, como los demás, sino que fueron arrebatados, vivos aun, al cielo, ven llegar a un hombre desnudo y ensangrentado, con una cruz al hombro. Es el Buen Ladrón, al que le fue cumplida la promesa que el Crucificado le ha hecho, aquel mismo día, en el Calvario. Estas representaciones son más bellas que ciertas. Pero la tradición cristiana, sin pretender conocer al pormenor la historia del descenso y los nombres de los libertados, ha puesto entre los artículos de la fe la evangelización de los muertos, y la sombra de Virgilio, trece siglos después, le podrá recordar a Dante, en el humo del infierno, el advenimiento del "poderoso, con signo de victoria coronado.”

NO ESTA AQUI
No había nacido aún el sol del día que para nosotros es el domingo, cuando las mujeres se encaminaron al huerto. Pero sobre las colinas de Oriente una esperanza blanca, ligera como el reflejo remoto de una tierra vestida de lirios y plata, se elevaba lentamente entre el palpitar de las constelaciones, venciendo el tenue fulgor y el centelleo de la noche. Era una de esas albas serenas, que hacen pensar en los inocentes que duermen y en la belleza de las promesas, y en que el aire limpio y benigno parece haber sido conmovido un momento antes por un vuelo de ángeles. Días virginales que se preparan con lúcidas palideces, con alegre verecundia, con frescos estremecimientos, con alentadoras candideces. Iban las mujeres, abstraídas por la tristeza, en el crepúsculo perfumado, como hechizadas por una inspiración que no sabían explicar. ¿Volvían a llorar sobre la roca? ¿O a ver una vez más a quien supo ganar sus corazones sin maltratarlos? ¿O a deponer en torno al 284

cadáver del inmolado aromas más fuertes que los de Nicodemus? Y hablando para sí, decían: — ¿Quién nos apartará la piedra del sepulcro? Eran cuatro, porque a María de Magdala y María de Betania se habían unido Juana de Cusa y Salomé; pero eran mujeres y debilitadas por el dolor. Pero cuando llegaron allá el estupor las detuvo. La oscura boca de la gruta se abría en la oscuridad. No creyendo en sus ojos, la más atrevida tanteó el umbral con mano temblorosa. A la luz del día, que aumentaba a cada instante, vieron la piedra allí al lado, apoyada en las peñas. Las mujeres, mudas de espanto, se volvieron para mirar a su alrededor, como esperando que alguien llegase a decirles qué había sucedido en aquellas dos noches que habían estado lejos de allí. María de Magdala pensó al punto que los Judíos habían hecho robar entretanto el cuerpo de Cristo, no satisfechos aún de lo que le habían hecho sufrir estando vivo. O que, tal vez, despechados por aquella sepultura que les parecía harto honrosa para un ajusticiado, le hubieran arrojado a la fosa infame de los lapidarios y los crucificados. Pero no era más que un presentimiento. ¿No descansaría tal vez Jesús todavía allí dentro, en sus fajas olorosas? A entrar no se atrevían; pero tampoco podían decidirse a volver sin haber sabido algo de cierto Y apenas el sol, emergiendo por entre las crestas de las colinas, alumbró la abertura de la gruta, cobraron ánimos y entraron. Al pronto no vieron nada; pero un nuevo espanto las estremeció. A la derecha, sentado, un jovencito vestido de blanco — sus vestiduras, en aquella oscuridad, eran cándidas y resplandecientes como la nieve — parecía esperarlas. — No os asustéis. El que buscáis no está aquí: ha resucitado. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¿No recordáis lo que dijo en Galilea, que sería entregado a los pecadores y resucitaría al tercer día? Las mujeres escuchaban, temblorosas y atónitas, sin poder responder. Pero el joven continuó: —Id a sus hermanos y decidles que Jesús ha resucitado y que pronto volverán a verle. Las cuatro, temblando de espanto y de alegría, salieron de la gruta para correr de inmediato adonde las mandaban. Pero cuando hubieron dado unos pasos, que ya estaban casi fuera del huerto, María de Magdala se detuvo, y las demás, sin esperarla, siguieron su camino hacia la ciudad. Ni ella misma sabía por qué se quedaba. Acaso las palabras del desconocido no le habían persuadido y no se había dado cuenta siquiera de si el recinto estaba de veras vacío; ¿no podía ser aquél un cómplice de los sacerdotes que quisiera engañarlas?

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De pronto se volvió y vio, cerca de ella, destacándose sobre el follaje y el sol, a un hombre. Pero no lo reconoció, ni aun cuando le dijo: — Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? María creyó que era el hortelano de José, que había ido allí temprano a trabajar. — Lloro porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Si has sido tú, dime dónde lo has puesto, y yo iré por él. El Desconocido, enternecido por tan apasionado candor, por tan ingenua puerilidad, no respondió más que una sola palabra, un nombre, el de ella; pero con la voz conmovida e inolvidable con que otras veces la había llamado: — ¡María ! Entonces, como despertándose de pronto, reconoció al que lloraba como perdido: —¡Rabboni! ¡Maestro! Y cayó a sus pies, en la hierba húmeda, y quiso estrechar en sus manos aquellos pies desnudos que aun mostraban la doble llaga de los clavos. Pero Jesús le dijo: — No me toques, porque aun no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo hacia mi Padre y vuestro Padre. Y diles que les precederé en Galilea. Y al punto se separó de la arrodillada y se alejó entre los árboles, coronado de sol. María le siguió con la vista hasta que desapareció; luego se levantó de la hierba, alterado el semblante, como fuera de sí, ciega de felicidad, y corrió a unirse con sus compañeras. Estas habían llegado poco antes a la casa donde los discípulos estaban escondidos, y con palabras presurosas y anhelantes habían referido el extraordinario caso: el sepulcro abierto, el joven vestido de blanco, las cosas que había dicho, el Maestro resucitado, la embajada a los hermanos. Pero los hombres, todavía amedrentados por la catástrofe y en aquellos días de peligro más torpes e indolentes que las pobres mujeres, no querían creer aquellas novedades. Alucinaciones, delirios de mujeres, decían. ¿Cómo puede haber resucitado tan pronto? Nos dijo que volvería, pero no enseguida: ¡tantas cosas terribles tendremos que ver antes de ese día!

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Creían en la resurrección del Maestro; pero nunca antes del día en que resuciten todos los muertos, cuando Él retorne glorioso, Ahora, no, repetían: es demasiado pronto, no puede ser verdad: sueños matutinos de exaltadas, engaños de espectros. Llegó en esto, anhelante por la carrera y la excitación, María de Magdala. Lo que habían dicho las otras era verdad en todo. Pero había más: ella misma le había visto con sus propios ojos y le había hablado, y de pronto no le había reconocido; pero le reconoció luego, no bien la llamó por su nombre; había tocado sus pies con sus mismas manos, había visto las heridas de aquellos pies; era él, vivo, como antes, y la había mandado, como el joven del sepulcro, que fuera en busca de sus hermanos para que supiesen que había resucitado como tenía prometido. Simón y Juan, saliendo, al fin, de su estupor, se lanzaron fuera de la casa y corrieron hacia el jardín de José. Juan, que era el más joven, adelantó al otro y llegó primero al sepulcro. Y asomando la cabeza a la entrada, vio en el suelo las vendas, pero no entró, Simón lo alcanzó anhelante, y se precipitó hacia la gruta. Las vendas estaban caídas por el suelo; pero el sudario que cubría la cabeza del cadáver estaba doblado a una parte. También Juan entró y vio y creyó. Y sin decir palabra se volvieron a casa a toda prisa, siempre corriendo, como si esperasen hallar al Resucitado entre los demás que allí habían dejado. Pero Jesús, apenas dejó a María, se había alejado de Jerusalén.

EMMAÚS
Empieza de nuevo para todos, después del solemne intervalo de la Pascua, el quehacer de los días pobres e iguales. Dos amigos de Jesús, de los que estaban en la casa con los discípulos, habían de ir aquel día, para sus faenas, a Emmaús, pueblecito distante de Jerusalén un par de horas de camino. Partieron apenas Juan y Simón volvieron del sepulcro. Todas aquellas noticias les habían impresionado un tanto, pero sin acabar de persuadirlos de un hecho tan portentoso e inesperado. Gente que iba a lo seguro y nada crédula, no acertaban a comprender que fuese verdad todo aquello que habían oído contar: si el cuerpo del Maestro no estaba allí, ¿no podían habérselo llevado manos de hombres? Cleofás y su compañero eran dos buenos Judíos que dejaban un lugar para el ideal en su ánimo, preocupado por solicitudes harto reales. Pero aquel lugar no era, en verdad, muy grande, y aquel ideal tenía que adaptarse al hueco que le quedaba libre, si no quería verse expulsado como un huésped molesto. También ellos, como todos los Discípulos, esperaban la venida de un libertador, pero que antes que nada libertase a Israel. Un Mesías, en suma, que fuese hijo de David más bien que hijo de Dios; guerrero a caballo en vez de un pobre andariego; azote de enemigos y no acariciador de enfermos y de niños. Las palabras de Cristo habían logrado ablandar la antigua cáscara de aquel mesianismo carnal; pero la Crucifixión los conturbó. Querían a Jesús y sufrieron con su sufrimiento; pero aquel fin 287

