SI+ABOGADO

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Recomendable para jóvenes abogados

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¡SÍ, ABOGADO!
Lo. que no aprendí en la F acuitad

,

¡SI, ABOGADO!
Lo que no aprendí en la Facultad

CRÍTICA
BARCELONA

NOEMA
es una colección dirigida por
Clara Pastor

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Primera edición: octubre de 2007
Segunda edición: diciembre de 2007
Diseño de la cubierta: Jaime Fernández
Ilustración de la cubierta:© Getty Images
Fotografía de contracubierta: Montse Campins
Realización: Átona, SL
© 2007: Miquel Roca Junyent
© 2007: Crítica, SL, Av. Diagonal 662-664, 08034 Barcelona
ISBN: 978-84-8432-924-4
e-mail: [email protected]
www .ed-critica.es
Depósito legal: B. 54.525-2007
Impreso en España
2007, Grup Balmes, Molins de Rei (Barcelona)

A Rodrigo Uría

PRÓLOGO

Miquel Roca Junyent ha escrito el libro que a mí me habría
gustado escribir. No es un libro de derecho. Es un verdadero
compendio de abogacía. El derecho es una ciencia social, se
aprende en la universidad y se estudia en los libros. La abogacía es, en cambio, una profesión, un oficio, que sólo se puede aprender con la práctica. La universidad forma, mejor o
peor, a los licenciados en derecho. Pero la carencia de enseñanzas prácticas en la universidad hace que los abogados
tengamos que aprender nuestro oficio en el día a día de nuestro trabajo en los bufetes de abogados. Éstos, pequeños, medianos o grandes, son verdaderas instituciones docentes que
enseñan a los jóvenes licenciados en derecho cómo llegar a ser
abogados.
Un bufete que no enseña se convierte en un conjunto inelaborado, gris y burocratizado de «analistas del derecho»
ajenos a las dos funciones cardinales del abogado: el consejo
y la defensa en juicio. Los jóvenes licenciados que allí trabajen carecerán, además, del incentivo de progresar en la profesión, de ser cada vez mejores abogados e ir escalando los
escalones de nuestra profesión a base de estudio y aprendizaJe.
9

¡Sí, abogado!

Este carácter docente de las firmas de abogados no es algo
que se deba a la modernidad o a la tan traída y llevada globalización. Qué va. Es un sistema organizativo de raíces históricas inmemoriales, comparable a los gremios medievales, a
los talleres de los pintores de los siglos XVI y X\III o a los guilds
holandeses. Todos ellos se parecían entre sí: un maestro (que
dominaba la técnica y el arte y dueño de la clientela), unos
pocos oficiales (con la expectativa de independizarse y llegar
a ser maestros) y varios aprendices.
Las actuales firmas de abogados i cuán parecidas son a
ellos en la organización de sus equipos de trabajo!: un socio
(maestro), uno o dos abogados senior (oficiales) y varios abogados junior (aprendices).
La gran firma de abogados de hoy proporciona a los equipos de trabajo, a través de su organización empresarial, los medios e infraestructuras necesarios. La sociedad profesional que
forman los socios, a través de la affectio societatis que los une,
mantiene la unidad de la firma, establece los principios sobre
los que se asienta la actividad profesional común y garantiza la
progresión o promoción interna de los abogados en el seno de
la firma (de juniors a seniors, de seniors a socios) y propicia la
especialización de los equipos, esencial en nuestros días.
Miquel Roca ha escrito un libro que, como decía antes,
es un verdadero compendio de abogacía para el uso de los
jóvenes abogados, a quienes recomiendo vivamente su lectura. Ha escrito el libro con un lenguaje llano, directo, tasado.
Muchas nueces, poco ruido. Ha sabido el autor hablar de
derecho a los jóvenes abogados. Pero de un derecho concebido como el instrumento esencial de nuestra profesión, el objeto de nuestro estudio y, por qué no, tantas veces el marco
que nos limita o constriñe.
10

Prólogo

Ni una sola abstracción jurídica en toda la obra. Ni un
sólo alarde de erudición. No podía ser de otra forma. Roca
cree «en el derecho para la vida, no en la vida para el derecho» y sabe que la abogacía es vida, cambiante, contradictoria, fascinante. Vida.
Los jóvenes abogados y abogadas que lean este libro verán
cómo su ilusión se acrecienta y su vocación se afirma. Se darán cuenta de que para ser un buen abogado hay que ser un
hombre o una mujer completos. Percibirán que nuestra profesión es saber derecho, pero no sólo eso. Verán cómo la ética
(y la decencia, estética de la ética) son, al menos, tan importantes como el derecho. Y reconocerán la importancia cardinal que para los abogados tiene el sentido común. Ya innato o
adquirido miran pasar la vida con buena fé.
Aparece este libro en un momento en el que la abogacía española ha sufrido, en pocos meses, «interferencias» normativas: relación laboral especial de los-abogados, Ley de Sociedades Profesionales y Ley de Acceso a la Profesión. Es de esperar que
tantas novedades no debiliten los grandes principios sobre los
que reposa secularmente nuestra profesión y que la han llevado
a ser un pilar de la tutela judicial efectiva: la libertad e independencia, el deber de secreto, el deber de evitar incompatibilidades
y conflictos de intereses y la ética como bandera concretada en
nuestra deontología profesional, tan estricta. Principios éstos
presentes en cada capítulo del libro que tan gustoso prologo.

Este libro, en fin, que sólo podía ser escrito por un gran
abogado, un gran ciudadano y un hombre completo, un bonus vir. Es decir, Miquel Roca i Junyent.
RoDRIGo URíA

Junio de 2007
11

1
EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO

Cuando Clara Pastor, en nombre de Editorial Crítica, me
propuso la idea de escribir este libro, acepté de inmediato.
La idea me entusiasmó, pero aún hoy me pregunto exactamente por qué. ¿Qué motivos me condujeron a una aceptación tan poco reflexiva e inmediata? Como en otros muchos
momentos de nuestras vidas, los orígenes de esta decisión
deben encontrarse en registros muy ocultos de nuestro pasado; pequeñas cosas o hechos, a veces irrelevantes al tiempo
en que se producen, condicionan después actos y decisiones
muy importantes de nuestra pequeña historia.
Pero, sea por lo que fuere, la idea que me proponía me
entusiasmó. Descubrí que tenía ganas de dejar por escrito
una cierta visión -la mía- sobre el ejercicio de la abogacía,
en un marco más amplio acerca del papel de los profesio-

nales del derecho en el mundo de hoy. Ciertamente, tenía
todavía muy reciente la impresión que me había causado el
libro de Alan Dershowitz, Cartas a un joven abogado, y me
parecía que, sin esta pretensión, se me planteaba una buena
ocasión para compartir con mis posibles lectores reflexiones y opiniones sobre el papel y la función del abogado en
nuestra sociedad.
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¡Sí, abogado!

Nada más lejos de mi intención que presentar estas reflexiones como un listado de consejos o recomendaciones.
No tengo ni títulos para ello, ni es ésa mi pretensión. Pero
no quiero ocultar que, a través de estas reflexiones, fruto
de mi propia experiencia en el campo profesional, entiendo que puedo prestar un servicio -o una simple ayudaa jóvenes abogados o juristas que quieran conocer de su
profesión y del derecho -con mayúscula- algo más que
el contenido de las leyes, las sentencias y la doctrina. Me
gusta defender y razonar que el derecho va más allá de los
límites de la estricta norma escrita. Y corresponde al jurista percibir esta realidad como una responsabilidad.
Muchos jóvenes abogados y otros profesionales deLderecho me han comentado en más de una ocasión que echan
en falta, en su formación, una presentación más generalista sobre la función del derecho en la sociedad. Se estudia
derecho Civil y Penal, somos excelentes mercantilistas o
aprendemos la nueva dimensión del derecho tributario.
Pero cuál sea el tronco común de todo ello queda muy al
margen de la formación de los futuros profesionales del
derecho.
Al final, el derecho es el instrumento del que se dota
la humanidad para garantizar una convivencia ordenada y
pacífica. Por ello, según sean los valores que en cada momento histórico caracterizan a la sociedad, la garantía de
la convivencia se percibirá y alcanzará de forma distinta.
Se empezará por discutir a quién debe alcanzar la garantía: si a todos o a los dominantes; si a todos, con independencia de su género, religión o raza, o sólo a unos cuantos. El derecho, en este sentido, sigue a la evolución de la
sociedad.
14

El porqué de este libro

Desde otra perspectiva, el derecho es la expresión de
unos valores; los iusnaturalistas pretendieron colocar por
encima del derecho material la formulación de unos principios que trascendían al propio legislador. Si la actividad
de éste no se ajustaba a aquellos principios, el derecho
quedaba viciado en su origen; la norma se alejaba de su razón de ser. De hecho, la evolución de la doctrina tendió a
arrinconar los viejos postulados iusnaturalistas en la medida en que éstos se apoyaban, fundamentalmente, en razones religiosas o filosóficas. No quería aceptarse, desde el
positivismo, que la ley de Dios o de la Razón generaran sobre la actividad del legislador mayores condicionamientos
que los que se derivan de la representación de la soberanía
popular.
Pero la Historia ha vivido demasiados episodios de barbarie amparada en la ley como para otorgar a cualquier
norma el valor real del Derecho (también en mayúscula).
Justificar o amparar por ley el exterminio de una raza, la
persecución de una idea o la expulsión de un credo religioso o ideológico, no puede ser ni debe ser tenido como n1anifestación de derecho. Pero esta distinción no ha sido ni
es fácil de fundamentar ni de aceptarse por parte de todos.
A esta tarea debe entenderse que ha querido responder la
formulación de declaraciones universales de derechos y libertades. Se trataba de formular un marco ideal de los valores que conforman la convivencia pacífica y en libertad
que el derecho debería garantizar.
Así, a cada país y a cada sociedad, corresponde construir el sistema jurídico de normas garantizadoras de la
convivencia, en el marco de unos valores que se colocan
por encima del legislador estatal. No obstante, ello no es
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¡Sí, abog.ado!

tan lineal ni sencillo. Por un lado~ estos valores no son universales, por más que ésta fuera la pretensión de los que los
definieron. No todo el mundo comparte las declaraciones
universales; pero, sobre todo, no todo el mundo las interpreta de igual manera. Y, además, la convivencia encuentra cada vez obstáculos más sutiles y sofisticados para su
eficaz garantía.
El derecho no lo es todo: debemos. aceptarlo, conocerlo
e, incluso, si procede, cambiarlo. La letra fría de la norma
debe ser llenada de espíritu, de «alma». La norma debe ser
complementada, a veces, por lo que no dice pero que se
~spera de ella. La convivencia en libertad y en paz puede
ser violentada por la norma. Y, así, en muchas ocasiones el
derecho avanza en la contradicción: libertad-seguridad y
progreso-cohesión son dicotomías que requerirán soluciones equilibradas para que la convivencia, la libertad y la
paz coincidan en su aplicación.
El jurista está·ahí: en la definición y defensa de estos difíciles equilibrios. El legislador también, no hay duda. Pero
corresponde fundamentalmente al jurista, al abogado, a
jueces y magistrados percibir las sensibilidades sociales
que van a ser destinatarias de la norma y los distintos efectos que en ellas podrá producir. Y ésta no es tarea sencilla.
Precisamente por ello, resulta tan chocante que este aspecto de la formación profesional esté tan descuidado, por no
decir absolutamente abandonado.
¿Qué espera del abogado -del jurista- su cliente?
Ciertamente, la defensa de sus intereses; pero, tan importante como ello, la comprensión del abogado. Ser entendido como paso previo a ser defendido. Y, muy a menudo,
esta comprensión no se sitúa en el terreno de la norma es16

El porqué de este libro

tricta: lo que se reclama del abogado es la identificación.
Que perciba la angustia del cliente, su sensación de sentirse agredido, amenazado, que la lesión que afecta a sus intereses sea percibida como un drama que alcanza al futuro
de su familia, etc. Detrás de una consulta profesional se
oculta un problema personal, sea el cliente una persona física o jurídica. Incluso cuando de ambiciones o expectativas se trata, el acierto o el fracaso trasciende los estrictos límites de la lógica jurídica.
De todo ello se habla poco en las facultades o en los
cursos de másters. Y son muchos los abogados, ciertamente los más jóvenes, que se enfrentan a esta dimensión de su
actividad profesional con temor y dudas. Incluso, en muchos casos, es la propia práctica profesional la que les hace
descubrir esta dimensión ignorada de su función. Y también son muchos los profesionales que no logran superar
este déficit, por más larga que pudiera llegar a ser su trayectoria. El conocimiento de la norma puede servirnos
para resolver el problema, pero a través de su fría aplicación no llegaremos a identificarnos en cómo el cliente
«vive» el problema. Esto requiere algo más, algo más que, a
veces, es mucho más. Y que, en todo caso, es el «más» que
define o se corresponde con la necesidad del cliente. Es la
dimensión humanista de la profesión.
Las reflexiones de este libro, como he dicho, no son ni
recomendaciones ni consejos. Son, simplemente, esto: unas
reflexiones en torno a mi actividad profesional, sobre cómo he vivido y he servido mi condición de abogado. Y, sobre todo, el por qué ha sido así. Intento dar respuestas -las
mías- a problemas que los jóvenes abogados puedan plantearse al acercarse al ejercicio profesional desde el simple
17

¡Sí, abogado!

bagaje académico, por más exitoso que éste haya sido. Todos hemos tenido miedo al acceder por primera vez ante
un tribunal de justicia, cuando se nos plantea una operación contractual compleja o en el momento de valorar la
incidencia tributaria de una operación mercantil concreta.
Ese temor no va a desaparecer, es un temor lógico. Pero la
solidez de la formación, la seguridad sobre lo que se dice y,
por encima de todo, la convicción de que se está poniendo
al servicio de los intereses que le han sido confiados lo mejor de uno mismo, atemperan el temor, lo hacen más asumible, más superable.
,Debe saberse lo que se hace y por qué se hace. Y para
ello el abogado debe conocer el por qué de su función.
Debe saber qué marco la define, cuáles son sus debilidades,
sus puntos fuertes. Debe conocerse a sí mismo. Debe tener
una relación fluida e íntima con el derecho: debe percibirlo como algo muy ·suyo, como algo a lo que quiere servir
incluso para cambiarlo o para ponerlo a prueba ante todo
tipo de instancias.
De esto se habla poco en los foros profesionales. No debatimos sobre cómo distinguir o integrar vocación y profesión, no nos detenemos a pensar que el derecho como norma de convivencia genera incomodidades y restricciones
que el abogado deberá hacer comprender a quien las percibe como limitaciones injustificadas de su libertad, que se
tratan, por el contrario, de las garantías de su libertad. Detenernos a comprender cómo los abogados sirven a la defensa del derecho de manera distinta a cómo lo deben hacer jueces y magistrados; saber dónde termina el legislador
y donde comienza la función del abogado. Superar las dudas propias, aceptando y conociendo que la duda acompa18

El porqué de este libro

ña siempre al buen profesional. Todas estas cuestiones y
muchas más conforman y complementan la función del
abogado, pero a ellas no se dedica ninguna reserva formativa especial.
Con mis reflexiones no se pretende cubrir este vacío
formativo, pero sí apuntar cómo algunos profesionales han
intentado rellenarlo. Ciertamente, con la intención de
ayudar, pero sin afán alguno de suplir una formación que
se echa en falta, ni de dogmatizar en relación con los temas
sobre los que se va a reflexionar. Los dogmas, en general,
conviven hoy bastante mal con nuestro mundo, pero resultan especialmente absurdos cuando de lo que se trata
es, simplemente, de acercarnos a una cierta visión del «servidor del derecho». Y el abogado lo es. No hay dogmas
para asumir, con responsabilidad, este papel; quizá sólo
podría dogmatizarse sobre la necesidad de que el abogado
reflexione y se interrogue sobre estas cuestiones. Las conclusiones que alcance sólo a él corresponderá valorarlas
desde su propia autoexigencia. Lo que sería grave es no
querer detenerse en dar respuesta -la de cada uno- a
cuestiones que gravitan sobre la función profesional y social de la abogacía.
Es obvio que, para el autor de este libro, la abogacía es
una de las funciones más importantes que un profesional
puede desarrollar al servicio de la sociedad. Soy un enamorado de mi profesión y, cuando circunstancias muy especiales me aconsejaron alejarme de la misma, lo hice con
nostalgia y con la decidida voluntad de volver a la misma en
cuanto mi situación lo permitiera o lo facilitara. Ser abogado es muy importante: «sentir» la confianza del cliente;
compartir con él la vivencia de «SU» problema; construir la
19

¡Sí/ abogado!

defensa de sus intereses, rebuscando en los entresijos de la
norma la mejor estrategia y fundamentación para su causa;
discrepar de la doctrina dominante, apelar ante la justicia la
reconsideración de jurisprudencias desfasadas; transmitir
éxitos·, asumir fracasos.
Pero, sobre todo, ser abogado es dotar de contenido
práctico los grandes principios, es hacer aterrizar en la realidad la letra de la norma. Garantizar la convivencia es una
obligación de todos, pero los abogados son una pieza fundamental de la misma. El legislador, como intérprete del
interés general y depositario de la soberanía popular, define el cuadro normativo de la convivencia. Corresponde a
jueces y magistrados corregir las situaciones en que la norma e incluso su espíritu no son respetados. Pero, sin los
abogados; la justicia no sería posible: sólo ellos acercan al
ciudadano a la justicia y sólo ellos contrastan con la realidad los límites y la . eficacia de la norma.
Pero esto tiene que ser explicado. Muchos abogados
aprenden y conocen la grandeza de su profesión a partir de
su ejercicio. No han sido preparados para ello. Desconocer
la fuerza del derecho en manos del abogado le impide conocer la exacta dimensión de su responsabilidad. Hoy en
día, por el contrario, impera una cierta tendencia a minimizar el alcance de la función de la abogacía en nuestra sociedad presentándola como un «oficio sin alma». Lo importante, se dice, es definir carreras cortas y especializadas. Sobre
la especialización trataré más adelante en este mismo libro;
pero sobre las carreras cortas deberíamos señalar que, de
prosperar su implantación, la enseñanza sería más conveniente que se centrara en los grandes principios, en los
troncos más comunes del ordenamiento jurídico que sobre
20

El porqué de este libro

asignaturas más concretas que no trasladen al estudiante
los fundamentos básicos del ordenamiento jurídico.
En cualquier caso, la formación no debería ignorar la
relevante dimensión de la función del abogado en un Estado de Derecho. Ciertamente, no todos los estudiantes van
a dedicarse a la abogacía, ni todos los que se inicien en la
profesión van a permanecer toda su vida en la misma.
Pero, cuando desde el derecho se sirve a la Administración,
no es, simplemente, para revisar la normativa sobre ascensores, sino para comprender e interpretar bien por qué se
practica dicho servicio, con qué finalidad, con qué voluntad de garantizar la seguridad de los ciudadanos como base
elemental de una convivencia en libertad. Jueces y magistrados son fundamentalmente servidores de una justicia
que, en la interpretación de la norma, define la seguridad
jurídica que exige una convivencia en libertad. Todos los
servidores del derecho, en una u otra faceta, somos abogados de particulares, de intereses colectivos o, incluso, de la
norma como garante de la convivencia entre todos.
En cualquier despacho profesional, los abogados más seniors se sienten en la necesidad de tutelar a los más jóvenes
en todas las vertientes de su inserción profesional. Se orienta su estudio, se controlan sus escritos, se atienden sus dudas. Y estos abogados más seniors coincidirían, todos ellos,
en señalar que la mayor parte de estas dudas no se centran en el contenido o interpretación de la norma -que
también- sino en cómo ejercer de abogado, en cómo «serlo», en cómo atender al cliente, en cómo tratar al compañero. Muy a menudo lo que corresponde es «situar» al joven
abogado: curar sus euforias, levantar su moral y explicarle
qué se espera de él.
21

¡Sí, abogado!

Para dar respuesta a todo esto es por lo que acepté tan
rápidamente la propuesta que se. me formuló de escribir
este libro. Pensé que podría poner negro sobre blanco
ideas, reflexiones y conversaciones mantenidas con otros
compañeros sobre las cuestiones que, como he podido
comprobar, más preocupan a los jóvenes profesionales o
que, a veces, no les preocupan contrariamente a lo que a
mí me parece que debería ocurrirles.
Cuando la tarde se convierte en noche y en los despachos la tensión de los abogados necesita relajarse después
de una jornada agotadora, los pasillos se vuelven más humanos. Como por casualidad, unos y otros salen de sus cubículos de trabajo y en los pasillos se habla con sus compañeros. Se empieza por el tema que les ocupa,. pero poco a
poco la conversación deviene más general y aparecen los
temores, las dudas. Se plantean interrogantes que ya no
afectan al caso concreto sino a las servidumbres y grandezas de la profesión, a su responsabilidad. Los pasillos de un
despacho, a estas primeras horas de la tarde noche son -o
pueden ser- una gran escuela de formación profesional.
Allí los mayores pueden debatir, orientar sin la púrpura de
la autoridad: todos se tutean en la reflexión, todos aportan.
Las inseguridades de unos se complementan con la confianza de otros y la experiencia de aquél se enriquece con
la reflexión del más joven.
En estas conversaciones -itan necesarias1- se forja el
estilo de un despacho, se forman todos sus miembros y,
muy especialmente, los más jóvenes. Y en este «hablar relajado» no todo ni principalmente es el pleito, el contrato,
el dictamen o la macrooperación, pues en la mayor parte
de los casos lo que impera es el debate sobre la propia pro-

22

El porqué de este libro

fesión, sobre el derecho como garantía, sobre las relaciones entre los poderes, sobre cómo servir mejor al cliente y
cómo alcanzar su confianza o -entre otras muchas cuestiones similares- sobre si la especialización puede perjudicar la comprensión del problema que se nos ha confiado.
lBenditas sean estas conversaciones de pasillo al anochecer! Sin ellas, la soledad del abogado sería asfixiante.
Compartir, discutir y debatir es aprender y, para los abogados, el aprender no termina nunca, y no exclusivamente
sobre nuevas normas e innovadoras doctrinas, sino sobre
cómo ser abogado y serlo mejor al servicio de los clientes y
de la sociedad en general.
Este libro refleja muchas de estas conversaciones al
anochecer en el despacho. Temas que quedaron anunciados pero no desarrollados. Temas en los que inicié el debate desde posiciones que cambié por las a.portaciones de los
demás. Temas, todos ellos, en los que he podido percibir
preocupación e interés en muchos jóvenes colaboradores y
respecto de los que, normalmente, no he podido invitarles
a una lectura concreta, simplemente porque no hay mucho a donde acudir. Con ello, quiero señalar que estas reflexiones tienen mucho de compromiso con los más jóvenes
abogados. Quizá puedan interesar a otros profesionales de
mayor edad o incluso a quienes no ejerzan, ni piensen hacerlo, como abogados, pero tengan interés por una cierta
visión del derecho desde la perspectiva de uno de sus servidores.
El porqué, pues, de este libro descansa en la ilusión de
reflexionar sobre mi pasión por el derecho, no desde la
abstracción académica, sino como base del ejercicio profesio·nal como abogado. Quizá esta finalidad pueda ser vista
23

¡Sí/ abogado!

como expresión de una visión anacrónica de lo que sea en
la realidad esta función del abogado. Ciertamente, los hay
que tienden a convertirla en algo más prosaico; en un oficio, en una profesión sin mayor relevancia. No comparto
esta visión; la puedo respetar e, incluso, comprender, pero
creo que su fundamento está precisamente en el olvido de
lo que el derecho representa y de la escasa formación que
sobre ello reciben los profesionales del derecho.
Reflexionar sobre todo ello me motiva y espero que
pueda motivar a otros muchos. Tengo la convicción de
que la modernidad de un país tiene mucho que ver con la
calidad de sus servicios, entre ellos, también el de los servicios jurídicos profesionales. Durante muchos años, nuestro país se ha caracterizado por tener excelentes profesionales del derecho. Y a ellos correspondió preservar las
garantías de los ciudadanos incluso en las épocas más oscuras de nuestra Historia. La modernidad no debería comportar una pérdida de aquella calidad, bien al contrario:
nos demanda profundizar en ella.
Y este reto no es, simplemente, saber más. Es también
saber el porqué; conocer cómo servir mejor; con qué limites, con qué exigencias. Aprender el oficio no es renunciar
a conocer su grandeza. Sólo así se puede estar a la altura de
la responsabilidad que corresponde al abogado.