repentino, infamante, sin gloria y sin resistencia, contrastaba demasiado con lo que ellos esperaban y especialmente con lo mucho más que deseaban. Que fuese un salvador humilde, caballero en asnos mansos y no en caballos de batalla, y un poco más espiritual y suave de lo que hubieran querido, podían comprenderlo, aunque con trabajo, y soportarlo, si bien de mala gana. Pero que el libertador no hubiese querido libertar ni a los demás ni a sí mismo; que el salvador no hubiese hecho nada por librarse; que el Mesías hubiera acabado, a manos de los Judíos, en el patíbulo de los bandidos y de los parricidas, era, en opinión de ellos, una desilusión demasiado fuerte y un escándalo sin disculpa. Se compadecían del Crucificado con toda sinceridad; pero al mismo tiempo estaban tentados de suponer que se habían engañado acerca de su ser verdadero. Aquella muerte — ¡y qué muerte! — tomaba en las almas estrechas de aquellos hombres prácticos un aire luctuoso de derrota. Hablando de estas cosas iban, en la tarde paternal encendida de sol, y de cuando en cuando se acaloraban, porque no siempre estaban de acuerdo. De pronto vieron, con el rabillo del ojo, moverse una sombra en el suelo cerca de ellos. Se volvieron. La sombra era de un hombre que los seguía como queriendo escuchar lo que hablaban. Se detuvieron, según se acostumbra, a saludarlo, y el viajero les hizo compañía. No les parecía cara desconocida la suya; pero por más que le miraban no acertaban a reconocerlo. El recién llegado, en vez de responder a sus mudas preguntas, les interrogó: — ¿Qué es eso que venís diciendo mientras camináis tristes? Cleofás, que debía ser el más viejo, respondió con cierto movimiento de extrañeza: — Tú solo eres forastero en Jerusalén, que nada sabes de las cosas que han pasado estos días. — ¿Qué cosas? — preguntó el desconocido. — Lo de Jesús de Nazareth, profeta poderoso en obras y en palabras ante el pueblo y ante Dios, y a quien los jefes de los sacerdotes y nuestros jueces han condenado a muerte en la cruz. En cuanto a nosotros, esperábamos que fuese destinado a rescatar a Israel; pero ya hace tres días que estas cosas han sucedido. Es verdad que algunas mujeres nos han asombrado porque, habiendo ido esta mañana al sepulcro, lo hallaron vacío; y dicen que han tenido ciertas visiones y que Jesús vive. Algunos de los nuestros han ido al sepulcro y lo han hallado desierto como habían dicho las mujeres; pero a él no le han visto. — ¡Cuán insensatos sois — exclamó el forastero — y lentos en creer las cosas que han dicho los profetas! ¿No era, acaso, necesario que Cristo padeciese todas esas cosas antes de entrar en la gloria? ¿No recordáis lo que fue anunciado, desde Moisés hasta nuestros tiempos? ¿No habéis leído a Ezequiel y Daniel? ¿No conocéis siquiera nuestros cantos al Señor y sus promesas? Y con voz casi airada recitaba las antiguas palabras, declaraba las profecías, rememoraba los rasgos del Hombre de Dolores representado por Isaías. Los dos le escuchaban, dóciles y atentos, sin replicar, porque hablaba enardecido y las viejas admoniciones cobraban en sus 288

labios un calor tan nuevo y significados tan claros, que les parecía imposible no haberlos visto por sí mismos. Aquellas palabras les causaban la misma impresión que si fuesen el eco de otras parecidas, oídas en otros tiempos pero confusamente, como una voz tras una pared, durante la noche. Habían llegado, entretanto, a las primeras casas de Emmaús y el peregrino hizo ademán de despedirse, como queriendo proseguir su camino. Pero los dos amigos no acertaban a separarse del misterioso compañero y le suplicaron que permaneciese con ellos. Caía el sol y, casi al ponerse, daba un tono más dorado y cálido al campo; pero las tres sombras eran más largas que antes sobre el polvo del camino. — Quédate con nosotros — decían — que pronto se hace de noche y declina el día. También tú estarás desfallecido y es hora de probar un bocado. Le tomaron de la mano e le hicieron entrar en la casa adonde iban. Cuando estuvieron a la mesa, el Huésped, sentado en medio, cogió el pan, lo partió y dio un poco a cada uno de los amigos. Ante aquel acto, los ojos de Cleofás y del otro se abrieron, como cuando se nos despierta de pronto y el sol está dando en el lecho. Ambos se levantaron, con un sobresalto de escalofrío, pálidos, lívidos, y, al cabo, reconocieron al muerto a quien habían comprendido mal y calumniado. Pero aun no habían tenido tiempo de besarle, cuando desapareció de su vista. No habían sabido reconocerle por el rostro ni por sus palabras, que, sin embargo, tanto se parecían a sus palabras de cuando vivía; no le habían conocido, mientras hablaba, en la luz de las pupilas, ni en el sonido de la voz. Pero bastó que tomase en las manos aquel pan, como un padre que lo reparte a sus hijos, por la noche, después de una jornada de trabajo y de viaje, para que en aquel acto amoroso, que tantas veces le habían visto hacer en las cenas improvisadas y familiares, descubriesen, al fin, sus manos, sus manos bendicientes y heridas. Y la niebla se disipó y se hallaron cara a cara con el esplendor del Resucitado. Cuando, viviendo entre ellos, fue su amigo, no le habían entendido; cuando, a lo largo del camino, fue su maestro, no le habían reconocido; pero apenas cumple el amoroso oficio de servir a sus siervos y les ofrece el pedazo de pan que era vida y esperanza de vida, entonces al punto lo reconocieron. Y así, sin comer y cansados como estaban, emprendieron de nuevo el camino que habían hecho, y llegaron, ya de noche, a Jerusalén. Y mientras iban caminando, como avergonzados, decían: — ¿No nos ardía el corazón en el pecho mientras nos hablaba y nos explicaba los profetas? ¿Por qué no supimos reconocerle entonces? Los Apóstoles seguían velando. Los recién llegados, sin tomar aliento, contaron el encuentro y lo que les había dicho en el camino, y cómo no le reconocieron hasta el

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momento de partir el pan. Y en respuesta a la nueva confirmación, tres o cuatro voces gritaban a un tiempo: — Sí, el Señor ha resucitado en verdad y se ha aparecido también a Simón. Pero aquellas cuatro apariciones, aquellos cuatro testimonios no bastaron a disipar las dudas de todos. A varios, aquella resurrección tan pronta, tan fuera de lo corriente, que se había realizado de noche, de una manera oculta, les parecía más bien una alucinación del dolor y del deseo que verdad efectiva. ¿Quiénes afirmaban haberle visto? Una mujer — se decían — que tiempo atrás había sido posesa de los demonios; un calenturiento que no parecía el mismo desde que había negado a su Maestro, y dos simples que ni siquiera pertenecían al número de los Apóstoles y que Jesús había preferido, quién sabe por qué, a los amigos más íntimos. A María pensaban — podía haberla engañado un fantasma; Simón, para recobrarse de su cobardía, no había querido ser menos; los otros podían ser unos impostores o unos visionarios. Si Cristo había resucitado verdaderamente, ¿no se hubiera dejado ver de todos, cuando estaban reunidos? ¿Por qué aquellas preferencias? ¿Por qué aquella aparición a sesenta estadios de Jerusalén? Tales eran los pensamientos de varios de los apóstoles. Creían en la resurrección; pero se la imaginaban como una de las señales de la última revolución del mundo, cuando todo se hubiera cumplido. Pero ahora que se hallaban ante la resurrección de Él solo, en aquel día que todo lo demás seguía como antes, se daban cuenta de que el retorno de la vida a la carne, y a una carne que no se había dormido plácidamente en el último sueño, sino de la que había sido arrancada la vida con el hierro; de que aquella idea de la resurrección, retrocediendo del futuro lejano al inmediato presente, chocaba con todas las demás ideas que formaban el tejido de su pensamiento, y que existían antes, pero no aparecían en contraste hasta que se presentó bruscamente el emparejamiento entre dos órdenes superpuestos: el milagro que ellos esperaban como remoto y el hecho actual. Si Jesús ha resucitado — pensaban — quiere decir que es verdaderamente Dios; pero ¿hubiera nunca accedido un verdadero Dios, un hijo de Dios, a dejarse matar y de una manera tan infame? Si su poder era tal que vencía a la muerte, ¿por qué no había fulminado a los jueces, confundido a Pilato, petrificado los brazos de los que le clavaban. ¿Por qué misterio incomprensible el Omnipotente se había dejado arrastrar a la ignominia de los débiles? Así razonaban para sí algunos discípulos, que habían escuchado y no habían comprendido. Cautos como todos los sofistas, no se aventuraban a negar francamente la Resurrección en la propia cara de los que la afirmaban; pero se reservaban su opinión, rumiaban para sí las razones de lo posible y de lo imposible, deseando una confirmación manifiesta, que no se atrevían a esperar.

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¿NO TENÉIS NADA QUE COMER?
Habían apenas ingerido los últimos bocados de una cera improvisada y melancólica, cuando apareció ante la mesa, alto y esplendoroso, Jesús. Los miró uno a uno y con voz melodiosa les saludó: — La paz sea con vosotros. Nadie respondió. El estupor pudo más que la alegría, incluso en aquellos que no era la primera vez que volvían a verlo. En sus rostros leyó el Resucitado la duda que en casi todos alentaba, la pregunta que no osaban exteriorizar con palabras: — ¿Estás, en verdad, vivo o eres una sombra que viene a tentarnos de las cavernas de los muertos? — ¿Por qué os turbáis? — dijo el Resucitado —. ¿Por qué alientan dudas en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies; yo soy, yo; tocadme y ved; porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis que los tengo yo. Y extendió hacia ellos las manos, mostró por una y otra parte las señales todavía sangrientas de los clavos y se abrió la túnica por el pecho, para que vieran la herida de la lanza en el costado. Algunos, levantándose en sus lechos, se arrodillaron y vieron, en los pies desnudos, los dos agujeros profundos, entre dos anillos amoratados. Pero no se arriesgaron a tocarlo, como si temieran verlo desaparecer de improviso, así como de improviso se había aparecido. Se preguntaban, además: ¿sentiría, quien se aventurase a abrazarle, la tibia reciedumbre del cuerpo o pasarían sus brazos a través de la inconsistencia de una sombra vana? Era él, con su rostro, y su voz y los rasgos innegables de la crucifixión; con todo, había en su aspecto algún cambio, que no habrían podido describir, aunque hubiesen tenido en aquel momento el espíritu tranquilo. Aun los más recalcitrantes se veían obligados a creer que el Maestro estaba entre ellos, con todas las apariencias de una vida recomenzada; pero su pensamiento se abismaba en las últimas dudas, y permanecían callados, casi temerosos de tener que creer en sus sentidos, como si esperasen despertar de un momento a otro, y atrapar de nuevo el perdido mundo de las realidades cómodas, desconcertados por aquella flagrante aparición que destruía sus sueños. También Simón callaba: ¿qué hubiera podido decir, sin traicionarse con el llanto, a aquel que le había mirado con sus mismos ojos, en el patio de Caifás, mientras él, Simón, juraba no haberle conocido nunca? Para deshacer sus últimos titubeos, preguntó Jesús: — ¿No tenéis nada que comer?

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No quería ya otro alimento que aquel que había pedido, casi siempre en vano, en toda su vida. Pero para aquellos hombres carnales era necesaria una prueba también carnal; a quien piensa únicamente en la materia y de materia se alimenta, le era necesaria esta demostración material. La última noche habían cenado juntos; también ahora, que se encuentran, comerá con ellos. — ¿No tenéis nada que comer? Había quedado, en un plato, un poco de pescado asado. Simón se lo alargó al Maestro, que se acercó a la mesa y comió el pez con un pedazo de pan, mientras todos le miraban fijamente, como si le vieran comer por primera vez. Cuando hubo acabado, levantó los ojos hacia ellos y les dijo: — ¿Estáis persuadidos ahora? ¿O no comprendéis todavía? ¿Os parece posible que pueda comer un fantasma como lo he hecho yo en presencia vuestra? ¡Cuántas veces he tenido que reprocharos vuestra dureza de corazón y vuestra poca fe! ¡Y he aquí que seguís siendo los mismos de antes y no habéis querido creer a los que me habían visto! Nada, sin embargo, os había ocultado de lo que sucedería en estos días. Pero vosotros, sordos y desmemoriados, oís — y os olvidáis luego, leéis y no entendéis. ¿No os decía, cuando estaba con vosotros, que se cumplirían todas las cosas que estaban escritas y las que yo había anunciado? ¿Que el Cristo había de sufrir y al tercer día resucitaría de entre los muertos, y que en su nombre se predicarían el arrepentimiento y el perdón a todas las gentes, empezando por Jerusalén? Ahora sois testigos de estas cosas, y yo mantendré las promesas que el Padre os ha hecho por mediación mía. Id, pues, por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas. Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Y como el Padre me ha enviado a mí, yo os envío a vosotros. Id, pues, a amaestrar a todos los pueblos enseñándoles a observar, todas las cosas que os he dicho. Y el que crea será salvo y el que no crea, condenado, Yo me quedaré aquí algún tiempo todavía y nos volveremos a ver en Galilea; pero también después estaré con vosotros hasta el fin de los siglos. A medida que hablaba, los rostros de los discípulos se iluminaban de una olvidada esperanza y sus ojos brillaban como los de los ebrios. Era aquella la hora de más consuelo después del abatimiento de aquellos días. Su presencia indudable demostraba que lo que parecía increíble era cierto, y que no los había abandonado y no los abandonaría nunca. Sus enemigos, que parecían victoriosos, estaban vencidos. La realidad visible entraba obediente en el marco de las antiguas profecías. Las cosas que el Maestro había dicho, las sabían de antes; pero sólo cuando la boca de Él las repetía estaban verdaderamente vivas en ellos. Aquellas palabras habían enardecido a los más tibios, reavivado el recuerdo de otras palabras, de otros días más soleados, y sentían de pronto un entusiasmo, un ardor que no experimentaban tiempo hacía, un deseo más fuerte de abrazarse, de quererse, de no separarse nunca de Él. La resurrección del Maestro era para ellos una garantía de triunfo; si había podido salir de la cueva funeraria, sus promesas eran promesas de un Dios, y las 292

mantenía hasta el fin. No habían creído en vano ni estaban solos ya: la crucifixión había sido la oscuridad de un día para que la luz fulgurase más fuertemente en todos los días que habían de venir.

TOMÁS, EL GEMELO
En aquella cena, Tomás, llamado el Gemelo, no estaba. Pero al día siguiente sus amigos corrieron a buscarle, impresionados aún con las palabras de Jesús — Hemos visto al Señor — le decían —; era verdaderamente él, y nos ha hablado, y ha comido con nosotros. Tomás era de los que habían sufrido la más profunda conmoción con la vergüenza del Gólgota. Cierta vez se había declarado dispuesto a morir con su Maestro; pero huyó con los demás, cuando subieron las linternas de los esbirros al monte de los Olivos. Su fe se había oscurecida en aquella sombra que se cernió sobre el Calvario. A pesar de los avisos, nunca hubiera creído que tal sería el fin de su maestro. Aquel colmo de infamia al que Jesús se había dejado conducir con la resignación de un cordero, le hacía sufrir cuando pensaba en ello casi más que la pérdida de aquel que le había amado. Aquel mentís a sus esperanzas terrenas le había ofendido como el descubrimiento de un fraude y excusaba a sus ojos, incluso el oprobio de su abandono. Tomás, como Cleofás y sus semejantes, era un sensualista; ante la poderosa invitación de Cristo, había subido, por decirlo así, de un vuelo demasiado alto, a un mundo que no era el suyo. Su fe irreflexiva le había ganado como por sorpresa, con un entusiasmo contagioso. Pero apenas la llama que lo inflamaba todos los días quedó enterrada, o tal parecía, bajo la piedra ignominiosa del odio, su alma se apagó y se heló y recobró su primitivo modo de ser, el que buscaba con los sentidos las cosas sensibles, y esperaba en la materia mudanzas materiales, y aguardaba de la materia únicamente certezas y consuelos de orden material. Sus ojos se negaban a mirar las cosas que sus manos no hubieran podido tocar, y por eso se veían condenados a no ver lo invisible: gracia reservada únicamente a los que la creen posible. Él creía en el Reino, especialmente cuando las palabras y la presencia de Jesús deleitaban su corazón; pero no en un reino espiritual, sino en un reino terrestre, en un reino donde hombres vivos, regados de sangre cálida, hubieran comido y bebido en mesas sólidas y concretas, gobernando con leyes nuevas una tierra más hermosa, que Dios les adjudicaría. Tomás, después del escárdalo de la cruz, no estaba, ni con mucho, dispuesto a creer, de oídas, en la resurrección. Harto crudamente — pensaba — he visto desmentida mi primera confianza, para que pueda fiarme ahora de mis compañeros de engaño. Y a los que llevaban gozosos la noticia les replicó: — Si no veo en sus manos las llagas de los clavos y no pongo el dedo en la llaga de los clavos y mi mano en el costado, no lo creeré,