24

2

ABOGADO: EL SER Y EL DEBER SER

¿El abogado es lo que debe ser? ¿Su actuación se corresponde con su función? Ésta es una cuestión que podría hacerse extensiva a otras muchas profesiones o funciones; sin
embargo, pocas habrán tenido tanta repercusión pública
como la que esta dialéctica ha ganado referida a los abogados. Ciertamente, debe reconocerse que la percepción social de la función de los abogados no ha sido siempre positiva. Debe aceptarse que la consideración del abogado como
un profesional libre e independiepte que presta un servicio
ala sociedad en defensa del interés público no es ni generalizada ni constante en el tiempo. Por las razones que fueren, la opinión pública, a través de aforismos populares,
chascarrillos, anécdotas, personajes de teatro y de novela,
ha tendido a presentar a los abogados como personas muy
distantes de las características que deberían adornar su función. Del abogado defensor de la justicia se pasa al causante
de la injusticia; del paladín de la paz, al beneficiario de la
violencia; del perseguidor del fraude, al autor del mismo.
La literatura no ha sido benigna con el abogado.
A título de ejemplo, Shakespeare no trató con demasiada estima a los abogados. Tanto en Hamlet como en Enri-

25

¡Sí! abogado!

que VI se refiere a ellos en términos muy críticos, hasta el
punto de que pone en boca de uno de sus personajes lavoluntad de que «la primera cosa que haremos será matar a
todos los abogados». Es evidente que la trama argumental
de la obra no permitiría atribuir a su autor una voluntad
tan manifiestamente hostil, pero también es cierto que en
su ánimo estaba el denunciar críticamente los abusos de algunos profesionales de la época.
Más satíricamente, la literatura española -desde Cervantes a Quevedo- ha dedicado comentarios críticos a
los abogados y a la forma en que éstos ejercían su función. Esta actitud permanece todavía hoy cuando muchas
historias y chistes se alimentan de la imagen de abogados
poco escrupulosos que han terminado por forjar imágenes populares muy arraigadas. El abogado debe saber que
combate contra estas imágenes, que la importancia de su
función no siempre es valorada desde su relevancia real
por parte de muchos ciudadanos. O, mejor dicho, que éstos no perciben que el abogado sirva con la dignidad y honestidad que se mere~e la función que la sociedad le ha
asignado.
Esto es así; muy injusto, pero es así. Por eso mismo, los
abogados, en el ejercicio de su profesión, deberán comportarse con especial autoexigencia. Cada uno de los valores que conforman su función deberán ser servidos con un
especial rigor, con meticulosa y rigurosa evidencia y transparencia. En este sentido, no debería olvidarse que -como
señala el Preámbulo del Código Deontológico aprobado
por el Consejo de la abogacía Europea- «en una sociedad basada en el respeto de la justicia, el abogado desempeña un eminente papel . . . El abogado debe garantizar
26

Abogado: el ser y el deber ser

que se respete el estado de derecho y los intereses de aquellos a los que defiende en sus derechos y libertades ... El respeto de la función del abogado es una condición esencial en
un estado de derecho y en una sociedad democrática».
A ello volveremos más adelante en otros capítulos de
este libro, pero ahora nos conviene destacar que el abogado reclama para sí y para su función el respeto del estado y
la sociedad, en la medida en que es un garante de la libertad. Y esta garantía no puede otorgarse al margen de un
cuadro ético que sea percibido como tal por parte de la
propia sociedad. Garantizar la libertad es un privilegio que
exige mucho del que pretende . ostentarlo. La garantía que el
abogado debe prestar exige servirla desde la dignidad y con
vocación de servicio. Éstas son, dignidad y vocación, dos
notas definidoras de la función del abogado. Y la dignidad
no es mera liturgia ni ostentación protocolaria sino un compromiso permanente con la honestidad. La vocación de servicio, a la que quiero dedicar una especial consideración en
este libro, debe ser comprendida como la aceptación de la
dimensión pública y social de la profesión. Sin todo ello,
la percepción crítica de la misma seguirá ganando adeptos.
Y, por el contrario, la sociedad necesita de los abogados; de buenos y honestos abogados. A mayor progreso, a
mayor desarrollo, más necesaria es la función del abogado. Es decir, a medida que los ciudadanos adquieren mayor conciencia de sus derechos, más necesidad tienen y
sienten de verlos garantizados y, para ello, demandan de
abogados que les asistan. El derecho, como manifestación
reguladora de la actividad omnipresente del estado, lo invade todo, a todo alcanza. El ciudadano se siente, muy a
menudo, indefenso ante el cúmulo de normas y disposicio27

¡Sí/ abogado!

nes. Necesita del abogado para navegar entre todo ello y,
sobre todo, para garantizarle que sus derechos y libertades
no se verán limitados como consecuencia de la invasión
«publificadora» de la vida de los particulares.
Hasta tal punto es ello cierto que, muy a menudo, la
existencia de una abogacía libre e independiente se configura como una prueba relevante del estado de salud de los
sistemas jurídicos democráticos. Por ello, declaraciones
fundamentales de organismos internacionales y de las propias Naciones Unidas, han querido atribuir una especial
protección a la función de la abogacía, atendiendo los derechos que a ésta le corresponde defender. En este sentido, la asistencia jurídica prestada por abogados independientes se constituye como una exigencia democrática en
cualesquiera tipos de procesos judiciales y administrativos,
especialmente cuando se trata de causas que tengan su origen en derechos y1ibertades fundamentales.
En España, nuestra Constitución, después de consagrar
en su art. 2 4. 2 el principio de la tutela judicial efectiva, la
concreta -entre otras cosas- en la defensa y asistencia letrada, ratificando así lo dispuesto en el art. l 7.3 de la propia Constitución al establecer como garantía la asistencia
del abogado al detenido. Es decir, la función del abogado
como garante de la libertad no es patrimonio de una profesión, sino un derecho constitucionalizado al servicio de la
libertad de los ciudadanos.
En este sentido, una reciente resolución del Parlamento
europeo con fecha 23 de marzo de 2006, viene a reconocer el decisivo papel desempeñado por los profesionales
del derecho en las sociedades democráticas para garantizar
el respeto de los derechos fundamentales y del estado de

28

Abogado: el ser y el deber ser

derecho. Es decir, la tendencia a desacreditar la función
del abogado se estrella y es derrotada por la misma importancia que la sociedad reconoce a la misma. El chiste fácil y
oportunista empalidece y desaparece frente a la trascendencia social de la función del abogado: nada menos que
garantizar derechos y libertades.
Pocas profesiones ven amparada su función con tantas
precauciones. La independencia del abogado no puede ni
debe ser cuestionada; si quiere -y así debería ser- será
independiente. La confidencialidad de sus relaciones con
el cliente está amparada y a ella deberá acogerse como
contraprestación a la confianza recibida. Se le ampara, al
abogado, porque se le necesita'. A éste le corresponde ser
digno de esta protección. El «deber ser» está bien definido;
el «ser» será el resultado de la propia acción del abogado.
Sólo cuando el «ser» y el «deber ser» co.inciden, el abogado se hace merecedor de la protección que el ordenamiento jurídico le otorga.
Dicha protección no se limita a la actuación de los abogados ante los tribunales de justicia. La garantía de la libertad no tiene como único escenario el foro judicial: se trata
de una función que se materializa en los campos más diversos. La función asesora que el abogado realiza es también
una manifestación de esta garantía. De la misma manera
que se postula que la ignorancia nos priva de la libertad, el
desconocimiento de los derechos que le corresponden hace
menos libre al ciudadano. Conocer los propios derechos es
la base de la libertad individual y corresponde al abogado informar del alcance de aquéllos y cómo ejercitarlos en
el marco.del orden jurídico. Ahí el abogado también debe
verse amparado en su función porque por esta vía también
29

¡Sí/ abogado!

se constituye en garante de la libertad. Debe ser una garantía: sólo así puede el abogado ser lo que la sociedad espera
de él.
Así pues, la esencia de la función del abogado debe superar y olvidar cierta pe~cepción crítica de la misma por
parte de la sociedad. Seguramente, no es tanto el «qué»
-lo que está en el origen de la crítica- sino el «cómo»
ésta se ejerce. La tentación de servirse del temor reverencial que inspira el derecho puede que sea la causa de hábitos y actitudes que generan desconfianza. El abuso ha existido y existe, la deshonestidad también. Y duelen más
cuando con ello puede proyectarse una sombra de duda
sobre toda una profesión que no se lo merece. Como decíamos, sólo con una gran autoexigencia po_drá diluirse la
sombra.
En este sentido, una nueva preocupación asoma sobre
el «cómo» ejercer -la profesión. La aparición de los despachos colectivos y el desarrollo de grandes firmas de servicios jurídicos puede trasladar una imagen «empresarial» de
la función de los abogados que, a su vez, contribuye a alimentar la imagen más crítica de la misma. La organización
de grandes despachos colectivos puede trasladar a muchos
ciudadanos la percepción de un abogado distante, más empresario que servidor del derecho, más empleado que
comprometido responsablemente con los intereses que le
han sido confiados.
Pueden darse casos en que sea así, pero no puede decirse que se corresponda con la realidad ni que sea una consecuencia imparable de un nuevo modelo de prestación de
servicios jurídicos profesionales. Es evidente que la evolución de nuestra sociedad, la aparición de nuevos fenóme30

Abogado: el ser y el deber ser

nos y el propio desarrollo económico y social favorecen
-cuando no exigen- la eclosión de nuevos despachos,
caracterizados por una voluntad de prestar un servicio jurídico integral. Junto a los pequeños y medianos despachos, se conforman otros de mayor dimensión que no se
diferencian de aquéllos por una mayor calidad, sino por la
ambición de ofrecer a sus clientes mayores servicios, más
integrales, más atentos a las diversas facetas de la vida empresarial, económica e incluso personal.
Estos despachos se consolidan y conviven con otros de
menor dimensión, a veces más especializados o sectoriales.
Pero el avance de los primeros genera una imagen «empresarial» de la función de la abogacía que, en cierto modo, se
percibe como más distante y aséptica de lo que debe ser
la función del abogado, la cual se basa, fundamentalmente, en la confianza del cliente. Y ésta, la confianza, reclama
para ser otorgada una proximidad, una dedicación, una
«intimidad» entre cliente y abogado que, a veces, no se reconoce en la prestación de servicios jurídicos desde grandes despachos.
Esto no es ni debe ser así. La función del abogado es la
misma, con independencia de la dimensión del despacho
en que se realice. El abogado no puede ni debe olvidar los
valores de su función ni las exigencias que los mismos
comportan, por razón del tipo del despacho en el que desarrolle su actividad. Su independencia es personal, su formación también, su honestidad, su vocación y su dignidad
son individuales. El ejercicio colectivo no excluye ni limita
la responsabilidad individual del abogado, sea cual sea la
dimensión del despacho desde el que se ejerza la profesión, sea en un despacho colectivo o en cualquiera otro. Es
31

¡Sí, abogado!

más, un despacho colectivo que no sepa comprender esta
realidad, este espíritu de la función del abogado, trabajará
en la dirección contraria a la de su aceptación en el mercado. Estará sentando las bases de su propio fracaso, más tarde o más temprano, pero fracaso sin lugar a dudas.
En este sentido, la laboralización de los abogados en los
despachos en los que colaboran no es una buena noticia
para la profesión. Esta afirmación suele interpretarse como
manifestación de una visión ya superada de la abogacía o
como una expresión de avaricia económica. No tiene nada
que ver ni con una cosa ni con otra. La laboralización convive mal con la independencia del abogado, con los valores
de su función, con el sentido de la garantía que otorga a la
sociedad. En cualquier caso, se viva como se viva esta nueva dimensión del ejercicio profesional, el «deber ser» del
abogado será siempre el mismo: el garante de la libertad
por la vía del derecho.
Otra cosa es la aparición de grandes firmas multinacionales en el campo de la prestación de los servicios jurídicos. La globalización abre esta posibilidad y ésta no tiene
por qué ser criticada, pero vale la pena señalar que la percepción social de la función de la abogacía puede resentirse de esta internacionalización, en la medida en que se asocie a falta de arraigo. Éste, el arraigo, genera proximidad,
base de la confianza que preside la relación abogado-cliente. Arraigo equivale a conocimiento de la realidad en la
que se opera, a capacidad de interpretar la norma en el
marco social en la que debe aplicarse. La ausencia de arraigo pone en riesgo la valoración del abogado y lo convierte
-o puede convertirlo- en frío y distante «oficiante» de la
norma.
32

Abogado: el ser y el deber ser

Por ello, la legítima transnacionalidad debe complementarse con una especial voluntad de arraigo. El «ser» del
abogado «debe» involucrarse, integrarse en la sociedad a la
que pretende servir. Con independencia de la nacionalidad de la firma, el abogado no puede ser un extraño en el
país ni en la ciudad en que pretende desarrollar su actividad. La vida de la ciudad debe ser su vida; su sociedad,
la de sus vecinos. El derecho tiene «patria». No es posible
olvidarse de ello, ni traducir la norma a la asepsia social y
territorial. La profesión puede ejercerse de muchas y distintas maneras, pero sin arraigo el abogado no llegará a
compenetrarse ni a comprometerse con la sociedad a la
que debe servir.
Ser y deber ser. Una relación dialéctica que acompañará toda la vida del abogado. Para resolver este reto, será necesario que se sepa lo que se debe ser, ~ómo debe ejercer
para ser un buen abogado. En este sentido, no son pocos
los esfuerzos normativizadores que se han hecho por parte de instituciones y organismos corporativos. Pero, a pesar
de ello, son pocos los abogados que los conocen. Muchos
profesionales se desenvuelven en el ejercicio de su actividad respetando el marco de las exigencias normativas,
pero a menudo esto es -quizá afortunadamente- más el
resultado de su propia convicción, conciencia y autoexigencia que del conocimiento de lo que sobre todo ello
haya sido regulado.
De ahí, seguramente, que la Carta de Principios Esenciales del Abogado Europeo haya tenido escasa difusión
entre los abogados. Aprobada por el Consejo de la Abogacía Europea, ésta proclama solemnemente como valores
de la profesión los siguientes:
33

¡Sí/ abogado!

1. La independencia y la libertad de garantizar la defensa y el asesoramiento de su cliente.
2. El respeto del secreto profesional y de la confidencialidad de los asuntos que le ocupan.
3. La prevención de los conflictos de interés, bien sea
entre varios clientes o entre el cliente y él mismo.
4. La dignidad, el honor y la honradez.
5. La lealtad respecto a su cliente.
6. La delicadeza en materia de honorarios.
7. La competencia profesional.
8. El respeto de la confraternfdad.
9. El respeto del estado de derecho y la contribución
a la buena administración de la justicia.
1O. La autorregulación de la profesión.
Es una buena referencia. A conocer, a no olvidar y, sobre todo, a respetar. La Carta define el deber ser del abogado. A dar vida a estos principios responde también lavoluntad de estas reflexiones. Los principios más solemnes
suelen alcanzar su eficacia a través de pequeños comportamientos; se afianzan en la medida que generan hábitos y
automatismos. Y todo ello no es otra cosa que el fruto de
un estilo que imprime carácter. El abogado sólo lo es cuando actúa como debe.
No olvidemos los grandes principios, pero extraigamos
de ellos su esencia, su base fundamental. Recuerdo con emoción el día en que me encontré con la frase de un gran jurista,
D. Giurati, en su libro Arte forense, publicado en 1878. La
frase recogía, en pocas líneas, lo que era el resultado de toda
una vida ejerciendo la profesión de abogado. Era la síntesis
de un gran jurista, de todo aquello que uno quisiera ser:
34

Abogado: el ser y el deber ser
Dadle a un hombre todas las virtudes del espíritu, dadle
todas las del carácter, haced que lo haya visto todo, aprendido todo y retenido todo, que haya trabajado sin pausa durante treinta años de su vida, que sea al mismo tiempo un literato, un crítico, un moralista, que tenga la experiencia de
un viejo, el ardor de un joven, la memoria infalible de un
niño, y a lo mejor con esto podréis crear un abogado completo.

Ser y deber ser. A esto, a cómo debe actuar uno para ser
abogado, más allá de lo que aprendimos en clase, van a dedicarse las siguientes reflexiones.

35

3
¿VOCACIÓN O PROFESIÓN?

-Y tú, ¿qué quieres ser cuando seas mayor?
El destinatario de esta pregunta puede ser un niño o una
niña de ocho o nueve años de edad. El niño se queda con
cara de sorpresa y opta rápidamente por una de las siguientes respuestas: en muchos casos, por un. simple movimiento de hombros, indicativo de que no tiene la menor idea;
en otros casos, sabiendo que así va a dar satisfacción a la familia, se inclina por contestar que él va a ser como su padre; los más decididos o rebeldes suelen apostar por ser
bombero si su padre es conductor de ambulancia o carpintero si su padre es electricista. El que ha formulado la pregunta, sea cual sea la respuesta, queda satisfecho porque
cree haberse familiarizado con el niño y aparece como
«simpático y cariñoso». Los padres y familiares del menor
valoran divertidos la situación. Y el menor se aleja indiferente del círculo de esos mayores que hacen preguntas tan
incomprensibles.
Ciertamente, en algunos casos, algunos mayores destacan con satisfacción que ellos, desde pequeños, sabían lo
que querían ser. «iSiempre tuve claro que yo sería aboga37

¡SC abogado!
do~» Pues bien, felicidades, pero resulta poco creíble. Po-

dría aceptarse que la persona, por las características que
rodean la formación de su personalidad, pueda tener mayor aptitud o sensibilidad para un tipo de estudio. En la actualidad, los sistema educativos suelen requerir de los alumnos, a una temprana edad -demasiada, a mi entender-la
opción entre una línea de formación más humanista o más
científica. Ésta es una decisión que suele condicionar el futuro de muchos jóvenes que han tomado su opción por
razones que, en ocasiones, no están conformes con sus aptitudes.
Pero el hecho cierto es que resulta difícil afirmar que
la vocación nazca con el individuo. Prefiero apuntarme a la
idea que la vocación no nace sino que se hace. Y esto tiene
importancia porque son muchos los jóvenes abogados que
se preguntan si tienen o no vocación suficien~e como para
comprometer su futuro en esta actividad profesional. En
un principio, parece estar más próximo a sus planteamientos el preguntarse si la profesión les gusta o no, simplemente y sin más. Y esto es lógico, ya que, de entrada, lo
más razonable es aceptar que los primeros contactos del
joven abogado con el mundo profesional sólo pueden generar, como máximo, cierta satisfacción. De la primera
búsqueda de la jurisprudencia necesaria para formular un
escrito judicial no se deriva ninguna pasión irrefrenable de
servir al derecho como abogado. N.o se descubre a través
de la lectura de una ley procesal una vocación clara y definitiva de asociar la propia vida al ejercicio profesional de la
abogacía.
Con todo, debe defenderse y, en lo menester, advertir
que el buen jurista deberá sentirse vocacionalmente com38

¿Vocación o profesión?

prometido con su función. Ser abogado es más, bastante
más, que ejercer una profesión: significa estar convencido
de que con su función se colabora con valores fundamentales que delimitan el marco de la convivencia en libertad.
Y, a través de ello, vivir apasionadamente cada caso; estudiar y conocer el derecho, no desde la asepsia, sino leyendo
en cada una de sus palabras aquello que más y mejor puede servir los intereses que le han sido confiados.
Esta vocación crece con el ejercicio de la profesión.
Una vocación mal servida profesionalmente no es mucho
más que un refugio o una excusa para esconder la incompetencia. Y una profesión que no se viva vocacionalmente
hace del abogado un mero prescriptor de soluciones teóricas, quizá correctas, pero normálmente muy alejadas de lo
que el cliente precisa. No sólo cada cliente es distinto y por
ello merece un trato personal, también cada caso, incluso
de un mismo cliente, es diferente y reclama del abogado la
aproximación vocacional al problema. Es en el terreno de
la personalización de la relación cliente-abogado, donde la
vocación dotará a la profesión de registros y propuestas
que trasciendan y desborden el estricto contenido de la
norma jurídica.
La vocación se descubre poco a poco. Progresivamente,
con el conocimiento de la profesión, la vocación se va desvelando, arraiga en la personalidad del abogado. El «gustar
o no gustar» se va sustituyendo por el «disfrutar», por la satisfacción de encontrar el argumento que se resistía, por
saber trasladar la doctrina asentada sobre un caso a otro para
el que no estaba pensada, pero que se «descubre» que tiene
la misma razón de ser. Penetrar en el derecho, leyendo su
espíritu, comprender el porqué de la norma y cómo sorne39

¡Sí, abogado!

terla o encajarla en el conjunto del ordenamiento jurídico.
Aplicar a lo más especial y específico las bases de los principios más generales del derecho. Poco a poco, todo ello
resulta apasionante.
No se trata de ganar o perder -de ello hablaremos más
adelante-. Se trata de «construir» tu propia doctrina, de
interpretar la norma desde una visión propia, de comprender los vericuetos del sistema y valorar sus lagunas como
un espacio propicio para la propia creación. Se trata de
disfrutar cuando se descubre que el caso que te ocupa no
es ni convencional ni de libro ni habituat sino que éste es
anómalo, complicado, casi insólito. Y que, además, tiene
escasa o contradictoria regulación o incluso carece de ella.
Todo esto resulta apasionante y es aquí donde la vocación
da altura a la profesión.
En la actualidad, este comportamiento vocacional tiene
un amplio campo d.onde desarrollarse. Por un lado, la rapidez del cambio social a menudo otorga escasa y corta vigencia a la norma jurídica. Lo que se legisló hace pocos años puede -incluso debe- modificarse hoy; todo va muy rápido y
el derecho también. Por el contrario, la Administración de
Justicia no se libera de una lentitud que perjudica y erosiona
su eficacia y credibilidad, pero además, representa que cuando se dicta sentencia definitiva interpretando determinada
norma, ésta puede haber sido derogada o modificada una o
más veces. Así, la jurisprudencia presta escasa ayuda para la
interpretación de la norma: ésta es tan rápida y la jurisprudencia tan lenta que será el abogado el que, desde su conocimiento; habrá de «crear» esta interpretación. El abogado
puede acercarse a la norma sin filtros: no hay doctrina ni jurisprudencia que pueda acompañarle en esta función. Aquí
40

¿Vocación o profesión?

es donde la vocación alimenta la profesión, donde el abogado «construye», «teoriza» y puede contribuir al derecho desde su libertad creativa, acorde con un modelo coherente de
armónica integración con el sistema jurídico.
-Pero ¿cuándo podré sentir todo esto?
El joven abogado tiene prisa. Quiere ser abogado, en plenitud, rápidamente. Esto es bueno, es un primer paso. Sin
esta inquietud, la vocación se resiste. Podría incluso decirse
que la inquietud es la primera manifestación de la vocación. No hay nada tan desmoralizador como un joven abogado que viva desde la indiferencia sus primeros pasos profesionales. Pero también es peligrosa la excesiva rapidez.
La construcción de una vocación requiere tiempo y humildad. Tiempo para aprender y compren.der; humildad para
leer en los errores la oportunidad de rectificarlos.
Pero, como hemos dicho, el joven abogado tiene prisa.
Quiere sentir la profesión como algo que le llene, que además de gustarle -desde la distancia-le identifique, que
dé sentido a su realización personal de una manera íntima,
plena. Y es bueno que así sea. Su ambición está justificada y
no debería ser defraudada. Ésa es una de las más relevantes
servidumbres de los seniors: no basta con enseñar la profesión, debe desvelarse el cómo vivirla vocacionalmente. Eso
requiere esfuerzo, dedicación y comprensión, así que no
hacerlo es una gran responsabilidad, porque son muchas las
vocaciones que se frustran como consecuencia de la inhibición por parte de muchos abogados experimentados de su
compromiso con la verdadera y auténtica formación de los
jóvenes que colaboran con ellos.
41

¡Sí, abogado!