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Dijo de primera intención: si no veo. Pero se recobró luego: también los ojos pueden traicionar y muchos fueron cegados por las visiones. Y su pensamiento corre a la experiencia carnal, a la prueba atroz y brutal: poner el dedo donde estuvieron los clavos; poner la mano, toda la mano, donde entró la lanza. Hacer como el ciego, que, a veces, se equivoca menos que los que ven. Reniega de la fe, vista suprema del alma; reniega de la vista misma, el sentido más divino del cuerpo. No tiene confianza ya más que en las manos, carne que oprime carne. Aquel doble reniego le deja a oscuras, en el tanteo de la ceguera, hasta que la Luz hecha hombre, por una suprema condescendencia amorosa, no le devuelva la luz de los ojos y la del corazón. Pero esa respuesta ha hecho de Tomás uno de los hombres más famosos del mundo; porque esa es la eterna virtud de Cristo: la de eternizar aún a aquellos que le han ofendido. Todos los cortos del espíritu, todos los pirronistas de tres al cuarto, todos los chupatintas de las cátedras y de las academias, los tibios cretinos atiborrados de prejuicios, los medrosos, los sofistas, los cínicos, los piojos de la ciencia y los barrenderos de los científicos; todos los gusanos de luz celosos del sol, todos los gansos que no admiten el vuelo de las águilas, han elegido como a protector y presidente a Tomás el Gemelo. De él no saben nada más que esto: si no toca, no cree. Aquella respuesta les parece a ellos el Himalaya del juicio humano. Enhorabuena que otros vean en las tinieblas, oigan en el silencio, hablen en la soledad, vivan en la muerte; la comprensión de sus cerradas molleras no llega a tanto. Lo que ellos llaman "la realidad" es su dominio y de allí no se van. En efecto, propenden al oro que no quita el hambre, a la tierra en la que ocuparán un pequeño agujero, a la gloria que es un corto bisbiseo en el silencio de la eternidad, a la carne que se convertirá en barro agusanado, y en aquellos mágicos y estrepitosos descubrimientos que, después de haberlos hecho esclavos, apresurarán para ellos el formidable descubrimiento de la muerte. Estas y otras semejantes son las cosas "reales" con que se deleitan los devotos de Tomás. Pero, acaso, si les diera la idea alguna vez de leer lo que sucedió después de aquella respuesta, se apresurarían a dudar también del que dudó de la resurrección. Ocho días después los discípulos estaban en la misma casa de la otra vez y Tomás con ellos. Había esperado todos aquellos días, que también a él le sería concedido el ver al Resucitado, y a veces temblaba, pensando que su respuesta era tal vez la razón que le mantenía lejos. Pero, de pronto, he aquí una voz en el umbral — ¡La paz sea con vosotros! Jesús está allí y busca con los ojos a Tomás. Viene ahora por él, solamente por él, porque el amor que le tiene es más grande que todas las ofensas. Y le llama por su nombre, y se acerca para que lo vea bien, cara a cara. — Pon aquí tu dedo y mira mis manos. Alarga tu mano y pónmela en el costado también; y no seas incrédulo, sino ten fe. Tomás obedeció temblando y exclamó: 294

— ¡Señor y Dios mío! Con estas palabras, que parecen una simple salutación ordinaria, Tomás confesó su derrota, más hermosa que todas las victorias, y desde aquel punto fue por entero de Cristo. Hasta entonces le había venerado como a un hombre más perfecto que los demás; ahora le reconoce como a su Dios. Entonces Jesús, para que siempre le punzase la memoria de la duda, respondió: — Porque me has visto has creído; ¡bienaventurados los que no han visto y han creído, sin embargo! ¡Bienaventurados los que creen sin haber visto! Porque las únicas verdades que tienen un valor decisivo en la realidad, pese a los disectores de cadáveres, son aquellas que la vista carnal no ve y que las manos de carne no podrán nunca palpar. Las verdades de la fe vienen de lo alto: el que tiene el alma cerrada por todas partes no las recibe y las verá únicamente el día en que el cuerpo, con sus cinco desconfiados porteros, sea como un traje arrugado y consumido, abandonado sobre una cama, en espera de que lo oculten bajo tierra como placenta hedionda. Tomás no creyó hasta que no vio. Una leyenda antigua cuenta que su mano quedó, hasta su muerte, roja de sangre. Leyenda verdadera con toda la verdad de su terrible símbolo, si entendemos que la incredulidad puede ser una forma de asesinato. El mundo está lleno de tales asesinos, que han empezado por asesinar su propia alma.

EL RESUCITADO RECHAZADO
Los primeros que habían acompañado a Jesús en su primera vida estaban seguros, al fin, de que había comenzado su vida segunda e inmortal. ¡Pero después de cuán dudosa testarudez se han resignado a aceptar la realidad del innegable retorno! Con todo, los enemigos de Cristo, para quitar de en medio la piedra harto gruesa que les es obstáculo para otras negaciones, han acusado precisamente a los sorprendidos y perplejos Discípulos de haber inventado, queriéndolo o no, el mito de una resurrección. Fueron ellos — dicen Caifás y sus modernos secuaces — los que sustrajeron de noche el cuerpo y extendieron luego la noticia de la gruta vacía, para que cualquier místico incauto creyera más fácilmente que Jesús había resucitado y hacer así de manera que los embaucadores pudieran perseverar en sus pestíferas hechicerías en nombre de un hechicero muerto. Y Mateo refiere que los Judíos, por una gruesa suma de dinero, compraron a algunos falsos testigos para que afirmasen, en caso de necesidad, haber visto a Simón y sus cómplices violar el sepulcro y llevarse a cuestas un gran envoltorio blanco. Pero los enemigos modernos, por un último respeto a los que han fundado con sangre la Iglesia indestructible o, más bien por estar profundamente persuadidos de la sencillez de espíritu de los primeros mártires, han renunciado a la suposición del truco mortuorio. Ni 295

Simón — dicen — ni los demás eran de la estofa de que se hacen los comediantes y prestidigitadores: harto más picardía hubieran debido tener para eso en sus toscos cerebros aquellos pobres borregos seducidos; tienen todo el aire de ser más burlados que burladores; pero si no prestidigitadores, fueron, sí, víctimas imbéciles de sus fantasías, o de la picardía ajena. Los Discípulos — afirman gravemente los abstemios de lo trascendente — tenían tan fuerte esperanza de ver a Jesús resucitar, como había prometido, y esta resurrección era tan necesaria y urgente para compensar la ignominia de la cruz, que se vieron inducidos, y casi obligados, a considerarla y anunciarla como inminente. En aquel ambiente de espera supersticiosa, bastó la visión de una histérica, el sueño de un alucinado, el deslumbramiento de un iluso, para que se difundiese en el pequeño círculo de los supervivientes desconsolados la voz de las apariciones. Algunos de ellos, no pudiendo creer que el Maestro los hubiera engañado, prestaban fácilmente fe al que afirmaba haberlo visto después de la muerte, y a fuerza de repetir las fantasías de aquel delirio apasionado, acabaron por creerlas en serio y por imbuir en los más ingenuos tal creencia. Sólo con esta condición, con la confirmación póstuma de la afirmada divinidad del muerto —concluyen — era posible mantener la cohesión entre los que le habían seguido y crear el primer consorcio estable de la Iglesia universal. Pero quienes pretenden disolver con acusaciones de imbecilidad o de fraude la certidumbre y el testimonio de la primera generación cristiana, olvidan muchas y harto esenciales cosas. Entre otras, el testimonio de Pablo. Saulo el Fariseo había estado en la escuela de Gamaliel y había podido asistir, aunque fuera de lejos y como enemigo, a la muerte de Cristo, y conoció, de seguro, las hipótesis de sus primeros maestros, los fariseos, acerca de la resurrección. Pero Pablo, que recibió noticias directas de labios de Santiago el Menor y de Simón; Pablo, famoso en todas las iglesias de los Judíos y de los Gentiles, escribía de esta forma en la primera epístola a los Corintios: "Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día, se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos en una sola vez, de los cuales viven, aún los más y algunos han muerto." La epístola a los Corintios está reconocida como auténtica, incluso por los más sutiles olfateadores de falsificaciones, y no puede haber sido escrita después de la primavera del 58, es decir, cuando aún no habían pasado treinta años desde la crucifixión. Muchos de los que habían conocido a Cristo, y no eran uno ni dos, vivían todavía aquel año y hubieran podido fácilmente desmentir al Apóstol si no hubiesen sido ciertas sus afirmaciones. Corinto estaba a las puertas de Asia, poblada por muchos Asiáticos, en relaciones continuas con la Judea, y las epístolas paulinas eran mensajes públicos que se leían públicamente en las reuniones, y de las que se hacían copias para mandar a las demás iglesias. El solemne y pacífico testimonio de Pablo podía llegar, y llegó ciertamente, a Jerusalén, donde los enemigos de Jesús, vivos parte de ellos todavía, hubieran podido impugnarlos con otros sentimientos. Si Pablo hubiese creído posible una refutación eficaz, nunca se hubiera atrevido a escribir aquellas palabras. Que se pudiera, pues, a tan poca distancia del suceso, afirmar públicamente un prodigio tan contrario a las creencias comunes y a los intereses de enemigos vigilantes, demuestra que la Resurrección no era una fantasía de unos cuantos alucinados, sino una certidumbre que razonablemente no se podía negar y sí muy fácilmente atestiguar. De la aparición de Cristo a los quinientos 296

hermanos no tenemos otro testimonio que el consignado en la citada epístola a los de Corinto; pero ni por un momento podemos creer que Pablo, una de las más grandes y puras almas del primitivo Cristianismo, haya podido sacarla de su cabeza, él que durante tanto tiempo había perseguido a los que creían en la realidad de la Resurrección. Esa aparición de Jesús a los quinientos debió de suceder en Galilea, en el monte del que habla Mateo, y es sumamente probable que el Apóstol hubiera conocido a alguno de los que estuvieron presentes en aquella reunión memorable. Pero hay más. Los Evangelistas, que refieren con cierto desorden, pero con gran candidez, los recuerdos de los primeros compañeros de Jesús, confiesan, tal vez sin pretenderlo, que los Apóstoles no esperaban en modo alguno la Resurrección y, más aún, que les costó trabajo admitirla. Leyendo con atención a los cuatro historiadores, vemos que los Apóstoles siguen dudando, incluso en presencia del Resucitado. Cuando las mujeres, la mañana del domingo, corren a advertir a los discípulos que el sepulcro está desierto y Jesús vivo, las acusan de delirar. Cuando, más tarde, se apareció a muchos en Galilea, "allí lo vieron y lo adoraron — dice Mateo — pero algunos dudaron." Y cuando se apareció por la noche, en el cenáculo, los hay que desconfían de sus ojos y dudan hasta que le ven comer. Tomás duda también después, hasta el momento en que el cuerpo de su Señor está precisamente frente a su cuerpo. Hasta tal punto desconfían de verlo resucitar, que el primer efecto de su aparición es el espanto. "Creían que era un espíritu." No son, pues, tan crédulos y fáciles de engañar como se figuran sus difamadores. Y están tan lejos de la idea de verle volver vivo entre los vivos, que apenas lo ven, lo confunden con otro. María de Magdala cree que es el hortelano de José de Arimatea; Cleofás y su compañero no son capaces de reconocerlo en todo el camino; Simón y los demás, cuando viene a la orilla del Lago, "no sabían que era Jesús". Si realmente le hubieran esperado, con la mente despierta y caldeada por el deseo, ¿hubieran sentido aquel espanto? ¿No le hubieran, por el contrario, reconocido al instante? Se tiene la impresión, leyendo los Evangelios, de que los amigos de Cristo, lejos de inventar su retorno, lo aceptaron como por cierta coacción invencible, rendidos ante la evidencia después de muchos titubeos. Lo contrario, exactamente, de lo que quisieran demostrar los que les acusan de haberse engañado y haber engañado. Pero, ¿por qué esos titubeos? Porque las advertencias de Jesús no habían conseguido deshacer, en aquellas almas tardas e indóciles, la antigua repugnancia judaica a la idea de la resurrección. La creencia en la resurrección de los muertos fue extraña, durante siglos y siglos, a la mente de los Hebreos. En algunos profetas, como Daniel y Oseas, encontramos algún vestigio de ella; pero no aparece verdaderamente explícita más que en un pasaje de la historia de los Macabeos. En tiempos de Cristo, el pueblo tenía de ella una noción confusa, como de milagro lejano que pertenecía a la economía del Apocalipsis; pero no la creía posible antes de la catástrofe final del gran día; los Saduceos la negaban resueltamente y los Fariseos la admitían, pero no ya como privilegio inmediato de uno solo, sino como recompensa remota y común a todos los justos. Cuando el supersticioso Antipas decía de Jesús que era Juan resucitado entre los muertos, quería decir, con una imagen enérgica, que el nuevo profeta era un segundo Juan.

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La repugnancia a admitir una derogación tan extraordinaria de las leyes de la muerte era tan profunda en el pueblo judío, que los mismos Discípulos del Resucitador, que había anunciado su propia resurrección, no estaban dispuestos a admitirla, sin experiencias y contrapruebas. Y eso que habían visto resucitar, a la palabra poderosa de Cristo, al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo, al hermano de Marta y María: los tres muertos que Jesús había despertado, por la compasión de un llanto de madre, de un llanto de padre, de un llanto de hermana. Pero era costumbre de los Doce tergiversar y olvidar. Estaban demasiado sumidos en los pensamientos de la carne para avenirse a creer, sin dilaciones, en una revancha tan anticipada sobre la muerte. Pero cuando estuvieron persuadidos su certidumbre fue tan firme y fuerte, que de la semilla de aquellos primeros testigos nació una interminable cosecha de resucitados a la fe del Resucitado que los siglos no han acabado de recoger aún. Las calumnias de los Judíos, las acusaciones de los testigos falsos, las vacilaciones de los Discípulos, las insidias de los enemigos implacables pero poderosos, los sofismas de los bastardos de Tomá, la fantasías de los heresiarcas, las contorsiones de los galantes espíritus directamente interesados en matar definitivamente a Jesús, los repliegues y tijeretazos de los ideosos, las minas y los asaltos de la alta y la baja crítica, no han podido arrancar del corazón de millones de hombres la certidumbre de que el cuerpo desclavado de la cruz del Calvario resucitó al tercer día, para no morir más. El pueblo escogido de Cristo lo llevó a la muerte, creyendo acabar con él; pero la muerte lo rechazó como lo habían rechazado los judíos, y la humanidad aún no ha saldado cuentas con el ajusticiado que salió de la gruta para mostrar el costado dónde la lanza romana dejó al descubierto para siempre el Corazón que ama a los que le odian. Los pusilánimes que no quieren creer en su primera vida ni en su segunda vida, en su vida inmortal, se apartan de la vida verdadera: de la vida que es adhesión generosa, amor confiado, esperanza de lo invisible, certidumbre de las cosas que no están patentes. Son lamentables muertos que nos parecen vivos los que, como la muerte, lo rechazan. Los que arrastran el peso de sus cadáveres, todavía calientes y respirantes sobre la tierra paciente, se ríen de la Resurrección. A estos Muertos, mientras persistan en rechazar la Vida, les será vedado el segundo nacimiento, el nacimiento en el espíritu; pero no les será negada, el último día, una irrefutable y espantosa resurrección.

EL RETORNO AL MAR
Concluido el drama con el más grande dolor y la más grande alegría, vuelve cada uno a su destino. Jesús va a su Padre, el rey a su reino, el gran sacerdote torna a sus jofainas de sangre, el coro a su silencio expectante, los pescadores a sus redes. Aquellas redes maceradas por las aguas, deshilachadas, desfondadas por los pesos insólitos, tantas veces arregladas, remendadas, compuestas, retejidas, que los primeros pescadores de hombres habían dejado, sin volver la vista atrás, en la playa de Cafarnaum, habían sido acabadas de acondicionar y puestas a un lado por alguno de esos hombres demasiado 298

prudentes que no salen nunca de casa, porque los sueños son breves y el hambre dura lo que la vida. La mujer de Simón, el padre de Juan y de Santiago, el hermano de Tomás, habían conservado esparaveles y trasmallos, como aparejos que pueden hacer falta, como memoria de los ausentes, como si una voz le estuviera diciendo a los que quedaban: Ellos también volverán. Bueno es — se decían — el Reino; pero está por venir, y el lago es bueno hoy mismo y fructífero en peces; santa es la santidad, pero no sólo del espíritu se vive; y un pescado en la mesa es más grato al hambriento que un trono dentro de un año. Y la prudencia de los sedentarios, aferrados a la casa nativa como el musgo a la piedra, acertó por una vez: los pescadores volvieron. Los pescadores de hombres reaparecieron en Galilea y volvieron a coger las viejas redes. Habían recibido la orden del mismo que los sacó de allí para que fuesen testigos de su ignominia y de su gloria. No le habían olvidado ni podrían nunca olvidarlo; siempre hablaban de Él, entre ellos, y con todos aquellos que querían escucharlos. Pero el Resucitado les había dicho: Nos volveremos a ver en Galilea. Y salieron de la infausta Judea, de la iracunda meretriz dominada por sus amantes homicidas y emprendieron de nuevo el camino de la dulce aldea serena de donde los había sacado con suave violencia el amoroso robador de almas. ¡Cuán bellas eran las viejas casas agrietadas por la humedad, con las blancas banderas de la ropa lavada y la hierba nueva que verdeaba al pie de los muros y las mesas lustradas por las manos humildes de los viejos y el horno que cada ocho días arrojaba chispas por su boca renegrida? Y era bello el tranquilo pueblecito, casi marino, con sus corrillos de chicos negros y desnudos, el sol cayendo de plano sobre la plazuela del mercado, los sacos y cestas a la sombra de los portales y aquel hedor a pescado que, juntamente con la brisa, lo llenaba a cada aurora. Pero, sobre todo, era bello el lago: turquesa líquida con entonaciones de berilo en las montañas perfectas; lívida llanura pizarrosa en las tardes nubladas; estanque lechoso de ópalo, con arrugas y ondulaciones de jacintos, en los ocasos cordiales; sombra pavorosa, listada de blanco, en las noches de estrellas; sombra plateada y amorosa en las noches de luna. En aquel lago, que parecía el golfo tutelar de un pueblo feliz y olvidado, habían descubierto sus ojos por primera vez la belleza de la luz y del agua, más nobles que la tierra densa y fea y más fraternales que el fuego. La barca, con los trapecios de las velas, los bancos gastados, el timón, altivo y pintado de rojo, era para ellos, desde sus primeros años, más querida que la otra casa que los esperaba, cubo blanqueado y quieto, a la orilla. Aquellas interminables horas de tedio y de esperanza, espiando el centellear de las ondas, las sacudidas de la red, el ennegrecimiento del cielo, habían llenado la parte más larga de su pobre y sencilla vida. Hasta el día en que un Patrón más pobre y poderoso los llamó consigo, como obreros de un sobrenatural y peligroso trabajo. Las pobres almas, trasplantadas de su mundo ordinario, se habían esforzado en quemarse en aquella viva llama. La nueva vida los estrujó como racimos en el lagar, como a aceituna en el molino, para que de sus corazones ásperos manasen lágrimas de amor y de piedad. Pero fue necesario que se alzase sobre el Calvario la cruz para que llorasen con llanto verdadero; y que el Crucificado volviese a comer de su pan para que de nuevo se encendiesen en esperanza. Y habían vuelto, trayendo consigo certidumbres y esperanzas que habían de transformar al mundo. Pero antes de partir para la obra que les estaba encomendada esperaban volver a ver al que amaban, en los lugares que él amó. Volvían diferentes de cuando partieron, más intranquilos y melancólicos, casi extranjeros, como si regresaran del país de los Lotófagos 299