No se puede ser un buen abogado si no se sirve la profesión desde una fuerte vocación por el derecho. Estoy convencido de que nadie, seriamente, discutiría esta conclusión. El abogado no es un técnico especialista; puede serlo
y los hay, pero no cabe atribuirles ningún compromiso especial de servicio a la causa del derecho en nuestra sociedad. Son buenos profesionales, incluso podrán ser eficaces
en la defensa de los intereses que les han sido confiados,
pero su función vive alejada de los valores que a los abogados corresponde defender, desde el derecho, al servicio del
orden jurídico que delimita y llena de contenido a un régimen de libertad.
El abogado vocacional está comprometido en desvelar
la vocación de jóvenes abogados. Profesionalmente, la enseñanza de las técnicas jurídicas puede ser suficiente, pero
formar abogados es otra cosa: es, fundamentalmente, despertar en ellos la vocación por el derecho. Esta obligación
debe configurarse como una exigencia del joven abogado
respecto de los despachos que asuman la responsabilidad
de iniciarle en sus primeros pasos profesionales. Puede ser
que, en algunos supuestos, esta responsabilidad no quiera
asumirse y ello. sería perfectamente aceptable. Pero debería saberse y decirse: «Aquí usted aprenderá la profesión,
pero su vocación deberá buscársela usted por su cuenta».
Es aceptable o, mejor dicho, es claro y no engañoso, pero
ello limita las expectativas del joven profesional.
Intentar servir vocacionalmente la profesión no es una
cuestión menor. La profesión va a requerir muchas horas,
muchos esfuerzos y más de un disgusto. A sus exigencias
se sacrificarán aficiones, familia, descanso y oportunidades. Si estos costes sólo se asumen desde el estímulo de la
42

¿Vocación o profesión?

contraprestación económica, no habrá grandeza en la función. Debe haber algo más: el vivir como propio el problema, el saber que en su solución has dejado mucho de ti
mismo, que en el caso has aportado tus conocimientos y tu
ingenio y que has arriesgado en ello. En suma, que no habrías sabido hacerlo mejor para ti mismo. Es importante
estar convencido que lo que has hecho valía la pena, porque para tu cliente era importante; que has ganado o ratificado su confianza; que defender un caso pequeño es dar
sentido al valor de la justicia, y que contribuir a una gran
operación es hacer del derecho un motor del progreso.
Muchas profesiones sirven así a sus clientes y dudo que
lo puedan hacer sin vocación. El abogado, en todo caso, no lo
podría hacer. Negar esta posibilidad a un joven abogado es
algo muy grave que el sistema no debía permitirse. Y la pregunta es: ¿a quien corresponde esta responsabilidad y cómo
debe desarrollarla? Hoy por hoy, es una realidad generalmente aceptada que esta función no corresponde a nuestras
facultades y, por ello, no se destinan recursos ni, en consecuencia, están en condiciones de hacerlo. Se ha abierto legislativamente·todo un nuevo sistema para el acceso profesional que me parece más preocupado por la formación
técnica que por los contornos vocacionales de la profesión.
Es a los propios abogados, dentro de sus despachos, a quienes más corresponde transmitir a los más jóvenes los elementos y estilos capaces de desvelar su vocación.
¿Cómo? El joven abogado debe aprender a trabajar en
equipo y debe permitírsele hacerlo. Normalmente, a través de su participación puntual en un tema, no llega a percibir la importancia del mismo en toda su complejidad. Su
intervención le resulta falta de todo tipo de interés, la esti43

¡Sí, abogado!

ma casi anecdótica, irrelevante. No valora su gestión en un
registro, su búsqueda en los anales de jurisprudencia ni
una consulta concreta sobre derecho comparado. El asunto no lo vive como suyo, lo vive desde la distancia. Todo
ello puede corregirse haciéndole sentir que forma parte
del equipo, viviendo con él los avances, los retrocesos, las
dificultades, las soluciones. Esto genera entusiasmo y así se
describe vocacionalmente la pasión por el derecho.
El joven abogado llamado a resolver un asunto de poca
cuantía debe comprender que para el cliente no lo es. Que
éste puede ser el asunto de su vida y que de la intervención
del abogado puede depender el futuro de dicho cliente. No
hay asunto pequeño, porque el derecho ·está tan en juego
en ése como en otro de mucha más cuantía. El joven abogado debe vivirlo como su problema y el equipo debe valorarlo como si en ello se jugara el prestigio del despacho.
Una sentencia b.ien seleccionada es una gran aportación
y así debe reconocerse. Al final, el éxito puede depender de
ella. Y el joven abogado que la ha localizado debe saberlo: se
le debe valorar su esfuerzo, haciéndole comprender la complejidad global del tema. Esto puede y debe hacerse. Como
también se le debe explicar por qué no sirve el trabajo que
ha realizadO" o sus errores. Hablar, dialogar, compartir. Especialmente, deben explicarse los factores perimetrales de
un problema: sus consecuencias y condicionamientos. Todo
ello crea interés y en ellos se descubre la vertiente pasional
de la profesión, la importancia del derecho y la función del
abogado. Así nace, se afirma y se desarrolla la vocación.
Pero ésta se sirve desde la calidad profesional, desde la
autoexigencia. Al final, la vocación comporta, sin más, hacerlo bien. Muy a menudo la satisfacción se encuentra en el

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¿Vocación o profesión?

trabajo bien hecho. Antes de conocer su eficacia o el resultado del pleito, no haber dormido durante dos días seguidos, absorto y entregado a la redacción de un contrato o de
un recurso del que te sientes satisfecho, vale la pena. Así, la
vocación estimula el compromiso, te exige más. Sin ello,
desde la rutina conformada en «salvar» los trámites, es difícil -prácticamente imposible- vivir vocacionalmente la
profesión.
Efectivamente, la calidad -buscarla como mínimoacompaña la vocación. Y ello tiene un claro sentido. Los
valores de la convivencia reclaman del abogado un plus
especial. No se trata, simplemente, de respetar la norma
como cualquier ciudadano; en su caso, el abogado, además, debe construir a su amparo. Éste debe respetar el derecho para buscar la seguridad jurídica, para garantizarla y
hacerla posible; debe dar vida a los co.ntratos que consagran la autonomía de la libertad individual, sin transgredir
los derechos colectivos. El abogado construye la convivencia; no solo él, ciertamente, pero participa de manera destacada en esta actividad.
En los diversos órdenes del derecho y ante todo tipo de
instancias y jurisdicciones, el abogado llena de contenido
el marco de la convivencia. Es su garantía primera; sin perjuicio de la función que a jueces y magistrados correspon:..
de, el abogado tiene la aplicación inmediata del derecho
como su principal responsabilidad. Por ello, no me cansaré
de repetir que la abogacía es más que el ejercicio de una
profesión. Es contribuir a hacer realidad la gran conquista
del estado de derecho.
De hecho, me doy cuenta de que esta invitación a vivir
el derecho como una vocación constituye un motivo muy
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¡Sí, abogado!

determinante en mi decisión de escribir este libro. He vivido apasionadamente el servicio al derecho y me parecía
que debía hacer partícipe de este entusiasmo a los jóvenes
abogados que acceden al ejercicio profesional. Viví el derecho más allá de la norma cuando en España ésta no era la
expresión de una convivencia en libertad y aprendimos a
usar el derecho precisamente para construir y recuperar
espacios de libertad. Descubrí la grandeza del derecho
cuando en su respeto pudimos construir un estado democrático como garantía de aquella convivencia en libertad.
Y, desde entonces, profesionalmente, he podido experimentar la satisfacción de avanzar, desde el derecho .y con
el derecho, en el desarrollo y el progreso de una sociedad
democrática. Esta percepción del derecho como vocación
para fundamentar el ejercicio de la abogacía es un privilegio que está al alcance de todos los jóvenes abogados.
Otras ambiciones pueden ser más difíciles, pero vivir voca. cionalmente la profesión puede conseguirse.
Seguro que ello requiere esfuerzos de todos: universidades, colegios profesionales y abogados con experiencia.
Pero puede conseguirse si los jóvenes abogados asumen
también su reto: autoexigencia, calidad, conocer y comprender el alcance de su función y buscar en ella su satisfacción. La degradación de la abogacía a un empleo más no
beneficia a la convivencia en libertad. Antes al contrario:
debilita la eficacia del ordenamiento jurídico, perjudica la
garantía de los derechos de todos y castiga a los jóvenes
abogados al restringirles la posibilidad de vivir su profesión
como una gran y apasionante vocación de servicio al derecho.

46

4

DERECHO VERSUS JUSTICIA

-iN o hay derecho1
-iN o es justo1
Éstas son expresiones frecuentes en el día a día. Los ciudadanos expresan su disconformidad con situaciones que les
ocurren a lo largo de su vida con estas expresiones. Se quejan o se lamentan de que el derecho no ampara su pretensión o manifiestan su descontento ante una resolución
judicial o administrativa que entienden contrarias a la justicia, por lo que a ellos afecta. El ciudadano tiene su percepción del derecho y valora muy subjetivamente lo que
es justo o injusto. Ignora la letra de la norma, pero entiende que el espíritu de la misma le debería dar la razón y, si
no es así, se lamenta, se queja. LNo hay derecho, esto no
es justo!
Pero es que, además, es cierto que el derecho puede generar situaciones socialmente injustas. Postular, desde la
norma, un tratamiento igual para un colectivo de ciudadanos puede acentuar desigualdades reales de nuestra sociedad. De hecho, la doctrina y la legislación han ido introduciendo el discurso de las discriminaciones positivas para
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¡Sí, abogado!

hacer frente a la solución de problemas sociales que la norma igualitaria no alcanzaba a resolver. Derecho y justicia
no siempre confluyen en una misma vía. En todo caso, la
justicia como objetivo del derecho es una exigencia que
cu·esta alcanzar: no es fácil la vía de asimilar derecho y justicia.
Esto último obsesiona a legisladores, abogados, jueces y
magistrados. Y no debería escandalizarnos que esta obsesión se viva matizadamente diferente en cada una de aquellas funciones. A todos se les supone una misma voluntad,
un mismo deseo e idéntico objetivo, aunque, ciertamente,
lo sirven de manera diferente. El legislador, como representante de la soberanía popular, interpreta y define el interés
general en función de coyunturas cambiantes y de mayorías
de signo político y social distinto. Al legislador corresponde
establecer el difícil equilibrio entre los diversos intereses
-todos ellos legítimos- que coinciden en una problemática concreta. Aquel, el legislador, desea servir a una sociedad·
más justa,· concebida y configurada desde su perspectiva
ideológica, la suya, aquella que más refrendo popular haya
obtenido. Así, su legislación -el derecho- traduce en norma la visión de la justicia que desea ver establecida en la so. ciedad. El camino hacia su justicia, pasa por su derecho.
El abogado vivirá esta situación -o puede vivirla- de
una manera distinta. No le corresponde ni la definición ni
la interpretación del interés general. A él se le asigna la defensa y representación de intereses particulares concretos
que aspiran a que sus justas y legítimas pretensiones sean
atendidas. Y tendrá que leer· el derecho desde esta perspectiva, aprovechar los resquicios de la norma, apoyarse
en sus contradicciones, rellenar desde principios generales
48

Derecho versus justicia

las lagunas de la norma escrita: todo cuanto le sea posible,
desde el derecho, para atender a la solución más justa del
problema de sus clientes.
No es una tarea contradictoria con la del legislador.
Como se ha dicho, este último busca el equilibrio entre los
diversos intereses legítimos que están en juego. Con ello se
reconoce que todos los intereses que se intentan armonizar
en el interés· general o común pueden y deben encontrar
respuesta en la norma. Y corresponde al abogado buscar la
satisfacción de los intereses particulares, asegurarse de que
no desaparecen ni se descuidan por el interés general. En
base a este interés general y por poner un ejemplo, el instituto de la expropiación hará posible objetivos de relevante trascendencia social. Pero, por otra parte, el particular
deberá quedar garantizado de la objetiva necesidad y formalidad de la expropiación, así como de la justa compensación de sus intereses particulares. Cuando el abogado
contribuye a la defensa del interés particular, da sentido a
la justicia y ésta se identifica como la suma integradora de
todos los intereses que la norma ha querido proteger.
Jueces y magistrados sirven a la justicia, como garantes
finales de la misma. Sus decisiones resuelven las situaciones
de conflicto como intérpretes finales de la norma. Ellos decidirán si hay o no derecho, si esto o aquello es o no justo.
Su decisión será acertada o no, será errónea o correcta, pero
atribuirá la razón a una u otra parte. Ciudadanos, legisladores y abogados podrán o no estimar justa su decisión, pero
su decisión será un acto de justicia, el único acto de justicia
que merezca la consideración de tal. De hecho, esta función es una convención civilizada de una sociedad madura
que desea establecer un mecanismo para poner punto final
49

¡SC abogado!

a las controversias entre particulares o entre éstos y la Administración. Se atribuye a jueces y magistrados la resolución de estos conflictos, el sancionar y castigar: son la garantía final de una convivencia en libertad.
No corresponde a este apartado del libro valorar o reflexionar sobre cómo sirven jueces y magistrados esta función. Ahora lo que se pretende destacar es simplemente
este valor final de las decisiones judiciales. Será un acto de
justicia, pero seguirá abierto el debate sobre si había o no
derecho, si ha sido o no justo. Sabiamente, la Constitución
española configura la justicia como un valor superior de
nuestro ordenamiento jurídico ( art.1. C.E), que es administrada por jueces y magistrados. Y, por ello, todos los ciudadanos tienen la obligación de cumplir las sentencias y las
demás resoluciones judiciales (art. 118 C.E.). Deben acatarse las sentencias aunque pueda discreparse del sentido
de justicia que las haya inspirado. Se cumple por obligación, no por estar convencido de su carácter justo.
Todos hemos vivido casos en los que la resolución judicial no ha respetado la norma, decisiones que debían acatarse a pesar de ser percibidas como injustas. Ciertos sectores de la doctrina se oponen a permitir calificar como
injusta una decisión judicial. No comparto esta tesis. Jueces y magistrados tienen el monopolio de la función judicial, de la función de administrar justicia, pero la defensa y
la percepción de la justicia como valor supremo de nuestra
convivencia es algo que alimenta nuestro patrimonio de libertad. Todos podemos valorar la justicia de una decisión:
nos basta con acatarla, no es necesario estimarla justa.
Esto es algo que por parte de algunos jueces y magistrados a veces se lleva mal. Y, en este sentido, sus relaciones
50

Derecho versus justicia

con los abogados no son siempre fáciles ni exentas de tensión. Si cada uno comprendiera el alcance de su función, no
debería ser así, pero muchos abogados se sienten molestos
porque sus tesis no hayan sido aceptadas por la sentencia y
algunos jueces y magistrados no aceptan que sus decisiones
no sean comprendidas y asumidas por los abogados. Son excepciones, ciertamente, pero es absurdo ocultar que existen y que, a veces, enturbian una relación que debería ser
siempre respetuosa.
El error judicial es comprensible, como lo es el del abogado. Pero resultan más difíciles de aceptar e incluso de
respetar las interpretaciones no justificables, aquellas que
se sabe que se han dictado, conscientemente, para dar satisfacción a deseos u objetivos muy alejados de los propios
de la justicia. Recuerdo, de no hace mucho tiempo, un incidente que me afectó profundamente_. Mi cliente había
sido declarado responsable civil -como aseguradora- en
una sentencia penal. A mi entender -acertada o desacertadamente-, la resolución incurría en vicios y defectos
que la hacían susceptible de ser recurrida en amparo ante
el Tribunal Constitucional. El cliente decidió interponer
dicho recurso y, de acuerdo con la reciente doctrina de
aquel alto tribunal, preparé el pertinente incidente de nulidad de actuaciones ante la instancia que había dictado la
sentencia.
Ante mi sorpresa, la sala dictó el pertinente auto desestimando la petición -esto era comprensible- y añadiendo una sanción a la parte instante de la misma por entender que con la misma lo único que se pretendía era retrasar
la ejecución de la sentencia. La sorpresa no era, exclusivamente, por el hecho de que el ejercicio de un derecho legí51

¡Sí! abogado!
timo y necesario para acudir ante el Tribunal Constitucional pudiera ser sancionable sino, fundamentalmente, porque el mismo precepto que autorizaba la formulación del
incidente de nulidad de actuaciones disponía, taxativamente, que el mismo no suspendía la ejecución de la sentencia.
No había más efecto dilatorio que el que pudiera atribuirse a los responsables jurisdiccionales de proceder a aquella.
ejecución, por lo que el incidente no podría tener ·ningún
efecto dilatorio.
Es más, sin saberlo la sala -según debe desprenderse
de lo actuado- al tiempo de dictar su resolución sancionadora, el juez a quo ya estaba procediendo a la ejecución
de la sentencia. El recurso contra la sanción fue, a su vez,
desestimado por improcedente. Y, llamado el Tribunal Superior a resolver la cuestión, se declaró incompetente, si
bien aceptó que de haber podido conocer del tema habría
tenido muy en cuenta que el incidente de nulidad de actuaciones no podía tener efectos ·dilatorios al no suspender
la ejecución de la sentencia.
La sanción no ·era justa pero debía acatarse. Y así se
hizo. iDerecho versus justicia1
El abogado debe perseguir siempre el objetivo de la
Justicia. Su vocación por el derecho no la puede ni debe
desvincular de este objetivo. Sólo cuando en su ejercicio
profesional tenga la convicción de que su intervención, ajustada a derecho, sirve justamente a los intereses del cliente,
se sentirá satisfecho de sí mismo. Es más, sólo desde la convicción de que lo que está haciendo es justo, sabrá encontrar
en el derecho los argumentos y fundamentos que necesita
para la defensa de los intereses que le han sido confiados.
Por eso el abogado debe identificarse con los valores que
52

Derecho versus justicia

conforman y garantizan una sociedad convivencia!. Sólo
así su actuación será coherente.
¿Existe un derecho injusto? Evidentemente. Por ejemplo, todo el derecho emanado de un régimen totalitario
tiene esta presunción. El abogado sabrá encontrar los registros que le permitan actuar en derecho sin olvidar las exigencias de la justicia. La justicia va más allá del derecho,
pero los abogados son los intérpretes y aplicadores de éste.
Será en esta función interpretativa donde deberán construir los argumentos que otorguen al cliente la justicia que,
quizá, la norma le niega. En desarrollo de esta tesis, se ha
introducid,o en los tribunales de justicia europeos una tendencia -minoritaria- que, partiendo de una cierta visión
alternativa de la justicia, pretende corregir, a través de sus
resoluciones, consecuencias de la norma que se pueden
considerar lesivas de ciertos intereses, social y jurídicamente más desprotegidos.
Esta función alternativa de la justicia - y en cierto
modo del derecho- ha tenido efectos beneficiosos y ha
provocado no pocos cambios legislativos. Pero su generalización podría resultar peligrosa. La función alternativa
de la justicia, en democracia, tiene sus límites. Y esto
también sirve para los abogados, porque en la medida en
que aplaudan o provoquen resoluciones de esta naturaleza, se están ellos mismos desprotegiendo en su función de
primeros intérpretes, en el tiempo, de la norma. Por esta
vía, todo sería posible y no es verdad: en derecho, todo
no es posible.
La búsqueda de la justicia inspira la actuación del abogado, pero el derecho impone los límites de esta obligación
y el abogado no debe rebasar estos límites. No únicamente

53

¡Sí, abogado!

límites éticos, sino también estrictamente jurídico-profesionales. No todo es posible y el cliente debe ser informado de ello, tanto por lo que se refiere a los perfiles éticos de
su pretensión como también a lo que la norma permite o
no. El cliente puede tener la sensación de que su pretensión
es justa y el abogado puede incluso compartir esta visión,
pero cuando la misma se sitúa no más allá de la ley sino en
contra de ésta, el abogado debe advertir al cliente que la
solución no está ni en sus manos ni en la de la justicia. Puede ser que corresponda a los legisladores, pero no a abogados, jueces y magistrados.
El abogado -especialmente el más joven- debe conocer, comprender y respetar estos límites. Insisto, no porrazones estrictamente éticas, sino también por razones de
coherencia profesional. Con ello no se renuncia a la defensa de los intereses del cliente, sino que se les da un nuevo
enfoque. También . corresponde a los abogados fundamentar en derecho las peticiones que los interesados quieran y
deban dirigir al legislador. Éste, muy a menudo, tiene visiones muy parciales y reducidas de la realidad social. No
conoce de los olvidos de la norma, de sus contradicciones técnicas ni de los perjuicios no deseados que puede
provocar. El abogado no debe ir contra la ley ni olvidarla ni pretender sustituir voluntariosamente al legislador,
pero le corresponde informar a éste de los intereses que su
actividad puede afectar. No sólo lo puede hacer: lo debe
hacer.
Una legislación democrática, la elaboración del derecho en mayúscula, es una tarea que incumbe a los legisladores, pero todos los ciudadanos están llamados a colaborar
en ella. Y, de entre todos ellos, abogados, jueces y magis54

Derecho versus justicia

trados deben hacer llegar al legislador su voz en defensa
de los intereses que les son, respectivamente, confiados
en su defensa. Para que el derecho sea expresión de justicia, no hay que actuar a partir de la insuficiencia de aquél o
de la lesión de ésta. El abogado debe aprender a extraer de
su experiencia y conocimiento los datos que pueden dotar
al derecho legislado de una mayor expresión de justicia.
Esta función le es propia y no puede ni debe renunciar
a ella.
La relación derecho versus justicia se construye cada
día. El abogado participa en esta construcción de manera
decisiva, aun cuando a menudo puede no percibirlo así,
entre otras razones, porque no se le ha explicado, no la conoce o incluso ha llegado a considerarla impropia. El abogado interpreta y aplica la norma, pero también puede
contribuir a su mejora. La justicia, que inspira su actuación, se lo exige. N o se trata de sustituir al legislador: se
trata de colaborar a su función.
Puedo asegurar que para el legislador esta ayuda es de
gran utilidad. Ciertamente, los programas políticos y las
ideologías en que se sustentan, orientan y motivan la acción del legislador. Pero a menudo lo que se busca es servir
a determinados colectivos, sin que exista la voluntad de
causar perjuicios a terceros. El abogado, desde su experiencia práctica, pueda aportar reflexiones, visiones y matizaciones de gran valor para la coherencia de la norma y,
sobre todo, para que la expresión de justicia que se persiga
no genere lesiones no deseadas. O, en otros casos, provocando o acelerando normativas que resuelvan o permitan
actuaciones que todos desean pero que, en cambio, el derecho vigente no hace posibles.
55

¡Sí/ abogado!

Esta es también función del abogado y para la que está
mejor preparado que nadie o, dicho más modestamente,
tan preparado como el que más. Y el abogado debe saberlo, porque en este campo se abren posibilidades enormes
para la defensa de sus clientes. En derecho no todo es posible, pero la búsqueda de la justicia nos impulsa a influir en
que la elaboración de la norma no sea un obstáculo para la
misma. De hecho, uno de los aspectos más novedosos de
nuestra Constitución fue la de atribuir a los poderes públicos la obligación de promover y facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. Dentro de esta previsión genérica, corresponde
a los abogados participar en la elaboración de la norma
desde la aportación de su experiencia.
La relación dialéctica entre derecho y justicia impregna
toda la actividad profesional del abogado. Y en la ambición
de preservar la justicia desde el servicio al derecho, la función del abogado descubre nuevas vertientes, nuevas facetas que un régimen democrático le facilita. Ignorar estas
nuevas posibilidades sería prestar un mal servicio al derecho y, especialmente, a los clientes que en él han confiado
la defensa de sus intereses. iHay que buscar la justicia allí
donde pueda encontrarse1
Un joven abogado laboralista consiguió del Tribunal
Constitucional la sentencia que más ha representado para
la superación de la discriminación de la mujer en el trabajo. Un joven abogado fiscalista consiguió la revisión de una
inercia administrativa que impedía la declaración individualizada de los cónyuges en el Impuesto sobre la Renta
de las Personas Físicas. Un joven abogado luchó desesperadamente para resolver legislativamente una situación in56

Derecho versus justicia

justa para su padre pensionista y lo consiguió, para éste y
para otros muchos miles de afectados que creían el derecho inamovible. Recientemente, la tenacidad de una joven
abogada barcelonesa, madre de una niña prematura extrema, contribuyó a que se aprobara la modificación del Estatuto de los Trabajadores que, por primera vez, contempla
la ampliación del permiso de maternidad para los casos de
parto prematuro y en aquellos casos de necesidad de hospitalización después del parto.
Por proximidad a la nueva realidad política, muchos jóvenes abogados pueden ser más imaginativos en la defensa
de los intereses de sus clientes. No quieren sentirse derrotados por el derecho ante una situación que consideran injusta y lucharán para cambiarla.
Tanto puede ser que lo hagan por compromiso social
como por vocación jurídica. Me gusta pensar en estas dos
motivaciones porque encajan más en mis reflexiones en
este libro. Pero, de hecho, ambas coinciden: es imposible
que desde la vocación por el derecho no se tenga un compromiso por una sociedad más justa. En todo caso, no creo
que favorezca a la profesión que los abogados más jóvenes
no sientan este compromiso. Para muchos abogados de
más edad, puede ser que su historia y su forma de transitar
por ella les haga sentirse más alejados de este compromiso
o que lo vivan con menor pasión. Me satisface ver entre jóvenes colaboradores que este compromiso anima su vocación. Los que viven este compromiso viven mejor la profesión. Quizá, incluso, serán mejores profesionales. Mejores
abogados.

57

5

EN DEFENSA DE LA LIBERTAD

No sabría comprender la función del abogado sin ponerla
al servicio de la libertad. Ciertamente, la justicia es el objetivo que el derecho pretende alcanzar, pero la libertad es
el camino para conseguirla. No podría ser de otra manera:
si el derecho es el instrumento del que se dota la humanidad para garantizar una convivencia ordenada y pacífica,
la libertad es el valor que hará posible que esta garantía
sea eficaz. Por ello, cuando nuestro ordenamiento jurídicoconstitucional, siguiendo el modelo de los países de nuestro entorno, define a España como un estado.social y democrático de derecho, otorga a éste el valor de aquella
garantía.
Así, el derecho garantiza y da contenido a la democracia y al sentido social del estado. El derecho queda proclamado como el fundamento sobre el cual construir un estado que quiera y sepa ser social y democrático. Pero, para
que no exista duda alguna sobre lo que con ello se pretende declarar, el propio texto constitucional señala que el estado, así definido, propugna como valores fundamentales
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justícia, la igualdad y el pluralismo político.
59

¡Sí/ abogado!

El pluralismo no es otra cosa que una expresión de la libertad; el pluralismo político, el reconocimiento de la diversidad ideológica que la libertad protege y ampara. La
igualdad es el resultado de la libertad: somos libres porque
sarrios iguales y no hay igualdad sin libertad. O, lo que es
lo mismo, la igualdad es la exigencia de la libertad. La justicia es el objetivo del derecho; el derecho quiere facilitar
la justicia, quiere perseguir y evitar la injusticia. Pero, al final, todo estos valores refluyen en el marco acogedor de la
libertad. Sin libertad, el derecho no será expresión de otra
cosa que una forma, no de ordenar la convivencia, sino de
imponer «una convivencia sin libertad». Sería la expresión
del titular del poder, no la expresión de la soberanía popular.
lQué honor para los servidores del derecho saber que
su función contribuye decisivamente a garantizar la convivencia en libertad1 . El derecho y la justicia son nuestro bagaje y nuestro objetivo. La libertad debe ser, pues, nuestro
compromiso. Para garantizar la convivencia en libertad, el
abogado debe estar comprometido, siempre y en todo momento, con la causa de la libertad. Ésta debe impregnar su·
cometido, su actuación; debe dar sentido a cada una de sus
intervenciones profesionales.
Quizá alguien pueda interpretar mis palabras como
una exageración. No lo creo. Cuando elaboramos un contrato, estamos amparando el derecho de nuestro cliente de
comprar o vender, su libertad de acordar y convenir sobre
su patrimonio. La libertad de industria, de comercio y la
autonomía de la voluntad están en la base del mundo mercantil. Pero también cuando defendemos sus derechos ante
los tribunales, reclamamos en defensa de su honor, de su

60

En defensa de la libertad

dignidad o de su inocencia; lo mismo cuando perseguimos
la arbitrariedad. Todo ello es expresión de un bagaje de derechos y libertades que dan sentido a la función del abogado como garante de la adecuada aplicación de la norma. El
abogado circunscribe su actuación en la defensa de la libertad, a veces de forma más remota, en otras ocasiones más
directamente, pero siempre es en defensa de la libertad
que su actuación se produce.
Ciertamente, el abogado ha convivido con etapas políticas marcadas por la falta de libertad. Se ha visto en la obligación de aplicar un derecho que no tenía como finalidad
la Justicia y que no era expresión de la voluntad popular.
Pero aun en estas circunstancias, la actuación del abogado
perseguía la defensa de la libertad. No únicamente en las
causas o procesos políticos sino también en la esfera de los
intereses particulares, la defensa de la libertad contractual
de las partes y el respeto del principio de su autonomía,
eran expresión de garantía los derechos de sus clientes, en
el campo reducido de los que estuvieren reconocidos. El
derecho se resistía a la desaparición de todas las libertades y
en los despachos de los abogados se definían pequeños espacios de libertad, en los que abogados y clientes buscaban
cómo consolidar y profundizar en sus derechos, tanto en
los reconocidos como en los negados.
Históricamente, los abogados y sus despachos han sido
siempre refugios de libertad. Es más, muy a menudo, los
propios colegios de abogados, ampararon y protegieron
la libertad de sus colegiados, cuya función les conducía al
deber de asumir posiciones que chocaban contra las insti~
tuciones oficiales. El abogado, incluso en épocas totalitarias, vivía el derecho como una exigencia de libertad, y no
61

¡Sí/ abogado!

solamente los abogados politizados o militantes de causas
comprometidas con la libertad política. Fueron muchos
los abogados anónimos que, simplemente por su condición
de servidores del derecho, convirtieron su actuación profesional en interés de un cliente en una manifestación de libertad. El abogado sabía -como ahora- que «SU» derecho era la norma oficial más la defensa de la libertad de su
profesión y de su cliente.
También podría decirse que, en un régimen totalitario, esta función de defensa de la libertad tenía más sentido que en un momento en el que la vida política y social se
desarrolla en el marco de un e~tado social y democrático
de derecho. Puede que ahora sea más fácil, pero la defensa de la libertad no es para el abogado una expresión coyuntural: forma parte decisiva de su compromiso al servicio
del derecho. La libertad siempre debe defenderse, porque
siempre está amenazada, aunque sea de manera más sutil o
menos evidente, pero para el abogado siempre existirá el
·matiz o el resquicio por el que podrá ver cómo la libertad
puede debilitarse o transgredirse. Y corresponde al abogado el deber y el honor de hacerlo ver y denunciarlo. Por interés de los derechos de su cliente, pero también porque la
sociedad le ha encargado esta función.
La libertad discurre por una frontera muy permeable.
Son muchas las cosas -ilas pequeñas cosas1- que cuestionan, cada día, el pacífico uso de la libertad. De la individual
y de la colectiva. Un régimen democrático no es garantía,
por sí solo, de que la libertad sea respetada. Una Administración prepotente e intervencionista, la ambición de los
particulares, los silencios de la mayoría, las inhibiciones de
los que podrían manifestarse, son todos ellos protagonistas,
62

En defensa de la libertad

cómplices o tolerantes espectadores de pequeñas -o graves- transgresiones de la libertad. Mucha gente indefensa o ignorante de sus derechos, ven agredida su libertad
sin percatarse de ello. A veces se entiende o percibe como
«normal» lo que debería ser vivido como una lesión inadmisible al núcleo duro de la libertad de cada uno.
Esto ocurre en el campo de los derechos individuales,
los de las personas físicas o jurídicas; ocurre también en el
campo de la actividad comercial o empresarial, y en el relativo a la aplicación real de la tutela judicial efectiva, etc.
El «poderoso» ejercicio del poder -nos referimos a ello en
un próximo capítulo- avanza destructor en el campo de
la libertad. La democracia no es simplemente una declaración formal sino que es también un ejercicio diario y constante de sofisticados equilibrios y contrapesos que el abogado deberá vigilar para ser así eficaz e!l la defensa de los
intereses que le han sido confiados. Lamentablemente, la
presunción de inocencia es tan poderosa como el abusivo
ejercicio del derecho propio en perjuicio del de los demás.
Y el abogado debe comprender y asumir que su función le
conducirá -o debería conducirle- a la implacable defensa de los derechos de su cliente.
Por esta razón, cada despacho de un profesional de la
abogacía debe ser un «santuario» de la libertad. Lo debe ser
para sus clientes, pero también para todos cuantos colaboran en la defensa de sus intereses. No se trata de reservar
un espacio de la actividad del despacho para la defensa de
los casos en los que la libertad está comprometida. Esto no
basta, está bien, pero no es suficiente. Son todos los profesionales que comparten la actividad del despacho los que
deben impregnar su actuación de un compromiso belige63

¡Sí/ abogado!

rante en defensa de la libertad. Todos ellos deben vigilar
que, en cada asunto en que les corresponda intervenir, no
exista una lesión -por remota, indirecta o distante que
sea-· de la libertad. Tolerarlo o ningunearlo, por estimar
que su incidencia pueda ser irrelevante en el problema que
se contempla, podría ser un gran error. En esta inicial inhibición puede encontrarse el origen ·de una doctrina o de
una actuación que debilite para siempre -o por mucho
tiempo- el derecho lesionado.
Nuestra actuación profesional descansa, en muchas ocasiones, en matices, sutilezas, que pueden debilitarse al consentir interpretaciones restrictivas de la libertad. Podemos
construir nuestra inseguridad al consentirla. Es responsabilidad de los abogados no dimitir jamás de la exigencia de
una defensa a ultranza de la libertad y de sus límites. Incluso cuando el cliente pueda, temerosamente, considerar que
no conviene a sus intereses. Este compromiso, el del abogado, no es negociable. El temor del cliente es, en sí mismo, el
reconocimiento de una amenaza a su libertad. El cliente no
debe aceptarla; en todo caso, el abogado jamás. La sociedad, al atribuirle su función, no le ha permitido su indiferencia. Ni su militancia intermitente.
Ciertamente, esta exigencia plantea una grave cuestión
de la que sólo se conocen, hasta el momento, tímidas manifestaciones pero que tenderán a incrementarse en el futuro.
La libertad de conciencia, la obligación del profesional de
asumir defensas que considere contrarias a sus propias convicciones, no es una cuestión sencilla, por cuanto el deber
de defensa del abogado sólo tiene como límite el de la legalidad d~ su actuación, la legitimidad de los intereses confiados y el respeto a los derechos de los demás. Pero también
64

En defensa de la libertad

una cierta concepción de la libertad puede operar como
límite al deber de defensa de los intereses de su cliente. Límite que debe ser interpretado restrictivamente, pero que
puede justificar la renuncia del abogado.
Mayores dificultades puede plantear la objeción planteada en el interior del propio despacho del abogado .. Puede
darse el caso de que un abogado no quiera asumir su participación en un caso asumido colectivamente por el despacho.
Tendrá que examinarse la razón que apoya esta decisión,
pero, de tener consistencia, debería ser aceptada. La libertad no sólo debe predicarse desde el despacho hacia fuera,
también tiene su vida puertas adentro. La libertad tiene en
el abogado un garante de su eficacia, pero también a un sujeto titular de la misma. El abogado es, además de un servidor del derecho, un titular, como ciudadano, de derechos y
libertades. Y, entre éstos, el de ver respe~ada su conciencia,
su percepción de la vida en libertad.
De hecho, por esta vía, podemos introducirnos en el gran
debate que ha dominado durante muchos años -como
mínimo los dos últimos siglos-. el escenario de las ideas
políticas. Así, para muchos pensadores, filósofos y políticos1 la libertad no lo es todo. En un resumen simplista se
plantea la pregunta siguiente: «¿Libertad, para qué?». Se
denuncia que la libertad, como mero ejercicio formal, puede consagrar una injusta distribución de la riqueza de la sociedad. Así se opone a la libertad llamada formal, la libertad «real», aquella en la que la igualdad social se impone a
los demás valores y justifica o permite restricciones, condicionamientos y severas limitaciones en el ejercicio de la
libertad formal. Aún hoy, este debate sigue abierto en el
mundo político de nuestro entorno, a través de posiciones
65

¡Sí/ abogado!

«antisistema» o de otra índole que tienden a minimizar la libertad formal frente al objetivo de una pretendida igualdad
social.
Este debate, como es lógico, no excluye el escenario de
la abogacía. Muchos abogados ponen sus conocimientos al
servicio de una libertad «real» que consideran que no alcanza a sus clientes. Se trata de un ejercicio profesional legítimo; como lo es, dentro de los límites d~ la legalidad y
del contenido explícito de la norma jurídica, que algunos
jueces quieran poner sus resoluciones al servicio de una interpretación alternativa del der.echo, impregnada de afán
redistributivo de la riqueza social.
El abogado es, por definición, un defensor de la libertad, léase ésta en clave de valor «formal» de la convivencia
ordenada, véase en élla la justificación de una política cargada de fuerte acento social. Pero, en todo caso y en cualquier supuesto, el.abogado debe ser un defensor de la libertad «formal» y puede, es su derecho, asumir también el
objetivo de una libertad «real», pero sin que ello contradiga
su claro y definitivo compromiso con el conjunto de las
mal llamadas libertades formales. Y ello, en realidad, por
varias razones. En primer lugar, porque no se conoce de
ningún país que avance en el campo de la libertad «real»
que no lo haga en el marco del más escrupuloso y fiel respeto de las libertades formales. Con la libertad «formal»
puede ser que no se produzca un avance en la libertad
«real», pero no se conoce de ningún caso en el que se avance en la libertad «real» sin libertades formales. La segunda
razón es que el derecho que nos hemos comprometido a
servir como garantía de una ordenada y pacífica convivencia, es el resultado y expresión de un régimen de libertad

66

En defensa de la libertad

tal y como se entiende ésta en nuestro ordenamiento jurídico-constitucional y en el de los países de nuestro entorno.
El campo del abogado debería estar siempre al lado de
la libertad; como servidor del derecho y como colaborador
de la justicia, le corresponde defenderla. Le corresponde
hacerlo frente a los que quisieran negarla, pero también
frente a los que quisieran limitarla, aun cuando fuera para
introducir falsos horizontes de mayor progreso social. Con
ello no se restringe la ambición de comprometerse con causas que puedan, incluso, contestar el derecho vigente como
expresión regresiva de mayores cotas de. libertad. Éste es
un escenario al que el abogado puede ser sensible, quizá
por su formación y vocación, incluso especialmente sensible. Pero el abogado, como profesional, debe ser fiel, siempre y en todo caso, a su compromiso con la libertad, tal y
como se consagra en el ordenamiento constitucionat como
garantía de la convivencia. En todo caso, en ésta -en la
convivencia- está el límite. El abogado, garante de la convivencia a través de la aplicación correcta del derecho, debe
asegurar que su ejercicio no se constituya precisamente en
un factor desestabilizador de la misma.
Los abogados, y especialmente los más jóvenes, deben
ser muy conscientes del papel que les corresponde en la defensa de la libertad. Este compromiso, que corresponde a
todos los ciudadanos asumir, vive muy íntimamente vinculado a la profesión del abogado. Con su actuación, éste
da contenido a la libertad y, a la vez, otorga un sentido
muy singular a su función. El abogado respeta la libertad y
la hace respetar a sus colaboradores y clientes, velará para
que también lo sea por jueces y magistrados y en todos los
67

¡SC abogado!

niveles de la Administración. El abogado comprenderá rápidamente que su función le obliga a producirse muy respetuosamente con la libertad, si no quiere convertirse en
un mero «oficiante» de la norma.
Cada pleito es un acto de libertad; poder recurrir frente
a las decisiones de la Administración es el reconocimiento
de su derecho a la tutela judicial efectiva. Cada contrato, una manifestación de la libertad de comercio; cada
acuerdo, una victoria de la autonomía de la voluntad. Si se
comprende esto, seguramente ayudaremos a que muchos
jóvenes abogados entiendan, a su vez, el sentido y la responsabilidad de su profesión. Sin libertad no hay progreso
y ésta se ejercita a través de actos concretos que encuentran en el abogado el garante de su eficacia jurídica.

68

6
SOCIEDAD GARANTISTA

Se dice que la Unión Europea se caracteriza fundamentalmente por ser un espacio de libertad, de paz y de bienestar. Seguramente, debería dedicarse a un tema de tanto calado algo más de tiempo y fundamentación. La Unión
Europea no constituye el tema de estas reflexiones y, si se
trae a colación, es simplemente para destacar que las mencionadas características tienen una raíz común que incide
de manera muy decisiva en el papel del abogado en nuestro entorno europeo y occidental. Después de largos años
de oscuras represiones y persecuciones, Europa quiere reconocer a todos sus ciudadanos el mejor y más contundente cuadro de derechos y libertades que la historia de la humanidad haya conocido jamás. Un espacio común para
hombres y mujeres libres, es decir, titulares de derechos y
libertades que se colocan por encima de todo ordenamiento público, comunitario o estatal.
Un espacio de libertad, pero también de paz. Un espacio sin guerras, en el que las diferencias entre estados se resuelvan por la vía de la amigable composición o acudiendo
a los tribunales internacionales de justicia. Sin guerra, las
fronteras se diluyen y se permeabilizan; los conflictos se

69

¡Sí,

abogado~

tecnifican. Se convierten en pleitos y las sentencias se acatan sin necesidad de convocar a los ejércitos para resolver
las discrepancias. Los orgullos nacionales ya no se traducen
en muertos.
Y, en tercer lugar, está el concepto de un espacio de
bienestar. Aquí radica un elemento singular de la unidad
europea, en la medida en que en comparación con cualquier otro ente supranacional del entorno occidental, Europa ha asumido que el bienestar, entendido como cohesión social, define tanto como la paz y la libertad su razón
de ser. Así, a menudo, en la comparación con Estados Unidos, se atribuye a Europa menbr competitividad precisamente porque sus costes sociales son mayores. Más sanidad
pública, más pensiones y más prestaciones generan costes
que, para unos, lastran la economía europea y, para otros,
dan mayor cohesión y estabilidad a su crecimiento.
~ Pero estos tres valores -la libertad, la paz y el bienestar- definen una sociedad garantista, una sociedad de
derechos que el ciudadano quiere ver garantizados; una
paz que debe preservarse y garantizarse, y un bienestar
que requiere de garantías eficaces para tranquilidad de los
ciudadanos. El ciudadano europeo se encuentra confortablemente instalado en una sociedad garantista, no quiere perder nada de lo que tiene y quiere que se le garantice
su continuidad y crecimiento. No se perderán los derechos,
no se amenazará la paz, el bienestar no está ni estará en
CrlSlS.

Algunos comentaristas y analistas han señalado que esta
situación aletarga o amodorra a nuestros ciudadanos europeos. No quieren correr riesgos, temen la aventura, atemperan su carácter emprendedor. Somos, se dice, menos in-

70

Sociedad garantista

novadores, más acomodaticios; preferimos conservar si el
incrementar puede poner en peligro el bienestar logrado.
Todo esto se dice y no es algo irrelevante, pero sí que lo es a
los efectos de lo que aquí nos ocupa y como reflexión sobre
el ejercicio de nuestra profesión: siempre se ha pensado en
la figura del abogado como un abanderado contra las injusticias y en defensa de las libertades, en contra de sistemas
absolutistas a los que conseguía escapar gracias a formalismos jurídicos o deficiencias del sistema. Y esta imagen podría llevarnos a la errónea conclusión de que el abogado en
una sociedad garantista como la nuestra ha perdido esta
función y, por ello, ha perdido un poco el sentido de su
existencia.
lAntes al contrario1 Es en un sistema garantista donde el
papel del abogado gana una dimensión de responsabilidad
con el mismo sistema, porque nos tiene que ayudar a hacerlo más grande, a consolidarlo y mejorarlo. Ya no se trata únicamente de defender unos intereses muy concretos
de un cliente, sino de respetar el sistema, porque es la forma de garantizar al cliente sus derechos, libertades y garantías. Gestionar esta responsabilidad, por ser poco «heroica»,
puede parecer irrelevante o incluso poco atractiva. Pero,
por el contrario, se trata de una función y responsabilidad
que honra y hace más grande nuestra profesión, pues es el
mejor servicio que podemos prestar a nuestros clientes y,
en general, a todos nuestros conciudadanos. La garantía
está en el derecho y corresponde a los abogados construir
el marco de estas garantías. De hecho, la seguridad jurídica, la estabilidad y la eficaz garantía en el cumplimiento de
los contratos devienen valores muy estimados en todas las
operaciones mercantiles, nacionales o internacionales.
71

¡Sí, abogado!

Al abogado ya no se le pide únicamente que los contratos reflejen correctamente lo pactado entre las partes; ahora, lo fundamental está en que sus previsiones se cumplan,
de tal manera que el buen fin de la operación esté bien y
sólidamente garantizado, incluso al margen de la voluntad
de las partes. Lo imprevisto asusta; es el riesgo lo que, fundamentalmente, el abogado debe evitar. La abogacía preventiva, aquella que tiende a evitar el conflicto, puede ser
incluso más agradecida que la actividad profesional destinada a restablecer la vigencia y vali~ez de lo acordado.
El abogado deberá familiarizarse con esta sociedad garantista. Deberá comprender y aceptar sus exigencias,
acostumbrándose a que, cada vez más, el cliente reclame
de él seguridades. Incluso más allá de lo que el propio abogado podrá dar. Pero el cliente quiere tener garantías de
que el precio aplazado será satisfecho, de que el arriendo se
atenderá puntualm-ente, de que la inversión está bien constituida o de que, en todo caso, podrá recuperarse. Más aún,
el cliente querrá conocer los costes fiscales y de todo orden
que una determinada operación conlleve, querrá saber que
no existen contingencias que puedan afectar al precio de la
compra o que desnaturalicen el interés de la adquisición.
Ya no se trata de redactar buenos testamentos y protocolos:
además, deben ser eficaces en derecho, fiscalmente óptimos
y familiarmente coherentes con la voluntad del cliente.
La función del abogado se sitúa en el ámbito de la garantía. Le corresponde garantizar y esto ni siempre es posible ni, en todo caso, es tarea fácil. Pero debe de aceptarse
como lógico. El cliente acude al abogado para que le asesore en la búsqueda de un resultado final que quiere garantizar. Si lo que se quiere es comprar, se reclama del abogado

72

Sociedad garantista

que garantice que la transmisión será posible, que no existen cargas ocultas, ni responsabilidades económicas que
agraven el coste de la operación. Se le exigen garantías,
aun cuando nÓ se plantee formalmente la cuestión en estos
términos. Puede ser que, aparentemente, lo que se está demandando sea un simple asesoramiento, pero si la operación tiene dificultades de futuro, se exigirá responsabilidad
al abogado. Será su culpa.
Esto es así y no podrá discutirse. El joven abogado debe
entenderlo y aceptarlo y, sobre todo, actuar en consecuencia. De lo contrario, será la experiencia negativa de la que
aprenderá a descubrir el valor de la garantía como exigencia implícita. Porque de esto se trata: la intervención del
abogado se define hoy como una garantía del buen fin de la
operación. Esto comporta varias consecuencias, pero fundamentalmente dos: el abogado no pu~de inhibirse de su
responsabilidad sobre la eficacia y validez de su intervención jurídica y, en segundo lugar, debe dejar claro -negro
sobre blanco-los problemas que puedan derivarse de futuro como resultado de la operación realizada de acuerdo
y con la confianza de su cliente.
Ciertamente, el abogado debe generar la confianza de
su cliente, su tranquilidad, pero nunca al extremo de engañarle o de ocultarle los riesgos y las dificultades de la situación que se contemple. Ganar clientes dando seguridades
infundadas no es sólo una práctica éticamente irregular sino
que es, además y a la larga, la mejor manera de construir un
fracaso profesional. En muchas·ocasiones, el cliente desea
ser engañado, pues la ambición puede a la razón, pero el
abogado no puede ni debe dejarse conducir por estos deseos
del cliente. Al final, cuando los problemas surjan, el clien73

¡Sí/ abogado!

te cargará, con razón, la responsabilidad de la situación al
abogado negligente o imprudente. Aquí los ejemplos son
tan notorios y conocidos que no es necesario recordarlos.
Están en la memoria de todos.
Así, existe la implícita atribución al abogado de que,
con su intervención, garantiza el buen fin de la misma.
Como decía, esto se traduce en dos exigencias. Por un lado,
todo rigor, toda cautela y toda meticulosidad no son superfluas. Cualquier detalle olvidado puede estar en el origen
de un gran disgusto. Todos los despachos están llenos de
anécdotas de errores que han provocado inquietudes. Esto
es explicable e incluso justificable, pero el cliente tendrá
derecho a considerarlo inaceptable. Y el joven abogado debe saber que, en la mayoría de las ocasiones, será a él, a su
colateral o pequeña intervención, a la que intentará cargarse la responsabilidad del error.
Recuerdo cómo en una operación compleja, pero a la
vez muy urgente, reclamaba prisa a uno de mis colaboradores. Eran las cuatro de la madrugada, llevábamos varios días,
con sus noches, trabajando intensamente en la redacción,
revisión y ordenación de una larga lista de contratos, cartas
y documentos de todo tipo. No sólo estábamos agotados
sino también nerviosos. Era aquel momento en que las ganas de terminar se imponen a la obligación de seguir revisando puntos y comas, como corresponde. Cuando todo
parecía ya terminado, llegaron más modificaciones de la
otra parte: los economistas del cliente habían descubierto
errores en los balances, así que había que volver a empezar
de nuevo.
En esta situación, fuera de control, reclamas de tu colaborador que acelere, que acabe ya de una vez. El destinata74