y vieran ya, con unos ojos más puros, una tierra nueva confederada con el cielo por modo indivisible. Pero las redes estaban allí, colgadas de las paredes, y las barcas amarradas se balanceaban al choque de la resaca. Los pescadores de hombres comenzaron de nuevo, acaso por nostalgia, tal vez por necesidad, a ser pescadores en el lago. Siete discípulos de Cristo estaban juntos, una noche, en el puerto de Cafarnaum: Simón, llamado Piedra, Tomás el Gemelo, Natanael de Caná; Santiago, Juan y otros dos. Y dice Simón — Voy a pescar. — Vamos nosotros también contigo — responden los compañeros. Y saltaron a la barca y salieron; pero aquella noche no pescaron nada. Al aclarar el día, un tanto malhumorados por la noche perdida sin fruto, remaron hacia la orilla. Y cuando estuvieron próximos a ella, vieron en la vacilante luz del alba una figura de hombre junto al agua, que parecía esperarlos: "los discípulos, sin embargo, no reconocieron que era Jesús". — Hijos, ¿no tenéis algo que comer? — exclamó el desconocido. Y ellos respondieron: —No. — Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. Obedecieron y en poco tiempo estuvo la red tan llena que les costaba gran trabajo sacarla. Y todos temblaban, porque ya habían adivinado quién era el que aguardaba. — Es el Señor — dijo Juan a Símón. Pedro, sin decir nada, se puso a toda prisa la túnica, porque estaba desnudo, y se arrojó al agua para llegar antes que los otros. La barca sólo distaba de tierra unos doscientos codos, y en pocos instantes los siete estuvieron alrededor del Señor. Y nadie le preguntó: ¿Quién eres? Porque le habían reconocido. En la playa había unos carbones encendidos sobre los cuales unos cuantos peces estaban asándose y, al lado, una servilleta con pan. Y Jesús dijo: — Venid y comed. Y por última vez partió el pan, lo distribuyó y lo mismo hizo con el pescado. Concluido que hubieron de comer, Jesús se volvió a Simón, y bajo aquella mirada, el infeliz, que hasta entonces estaba callado, palideció:

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— Simón de Jonás, ¿me amas tú más que éstos? Ante aquella pregunta, que respiraba ternura, pero para él tan atroz, Pedro se sintió transportado a otra parte, cerca de otro fuego, donde otros le habían interrogado, y recordó la respuesta de entonces, y la mirada del que iba a morir, y su gran llanto en la noche. Y no se atrevió a responder como hubiera querido. El sí, en su boca, parecería jactancia y atrevimiento; y el no, sería mentira y vergüenza. — Señor, sí, tú sabes que te quiero. No dice que "le ama”; de amor, tantas veces proclamado y traicionado luego, no se atreve a hablar. “Te quiero" es más templado y menos comprometedor. Y no es él mismo quien lo confiesa; se contenta con decir: "ya lo sabes tú", tú que lo sabes todo y ves en los corazones más cerrados. “Te quiero", pero no tiene el valor de añadir, ante los demás que están enterados: "más que todos". Cristo le dice: — Apacienta mis corderos. Y por segunda vez le pregunta: — Simón de Jonás, ¿me amas verdaderamente? Y Pedro, no sabiendo hallar en su turbación otra respuesta, repite: — Señor, tú sabes que te quiero. ¿Por qué quieres hacerme sufrir todavía? ¿No sabes, sin que yo te lo diga, que te quiero, que te amo más que antes, como no te he amado nunca, y que daré la vida por no renegar de tu amor? Dice entonces Jesús: — Apacienta mis corderos. Y por tercera vez añade: — Simón de Jonás, ¿me quieres de verdad? Ya no habla de amor, pero quiere que las tres negaciones de Jerusalén sean borradas ante todos por tres nuevas afirmaciones. Mas Pedro no puede resistir el reiterado tormento. — Señor — exclama, casi llorando —¡tú lo sabes todo y sabes que te quiero! La tremenda prueba ha concluido y Jesús continúa:

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— Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, tenderás las manos y otro te ceñirá y te conducirá adonde no quisieras ir. A la muerte, a la cruz semejante a aquella en que me han clavado amé. Sabe, pues, lo que quiere decir amarme. Mi amor es gemelo de la muerte. Porque os amaba me han muerto; por vuestro amor hacia mí os matarán a vosotros. Piensa, Simón de Jonás, cuál es el pacto que conmigo haces y la suerte que te está reservada. Ya no estaré visible cerca de ti para concederte la paz del perdón después de las caídas de la cobardía. Después de mi muerte, las defecciones y las deserciones son mil veces más graves. Tú responderás de ti y de todos los corderos que dejo a tu custodia, y en premio, al cabo del trabajo, tendrás dos maderos y cuatro clavos, como yo, y la vida eterna. Escoge: es la última vez que puedes escoger y es una elección que haces para siempre, elección definitiva de que te pediré cuenta como el amo al servidor que dejó en su puesto. Y ahora, que has sabido y decidido, ven conmigo. — ¡Sígueme! Pedro obedece; pero, al volverse, ve que se le acerca Juan y pregunta — Señor, ¿y de éste qué será? — Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿qué te importa? Tú, sígueme. A Simón, el primado y el suplicio; a Juan, la longevidad y la espera. Quien tiene el mismo nombre que el Precursor del primer advenimiento, será el anunciador del segundo. El historiador del fin será perseguido y preso, vivirá solitario; pero vivirá más que todos y podrá ver con sus propios ojos el derrumbamiento de las piedras separadas de las piedras sobre la colina maldita de Jerusalén. En su desierto azulado y sonoro gozará y sufrirá, en visión, en medio de la luz refulgente y en la inmensa noche del mar, la gesta del último advenimiento. Pedro ha seguido a Cristo, ha sido crucificado por Cristo y ha dejado tras de sí una perenne dinastía de Vicarios de Cristo; pero Juan no ha podido descansar en la muerte. Espera con nosotros, contemporáneo de todas las generaciones, silencioso como el amor, inmortal como la esperanza.

LA NUBE
Volvieron otra vez a Jerusalén, dejando, y esta vez para siempre, las redes; peregrinos de un viaje que será interrumpido únicamente por etapas de sangre. En el mismo lugar por donde Jesús había descendido en la gloria de los hombres y a la sombra de las ramas en flor, debe ascender de nuevo, después del paréntesis del deshonor y de la resurrección, a la gloria del cielo. Durante cuarenta días desde aquel en que resucitó

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— tantos como permaneció en el Desierto, después de la figuración de la muerte en el agua del Jordán — quedó entre los hombres. Aunque su cuerpo se mostrase como antes, su vida — ¡así era de oculta y sobrehumana! — era una soberana sublimación en medio de este mundo carnal y visible, en espera del día en que, Redentor triunfante, subiese a la altura, de donde, poco más de treinta años antes, había descendido sobre la tierra entenebrecida para abrir un claro de luz, a través del cual pudiese ésta contemplar la magnificencia del cielo. No hacía, como antes, vida común con los apóstoles, porque estaba apartado ya de la vida mortal de los vivos; pero más de una vez reapareció en sus reuniones para confirmar las promesas supremas y acaso para transmitir a los más aptos ciertos misterios que no fueron escritos en ningún libro, pero que se transmitieron, durante toda la edad apostólica y más adelante, bajo el sello del secreto, y se conocieron más tarde con el nombre de Arcana Disciplina. La última vez que lo vieron fue en el monte de los Olivos, donde, antes de la muerte, había anunciado la ruina del Templo y de la ciudad y las señales de su retorno, y donde, en las tinieblas de la noche y de la angustia, Satanás, antes de huir vencido, le había dejado bañado de sudor y de sangre. Era una de las últimas noches de mayo y las nubes, doradas en la hora dorada, como archipiélagos celestiales en el oro del sol poniente, parecían ascender de la cálida tierra al cielo, que parecía más próximo como vapores de ofrendas ingentes y perfumadas. En los campos, absortos en el trabajo de la última granazón, los pájaros empezaban a llamar a los nidos a los polluelos, y la brisa vespertina sacudía, con ondas ligeras, las ramas y sus colgantes de frutos sin madurar aún. De la ciudad lejana, todavía intacta, se levantaba una humosa polvareda, dominada por los pináculos, los torreones y los blancos cubos del Templo. Y los discípulos repiten, otra vez, la pregunta que habían dirigido a Jesús, en el mismo lugar, la tarde de las dos profecías. Ahora que ha vuelto, como había prometido — decían — ¿qué más esperamos? —Señor, ¿éste es el tiempo en que piensas restablecer el reino de Israel? Querían tal vez hablar del Reino de Dios, que, a su entender, era en cierto modo una misma cosa con el Reino de Israel, porque en la Judea había de comenzar la divina restauración de la tierra. — No toca a vosotros — respondió Crísto — saber los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado por su propia autoridad. Pero cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros seréis revestidos de fuerza y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda la Judea y la Samaria, y hasta la extremidad del mundo. Dicho esto, alzó ambas manos para bendecirlos. Según le miraban, se levantó del suelo, y de pronto una nube resplandeciente, como en la mañana de la Transfiguración, lo envolvió y lo escondió. Pero los que se quedaron no podían apartar los ojos del cielo, fijos en lo alto, inmóviles de estupor, cuando dos hombres vestidos de blanco los hicieron recobrarse: 303