Sociedad garantista

rio de mis nervios era una joven abogado que, con toda serenidad, me resp9ndió: «Hay dos soluciones: sales de mi
despacho y me dejas terminar con tranquilidad o salgo yo
del despacho. iYo no entregaré un trabajo mal hecho!». Fui
yo el que salió de su despacho. Ella tenía razón, había comprendido que su función requería el tiempo que la calidad
-léase como garantía- exige. La operación terminó bien.
Siempre tenemos una cierta tendencia a ridiculizar el
estilo de trabajo de otras escuelas. Así, en las operaciones
contractuales, por la vía de la internacionalización, se coló
en nuestra tradición profesional la introducción de prolijas
y exhaustivas cláusulas relativas a las obligaciones de las
partes, el hacer constar sus declaraciones sobre el objeto de
la transmisión y, especialmente, detalladas responsabilidades y la previsión de indemnizaciones y penalizaciones para
el caso de incumplimiento. En la tradición anglosajona,
más jurisprudencia! que codificadora, los abogados querían
dejar en el propio contrato las garantías de su cumplimiento. En la tradición más continentat la remisión al derecho
codificado pretendía trasladar a sus preceptos la referida
garantía.
Hoy, esta sociedad garantista que conforma nuestro entorno, se ha inclinado progresivamente y de manera generalizada por incorporar a todo tipo de contratos extensas y
detalladas causas de responsabilidad y penalizaciones ante
supuestos de incumplimiento. Seguramente, ha sido ¿ecesario adaptarlas, en algunos casos, a las características de
nuestro ordenamiento jurídico, pero básicamente -incluso en su exageración- son una buena ayuda par dar satisfacción al deseo garantista del cliente. Y, sobre todo, son
una buena pauta para ajustar el comportamiento del abo75

¡Sí/ abogado!

gado a esta voluntad de las partes de garantizar que lo acordado se cumplirá.
Pero también puede pasar que no todo pueda garantizarse. Puede pasar que existan lícitas dudas de interpretación jurídica que proyecten sobre una operación o una
consulta la sombra de lo incierto. Puede ser que ello no sea
obstáculo para formalizar el contrato. Sólo es necesario que
el cliente lo sepa y que asuma el riesgo como algo propio.
Un riesgo que el abogado intentará evitar o limitar, pero
que existe y que, si el. cliente asume, forma parte del riesgo
empresarial. Pero el abogado tiene que haberlo advertido, debe haber informado de lo que podría llegar a ser. Sin
miedo. No puede causar temor aquello que es el simple
cumplimiento de nuestra obligación profesional.
En este terreno, el joven abogado debe extremar su
prudencia. Pudiera ser que, llevado por su necesidad de
ganar la confianza de un nuevo cliente, quisiera dejarse llevar por la contundencia de sus opiniones. «No hay problema, esto puede hacerse así y ya está» es una mala introducción. En todo caso, puede ser que la contundencia se
valore, pero también que se convierta en un arma de doble
filo, porque no hay nada que se note tanto como la más ligera vacilación después de una inicial afirmación, plena de
convencimiento y seguridad. La prudencia no debería
abandonar nunca el ejercicio profesional de la abogacía;
aquí la edad no juega ningún papel, pero los más jóvenes
deben comprender que les corresponde extremarla, si no
quieren caer en el riesgo de asumir responsabilidades que
pueden marcar el futuro de su vida profesional.
Ciertamente, también existe una práctica viciosa y reprochable: la de alarmar innecesariamente al cliente. Pre76

Sociedad garantista

sentarle su situación como muy problemática para así valorar después la «magistral» conducción que habrá permitido resolver el problema. Tampoco es por ahí por donde
debe avanzarse. Abusar del deseo del cliente de encontrarse garantizado en el ejercicio de sus derechos o del temor
que le inspira, para su seguridad personal o económica, una
determinada actuación de tercero es tan incorrecto como
ofrecer y prometer seguridades allí donde no las puede haber. Éste no es el papel del abogado ni le honra actuar de
este modo.
Debe asumirse el papel de «garantizador» que el cliente nos reclama. Desde el rigor y también desde la prudencia, nunca desde el abuso. En este sentido, no debe sentir
rubor al plantear la posibilidad, cuando convenga, de una
segunda opinión. Ciertamente, algún cliente puede considerar que con ello el abogado que la sol~cita rebaja su valoración e incluso algunos abogados pueden considerar que
con ello se ponen de manifiesto dudas que el cliente no desea constatar. Podría ser, pero en todos estos supuestos lo
que está fallando es la solidez de la confianza del cliente
con su abogado. Si aquél confía en éste, comprenderá que
la segunda opinión que se solicita sólo está fundamentada
y motivada para su mejor servicio. En suma, para su mayor
garantía.
La sociedad no dejará de ser garantista por más que esto
pueda resultarnos incómodo. Bien al contrario, todo apunta a que esta característica irá reforzándose en los próximos años. Valga como ejemplo el auge espectacular de la
actividad aseguradora en Europa y, singularmente, en España. Los ciudadanos quieren evitar las consecuencias de
lo imprevisible. No quieren verse sorprendidos, en su sa-

77

¡SC abogado!

ludo en su patrimonio, por causas inesperadas que puedan
perjudicar su propia estabilidad, personal o familiar. Quieren asegurarse y acudirán al abogado en búsqueda de garantías no sólo de un buen asesoramiento o de un buen
consejo sino que querrán la garantía de que haciendo lo
que el abogado indique no les va a pasar nada que perjudique su bienestar.
En una ocasión, después de una larga entrevista con un
activo empresario que tenía asociada su familia a su negocio y que estaba preocupado por el futuro de ambos -negocio y familia- se limitó a preguntarme: «Y con este protocolo, ¿cree que mis hijos y mis nietos sabrán asegurar el
futuro?». Tuve que responder que no lo sabía, que lo que estábamos formulando eran previsiones para impedir que factores previsibles alteraran la relación empresa-familia; que
- lo que se pretendía era dar cohesión jurídica a lo que debía
ser una cohesión familiar, y, sobre todo, que él-el cliente- habría hecho todo lo que estaba a su alcance para facilitar las cosas, pero que a sus hijos y a sus nietos correspondía también hacer bien los deberes. Si la irracionalidad se
instala en las relaciones familiares y entre éstas y la empresa, pueden evitarse los mayores desaguisados pero no podrá garantizarse el buen fin de la familia y de la empresa.
El cliente, muy atentamente, siguió mi explicación. Al
terminarla, muy seriamente, me dijo: «Así que tenemos la
garantía de que hemos hecho lo que debíamos hacer, pero
nadie nos garantiza que mis nietos lo entiendan así y quieran destruir lo que ahora proponemos. ¿No es así?». El
cliente había comprendido el mensaje. Salió tranquilo y
garantizado ....de sí mismo y del futuro que podría controlar. Mas allá .. .
78

Sociedad garantista

Hay un campo para la función garantizadora del abogado. No es una compañía de seguros ni puede operar como un estado providencia, pero hay un campo en el que la
profesión debe ser garantía de un buen trabajo, de una previsión de todo cuanto pueda ocurrir dentro de lo previsible
e incluso dejar ordenado lo que ocurriría en supuestos imprevisibles. Todo ello está al alance del abogado y no debería olvidarlo. En ello va su prestigio, su valoración como
profesional. Y algo todavía más importante: su propia satisfacción. No hay nada que entristezca más que descubrir
que, de haber perfeccionado el contrato con tal o cual previsión, no habría surgido un problema que ha desvirtuado
o limitado la eficacia del mismo.
Esto puede ocurrir, pero debe hacerse lo posible para
evitarlo. Para ello, es muy bueno arraigar en el comportamiento del abogado, en su estilo, la aceptación de esta función garantizadora. Y concebirla como una grandeza de la
profesión: ser garante del bienestar de los ciudadanos. lNo
todas las profesiones pueden invocar semejante honor!

79

7
ABOGADOS/ ADMINISTRADOS Y
ADMINISTRACIÓN

-LMontesquieu ha muerto!
LLa que se armó! La frase no reflejaba una realidad, pero
era la expresión de un deseo. Más aún: una voluntad de
acabar con el equilibrio de poderes q~e caracteriza todo
estado de derecho, desde Montesquieu hasta nuestros días.
Y la verdad es que contra este equilibrio se lucha denonadamente, con mucha tenacidad e incluso con cierta eficacia. De forma imperceptible, los poderes se desequilibran
con un claro beneficiario: el poder ejecutivo, es decir, la
Administración.
Ésta es una tan cierta como grave realidad: la Administración se refuerza en detrimento de los restantes poderes
del estado democrático. De hecho, lo que entra en crisis es
la condición del estado de derecho; la democracia no se
cuestiona sino que es su expresión más actual la que tiende
a desequilibrar los poderes del estado. Y esto, en la medida
en que es el estado de derecho el que vive esta crisis, afecta al abogado y a su función como servidor del derecho. El
abogado vive y sufre profesionalmente las consecuencias
81

¡Sí, abogado!

que este desequilibrio comporta en la defensa de los intereses que le han sido confiados.
El exceso de parlamentarismo de la democracia de finales del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, se tradujo en un reforzamiento del ejecutivo, para dotar de mayor
estabilidad al sistema. A través de la introducción de mecanismos protectores frente a mociones de censura abusivas
o prácticas p··arlamentarias «retardatarias», el ejecutivo se vio
reforzado frente al Parlamento. Éste elegía a un presidente
y éste a su gobierno, pero a partir de este momento el Parlamento se convirtió en un instrumento sumiso a la voluntad
del ejecutivo. La democracia habría operado atribuyendo
al Parlamento la facultad exclusiva de elegir al presidente
del ejecutivo, pero a partir de este momento el legislador se
sometía a los deseos y voluntad del ejecutivo.
En esta evolución hacia un Parlamento disciplinado por
la mayoría comprometida en el apoyo al ejecutivo, éste
avanzó un poco más: ya no se trataba de «subsidiarizar» al
Parlamento, se pretendía sustituirle. ¿Cómo? Pues, sencillamente, legislando también. En la histórica tradición administrativa de atribuirse por la vía de reglamentos una capacidad de desbordar la acción del legislador, la versión
más contemporánea introdujo la progresiva deslegalización
de muchas regulaciones sobre materias de gran relevancia. La Administración ganaba terreno al legislador que, en
muchas ocasiones, se limitaba a bendecir o ratificar «invasiones» administrativas en el campo de la actividad legislativa.
Quedaba, no obstante, el control judicial. Jueces y magistrados podían corregir los «excesos» del ejecutivo y recuperar para la ley y el Parlamento lo que a ambos corres-

82

Abogados/ administrados y Administración

pondía. Por ello, sin necesidad de entrar en este momento
y aquí en otras consideraciones, está en la memoria de todos los intentos de disciplinar e intervenir en la propia independencia de la justicia. De hecho, con el «l Montesquieu
ha muerto1» quería señalarse que no hay más fuente legitimadora del poder que la expresión de la soberanía popular. Y que ésta alcanzaba no sólo a determinar a quién correspondía gobernar, sino también a establecer con qué
limites y con qué control. ¿Quién controlaba al controlador? Era una pregunta que se respondía así: «Obviamente,
ésta es una tarea que sólo puede otorgarse a la propia soberanía popular», es decir, no había más control que el del
Parlamento, un Parlamento disciplinado por el ejecutivo .
lEl equilibrio había muerto1 No habría más poder que el
del ejecutivo, democráticamente elegido, eso sí, pero con
poderes muy cercanos a los más absolutos.
Afortunadamente, Montesquieu no ha muerto, pero
está viejo, debilitado y enfermo. Y los adversarios acechan,
a veces desde la sincera ignorancia de lo que su actuación
representa. En esta situación, la función del abogado adquiere una relevancia muy significativa. El legislador defenderá su actuación al amparo de la soberanía popular
que representa, jueces y magistrados actuarán en vigilancia
de la legalidad, pero ¿quién asumirá la defensa del derecho
como factor conformador, equilibrante y definidor del estado de derecho? Todos podrán reclamar esta función,
pero sólo a los abogados les corresponde como deber inherente a su condición de garantes de la convivencia en libertad. Y libertad es, fundamentalmente, equilibrio.
El estado social será defendido por todos, la democracia
también, pero el estado de derecho se consolidará y afian83

¡Sí! abogado!

zará gracias a la intervención profesional de los abogados.
Serán ellos los que deberán limitar la ambición «invasora»
de un ejecutivo prepotente. Aparece así una nueva relación
controvertida entre abogacía y Administración; si durante
muchos años se teorizaba sobre las relaciones entre abogacía y Justicia, hoy tiene que ponerse el acento en un nuevo
escenario de discusión jurídica, que es el que se da entre
abogados y Administración.
Ésta ~stá presente en todas las facetas de la vida social.
Todo está regulado, «requisitizado» y condicionado; todo requiere licencias y autorizaciones, cuya dispensa corresponde a la Administración, definidora de las bases sobre las
que las otorgará o las denegará en un marco de gran discrecionalidad. En este orden, los problemas que se plantean
para el abogado son muchos y, a veces, imprevisibles.
El primero de ellos es que si es difícil convencer a jueces y magistrados -··. como es lógico-, todavía lo es más
cuando quien debe decidir es la propia Administración.
Como si esta posibilidad no se contemplara en la práctica,
cambiar de criterio se asimila a una rectificación política y
esto es algo que no se quiere asumir. La decisión se mantiene como principio: la Administración no admite el error,
siempre acierta. Ciertamente, son muchos los supuestos
en que esto no es así, pero es evidente que la norma general es la que se ha dicho. iLa Administración está para imponer, no para dialogar con el administrado1 Insisto, no sería correcto generalizar este estilo de actuación, pero es
evidente que no costaría a la mayoría de abogados encajar
en el mismo muchas de las experiencias vividas con la Administración.
Ésta es una situación que debe ser examinada desde am84

Abogados, administrados y Administración

bos lados de la relación. Por un lado, los administrados acuden a la Administración asistidos de sus abogados; por otro,
la propia Administración ampara su actuación en la intervención y asesoramiento de abogados. Existe, pues, un debate jurídico que se produce entre abogados, en el que
cada parte pretende tener la razón y la defiende en base al
derecho. Éste sería, así planteado, un debate correcto y positivo, pues el derecho avanza en la controversia. Sin embargo, no siempre es tan diáfano. En muchas ocasiones, el
administrado percibe a través del mismo los límites de sus
derechos y le cuesta aceptarlos. Pero también es cierto
que, en otros casos, la posición administrativa no es reflejo
de una decisión jurídica sino de una voluntad política o,
simplemente, discrecional en virtud de una lectura sesgada
y subjetiva del interés general.
En ambos supuestos, los abogados qeberán ser capaces
de imponerse a los dictados no asumibles de sus respectivos
clientes. Singularmente, debe recabarse para los abogados
de la Administración el reconocimiento y tutela de su independencia. El derecho se resiente cuando la instrucción política se impone por encima de la objetividad de la norma.
Para la Administración, su posición no es la de una «parte»
más en un proceso, pues no está asumiendo defensa de intereses particulares, sino la recta aplicación de la norma, es
decir, los abogados de la Administración tienen derecho a
ser reconocidos, a su vez, como servidores del derecho, en
mayúsculas. Una decisión administrativa no tiene que ser
sostenida y defendida porque sea expresión de la voluntad de la Administración, sino porque se ajuste a derecho.
Y, para valorarlo, los abogados deben gozar de la máxima,
total y plena independencia que cabe predicar.
85

¡Sí, abogado!

Esto tiene una especial trascendencia. Debe postularse
que no desmerece al prestigio de la Administración revisar
y rectificar sus decisiones en función de reclamaciones de
los particulares, cuando de éstas resulte que aquéllas no estuvieran ajustadas a derecho, porque -ésta es una segunda vertiente de la relación abogado-Administración- la
práctica pone de manifiesto que la lentitud de las decisiones judiciales que revisan jurisdiccionalmente las decisiones administrativas tiende a consolidar situaciones de hecho y perjuicios que nunca resultarán suficientemente
superados. Es más, pudiera ser que, en algunos casos, la
Administración, conocedora de la lentitud del proceso· judicial, mantenga sin revisar decisiones conociendo su falta
de apoyo jurídico. Lo que se pretendería es hacer inviable
una actuación al margen de su condición jurídica. El poder
se manifiesta también desde su ejercicio incorrecto. Y esto
ocurre a menudo, demasiado a menudo.
En estos supuestos, la justicia no es un remedio; es más,
pudiera ser que situaciones contrarias a derecho no sean
planteadas ante la Justicia porque el daño ya esté hecho y
se considere irreparable. La Administración habría ganado
en perjuicio del derecho. Y esta situación compromete la
función del abogado. Su servicio al derecho le coloca en
una situación especialmente beligerante frente a la manifestación abusiva de un poder que el derecho no quería que
fuera usado en esta dirección. Y aquí no alcanza ni el manto protector del legislador «retrancado» en su tarea legislativa, ni la justicia que podría operar, en su caso, a partir de
la violación o ignorancia de la norma, cuando la situación
de hecho pueda ser irreversible en una sociedad presidida
por la rapidez y la inmediatez de los proyectos.

86

Abogados, administrados y Administración

El abogado es, sin duda, el gran y primer defensor del
derecho de los particulares frente a una Administración
que se dejará tentar por la prepotencia. La tentación no
significa actitud habitual, pero expresa una posibilidad
que la impunidad podría hacer más previsible. Habrá que
defender el derecho en este escenario, con mucha frecuencia -demasiada- y con coraje, porque lo que está en juego es mucho. Téngase presente que las relaciones entre
particulares y Administración descansan normalmente en
el ejercicio de derechos y libertades que corresponden a
los administrados, pero que el legislador -o la propia Administración- ha querido someter a requisitos y condiciones que, bajo la forma de licencias, autorizaciones, permisos o informes, limitan su ejercicio.
En estos casos, cualquier intervención !imitadora debe
ser aplicada muy restrictivamente; el pr.incipio general debería ser el de priorizar el derecho por encima de la limitación. Ésta sólo debe prosperar cuando el derecho lo consienta de manera muy explícita y evidente, en función del
interés general. El equilibrio entre los derechos de unos y
otros justifica esta restricción, pero aquí no hay lugar ni
para el capricho ni para el interés político que no cabe confundir jamás con el interés general. Los derechos y libertades del individuo se han concebido, históricamente, como
un marco de garantías frente a la actuación intervencionista y prepotente de la Administración. Para hacer frente al
poder del ejecutivo, el ordenamiento jurídico -el derecho- reconoce a los ciudadanos un bagaje de garantías que
le proteja en una relación ciertamente desequilibrada.
El riesgo de que la Administración se convierta en juez
y parte en la aplicación y ejercicio de estos derechos y li87

¡Sí, abogado!

bertades sería de gran trascendencia. Cuestionaría todo el
sistema que se articula en el concepto «estado de derecho».
Quizá no sería necesario «matar» a Montesquieu, bastaría
con secuestrario, adormecerlo, aletargarlo. En este paréntesis, la Administración habría ganado tantas cuotas de poder que sería muy difícil garantizar, en este marco, una efectiva protección del derecho de los particulares. El estado
de derecho quedaría muy debilitado.
El abogado, por principio y por función, debería hacer
frente a este riesgo, debería trabajar para evitar que tome
cuerpo. En este sentido, el abogado debería ser consciente
del papel que le corresponde en su relación con la Administración. Hemos sido preparados para colaborar -combativamente- con la Justicia; hemos posicionado nuestras baterías jurídicas enfocando al frente jurisdiccional y no nos
hemos percatado de que el verdadero frente se ha posicionado detrás de nuestras baterías. Incluso ha penetrado en
nuestro terreno. Los órganos de la Administración se multiplican, su presencia alcanza a las regulaciones más nimias.
Los reglamentos invaden nuestras mesas, los procedimientos se encadenan los unos con los otros. Todo está sometido
a la decisión de la Administración. Decisiones que serán
juiciosas, pero que podrían no serlo. Decisiones que darán paso al ejercicio de derechos concretos de los particu·lares, pero que podrían negarlo. Casos en los que la justicia
queda muy alejada y en los que, en todo caso, no se quiere
alcanzar. Hay prisa, todo es rápido y, a veces, si no lo es,
simplemente no existe.
El abogado debe conocer esta nueva realidad de nuestro derecho. Una vez más debe percatarse de la trascendencia de su función. En manos del abogado de la Admi88

Abogados/ administrados y Administración

nistración y de los administrados, puede estar el futuro del
estado de derecho. El equilibrio de poderes, en su versión
actual, encontrará en los abogados -o debería- un primer frente de defensa. Hay ciertos diques que ya se han
roto: el poder ejecutivo ha desbordado resistencias doctrinales y conceptuales que tenían fundamentos incompatibles con la rapidez del cambio o la necesaria estabilidad de
las instituciones.
Pero queda el frente de la parcela de todos y cada uno
de los ciudadanos, el frente de sus derechos y libertades.
Ahí, el abogado debe asumir una defensa a ultranza: es su
obligación. Hacer inexpugnables los derechos de los administrados, abrir vías de conciliación entre los intereses de
unos y otros. Sin desaliento, sin miedo. Porque a veces enfrentarse a la Administración puede dar miedo o puede no
resultar conveniente a los intereses deLcliente. Pero cada
derecho renunciado es una grave merma para el patrimonio colectivo del derecho. Debilita el estado de derecho.
Algunos jóvenes abogados y también otros más seniors,
pueden creer que Montesquieu está efectivamente muerto. Es un espejismo, no lo deben creer. Lo que su recuerdo
representa anima la esencia de la función del abogado. Servidores del derecho, garantes -como los que más- del
estado de derecho: LMontesquieu no debe morir!

89

8
LEGISLACIÓN Y PRINCIPIOS GENERALES
DEL DERECHO

Se legisla demasiado. Y allí donde el legislador no alcanza,
la Administración nos llena de reglamentos, instrucciones
y circulares. La progresiva invasión de la Administración
en el campo de la actividad de los particulares se ha traducido en una auténtica avalancha normativa. Todo se quiere
regular, todo tiene que hacerse según disponga la Administración y, así, la autonomía de la voluntad de las partes
va reduciendo su margen de actuación. Todo está intervenido, armonizado y normativizado.
Éste es un fenómeno común a nuestro entorno europeo, pero en el que España no se ha quedado corta. Se legisla mucho y se modifica todavía más. La vigencia de la
norma se acorta y nuestra legislación está llena de modifi-

caciones puntuales que encuentran cobijo en las leyes más
dispares. Por la vía de disposiciones adicionales se introducen modificaciones en la Ley de Mercado de Valores, en
un texto legislativo que no guarda ninguna relación con dicho tema. Antes, las denominadas leyes de acompañamiento y ahora las leyes de presupuestos son refugio de la voracidad legislativa y de la improvisación modificadora.
91

¡Sí, abogado!

Con ello, nuestro derecho positivo llena muchas estanterías. Recuerdo que al principio de mi actividad como abogado, los más ilustres compañeros de profesión tenían encima de sus mesas de despacho dos o tres tomos -como
máximo, cuatro- de legislación: Código Civil, leyes mercantiles, en algunos casos leyes administrativas y, excepcionalmente, el Código Penal. Hoy, esta pretensión -la
de sentirse asistido por la compañía de los textos legislativos de consulta más habitual- requeriría de enormes mesas o de estanterías de singulares dimensiones. Nuestro derecho se ha multiplicado y no está claro que este fenómeno
haya sido positivo: no está claro si esta abundancia genera
más seguridad jurídica o, por el contrario, la debilita.
De hecho, ha sido al amparo de esta abundancia que ha
surgido el fenómeno de la especialización profesional.
Pero de ésta hablaremos más adelante. Lo que es ahora objeto de la presente reflexión es otra consecuencia de este
fenómeno: el abogado debe saber más sobre lo que hay regulado que el propio contenido de la regulación. Debe saber donde está, cómo puede encontrarse, qué aspectos son
el objeto de la regulación, todo ello sin perjuicio de reservarse el derecho de releer su contenido para asesorar con
eficacia y seguridad. Si antes decíamos que en derecho no
todo es posible, ahora hemos de añadir, sin rubor, que el
mejor de los abogados puede reconocer -incluso es saludable- que no sabe todo el contenido de la regulación
normativa aplicable al caso.
Debe saber que existe la regulación y debe saber relacionarla con el caso que contempla, pero será bueno saber
aceptar que el contenido exacto, en muchos casos, será el
resultado de un estudio posterior. Esto impone al abogado
92

Legislación y principios generales del derecho

un nuevo ejercicio: el de ordenar en su cabeza la sistemática del ordenamiento jurídico. Deberá entender cómo se
estructura y el porqué; deberá saber cuáles de todas las
normas existentes deberán ser estudiadas para ver cómo inciden en el caso concreto sometido a su consideración. El
abogado deberá estar al corriente de todo lo que se legisla
o actualizar sus conocimientos con rapidez y seguridad. Incluso deberá recordar las normas más añejas, a las que la
Administración sabe resucitar del olvido cuando le conviene para justificar una decisión sorprendente.
El abogado debe saber intuir la existencia de la norma
que desconoce. Decirse: «Hay algún artículo que debe tratar de esto» y, ciertamente, el precepto existe. Hay pocas
situaciones que el derecho no haya tenido la pretensión de
regular en uno u otro momento. Hoy la presunción debe
formularse en términos de dar por supuesto que alguna
norma habrá que regule «esto». Lo extraño sería lo contrario. Y, en este contexto, lo más importante es que el abogado sepa moverse en la selva normativa, que se oriente,
que diagnostique bien el problema antes de buscar la legislación aplicable y saber por dónde debe de encontrase la
solución.
La abundancia normativa obliga al abogado a saber diagnosticar cuál es el «núcleo duro» del problema. Y una vez

definido éste, buscar la norma que consultar. Un mal diagnóstico puede hacerle ignorar el camino adecuado o conducir la defensa de los intereses confiados por vías improcedentes. No debe obsesionarse por el contenido de la norma:
basta con saber que la norma existe, cómo encontrarla y
cómo encajarla en el conjunto de disposiciones que resulten
ser de aplicación. Y a son escasas las situaciones que pue93

¡SC abogado!

den resolverse al amparo de un solo artículo o de un solo
texto normativo. Los problemas tienden a ganar complejidad y, en su solución, muy frecuentemente, serán normas
de diversos cuerpos jurídicos las que deberán examinarse.
La complejidad incluso puede aportar contradicción:
desde una perspectiva la solución sería así, pero desde otra
sería muy distinta. ¿Cómo resolver esta contradicción? A los
abogados se les enseña derecho escrito, no cómo orientarse
en el campo jurídico de la complejidad, habilidad que es
hoy fundamental para el ejercicio profesional. Podrá decirse que ésta se adquiere con la práctica, con la experiencia.
Pero ello es sólo una verdad a medias, por cuanto esta facultad de orientarse en el proceloso mar de una normativa
desmesurada se le va a exigir al joven abogado muy rápidamente. Podrá desconocer el contenido exacto de las normas, no su existencia o la lógica de su existencia, para así
saberlas encontrar. Esto se exige con rapidez.
Así las cosas, para el joven abogado no es fundamental saber muchas normas sino saber que existen muchas
normas, saber dónde están y cuándo debe acudirse a las mismas. Saber ordenarlas, jerarquizarlas, encajarlas en el lugar
que les corresponde en el ordenamiento jurídico. Y si esto
no se aprende en la facultad ni en los másters deberá aprenderse a través de cada una de sus intervenciones profesionales. Así, de estas puntuales intervenciones, es fundamentallo que tienen de esencial, lo que define su sentido y el
fundamento de la norma jurídica. Debe volverse a los principios generales del derecho, a los grandes conceptos, a las
piezas básicas sobre las que se ha construido nuestro ordenamiento jurídico.
Al final, la experiencia permite descubrir que todo el
94

Legislación y principios generales del derecho

derecho descansa sobre unos cuantos pilares fundamentales. De éstos se deriva y es mero desarrollo todo el ordenamiento jurídico. Y cuando éste no encaja con aquellos
principios o grandes conceptos generales, estamos en presencia de una norma efímera, transitoria, fruto de la improvisación o de la coyuntura, pero que no tiene vocación
ni posibilidades de permanecer en el tiempo. Toda la producción normativa sobre los temas del buen gobierno de
las sociedades, cotizadas o no, constituye un ejemplo de lo
q11e se está diciendo. Se ha querido -a partir de situaciones concretas- reglamentar o recomendar sobre los deberes y obligaciones de los administradores: qué es lo que no
deben hacer, de qué deben abstenerse, cómo deben resolver situaciones complejas o delicadas. En la práctica, la tradición ya había impuesto desde hace siglos a los comerciantes -y los administradores son una .proyección de esta
figura- administrar con diligencia y honestidad. ¿Son términos vagos estas cualidades? En todo caso, mucho más
claros que el _casuismo que un excesivo afán intervencionista y regulador ha querido imponer.
Todos los administradores saben lo que pueden y lo que
no pueden hacer. No hay sorpresa sobre el alcance de la exigencia de su honestidad. Hasta tal punto es ello cierto que,
para fundamentar el exceso intervencionista y casuista, se ha
tenido que trastocar el régimen de presunciones de nuestro
derecho, llegando al absurdo de presuponer que el administrador tiene vocación de deshonestidad y por esto tiene que
ser vigilado con instrucciones, recomendaciones y requisitos. Esto será efímero, pues la presunción de honestidad como la de inocencia son demasiado fundamentales como para
que perezcan en la hoguera de los inquisidores modernos.
95

¡Sí/ abogado!

Y, sin duda, los abogados y especialmente los más jóvenes de entre ellos, deben saber que es bueno acomodarse y
cumplir las normas de buen gobierno corporativo. Pero
deben saber y defender que las bases fundamentales del
ordenamiento, como el juego de las presunciones y los valores de la honestidad y del buen hacer, son más importantes que las normas fruto de una coyuntura desafortunada.
Los grandes principios perduran e informan, incluso a su
pesar, la actividad de los legisladores. Contra ellos es difícil
regular, pero en la contradicción el abogado deberá resistirse a abandonar la invocación de los principios generales
en defensa de los intereses que le han sido confiados.
Ésta no es una cuestión menor. Y no lo es para el conjunto de la sociedad, pero tampoco y muy especialmente
para el abogado. Sólo a través de los grandes principios informadores de nuestro derecho y de los grandes conceptos
que lo cohesionan·· es posible comprender lo que el derecho representa, de qué se constituye en garantía. La convivencia en libertad descansa sobre valores muy elementales
y el derecho los incorpora en su letra o en su espíritu. Los
principios no siempre se traducen en norma escrita, pues
muy a menudo viven más en la doctrina y en la jurisprudencia que en el texto de la ley, pero están ahí, pueden y
deben invocarse. Constituyen una vía fundamental para la
interpretación de la norma y, cuando ésta entra en contradicción con un principio general, la garantía del derecho
ha retrocedido en perjuicio de todos.
Puede ser que el ciudadano ignore la ley; hasta tal punto
es ello cierto que el legislador se ha preocupado expresamente de que dicha ignorancia no le excuse de su cumplimiento. Pero el ciudadano, casi por un fenómeno osmótico,

96

Legislación y principios generales del derecho

asume los principios generales como algo que entiende. Son
su garantía más perceptible. Recuerdo que en una ocasiÓn,
ante un pleito de notable envergadura que venía arrastrándose desde hacía muchos años, a través de distintas generaciones familiares, el cliente -nieto del abuelo que había
iniciado el procedimiento- en una fase muy sutil del mismo en la que tocaba decidir cuestiones de fina valoración
jurídica, me señalaba que su abuelo siempre le decía, frente
a los argumentos del contrario, que estuviera tranquilo,
puesto que todas las «interpretaciones que conducían al absurdo debían rechazarse».
Ensimismados en la dialéctica del pleito estábamos,
ciertamente, discutiendo lo absurdo, lo irrelevante, abandonando el núcleo central objeto de la reclamación. El pleito se ganó, no por lo que decía el abuelo, pero también: no
podíamos -ni podemos en términos ge,nerales- dejarnos
conducir por la frenética invocación de cuantos argumentos nos parezcan brillantes, si nos alejan del sentido de la reclamación. El derecho no debe olvidar su razón de ser y el
abogado tampoco.
En todo caso, en la transmisión de cop.ocimientos que
se da entre el abogado y sus más jóvenes colaboradores, el
orientar a estos últimos sobre las cuestiones más fundamentales del ordenamiento jurídico, para que a través de
éstas se alcance al caso concreto y su normativa específica,
es el pilar donde descansa la calidad de la formación. iEn
cuántas ocasiones, en mis inicios profesionales, un abogado me señalaba que enfocara el problema desde una visión
general y a mí me parecía absolutamente desfasada, me
olía a viejo, a arcaico, a arqueologíajurídica1 iPoco a poco
descubrí que la rebus sic stantibus es un gran fundamento
97

¡Sí/ abogado!

para resolver deseconomías sobrevenidas de las relaciones
contractuales!
La mejor manera de familiarizarse con el derecho no es
leyendo únicamente reglamentos, ni decretos, ni determinadas leyes. Una buena sentencia de naturaleza y contenido doctrinal va mucho más allá del caso que resuelve: abre
vías, posibilidades, interpretaciones y dudas. Un buen artículo que no se dedique al contenido de una ley sobre isótopos radioactivos sino al porqué de la misma y cómo se
interrelaciona con el resto del ordenamiento jurídico, formará más al abogado que una lectura -memorística- de
un reglamento de minas. Debe interesarnos el origen de la
norma, su encaje en la problemática que pretende resolver,
más que su articulación. Esto ya vendrá, pues cada caso lo
determinará y lo exigirá, pero, para diagnosticar el problema, será el bagaje de nuestro propio orden intelectual el
que resultará más eficaz.
Y este bagaje jurídico lo alcanza el abogado joven con el
estudio detenido de estas normas, reglamentos, decretos,
doctrina y jurisprudencia, pero sin limitarse al mero estudio de la norma escrita. Debe intentar comprender el porqué de la norma, qué llevó al legislador a establecer aquella prescripción o por qué ha sido interpretado en tal o cual
sentido por la doctrina o la jurisprudencia, pues es la forma de comprender la relación entre derecho y sociedad, de
comprender realmente los principios generales del derecho que estructuran nuestro sistema jurídico y que, en otros
casos, nos permitirán llegar a una solución jurídica para
nuestro cliente sin conocer la norma escrita aplicable. El
abogado joven debe aprovechar estos primeros años para
formar y consolidar este bagaje, este criterio o sentido jurí98

Legislación y principios generales del derecho

dico, porque en etapas posteriores la profesión y sus clientes le requerirán otras exigencias presuponiéndole estebagaje y criterio. Nunca debe un abogado dejar la formación
aparte ni puede olvidarla, pues el conocimiento es la base
de su función como abogado, pero es en los primeros años
como abogado joven que debe extremarse este aprendizaje y acostumbrarse a buscar y reflexionar sobre el porqué
de la norma, sobre -a fin y al cabo- los principios generales del derecho.
Toda norma o disposición que restrinja el ejercicio de
derechos y libertades consagrados por la Constitución o
por el restante ordenamiento jurídico, debe a su vez ser interpretada restrictivamente. Para servir los intereses que
nos han sido confiados en defensa de un derecho restringido en su ejercicio por una norma concreta, más nos valdrá
el principio general antes invocado que otra norma o argumentación. En todo caso, desde el principio será más fácil
encontrar la argumentación adecuada; al margen de éste,
estaremos avanzando en el vacío.
Ciertamente, la Administración puede revisar de oficio
sus propios actos, pero tendrá que existir una causa que lo
justifique y la asunción de los perjuicios que para los administrados se derive de dicha revisión. Podrán existir excepciones, pero el principio marcará la defensa de los perjudicados. La Administración no puede ser arbitraria ni su
«autoridad» le exime de atender los perjuicios que su actuación haya causado. A partir de aquí, búsquense los artículos y sentencias que puedan apoyar la defensa del afectado, pero el principio general marcará la actuación del
abogado diligente.
La carga de la prueba corresponde a quien afirma o re-

99

¡Sí/ abogado!

clama. A partir de aquí convendrá o no defenderse con
una o otra estrategia. Sin embargo, al margen de este principio y de su invocación, todo el esquema de nuestro derecho se tambalea. Y corresponderá al abogado, a partir de
su eficacia, valorar cómo actuar o qué invocar. Que no se
lance desesperadamente a la búsqueda de normas que apoyen su derecho sin antes recordarse a sí mismo que es al reclamante a quien corresponde la carga de la prueba.
Todo ello puede parecer obvio y muy elemental, es
cierto. Pero sólo este .bagaje de formación básica sobre los
grandes principios y conceptos generales de nuestro sistema jurídico, hará posible que el abogado -y especialmente el más joven- pueda moverse con cierta autoridad
y tranquilidad en la poderosa telaraña legislativa y también administrativa. No parece sensato creer que este intervencionismo del sector público y la consiguiente «publificación» del propio sector privado vayan a cambiar su
tendencia en los próximos años. Deberemos aprender a
convivir en esta maraña legislativa, cada vez más detallista
y más casuística.
En cada problema será difícil sustraernos al estudio de
normas de muy diferente orden y naturaleza. No existe
-o cada vez menos- un problema estrictamente civil,
pues existen ramificaciones en distintos ordenes que inciden en la resolución del problema. Sin tener claro el núcleo básico del problema y cuáles son los derechos e intereses que es necesario defender, será difícil diagnosticar
acertadamente el tratamiento adecuado. Y, para ello, sin la
comprensión básica del derecho, de los principios que lo
conforman, de los conceptos generales más solventes, será
difícil dirigir la acción jurídica profesional reclamada.
100

Legislación y principios generales del derecho

A más legislación, más necesidad de reforzar la formación básica. El derecho es sencillo: tiene su lógica, su finalidad, su razón de ser. Y de todo ello se derivan unos principios que lo inspiran y lo conforman. El legislador da ·
cuerpo a la norma, pero no quiere o no debe perjudicar
aquellos principios. Si éste fuera el caso, abogados, jueces
y magistrados deben recordárselo a través de sus distintas
intervenciones. Pero, en todo caso, los abogados deben
«codificar» en su memoria profesional aquellos principios
para analizar los problemas a través de los mismos. Estos
principios son también derecho y a su servicio se ha comprometido el abogado; para ello, aplicará e interpretará el
derecho escrito desde la coherencia de los principios que
deben informar aquél.
«En el principio» eran los principios generales del derecho; éste, en su manifestación escrita, no debería separarse
de aquéllos. Y el abogado aterrizará con más eficacia en el
campo del derecho escrito cuando venga avalado por un
sólido conocimiento y una fuerte comprensión de lo que
son y representan los más fundamentales principios generales del derecho.

101

9
CLIENTE Y ABOGADO: UNA MISMA CAUSA

Sin contar con la confianza del cliente, el abogado no puede ser eficaz. La escasa jurisprudencia sentada alrededor de
la relación entre cliente y abogado señala que ésta descansa
en la confianza. El cliente debe estar convencido de que
el abogado está haciendo todo lo posible en la defensa de
sus intereses y no únicamente todo lo posible sino, además,
aquello que le conviene. El cliente puede no entender el
porqué de lo que en su nombre se está haciendo, pero debe
estar convencido de que ello es lo que mejor se adapta a sus
intereses. El cliente «cree» en su abogado. Sin ello, la relación profesional será difícil, poco fluida y, finalmente, poco
eficaz.
¿Cómo ganar la confianza del cliente? Esta pregunta
huele a uno de estos libros que normalmente se encuentran

en los aeropuertos y cuyos títulos siempre me han causado
asombro y, por qué no decirlo, cierta curiosidad. ¿Cómo
hacer amigos en veinticuatro horas? ¿Cómo dirigir una reunión? ¿Cómo aprender matemáticas en una semana? ¿Cómo ser simpático y natural a la vez? Títulos sorprendentes
pero que, si se_ escriben, debe de ser porque se venden. Me
temo que la confianza entre cliente y abogado es un tema
103

¡Sí, abogado!

más complejo y sutil sobre el que no se pueden escribir libros como éstos. Por ello, la pretensión de estas reflexiones
no es contestar esta pregunta, que sólo el propio abogado
podrá asumir, sino identificar los elementos básicos de
aquella relación de confianza.
Este no es un tema menor. Un abogado muy bien preparado jurídicamente pero incapaz de trasladar confianza
al cliente, ni será eficaz en la defensa de sus intereses ni encontrará satisfacción ni reconocimiento por el trabajo realizado. Impresionar a través de la exhibición -casi siempre pedante- de lo que se sabe, no genera confianza ni
siquiera respeto. A lo sumo, crea distancia, inseguridad,
incluso miedo. El cliente quiere ver que su abogado sabe
mucho, pero que lo que sabe le va a servir para ganar. No
quiere participar en una exhibición de ciencia académica, quiere conocer que todo este bagaje se pone al servicio
de sus intereses, de una manera que le convenza, que le tranquilice. La confianza debe generar tranquilidad: se está haciendo lo que debe hacerse y, además, de la mejor manera
posible.
Partidarios de la impresión como vía hacia la confianza
los hay muchos y, además, buenos expertos en dicha práctica. Antes, la seriedad de muchos despachos sólo pretendía generar temor y reverencia: la solemnidad, la oscuridad
impresionaban. También era la época de los latinajos: soltar tres o cuatro expresiones en latín jurídico impresionaba
al cliente. «iCuánto sabe~», se decían, casi con temor. iSuerte que tanta ciencia está a nuestro favor~ Más adelante, los
dorados, el lujo, sustituyeron a lo opaco. Se entraba en el
recinto del «poder»: si el abogado «tenía» tanto quería decir
que «podía» mucho. Los latinajos eran sustituidos por an104

Cliente y abogado: una misma causa

glicismos: impensable no soltar media docena de ellos en
media hora de conversación. Se da por entendido que el
cliente sabe de lo que va y éste no se atreve a chistar por
temor a manifestar una ignorancia que, en aquel ambiente, le avergüenza.
Por razones diversas, mi vida profesional se inició en el
mundo de los latinajos y, después de un paréntesis relativamente largo, se reanudó en el mundo de los anglicismos.
Mis colegas llegaban a impresionarme. iCuánto sabían! En
las reuniones con ellos, solía hacerme acompañar por jóvenes colaboradores formados todos ellos en el mundo de los
anglicismos. iEl senior salvado por los juniors! Pero al final,
con anglicismos o sin ellos, la cuestión se orientaba poco a
poco hacia decisiones más globales, más centradas en los
grandes conceptos y estrategias que en los tecnicismos amparados en anglicismos. Porla vía de ésto_s, sobre todo cuando no hay más que eso, no se gana la confianza del cliente.
Ésta descansa en aspectos bastante más sutiles, más éticos;
es una cuestión de sensibilidades, de percepción.
Tampoco desde la incompetencia se gana uno la confianza del cliente. O, en todo caso, ésta descansa en el engaño, en el fraude. Éste es otro vacío de nuestra profesión: los
hay que con la sonrisa y un singular apretón de manos quieren suplir y ocultar todo lo que no saben. Volvemos a la
técnica de la «impresión», pero no desde conocimientos exhibidos pedantemente, sino desde desconocimientos ocultados de manera torticera. También esta vía, tarde o temprano, fallará. Y, cuando el fallo se produzca, la afloración
de la desconfianza se manifestará como expresión de decepción, de desengaño, incluso de fraude. La confianza entre cliente y abogado no puede descansar ni en el intento de
105

¡Sí/ abogado!

impresionarle ni en el de engañarle. Y ambas tentaciones se
dan en nuestra profesión. Algunos jóvenes abogados pueden
creer, erróneamente, que lo importante es ganar clientes.
Ya después se construirá, como sea, una relación de confianza. Pero no es así: lo que mal se inicia, mal acaba.
En otro ámbito profesional, en el de la medicina, suelo
contar que cuando se establece entre el médico y el paciente la básica e imprescindible relación de confianza, el
médico «cura» con su sola visita. Antes de tomar los fármacos recetados, el paciente ya se siente mejor. Sabe lo que
tiene, le ha dicho -el médico- que no es grave, que sólo
es cuestión de días y que su dolencia se habrá terminado.
De hecho, iYa está curado~ Y si la enfermedad es grave, el
paciente sabe que no hay mejores manos para atenderle
que las de su médico. Y, si hay curación, será esta convicción -léase confianza-la ,que lo hará posible.
No cabe construir un esquema de cómo se gana la confianza. Más fácil sería definir cómo se pierde. Y lo que es
cierto es que una confianza cuesta mucho de ganar y es muy
fácil de perder. ¿Cómo ganársela? Cada uno deberá averiguarlo por sí mismo, pero sí que podemos decodificar los
elementos que la integran. Así, es imposible ganarse la confianza si no se explica lo que ocurre, cuál es la situación y
lo que se pretende hacer. El abogado debe explicarse, debe
dar su visión jurídica del tema, señalar lo que pretende, con
qué ritmo, qué espera del cliente. Y esta explicación debe
ser sincera, debe decirse la verdad, incluso la más dolorosa,
la más desesperanzada para el cliente.
Sólo explicando desde la sinceridad se gana la proximidad que puede abrir el camino de la confianza. Las distancias mayestáticas, tan estudiadas y practicadas por algunos,
106

Cliente y abogado: una misma causa

sólo generan o pueden generar frialdad, temor, nunca confianza. La confianza es cálida, la distancia es fría, exactamente lo contrario de lo que debe proponerse el abogado
en relación con su cliente. La proximidad es identificarse
con el cliente, hacer nuestro su problema. Comprender lo
que para él representa, incluso cuando no nos veamos capaces de resolverlo. Identificarse con la ambición o con el
drama, identificarse también con los motivos que animan
al cliente. No se trata de comprar un piso: se trata de comprar el piso en el que va a vivir con su familia. No se trata
de una simple ampliación de capital: es la apuesta arriesgada para invertir sus ahorros, para expandir su negocio, para
generar futuro, quizá a favor de los hijos que hoy son todavía menores de edad.
Explicar, escuchar. LQué poco escuchan algunos de
nuestros colegas~ Hay que escuchar, porque así se inicia
la proximidad, así se fundamenta la identificación con su
causa. Sólo así se descubre que la sinceridad es absolutamente imprescindible y que no podemos crear expectativas donde no las hay. A menudo, el abogado se reserva
para sí mismo su sinceridad y para el cliente entiende que
el mensaje que debe transmitir es el de que su petición, su
deseo o su ambición podrá ser resuelta. Y es verdad que el
abogado, en su función, no debe ser el mensajero del desastre para así justificar su propia intervención «salvadora».
Me gusta decir a mis jóvenes colaboradores que, cuando un cliente nos consulta un problema, llega inquieto e
intranquilo. Cuando sale del despacho, debemos aspirar a
que se sienta tranquilo y somos nosotros los que nos quedamos con el problema y la inquietud. Pero ello debe compatibilizarse con la sinceridad; ayudar al cliente, no enga107

¡Sí/ abogado!

ñarle. Aliviarle en su angustia, pero no asegurarle el éxito
que sabemos que no puede obtenerse. Sin sinceridad no
puede generarse la confianza.
¿Basta con todo esto? iQuién sabe1 En ocasiones sí, en
otras muchas no. Cada cliente es un mundo y hemos de penetrar en su mundo, conocer su vida, su trayectoria. Esto a
veces resulta muy difícil, porque el tema tiene una incidencia muy colateral en la psicología del interesado, pero incluso en estos supuestos es bueno escuchar para conocer.
Detrás de las decisiones y las voluntades siempre hay registros y comportamientos personales muy subjetivos que, de
conocerse, ayudan muy eficazmente a la tarea del abogado.
En cualquier caso, hay que saber transmitir -iY demostrarlo1- que el asunto confiado se convierte para nosotros
en un tema prioritario, fundamental. A veces, desde la estrategia de la distancia se traslada al cliente la sensación de
que su tema tendrá la consideración que se merece y que
puede resultar escasa por razón de su cuantía o de su poca
complejidad. «No se preocupe, esto es irrelevante para nosotros, que estamos ocupados en temas tan importantes!»
iCraso error! No es ni ético ni eficaz. Así no puede generarse confianza, porque lo primero que hay que retener-.una
vez más- es que no hay pleito pequeño para el cliente al
que afecta.
Un desahucio por falta de pago puede tener escasa complejidad y relevancia, desde una perspectiva de su dificultad jurídico-profesional. Para el que puede ser desahuciado
es el tema más relevante de su vida, por cuanto, de perderlo, su familia puede verse en la calle. O, desde la perspectiva del arrendador, el impago representa mermar muy significativamente su escasa pensión que veía complementada
108

Cliente y abogado: una misma causa

por el pago de la renta del alquiler. Para ambos, el pleito
puede ser el pleito de su vida y si el abogado no lo comprende ni vive el asunto como el cliente espera, no se extrañe de no generar confianza. Es más, su comportamiento
profesional no será más que eso, profesional, no el propio
de un servidor del derecho, atento perseguidor de la Justicia como objetivo.
¿A quién corresponde más invertir en esta eficaz relación de confianza? Sin duda a ambos, al cliente y al abogado, pero la parte más relevante del esfuerzo debe corresponder a este último, porque es característica fundamental
de su actuación la de ganarse la confianza. No conseguirla
puede ser un fracaso y como tal debería vivirlo el abogado.
Claro está que puede darse perfectamente una situación
en la que esta confianza sea «químicamente» imposible, es
decir, que no haya «química» con el clü~nte por las razones
que sean. En estos supuestos, no debería insistirse y lo más
aconsejable -ino debería dar consejos1- sería renunciar
al caso y al cliente. Sería lo más ético y, curiosamente, lo
más gratificante.
La humildad suele ser una buena compañera de la confianza. Conozco a muchos abogados de clientes relevantes
que han sabido ganarse y mantener su confianza reconociéndoles que, para determinado asunto, querrían contar
con el asesoramiento o, incluso, ser sustituidos por otro
abogado al que consideraban más preparado en determinada materia. Contrariamente a lo que algunos creen, la humildad genera confianza; el cliente no espera de nosotros
que siempre y en todo caso sepamos de todo y de manera
inmediata. Decir «Quisiera estudiarlo» no es un reconocimiento de poca preparación sino prueba de seriedad. Decir
109

¡Sí/ abogado!