— Hombres galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que, de entre vosotros, ha sido arrebatado al cielo, volverá de allí de la misma manera que le habéis visto ascender. Entonces, después de haber adorado en silencio, se volvieron a Jerusalén, radiantes de melancólica alegría, pensando en la nueva jornada; la primera de una obra que, después de casi dos milenios, no ha terminado aún. Ya están solos ellos también, solos frente a un enemigo innumerable, que tiene por nombre el Mundo. Pero el cielo no está tan separado de la tierra como antes del advenimiento de Cristo; la mística escala de Jacob ya no es el sueño de un solitario, sino que está asentada en tierra, en el suelo que pisan; y allí arriba hay un Intercesor que no olvida a los efímeros destinados a la eternidad, que son sus hermanos. "He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de la edad presente", había sido una de sus últimas promesas. Ha subido al cielo; pero el cielo no es únicamente la despierta convexidad donde aparecen y desaparecen, veloces y tumultuosas como los imperios, las nubes de los temporales, y resplandecen en silencio, como las almas de los santos, las estrellas. El Hijo del Hombre, que subió a las montañas, para estar más próximo al cielo, que fue todo luz en la luz del cielo, que murió, levantado del suelo, en la suavidad de la noche, al cielo, y volverá de nuevo un día sobre las nubes del cielo, está todavía entre nosotros, presente en el mundo que ha querido libertar, atento a nuestras súplicas si verdaderamente proceden de lo hondo del alma, a nuestras lágrimas si en verdad fueron lágrimas de sangre en el corazón antes de ser gotas saladas en los ojos, huésped invisible y benévolo que no nos desamparará nunca, porque la tierra, por voluntad suya, ha de ser como una anticipación del Reino celestial, y, en cierto sentido, forma desde hoy parte del cielo. Esta rústica nodriza de los hombres que es la Tierra, esta esfera que es un punto en el infinito y, con todo, contiene la esperanza del infinito, Cristo la ha tomado para sí, como perpetua propiedad suya, y hoy está más ligado a nosotros que cuando comía el pan de nuestros campos. Ninguna promesa divina puede ser cancelada; todos los átomos de la nube de mayo que lo escondió están todavía aquí abajo, y nosotros elevamos todos los días nuestros ojos cansados y mortales a aquel mismo cielo, del que volverá a descender con el fulgor terrible de su gloria.

ORACION A CRISTO
Estás aún, todos los días, entre nosotros. Y estarás con nosotros perpetuamente. Vives entre nosotros, a nuestro lado, sobre la tierra que es tuya y nuestra, sobre esta tierra que, niño, te acogió entre los niños y, acusado, te crucificó entre ladrones; vives con los vivos, sobre la tierra de los vivientes, de la que te agradaste y a la que amas; vives con vida sobrehumana en la tierra de los hombres, invisible aún para los que te buscan, quizás debajo de las apariencias de un pobre que mendiga su pan y a quien nadie mira. Pero ha llegado el tiempo en que es forzoso que te muestres de nuevo a todos nosotros y des una nueva señal perentoria e irrecusable a esta generación. Tú ves, Jesús, nuestra pobreza; tú ves cuán grande es nuestra pobreza; no puedes dejar de reconocer cuán 304

improrrogable es nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra desesperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria intervención tuya, cuán necesario nos es tu retorno. Aunque sea un retorno breve, una llegada inesperada, seguida al punto de una desaparición súbita; una sola aparición, un llegar y un volver a partir, una palabra sola señal, un aviso único, un relámpago en el cielo, una luz en la noche, un abrirse del cielo, un resplandor en la noche, una sola hora de tu eternidad, una palabra sola por todo tu silencio. Tenemos necesidad de ti, de ti solo y de nadie más. Solamente, Tú, que nos amas, puede sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la compasión que cada uno de nosotros siente de sí mismo. Tú solo puedes medir cuán grande, inconmensurablemente grande, es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo. Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los que duermen en el fango de la gloria, puede darnos, a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más tremenda de todas, en la del alma, el bien que salva. Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben, harto más que aquellos que lo saben. El hambriento se imagina que busca pan, y es que tiene hambre de ti; el sediento cree desear agua y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud y su mal está en no poseerte a ti. El que busca la belleza en el mundo, sin percatarse te busca a ti, que eres la belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad sin querer te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser sabida; y quien tras de la paz se afana, a ti te busca, única paz en que pueden descansar los corazones, aún los más inquietos. Esos te llaman sin saber que te llaman, y su grito es inefablemente más doloroso que el nuestro. No clamamos a ti por la vanidad de poderte ver como te vieron Galileos y Judíos, ni por el placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran descenso en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los clarines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento. ¡Hay tanta humildad, tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, tu persona, tu pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que pasan la pared del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan suave, que espanta a los demonios, y tan fuerte, que encanta a los niños. Tú sabes cuán grande es, precisamente, en estos tiempos, la necesidad de tu mirada y de tu palabra. Tú sabes bien, que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas; que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejor que nosotros, mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente e inaplazable en esta edad que no te conoce. Viniste, la primera vez, para salvar: para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste ser crucificado: tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en estos días grises y calamitosos, en estos años que son una condena, un acrecimiento insoportable de horror y de dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salvados.

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Si tú fueses un Dios celoso y agrio, un Dios que guarda rencor, un Dios vengativo, un Dios tan sólo justo, entonces no darías oídos a nuestra plegaría. Porque todo el mal que podían hacerte los hombres, aun después de tu muerte, y más después de la muerte que en vida, los hombres lo han hecho; todos nosotros, el mismo que está hablando con los demás, lo hemos hecho. Millones de Judas te han besado después de haberte vendido, y no por treinta dineros solamente ni una vez sola; legiones de Fariseos, enjambres de Caifases te han sentenciado como a malhechor digno de ser clavado de nuevo; y millones de veces, con el pensamiento y la voluntad, te han crucificado, y una eterna canalla de villanos pervertidos te ha llenado el rostro de salivazos y bofetadas; y los palafreneros, los lacayos, los porteros, la gente de armas de los injustos detentadores de dinero y de potestad te ha azotado las espaldas y ensangrentado la frente, y miles de Pilatos, vestidos de negro o rojo, recién salidos del baño, perfumados de ungüentos, bien peinados y rasurados, te han entregado miles de veces a los verdugos después de haber reconocido tu inocencia; e innumerables bocas flatulentas y vinosas han pedido innumerables veces la libertad de los ladrones sediciosos, de los criminales confesos, de los asesinos reconocidos, para que tú fueses innumerables veces arrastrado al Calvario y clavado al árbol con clavos de hierro forjados por el miedo y remachado por el odio. Pero tú estás siempre dispuesto a perdonar. Tú sabes, tú que has estado entre nosotros, cuál es el fondo de nuestra naturaleza desventurada. No somos sino harapos y bastardía, hojas inestables y pasajeras, verdugos de nosotros mismos, abortos malogrados que se revuelcan en el mal a guisa de infantes envueltos en sus orines, del borracho tumbado sobre su vómito, del acuchillado tendido sobre su sangre, del ulceroso yacente en su podredumbre. Te hemos rechazado por demasiado puro para nosotros; te hemos condenado a muerte, porque eras la condenación de nuestra vida. Tú mismo lo dijiste en aquellos días: "Estuve en el mundo y en carne me revelé a ellos; y a todos los hallé ebrios y a ninguno en su sano juicio, y mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón." Todas las generaciones son semejantes a la que te crucificó, y en cualquier forma que vengas te rechaza la mayoría. "Semejantes — dijiste — a esos muchachos que andan por las plazas y gritan a sus compañeros: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado: hemos entonado cantos fúnebres y no habéis llorado." Así hemos hecho nosotros durante casi sesenta generaciones. Pero ha llegado el tiempo en que los hombres están más ebrios que entonces, y también más sedientos. En ninguna edad como en ésta hemos sentido la sed abrasadora de una salvación sobrenatural. En ningún tiempo de cuantos recordamos, la abyección ha sido tan abyecta ni el ardor tan ardiente. La tierra es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Los hombres están sumergidos en una hez de estiércol disuelto 490} en llanto, de la que a veces se levantan, frenéticos y desfigurados, para arrojarse al hervor bermejo de la sangre, con la esperanza de lavarse. Hace poco han salido de uno de esos feroces baños y han vuelto, después de la espantosa diezma, al común fango excrementicio. Las pestes han seguido a las guerras; los terremotos a las pestes; enormes rebaños de cadáveres putrefactos, bastantes antaño para llenar un reino, están extendidos bajo una leve capa de tierra agusanada, ocupando, si estuvieran juntos, el espacio de muchas provincias. Con todo, como si esos muertos no fueran más que el primer plazo de la universal destrucción, siguen matándose y matando. Las naciones opulentas condenan al hombre a las naciones pobres; los rebeldes asesinan a sus amos de ayer; los amos hacen matar a los rebeldes por 306