«De esto quisiera hablar con este otro compañero» no es
reconocer inseguridad sino una demostración de que uno
quiere estar seguro.
Recuerdo que en una ocasión un cliente -viejo amigo- vino a plantearme un tema complicado y muy enrevesado, lleno de riesgos y de incertidumbres. Quise, lo reconozco, deslumbrarle con una buena exposición que el
cliente no me dejó terminar: «No quiero tu respuesta ahora; lo que quiero es que te lo estudies. Puede ser que ya te
lo sepas, pero yo me iré más tranquilo si dentro de unos
días volvemos a vernos y me das tu opinión». Tenía razón:
había que estudiar el tema y, si en el primer contacto hubiera dicho lo que en aquel momento creía, ahora sé que
me habría equivocado.
Los jóvenes abogados viven con mucha inquietud esta
relación de confianza con el cliente. A veces tienen la sensación de que su juventud no inspira confianza. Que les
faltan años y que, para suplir este déficit, tienen que hacerlo con demostraciones de sabiduría jurídica. Se equivocan:
su juventud inspira confianza. Muchos clientes saben que
el joven abogado vivirá con ellos el problema con una extrema identificación y que lo que no sepan por experiencia
lo aprenderán por estudio. Saben también que se dejarán
la piel en el ten1.a, que se entregarán a él en cuerpo y alma
y buscarán la proximidad con el cliente: le escucharán, explicarán sus estrategias, compartirán ilusiones y decepciones con el entusiasmo de la juventud.
Muchos abogados seniors hemos aprendido con el paso
del tiempo al ver que clientes de hace muchos años empiezan a sentirse más cómodos con algunos de nuestros jóvenes colaboradores que con nosotros mismos. Tienen con11

o

Cliente y abogado: una misma causa

fianza en nosotros, pero valoran más nuestra capacidad en
la medida en que pueden compartir esta confianza con jóvenes abogados asignados al equipo que les asesora. Pero
para que esto se dé, los jóvenes abogados deben realmente ser jóvenes, es decir, entusiastas, entregados, proactivos. El cliente casi debe sentirse agobiado por su entusiasmo, por su carácter proactivo, sugeridor. Por perseguirles
para cumplir plazos, para que nadie se retrase en ninguna
formalidad. El joven abogado no puede permitirse el lujo de la distancia, de la frialdad, del tecnicismo despersonalizado. Debe identificarse totalmente con la causa del
cliente.
lEl gran misterio de la confianza! ¿Cómo conseguirla?
Lo cierto es que ésta debe ser una obsesión para el profesional de la abogacía, en la medida en que sabe que de no
contar con ella le será muy difícil ser e.ficaz en la defensa
de los intereses confiados. En muchos momentos de nuestra vida profesional, tendremos que proponer al cliente
elegir entre una vía u otra y éste nos reconducirá el dilema,
invitándonos a elegir nosotros mismos. Tomar esta decisión sin la confianza del cliente es aceptar el riesgo de que
éste no comparta el fracaso.
El pleito se puede ganar o perder. Perderlo duele, y
mucho, pero sin la confianza del cliente, más. Y en las operaciones con riesgo el abogado resultará el único responsable, si éste llega a materializarse, cuando la confianza no
presida su relación con el cliente. No tan sólo hemos de
hacer todo lo que en derecho sea posible, sino que además
hemos de conseguir que el cliente lo perciba así. Y esto, sin
confianza, resultará muy difícil y excepcional. Entonces la
estrategia de la distancia se convierte en acusación abierta;
111

¡Sí/ abogado!

la frialdad, en resentimiento; la falta de sinceridad, en denuncia clara del engaño ocultado.
Ésta, la de la confianza, es una asignatura difícil. Cada
día debe aprobarse y el tribunal calificador es siempre diverso: cada cliente es el que debe juzgar si el alumno -el
abogado- puede o no superar la prueba. iEl abogado se
examina cada día1 Ante jueces y magistrados, ante sus
compañeros de profesión, ante sus propios compañeros de
despacho, ante amigos y conocidos, pero, sobre todo, ante sus clientes. Ante todos y cada uno de sus clientes. Es
un examen difícil, exigente, variado en temática, difícil de
superar y que requiere mucha humildad, pero que sólo superándolo abre el camino de una eficaz actuación como
abogado.
¿Cómo ganarse la confianza? Difícil de decir y aún más
de aconsejar. Lo que sí se sabe es cómo perderla. Esto cualquiera lo ve. Y si no lo ve, más grave todavía: no ha comprendido lo que quiere decir ser abogado. No ha entendido
todo cuanto, en el abogado, trasciende del mero ejercicio
de una profesión.

112

10
LA INCOMODIDAD DEL DERECHO

La norma jurídica garantiza la convivencia (o lo pretende),
pero resulta incómoda. Los límites molestan cuando de
nosotros mismos se trata: nos encantan los que afectan a
los demás, pero nos molestan cuando condicionan o restringen nuestra libertad. Recordar los límites de los demás
resulta incómodo, es una función moles.ta.
A menudo, un cliente se acerca al abogado para exponerle una operación extraordinaria. La ha meditado y reflexionado durante días y semanas, está convencido de que
a partir de su ejecución su vida cambiará. Y del abogado
sólo espera que dé forma a su ambición, que «haga los papeles» que son necesarios para dar cuerpo a su idea. Mientras avanza la exposición del cliente, el abogado nota crecer su propia inquietud: lo que se le plantea, simplemente,
no se puede hacer. No se trata de un negocio ilícito, pero no
se puede hacer. Pueden existir derechos de terceros u otros
motivos que no permitan llevar a cabo esa operación. y hacérselo entender al cliente resultará difícil porque no lo va
a comprender, al menos, de entrada.
De hecho, el desarrollo de la persona es un constante
descubrimiento de los límites de la norma. El niño crece y
113

¡Sí, abogado!

se forma aprendiendo lo que no puede hacer, los límites
que no puede sobrepasar. Todos adquirimos más conciencia de lo que no está permitido que de aquello que conforma nuestro bagaje de derechos y libertades. Será un seguro
de madurez el comprender que el ejercicio de los propios
derechos tiene como límite el respeto de los derechos de
los demás.
El abogado ha elegido una profesión incómoda. El recordar lo que no puede hacerse y el articular lo que es posible con sujeción a la norma no siempre satisface al cliente.
No obstante, sustraerse a esta obligación representa incurrir en una grave irresponsabilidad. Ciertamente, tenemos
ejemplos de abogados que, mal conducidos por un deseo
de servir los intereses de sus clientes más allá de lo que el
derecho permitía, han acabado perjudicando su crédito y
la ·confianza de aquéllos. El abogado se sirve del derecho,
pero no puede manipularlo. Transgredir los límites de la
norma, incluso cuando esta transgresión pueda resultar
mínima o aparentemente irrelevante, es la manifestación
inequívoca no sólo de un mal estilo profesional, sino además y sobre todo del olvido de la base esencial de la función del abogado. Para éste, el respeto a la norma es la razón de ser de su actividad profesional; olvidarse de ello es
traicionar el código ético de la abogacía.
El joven abogado debe recordarse a menudo la incomodidad del derecho, porque ello le ayudará a comprender
mejor los límites de su función. En una universidad estadounidense, en un curso de máster, el profesor invita a los
alumnos a resolver o enfocar una serie de casos. Discute
con ellos las características de cada uno de ellos y sugiere la
lectura de artículos doctrinales y diversas sentencias. Pro114

La incomodidad del derecho

pone a los alumnos que elaboren un paper sobre el caso
elegido que será examinado y debatido por todos en la
próxima clase. Pero antes de levantarse y despedirse les recuerda:
Lógicamente, no me propongan ninguna solución que,
por más brillante que sea, no tenga una fundamentación jurídica impecable. La grandeza de un sistema jurídico construido desde y para la libertad es que, al no querer privar al
individuo de ésta, prefiere corregir el mal uso de la misma
que restringirla para todos. Aquí estamos formando abogados, no astutos manipuladores de la norma al servicio de intereses que el ordenamiento jurídico, expresamente, no ha
querido compartir.
Muy buenos abogados de este país -sigue diciendo el
profesor- han defendido eficazmente a importantes mafiosos. Lo podían hacer; incluso para éstos, el derecho existe y
garantiza sus derechos aunque ellos no respeten el de los demás. Pero en ocasiones estos abogados no se han limitado a
servirse del derecho sino que lo han manipulado, lo han degradado para amparar la evidente transgresión de la norma.
Esto no es ser abogado; es otra forma de ser mafioso. Se lo recuerdo porque en esta universidad sólo queremos formar a
abogados, no a mafiosos. Eso se aprende en otros escenarios.

Ingenuamente estadounidense quizá. Pero muy eficaz
para la formación de los jóvenes abogados. Para éstos, la
tentación de ganarse la confianza de su cliente puede llevarles a renunciar a la incomodidad de explicarle que lo
que se propone no puede hacerse. Que el derecho no ampara su pretensión. Es un recordatorio incómodo, especialmente cuando en el ánimo del cliente no está el transgredir
115

¡Sír abogado!

conscientemente la norma, sino incluso está convencido
de producirse dentro de ella, a su amparo. Realmente incómodo, pero absolutamente necesario por dignidad, por
ética y también por egoísmo.
Una primera e irrelevante inhibición o renuncia abre la
puerta a otras de mayor trascendencia. Poco a poco, la senda se convierte en tortuosa y habitual. Al final, desaparece
la ingenuidad y el trato se convierte en mafioso, como lo
habría definido aquel profesor estadounidense. Tuve ocasión, hace algunos años, de visitar en la cárcel a un abogado
que cumplía condena por diversos delitos cometidos en el
ejercicio de su función profesional. Su actuación no se había producido en contra de los intereses de su cliente sino
en beneficio del mismo. Curiosamente, aquél se encontraba en libertad y él, en cambio, estaba en la cárcel cumpliendo condena.
Era -y es- una persona débil y pusilánime que no
supo resistirse a la presión de un cliente fuerte y dominante que quería hacer muchas cosas y no podía aceptar que
el derecho no se lo permitiera. Todo empezó -recordaba
aquel pobre abogado- con un acta de junta universal en
la que no participaron todos los socios. Se tenía prisa y no
podían esperar a los socios que no estaban presentes pero
con cuya conformidad se presumía contar. Y resultó que
no era así. Para cubrir esa falsedad, empezaron a producirse una serie de despropósitos que terminaron con el abogado en la cárcel. Sentencia justa, indiscutible.
A veces las fronteras son imprecisas y algunos se amparan en ello para justificar lo injustificable. El joven abogado debe saber que su función es incómoda y recordárselo a
menudo, especialmente frente a estas situaciones confu116

La incomodidad del derecho

sas. En estos casos, es bueno preguntarse: «¿Estoy haciendo lo correcto o lo más cómodo para mí?». Sólo con esta
pregunta podrán evitarse muchos errores.
Pero la incomodidad del derecho no se acaba aquí. Suele decirse que la confirmación -como sacramento- imprime carácter; la condición de abogado también. Hay una
función pedagógica sobre el derecho a la que el abogado
no puede renunciar. Y esta función le acompaña en todo
cuanto realiza en la vida, incluso al margen de su actividad
profesional. En muchas conversaciones entre amigos, en
tertulias o amables sobremesas, suelen aparecer temas que
tienen incidencia o connotaciones de naturaleza jurídica.
Los amigos o contertulios se pronuncian sobre ello con absoluta normalidad y también con justificado desconocimiento jurídico. No hay reparo en hablar del «asesino» en
vez del «presunto asesino», no se distingue entre la verdad
aparente y la convicción jurídica. A menudo, en nuestro
entorno, las cosas nunca son lo que son sino lo que parecen
ser. Por el contrario, jurídicamente, las cosas no son lo que·
parecen, sino lo que efectivamente son.
Una noticia sobre una posible prevaricación es presentada por los medios como si así fuera, aun antes de que se
haya resuelto judicialmente si tal prevaricación se ha producido o no. La sociedad renuncia muy a menudo a la protección de los derechos cuando el beneficiario es un tercero,
sin saber que, por esta vía, se está trabajando a favor de su
propia indefensión cuando le convenga ampararse en los
derechos y presunciones que le protegen. Corresponde al
abogado recordar lo que el derecho ampara en cada ocasión en que éste puede ser conculcado, sea en beneficio de
un cliente o de la sociedad en general.
117

¡Sí, abogado!

El abogado tiene una función que trasciende los intereses más directos de su actividad profesional. Esto será incómodo, pero _es su obligación. Los derechos se defienden
en cada momento, no sólo de vez en cuando. Y se defienden ante cualquier situación, afecte o no a la actividad profesional del abogado. Ésta es su servidumbre; el derecho,
para los ciudadanos, es muy a menudo la norma que les
conviene. Para el abogado, es la norma que se ha comprometido servir.
Alguien podrá decir que, de- seguir esta práctica, los
amigos acabarán recomendando no invitar al amigo abogado para evitar que les «perjudique» la fiesta. i Con lo
agradable que es opinar sobre todo y atribuir todo tipo de
irregularidades a quien sea, con independencia de su autenticidad1 Y el abogado, con su intervención, reclamará
prudencia y serenidad1 iPues bien, habrá que elegir bien
los amigos, porque, de lo contrario, se perderá toda credibilidad frente a los mismos1 El abogado, como servidor
vocacional del derecho, ejerce todo el día. En su función
pedagógica no tiene descanso. Será incómodo, pero es así.
El equilibrio entre los distintos derechos y su ejercicio por parte de los ciudadanos representa uno de los grandes problemas de una sociedad convivencia!. Es difícil de
alcanzar, pero todavía es más difícil que los ci~dadanos
comprendan los matices que lo pueden hacer posible. La
actividad del legislador no se asocia por el ciudadano a la
búsqueda de este equilibrio. Por el contrario, es contemplada como expresión de un planteamiento político del
que unos pueden sentirse más próximos que otros. No se
asocia la actividad legislativa a la garantía convivencia!, especialmente cuando llega al ciudadano a través del filtro
118

La incomodidad del derecho

de los medios de comunicación. Éstos simplifican el mensaje político y lo condensan en grandes titulares que más se
identifican en función del adversario que en función de la
razón de ser de la ley o decisión legislativa.
Por lo que fuere, la justicia ha marcado importantes
distancias con el ciudadano. La lentitud de los procesos judiciales aleja el interés del público o, en todo caso, el lenguaje jurisdiccional le resulta incomprensible o ininteligible. Todo se limita a «condenar o absolver», a dar o no dar
la razón. En todo ello, los derechos que afectan a todos, los
encausados o los ciudadanos, quedan muy lejos. No se alcanza a entender cómo ni por qué la resolución judicial
afectará a la vida cotidiana del conjunto de la sociedad.
En este contexto, el abogado es quien está más cerca de
los ciudadanos para explicar el porqué de las cosas, cómo
inciden en nuestras vidas, qué es lo qu~ realmente está en
juego en este o en aquel caso concreto. El abogado es el
primer intérprete de las normas en el sentido de proximidad, es el que va a justificarla, criticarla y/o aplicarla. Es
quien debe hacer entender a vecinos y amigos -además
de a sus clientes- que lo que se comenta tan alegremente
entre amigos un día puede ser causa de disgusto para alguno de ellos. Respetar y hacer respetar el derecho es algo
que conviene a todos y es deber de los abogados recordarlo
a pesar de que resulte incómodo.
En Estados Unidos, siendo presidente Nixon, se cometió un horrible asesinato en Nueva York, del que resultaron
víctimas cinco enfermeras -creo recordar-. Sorprendido
por la noticia, el presidente Nixon manifestó su horror y su
deseo de que «los asesinos», refiriéndose a los detenidos, recibieran el castigo que se merecían. Pues bien, todo un pre119

¡Sí/ abogado!

sidente de Estados Unidos tuvo que comparecer ante los
medios de comunicación para rectificar y excusarse, por
cuanto tenía que haber dicho «presuntos asesinos», no asesinos. Una sociedad aprende con estas cosas y seguramente
fue un abogado quien le hizo ver al presidente que su error
le podía acarrear disgustos. Y éste rectificó. En el caso Watergate, aquella presunción le ahorró algún disgusto procesal, pero no le evitó tener que renunciar a la presidencia .
.La sociedad condena o absuelve antes que los tribunales, descalifica porque los medios insinúan y así un largo
etcétera. Es de esperar que no fuera un abogado quien inventó el «calumnia, calumnia, que algo queda» pero, en
todo caso, corresponde al abogado no aceptarlo, ni para divertimento tertuliano. El abogado sabe que la fragilidad
del derecho estriba precisamente en su olvido interesado o
en el animus jocandi. Ridiculizar principios, presunciones
y normas es la mejor manera de desestabilizar un ordenamiento jurídico.
Todo esto se aprende, pero aquí sí que es necesario
aflorar una cierta sensibilidad. Mucha gente se dice atraída
por soluciones justas, por que se le haga Justicia; de todo
ello hablaremos en próximos capítulos. Pero, para el abogado, hay una asignatura previa: la del derecho. Será a través de éste que la Justicia se hará norma y será a través del
derecho que el ciudadano podrá construir con fundamento su ambición de Justicia. Ésta es la gloria d~e la función
del abogado, pero también existe la sombra, la servidumbre, que es la de aceptar la incomodidad de recordar los
derechos de los demás y los límites de los propios. Sin ello,
la ambición de justicia puede ser simplemente un egoísmo
ilícito sin amparo en el derecho.
120

La incomodidad del derecho

El derecho garantiza, pero incomoda. Constriñe. Es el
resultado.de un pacto y, como tal, todos dejan en el camino
pretensiones y aspiraciones. ¿Por qué la mayoría de edad a
los dieciocho años y no a los diecisiete o a los diecinueve?
Antes fue a los veintiún años; incluso más atrás fue a los
veinticinco. Y, cuando era así, seguro que muchos jóvenes
de veinticuatro se preguntaban por qué debían esperar un
año más. iPues porque la percepción social del momento
encontraba asumible los veinticinco y no los veinticuatro!
Si esto ocurre en algo tan básico y sustancial, iimaginemos
en cuántas otras miles de cosas los derechos y libertades se
desconocen en su exacto contenido por parte de los ciudadanos o incluso conociéndolos resultan incomprensibles!
Es función del abogado extremar esta función pedagógica.
Constituye su aportación más fundamental a la convivencia social.
Tenemos una profesión incómoda. Magnífica, pero incómoda. Aquella que anima al taxista para interrogarte sobre lo que está ocurriendo o ha salido en la prensa y él
quiere saber si es verdad o no, si es correcto. Quiere que
se le ayude a formarse una opinión. O al vecino que, cuando uno llega a casa con el deseo de descansar, acude a ti
para saber si tiene razón él o su hermano. En esos momentos, te asalta la inclinación de un «vaya, vaya, desde lue-

go» para liberarte de la consulta. Y no puede ser; no es un
cliente, ni seguramente lo será nunca, pero se acerca al servidor del derecho para que le informe de algo que le afecta
o, simplemente de lo que le gustaría conocer la opinión de
un jurista. Aquí no se puede fallar.
Decíamos antes que el derecho es una vocación a la que
se sirve profesionalmente. Y, añado ahora, incómoda. Pero
121

¡Sí/ abogado!

no por los horarios, la dedicación, la inquietud, las incertidumbres y las dudas que genera, sino porque básicamente
su objetivo está en el escenario de la incomodidad. Hablar
y defender derechos es, ante todo, decir los que se tienen y
de los que se carece. Y respecto de los primeros, los límites
que los caracterizan y los requisitos que para su ejercicio
son necesarios. Pero el joven abogado debe saber que, en
esta incomodidad, radica -en gran parte-la grandeza de
su función. De hecho, la confianza que caracteriza la relación entre abogado y cliente descansa precisamente en el
reconocimiento por parte de éste de que su abogado le conduce por el camino correcto, mal que le pese en determinadas ocasiones. Cuando esto no es así, la relación no es de
confianza, sino de dependencia. La dependencia del abogado en relación con el cliente: éste manda y ordena al abogado, mero ejecutor de decisiones cuya valoración realiza el cliente. Así, se inicia -entre otras cosas- un fracaso
profesional.
Aceptar la incomodidad de la vocación por el derecho
es empezar a ser abogado.