sus mercenarios; nuevos tiranos, aprovechándose del derrumbamiento de todos los sistemas y todos los regímenes, conducen a naciones enteras a la carestía, al estrago y a la disolución. El amor bestial de cada hombre a sí mismo, de cada casta a sí misma, de cada pueblo a sí solo, es todavía más ciego y monstruoso después de los años en que el odio llenó la tierra de fuego, de humo, de fosas y de osamentas. El amor de sí mismo, después de la derrota universal y común, ha centuplicado el odio: odio de los pequeños contra los grandes, de los descontentos contra los inquietos, de los siervos engreídos contra los amos esclavizados, de los grupos ambiciosos contra los grupos decadentes, de las razas hegemónicas contra las razas avasalladas, de los pueblos subyugados contra los pueblos subyugadores. La codicia de lo más ha engendrado la indigencia por lo necesario; el prurito de placeres, el roer de torturas; el frenesí de libertad, la agravación de los grilletes. En los últimos años, el linaje humano, que ya se retorcía en el delirio de cien fiebres, ha enloquecido. En todo el mundo retumba el estruendo de escombros que se hunden; las columnas quedan enterradas en el barro; y las mismas montañas precipitan desde sus cimas avalanchas de pedrisco para que toda la tierra se convierta en desierta e igual llanura. Aun a los hombres que permanecían intactos en la paz de sus campos los han arrancado a la fuerza de su ambiente pastoril, para lanzarlos a la confusión rabiosa de las ciudades a contaminarse y padecer. Por doquier, un caos en conmoción, una confusión sin norte, ni guía, un pantano que envenena el aire denso, una tranquilidad descontenta de todo y del propio descontento. Los hombres, en la borrachera siniestra de todos los venenos, se consumen por el afán de mortificar a sus hermanos de penas y, con tal de saciar esta pasión sin gloria, buscan, por todos los medios, la muerte. Las drogas adormecedoras y afrodisíacas, las voluptuosidades que destruyen y no sacian, el alcohol, los juegos, las armas, se llevan todos los días, de a millares, a los sobrevivientes de las diezmas obligadas. El mundo, durante cuatro años enteros, se ha manchado de sangre para decidir quién había de tener la finca más grande y la bolsa más repleta. Los servidores de Mammón han arrojado a Calibán a fosos opuestos e interminables para hacerse más ricos y empobrecer a los enemigos. Pero esta espantosa experiencia a nadie ha aprovechado. Más pobres todos que antes, más hambrientos que antes, todo el mundo ha vuelto a los pies de fango del ídolo del Comercio a sacrificar la paz propia y la vida ajena. El divino Negocio y la santa Moneda ocupan, mucho más que en el pasado, a los hombres posesos. El que tiene poco quiere mucho; el que tiene mucho, quiere más; quien ha obtenido lo más lo quiere todo. Avezados al despilfarro de los años devoradores, los sobrios se han hecho glotones; los resignados, hábiles; los honrados se han dado al latrocinio; los castos, a tratos ilícitos. Con nombre de comercio se practican la usura y la apropiación; bajo la enseña de la gran industria, la piratería de pocos en daño de muchos. Los pícaros y los malversadores tienen en su custodia el dinero público y la malversación entra en el programa de todas las oligarquías. La ostentación de los ricos ha imbuido en los cerebros la idea de que en la tierra, emancipada ya del cielo, sólo tiene valor el oro y lo que con oro se puede comprar y gastar. 307

Todas las creencias, en este infecto maremagnum, se amortiguan. Casi una sola religión practica el mundo: la que reconoce la suma trinidad de Wotan, Mammón y Príapo; la Fuerza, que tiene por símbolo la Espada y por ejemplo el Cuartel; la Riqueza, que tiene por símbolo el Oro y por templo la Bolsa; la Carne, cuyo símbolo es nefando, cuyo templo es el Burdel. Tal es la religión dominante en la tierra, practicada con fervor, si no siempre con las palabras, por lo menos con los hechos. La antigua, familia se rompe: el adulterio y la bigamia corrompen el matrimonio; la descendencia les parece maldición a muchos y la hurtan con diversos fraudes y con abortos voluntarios; la fornicación triunfa de los amores legítimos; la sodomía tiene sus panegiristas y sus lupanares; las meretrices, públicas y ocultas, reinan sobre un pueblo inmenso de enclenques y sifilíticos. Ya no hay Monarquías ni Repúblicas siquiera. El orden no es sino decoración y simulacro. La Plutocracia y la Demagogia, hermanas en su espíritu y en sus fines, se disputan el dominio sobre las hordas sediciosas, malamente servidas por la Mediocridad asalariada. Entretanto, sobre una y otra de las castas en lucha, la Coprocracia, realidad efectiva e indiscutible, ha sometido lo Alto a lo Bajo, la Cualidad a la Cantidad, el Espíritu al Fango. Tú sabes estas cosas, Cristo Jesús, y ves que ha llegado otra vez la plenitud de los tiempos y que este mundo febril y bestializado no merece sino ser castigado por un diluvio de fuego o salvado por tu mediación. Únicamente tu Iglesia, la única que merece el nombre de Iglesia, la Iglesia única y universal que habla desde Roma con las palabras infalibles de tu Vicario, todavía se alza, reforzada por los ataques, engrandecida por los cismas, rejuvenecida pon los siglos, sobre el mar furioso y enfangado del mundo. Pero tú que la asistes con tu espíritu, sabes cuántos y cuántos, incluso de los en ella nacidos, viven fuera de su ley. Has dicho una vez: "Si alguien está solo, yo estoy con él. Mueve la piedra y allí me encontrarás; hiende la madera, que allí estoy yo". Mas para descubrirte en la piedra, en el leño, es necesaria, cuando menos, la voluntad de buscarte. Y hoy la mayoría de los hombres no sabe, no quiere hallarte. Sí no haces sentir tu mano sobre su cabeza y tu voz en sus corazones, seguirán buscándose tan solo en sí mismos, sin hallarse, porque nadie se posee sí no te posee. Nosotros te rogamos, pues, oh, Cristo; nosotros, los renegados, los culpables, nosotros, los que aún nos acordamos de ti y nos esforzarnos en vivir contigo, aunque siempre demasiado lejos de ti; nosotros, los últimos, los que, fatigados, rendidos, regresamos de los periplos y los precipicios, te rogamos que vuelvas una vez más entre los hombres que te mataron, entre los hombres que siguen matándote, para darnos de nuevo a todos nosotros, asesinos en la oscuridad, la luz de la verdadera vida. Más de una vez después de la resurrección te has aparecido a los vivos, les has mostrado tu rostro y hablado con tu voz. Los ascetas escondidos entre los arenales, los monjes en las largas noches de los cenobios, los santos en las montañas, te vieron y te oyeron y desde aquel día no pidieron sino la gracia de la muerte para reunirse contigo. Tú fuiste luz y palabra en el camino de Pablo, fuego y sangre en el antro de Francisco, amor ardiente y perfecto en las celdas de Catalina y de Teresa. Sí para uno volviste, ¿por qué no vuelves, una vez, para todos? Si ellos merecieron verte, con el derecho de su apasionada esperanza, nosotros podemos invocar los derechos de nuestro yermo desaliento. Aquellas almas te evocaron con el poder de la inocencia; las nuestras te llaman desde el fondo de la debilidad 308

y el envilecimiento. Sí saciaste los éxtasis de los Santos, ¿por qué no has de acudir al llanto de los miserables? ¿No dijiste haber venido para los enfermos más que para los sanos, por el que se perdió más que por los que quedaron? Pues ya ves que todos los hombres están apestados y febriles, y que cada uno de nosotros, buscándose a sí mismo, se ha extraviado y te ha perdido. Nunca como hoy ha sido tan necesario tu Mensaje, y nunca fue como hoy olvidado o menospreciado. El reino de Satanás ha desplegado todo su poder, y la salvación que todos buscan a tientas no puede estar más que en tu Reino. El gran experimento se aproxima al fin. Los hombres, alejándose del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte. Más de una promesa y de una amenaza se han cumplido. Ya no tenemos, nosotros los desesperados, sino la esperanza de que vuelvas. Si no vienes a despertar a los durmientes que yacen en la charca hedionda de nuestro infierno, es señal de que el castigo te parece aún harto corto y ligero para nuestra traición y no quieres derogar el orden de tus leyes. Y hágase tu voluntad, ahora y siempre, en el cielo y sobre la tierra. Pero nosotros, los últimos, te esperaremos todos los días, a pesar de nuestra indignidad y de todo lo imposible. Y todo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados será para ti, ¡oh, Crucificado!, que fuiste atormentado por amor a nosotros y ahora nos atormentas con todo el poderío de tu implacable amor.

FIN

Notas 1 )- Salmo 22 Final del formulario

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