122

11
LA FORMACIÓN:
EXIGENCIA O NECESIDAD

Ser licenciado en derecho es una condición necesaria para
ejercer la profesión de abogado, aunque evidentemente no
es una condición suficiente. Esta afirmación no suele agradar a los abogados jóvenes o, al menos, a muchos de ellos.
Muchos quisieran acceder al pleno ejercicio profesional
tan pronto como se hallen en posesión del título que les
habilita para ello. Temen que cualesquiera otros requisitos
o exigencias retrasen su deseo de realizarse profesionalmente. No quieren retrasar el inicio de su proyecto personal, asociado a la autonomía que el ejercicio de su profesión debe proporcionarles.
Ciertamente, ésta es una legítima aspiración y, por ello,
se comprende que los esfuerzos legislativos realizados para

regular el acceso a la abogacía hayan contado con la resistencia de los estudiantes de derecho. Ha sido difícil avanzar y alcanzar una regulación que pudiera integrar intereses muy contradictorios, presididos por la necesidad de
garantizar al usuario potencial de servicios jurídicos una
calidad profesional suficiente. Ha sido difícil y no debería
descartarse que, cuando llegue el momento de la entrada
123

¡Sí, abogado!

en vigor de la norma reguladora, se vivan presiones y resistencias por parte de los que se consideran más afectados
por aquélla.
No es en defensa de esta nueva normativa que se producen estas reflexiones. No es, exclusivamente, a los nuevos
incorporados al ejercicio profesional a quienes quiero referirme. El problema es otro y alcanza a todos los profesionales del derecho, con independencia de su edad o de los
años prestados al servicio de la abogacía. La formación
permanente es una exigencia que alcanza a todos los abogados. Ejercer la profesión es formarse continuamente, es un
aprender constante. El derecho, como una realidad viva y
cambiante, nos exige aprender cada día; estudiar, leer, conocer y profundizar en el bagaje de una ciencia jurídica que,
por vocación, cambia al mismo ritmo de la evolución social.
No obstante, e.s verdad que esta exigencia se vive de
manera distinta según los momentos de la vida del profesional. Cuando hablamos de formación para un joven licenciado no hacemos referencia exclusivamente a su estricta formación jurídica. Hay muchos déficits de nuestro
sistema educativo que condicionan gravemente el acceso a
la profesión. Déficits que la profesión no corrige ni complementa, déficits que deberán resolverse en escenarios
distintos a los de la actividad profesional. Seamos sinceros:
muchos de nuestros jóvenes licenciados no saben escribir,
no saben trasladar al papel, de manera ordenada y comprensible, ~quello que quizás saben y dominan. No saben
exponer -ni oralmente ni por escrito- su posicionamiento sobre una cuestión.
La universidad no ha corregido este déficit y, con razón,
podrá justificarse que ésta no es su misión, pero el hecho
124

La formación: exigencia o necesidad

cierto es que jóvenes licenciados terminan su carrera -quizá con buenas notas- a pesar de no saber explicar inteligiblemente aquello que saben, ni exponer oralmente lo que
han trabajado con acierto. En cambio, resulta que el abogado -y muchos otros profesionales- deben convencer
desde la razonabilidad, el orden y el sistema de su argumentación escrita. Deben hacerse entender por quien les
escucha, especialmente cuando se trata de cuestiones que
el destinatario no conoce o, en todo caso, no domina. La
comunicación, saber comunicar, es básica para un profesional y, si es abogado, todavía más.
N o puede pedirse de jueces y magistrados que «intuyan»
lo que el abogado quiere decir; lo que se quiere decir, debe
decirse de manera tal que se entienda, se comprenda sin dificultad. Saber ya no es suficiente: es necesario saberlo demostrar con un discurso inteligible, correcto, bien expuesto. Podrá decirse que esto se aprende con la experiencia. La
verdad es que no siempre, pero es que además puede ser
que muchos clientes, jueces y colegas no quieran esperar
a que se alcance esta experiencia y busquen a quien supere
este déficit con mayor holgura. En este proceso, algunos
buenos licenciados pueden perder su oportunidad. Será injusto, pero es así. Esto, sin embargo, se puede enmendar, se
puede corregir y ésta es también una formación necesaria.
Estamos en una sociedad globalizada y, a la vez, competitiva. El ejercicio de la profesión requerirá, de todos y cada
vez más, un buen dominio de otras lenguas. Ésta no es una
exigencia reservada a grandes despachos para grandes asuntos; muchos pequeños despachos que operan en los mal
llamados pequeños asuntos -lno hay pleito pequeño!se encontrarán con la necesidad de tratar con clientes ex125

¡SC abogado!

tranjeros. O de acceder al conocimiento de documentos
procedentes de otros países. O de conocer doctrina producida en lengua extranjera. iTambién aquí puede decirse
que tiempo habrá para aprender~ Si, es verdad, pero en la
dura competencia de nuestra profesión, quien de entrada
pueda aportar un conocimiento fluido de otra lengua tendrá más opciones de ser seleccionado antes o para las mejores plazas. Ésta es también una formación necesaria.
Las nuevas tecnologías son un instrumento imprescindible para la formación de cualquier profesional. Hoy, el
conocimiento está en la Red. Es a través de ésta que conocemos, averiguamos, descubrimos y reforzamos nuestros
conocimientos. El dominio de estas tecnologías resulta imprescindible y es evidente que en este campo los jóvenes
aventajan extraordinariamente a los más seniors. Quizá sea
éste el aspecto en que los jóvenes se encuentran más preparados. Pero también es verdad, que la evolución introducida en el campo de las tecnologías de la información
obliga a una actualización constante que los más jóvenes
deben conocer porque, precisamente, se les supone una
mayor habilidad. En este campo, cualquier desventaja
comparativa puede perjudicar gravemente su valoración
en el mercado. Si el conocimiento está en la Red, desenvolverse a través de ésta es fundamental. Aquí, también, la
formación informática es imprescindible.
Podríamos seguir. Y todo ello no tiene nada que ver con
los programas de estudios que se prevén en la nueva normativa reguladora del acceso a la profesión. Se está haciendo referencia a otros aspectos formativos que tienen y van
a tener, cada vez más, una influencia decisiva en el ejercicio profesional de la abogacía. A menudo, mis alumnos o
126

La formación: exigencia o necesidad

los hijos de mis amigos, me piden consejo sobre cómo
transitar desde la universidad a la profesión. En todos los
casos suelo preguntar si, por recursos familiares o por becas de posgrado, el joven podría permitirse cursar algún
máster en alguna universidad extranjera. Si ello es posible,
ésta sería una opción prioritaria, porque permitirá, además
de un buen complemento en su formación jurídica, una
apertura hacia nuevos mundos, valores y regímenes jurídicos: les ayudará a comprender mejor el mundo cuando
lean el periódico. Si no fuera posible, debería pensarse en
cómo alcanzar en España una formación similar.
Es comprensible que muchos jóvenes tengan prisa en
acceder al ejercicio de la profesión. Y resulta difícil invitarles a que reflexionen sobre si esta prisa es lo más conveniente. Retrasar un tiempo -lun año1- el acceso a la profesión, si con ello se consigue un mayor y.fluido dominio de
otras lenguas, si se gana en madurez y autonomía, si se aterriza en la formación más próxima al sentido de la profesión, si se aprende a disfrutar del derecho más que a vivirlo
como una obligación, hará que el joven profesional gane
mucho. En cualquier proceso de selección podrá aportar
un «plus» que no pasará desapercibido a los que lo realicen.
En España, cursan estudios de derecho un número de
personas muy superior a las necesidades del mercado de los
servicios jurídicos. Al final, se produce una selección que
suele ser dura y, a veces, injusta. Pero en esta selección todos aportan un mismo título: los currículos académicos
tendrán su importancia, pero no será decisiva. A partir de
aquí, lo que se valorará serán los otros conocimientos del
candidato. Su actitud, su capacidad para comprender, para
explicarse, para sintetizar, para diagnosticar; su habilidad
127

¡Sí, abogado!

para acceder a los conocimientos jurídicos; su preparación
complementaria; su curiosidad; su madurez, y su entusiasmo. Todo ello influirá muy decisivamente en la opinión de
quienes deben seleccionarle. Se da por supuesto que será a
partir de esta decisión que empezará a ganarse su formación como abogado, pero la base sobre la que trabajar en
este proceso no será ni exclusiva ni, a veces, principalmente, su estricto fondo jurídico.
Recuerdo que, con ocasión de un proceso de selección
de nuevos abogados, una joven licenciada destacaba en su
currículo, además de un buen expediente académico y una
buena preparación en lenguas extranjeras, el conocimiento
fluido del griego moderno. Me interesó este particular e intenté indagar de dónde procedía este conocimiento, con la
convicción de que tendría un origen familiar o se debía al
noviazgo con un griego. Resultó que no. La joven explicó
que estaba convencida de que necesitaba de un «plus» que
destacara su currículo.
Todos o muchos pueden tener un buen expediente y
también son muchos los que hablan fluidamente francés, inglés, alemán o italiano. Pero pensé que habría pocos que hubieran estudiado griego y, por eso, además de aquellas otras
lenguas, aprendí griego para potenciar mi expediente.

Fue seleccionada; no creo que haya tenido nunca la ocasión de usar el griego en su relación profesional en el despacho, pero había demostrado una actitud, una voluntad, que
singularizaba su expediente.
A partir de aquí, de este momento inicial, empieza la
formación del abogado y ésta no terminará nunca mientras
128

La formación: exigencia o necesidad

esté activamente comprometido en su ejercicio profesional. Nunca. El abogado, como cualquier profesional, aprende cada día; debe aprender si quiere ejercer honestamente
su profesión desde la calidad y con voluntad de prestar un
servicio útil a la sociedad. Tendrá que leer, estudiar, familiarizarse con nuevas tendencias doctrinales, estar al día de
nuevas leyes y disposiciones. Estar informado es la base
de la formación; conocer es empezar a saber.
Ciertamente, como ya he señalado con anterioridad, no
se trata de un conocimiento exhaustivo de todo lo legislado sino de saber que existe tal disposición y cuál es su finalidad e incluso sus principales características. Así, cuando
el caso lo requiera, se sabrá usar de ella para examinarla en
profundidad. Es sobre esta base que se plantea toda la rica
problemática de la especialización. Es evidente que ésta, la
especialización, es una necesidad; la co~plejidad jurídica,
la progresiva «publificación» del derecho y la necesidad de
atender con rapidez las demandas de los clientes provocan
la aparición de la especialización como respuesta. Tiene
sentido y es útil que los servicios jurídicos tiendan a una
progresiva especialización; los abogados se especializan en
determinadas ramas del derecho y los propios despachos
se articulan a través de áreas o departamentos especializados. El abogado todoterreno tiende a desaparecer, iYa no
se puede saber de todo1
No obstante, la especialización comporta riesgos y deben tenerse en cuenta. En primer lugar, el mejor especialista es el que sin duda ha sido un gran generalista. El
derecho genera áreas especializadas, pero existe un tronco
común que impregna todo el ordenamiento jurídico. La
especialización que se construye sin esta base general pue129

¡Sí, abogado!

de traducirse en errores, omisiones, negligencias y perjuicios de difícil reparación. El especialista gana en solvencia
desde unos buenos fundamentos generales. Por ello, la excesiva especialización puede perjudicar, finalmente, la calidad del servicio demandado por el cliente. Si el derecho
se resiste a la parcelación, es evidente que convive mal con
el minifundismo. Los problemas pueden requerir intervenciones muy especializadas, pero en derecho cualquier
actuación tiende a tener mayor complejidad que la de un
tratamiento específico, puntual y muy singular. Todo puede producir consecuencias en otros campos y el especialista debe saberlo y evitarlo.
Con todo, es evidente, que la especialización en la formación se impone, pero también es evidente, al menos a
mi entender, que una excesiva y muy concreta especialización desde el mismo inicio de la actividad profesional puede perjudicar la formación del joven abogado. No se debería abusar de esta posibilidad, no sería justo aprovecharse
de la necesidad del joven abogado de acceder a la profesión
para ubicarle de entrada en una práctica muy especializada que le separe de los conocimientos más generales que
deberán fundamentar su vocación por el derecho. Puede
llegarse a ser un gran especialista en el IVA aplicable a los
electrodomésticos línea blanca, y no lo desprecio, pero sería grave iniciar el ejercicio profesional en esta especialidad
y, además, permanecer en ella por mucho tiempo.
La especialización acompaña el proceso de formación
del abogado moderno, pero esa compañía no justificaría
que fuera a cambio de perder la visión global del derecho.
La vocación del jurista descansa en su capacidad de integrar la especialización en su bagaje más general. Lo contra130

La formación: exigencia o necesidad

rio convertiría al abogado en un «autómata», en el servidor
práctico del casuismo sin alma. Y el derecho es mucho más
que todo esto; la especialización -necesaria y positivano puede ni debe conducir al extremo de sacrificar el valor
del derecho como garantía de una sociedad convivencia!.
Esto impone algo más que la rígida, estricta y poco atractiva aplicación de un segmento menor y aséptico del ordenamiento jurídico.
La formación es, pues, una exigencia, pero también una
necesidad. Exigencia ética: no pueden servirse eficazmente los intereses confiados a nuestra defensa sin contar con
una excelente y constante formación. La calidad no es un
lujo, es una exigencia ética. Pero es también una necesidad. En una sociedad competitiva, no sólo los jóvenes abogados sino todos ellos, deberán destacar por el nivel de su
formación. El mercado existe y la calid~d lo preside. Puede ser que, durante un tiempo, la calidad pueda ocultarse, pero finalmente acaba apareciendo la verdad. Y sólo los
que cuenten con una poderosa formación podrán destacar
en el mercado y mantener la confianza de sus clientes.
Es verdad que una parte muy importante de esta for, -· mación es la acumulación de experiencia, pero en una sociedad de rápidos cambios, la experiencia no siempre es suficiente. Podrá acercarnos al sentido correcto del derecho
aplicable, pero deberá completarse con una aproximación
profunda y rigurosa de la norma más actual, de la doctrina
más trabajada, de la jurisprudencia más reciente. Y todo
ello en un ámbito de referencia territorial mucho más amplio del de nuestro entorno más local. Sin ir más lejos, hoy,
para un abogado europeo, además del derecho de su país,
se le impone conocer y adaptarse al derecho de la Unión,
131

¡Sí/ abogado!

se haya o no trasladado al ordenamiento jurídico interno.
Y hemos de conocer cómo este derecho viene aplicándose
en los distintos estados miembros.
Y, en muchos campos de nuestra profesión, lo que ocurra en Estados Unidos o cuáles sean los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio o de otras instancias supraestatales forma parte de nuestra referencia jurídica.
Hemos de vivir pegados al campo de la creación de la norma jurídica que resulte aplicable, allí donde se produzca.
Todo se ha desbordado; la imagen del abogado leyendo los
Boletines Oficiales del Estado para estar al día, deja paso a la
imagen del mismo profesional accediendo vía Internet a
muchas disposiciones y resoluciones de ámbitos geográficos muy distintos.
No tenemos resuelto, o en todo caso bien resuelto, el
acceso de los nuevos licenciados al ejercicio profesional.
Pero es que, en términos más amplios, no hemos enfocado con exigencia la formación permanente del profesional
del derecho. Para los más jóvenes, este déficit resulta especialmente trascendente~ Para ellos, el acceso se plantea en
términos de gran competitividad que, muy frecuentemente, se centrará en aspectos de su formación que no guardan
relación directa con su preparación académica. Hay una
parte muy importante de la formación de los nuevos profesionales que debe obtenerse fuera de las aulas universitarias o, en todo caso, con asignaturas que no se integrarán
en su expediente académico. Y esto no se explica. Esto lo
aprenden los alumnos por su cuenta y, a veces, demasiado
tarde.
Es bueno que la formación de posgrado se concrete en
la superación de másters especializados. Pero no es la suma
132

La formación: exigencia o necesidad

de todos ellos lo que dará como resultado el sello de calidad que necesita el joven profesional. No se enseña a «ser»
abogado. Se transmiten conocimientos, pero no se indica
cómo acceder a los mismos, cómo interpretarlos, cómo interrelacionarlos, cómo diagnosticar un problema, cómo
explicarlo, cómo resolverlo. Y así se generan muchas frustraciones, mucha inseguridad. Aprender a cómo aprender;
a que la experiencia no sea un horizonte tan lejano que
parezca inalcanzable. Ahora se puede ganar experiencia
mucho antes de lo que muchos abogados seniors pudieron
practicar en otros tiempos, pero hay que facilitar las vías
para que ello sea posible.
Formar profesionalmente, se dice, no es la responsabilidad de las universidades. No parece que por la vía de los
terceros ciclos quiera mejorarse esta situación. Por el momento, parece concretarse en una vía pa.ra alcanzar un mayor grado de especialización, lo que no es exactamente lo
mismo. Los colegios de abogados han querido llenar este
vacío y debe reconocerse que los únicos intentos serios que
en este campo se han realizado han sido protagonizados
por ellos. Pero debería aceptarse que es muy difícil sustituir la formación que los propios despachos de abogados
pueden prestar: es en este escenario donde los abogados se
hacen, aprenden, viven la profesión y definen su vocación.
Pero para ello, para formar, es necesario prestar a esta
tarea el tiempo y los recursos que la función precisa. En
caso contrario pueden arruinarse vocaciones y expectativas. Formar es querer formar y, sobre todo, estar preparado para ello. Ésta es una razón más para definir la formación como una exigencia permanente de los abogados
con vocación de servir al derecho. Formar no es un pretex133

¡SC abogado!

to para usar y abusar de jóvenes colaboradores sino un
compromiso con su preparación adecuada para su ejercicio profesional. Formar es exigir, pero también dar a cambio. Es dar a la formación la prioridad que impone la función. En este sentido, no creo que la laboralización de los
jóvenes abogados haya sido una aportación positiva a su
formación. Seguramente, con ella se han evitado determinados abusos, pero también se ha rebajado el compromiso
vocacional del «formador» respecto del «formado».
Sea como fuere, la formación del abogado es una obligación que tiene su origen en el carácter de su función social. Es, por tanto, como se ha dicho, una exigencia que
afecta a todos los profesionales, pero para los másjóvenes
es fundamental. Y la deberán alcanzar con todo el esfuerzo que sea necesario, procurando que sus primeros pasos
profesionales sirvan adecuadamente a este objetivo. Las
urgencias pueden·· ser malas consejeras y condicionar el
futuro de manera irreversible. De la misma manera que
los abogados más experimentados «saben» cuando uno de
sus jóvenes colaboradores está aprendiendo y lo ven crecer
y hacerse profesionalmente, también estos jóvenes saben
cuando no aprenden porque, donde están, no hay posibilidades de aprender. Nadie debe engañarse en esta situación. Permanecer en la indigencia formativa es trabajar en la línea más negativa para el joven profesional del
derecho.
La profesión nos exigirá, cada día con mayor rigor, la
mejora de nuestra calidad y de los servicios que ofrecemos
a la sociedad. No podemos creer, ni los más experimentados ni los más jóvenes, que por haber accedido a la profesión ya podemos actuar libremente en ella, sin más límites
134

La formación: exigencia o necesidad

ni condiciones. No es verdad. Se nos exigirá más y la tendencia reforzará la superación de nuevos requisitos y condiciones. Lo harán tímidamente las distintas Administraciones, pero lo impondrá con gran exigencia el mercado.
Tendremos que justificar, muy a menudo, lo que sabemos
y por qué nos creemos con la preparación adecuada para
defender unos intereses concretos. Esto ocurre en otras
muchas profesiones; nos debería avergonzar que nos creyéramos una excepción a esta tendencia.
Es demasiado importante nuestra función como para
considerarnos inmunes a una exigencia social cada vez más
potente. La sociedad quiere buenos profesionales en todos
los campos, les exige conocimientos, formación, seguridad. Y los abogados deben querer destacar en este campo
por su propia autoexigencia. Por obligación ética, como se
ha dicho. Pero también como necesidad pragmática: en
una sociedad competitiva y globalizada, lo que no nos exijamos nosotros mismos, nos lo impondrá el mercado. Es
justo que sea así y es bueno para los más jóvenes saber que
podrán competir en mejores condiciones en este escenario. Si su formación es la mejor, la menor experiencia se
reduce. Es su oportunidad.
Así, la formación no es sólo una exigencia y una necesidad sino que tincluso debe ser vista como una gran oportunidad!

135

12
LEER EL PERIÓDICO TODOS LOS DÍAS

-Y, ahora, a leer todos los días el periódico.
Con esta frase suelo terminar mis palabras de bienvenida al
despacho de los jóvenes profesionales que se incorporan
al mismo. Después de un largo proceso de selección, empieza la vida profesional. La teoría se hace práctica; la norma toma vida. El derecho deja de ser algo distante, para
aterrizar en la realidad de cada día. Y esta realidad debe
conocerse; ni el profesional, ni el derecho pueden vivir al
margen del entorno. La referencia temporal y local delimita la acción del profesional del derecho. Efectivamente,
hay que leer el periódico todos los días.
Recuerdo que la primera ocasión en que utilicé este argumento fue en una intervención en una universidad, en el
acto solemne de la graduación de una promoción de su facultad de derecho. Al acto, además de los licenciados y los
profesores del centro, asistían·también los padres de aquéllos, satisfechos y orgullosos de lo que aquel momento representaba. Quedaron sorprendidos, al menos inicialmente. Tengo confianza en que muchos comprendieron lo que
quería expresarles; en todo caso, quiero creer que, con el
137

¡Sí, abogado!

devenir de los años, algunos habrán recordado mi reflexión
para compartirla.
Seguramente, en aquel momento lo que se esperaba de
mi intervención era que fuera formalmente correcta y breve. Se me había invitado a participar como elemento decorativo, como un florero en la mesa o una guinda en el pastel. De hecho, cumplí con lo que se me requería. Cuando
se acepta una invitación como aquélla nada resulta tan ridículo como pensar que se espera de ti una intervención
profunda y larga. Todo tiene su momento y un acto de graduación es lo que es: un acto litúrgico en el que la forma
debe predominar sobre el fondo.
Pero cuando advertía a los jóvenes licenciados que todo
cuanto habían aprendido estaba muy bien, que los conocimientos recibidos formaban la base inicial de una preparación que se alargaría -como exigencia- a lo largo de toda
su vida profesional, y que su título les habilitaba para hacer del derecho su vía de inserción en el mundo del trabajo
y de la prestación de servicios, pero que todo ello no era
suficiente, sino -a lo sumo- lo estrictamente necesario,
les invitaba a reflexionar sobre la relación del derecho y de
la norma jurídica con el momento histórico en que ésta
deba aplicarse.
Leer el periódico todos los días -y no sólo la prensa
deportiva- es conocer el mundo en el que nuestros conocimientos jurídicos van a ser aplicados. Es definir el marco
de interpretación de la norma. La sociedad evoluciona y
con ella el derecho en el que descansa el orden social. No
conocer, ni seguir, ni vivir lo que ocurre en nuestro entorno nos aleja del alma del derecho, del espíritu de la norma.
Sólo «estando» en el mundo podremos interpretar el dere138

Leer el periódico todos los días

cho en los términos que se corresponden a cada momento
histórico.
Imaginemos a un gran jurista encerrado herméticamente en su despacho rodeado de libros, códigos y sentencias.
Conocedor de la doctrina, virtuoso del derecho comparado, pero que en su ensimismamiento no sabe lo que ocurre
en el mundo que está fuera de su despacho. Ni el más cercano, ni el más global. Podrá ser un gran historiador del derecho, quizá incluso un gran doctor de la ciencia jurídica,
pero tendrá una visión fosilizada de la norma. No conocerá
de ella más allá que su literalidad, no sabrá ni podrá conocer el alcance de cada una de sus palabras en un mundo
que condiciona o determina su interpretación. En muchas
ocasiones, el «porqué» de la norma se encuentra en los periódicos, no en su exposición de motivos. La voluntad del
legislador está profunda e íntimamente.vinculada a lo que
ocurre y a lo que la prensa refleja. A veces incluso dema. siado, en cuanto la razón de ser de la norma puede ser una
mera respuesta coyuntural a una situación concreta. El
afán electoralista y la tentación pop~lista no son extraños
al legislador. Corresponde al jurista saber valorar esta situación para devolver -si es preciso- al derecho su nobleza.
Ésta es la relación mágica entre derecho y sociedad. En

ocasiones, a través del derecho· se conforma y orienta el
contenido de las relaciones sociales, pero en otros casos, es
la sociedad la que va conformando usos, tendencias, hábitos y comportamientos que crean derecho o, en todo caso,
lo amoldan a las bases del ser social. Es una interrelación
que no cesa, un movimiento bidireccional apasionante, estimulante. Así y sólo así el derecho se convierte en un ser
139

¡Sí/ abogado!

vivo que nace, se desarrolla, cambia y evoluciona al propio
ritmo del cambio social, a veces como impulsor del cambio y otras a remolque del mismo.
Un jurista aislado del mundo, desconocedor de su entorno, no puede ser un buen jurista. Aunque sólo sea por
eso, hay que leer todos los días el periódico, y los jóvenes
abogados, jueces y demás profesionales del derecho deben
saber esto y practicarlo; deben, además, leer extensamente
todas sus secciones. Qué pasa en la ciudad, en el país, en el
mundo; lo que pasa política, social, cultural e incluso deportivamente. A través de lo que ocurre en nuestro entorno el derecho toma cuerpo: del código o de la ley salta a la
realidad. Detrás de una noticia siempre existe una implicación jurídica y ésta es también una forma de aprender. De
aprender en vivo de la vida.
La norma puede permanecer en el tiempo, pero su interpretación puede e incluso debe modularse por el transcurso del tiempo. Claro que no siempre ocurre así. La norma, a veces, tiene una rigidez que impide su adaptación a un
nuevo contexto social, pero en esta constatación se encuentra el origen de su extinción y corresponde a los juristas detectarlo y denunciarlo: deben tener el coraje -arropado de
una sólida argumentación- para someter la norma supera. da a la acción correctora y revisora de jueces y legisladores.
Porque la norma puede fallecer antes de su derogación
expresa. La sociedad se encarga de hacerlo posible y a los
juristas corresponde ser los primeros en constatar este desajuste para devolver al derecho su razón de ser. Asegurar
la convivencia social no puede hacerse al margen del interés general. Ciertamente, es el legislador el único y soberano intérprete del interés general, pero corresponde a los
140

Leer el periódico todos los días

juristas buscar la forma de que éste se ajuste y se corrija
por medio de la acción interpretativa de la norma.
Afortunadamente, el derecho es mucho más que un
conjunto de leyes y disposiciones sectoriales y específicas.
Los principios generales del derecho, el ordenamiento jurídico constitucional y los convenios y tratados internacionales planean y condicionan el ámbito más estricto de la
norma específica. En muchas ocasiones, la evolución de
la sociedad genera contradicciones entre aquélla y el marco más general que conforma y modela la vida social. Esta
contradicción se encuentra en el periódico, en sus noticias,
en sus titulares, en su información o en sus opiniones. Y el
jurista debe conocer de todo ello.
Recuerdo que, hace no muchos años, unos japoneses solicitaron una entrevista en mi despacho profesional, insistiendo en el carácter urgente de la misma. Pude atender su
solicitud y les recibí de inmediato. El motivo de su consulta no era menor: querían comprar el templo de la Sagrada
Familia de Barcelona y reclamaban una segunda opinión
sobre si esto era posible o no. Un primer abogado les había
realizado un extenso y fundamentado estudio en el que,
partiendo de la teoría civilista sobre el derecho de propiedad, concluía que la Sagrada Familia podía venderse. En el
estudio no había ningún error; el dictamen, no obstante,
era tan correcto como innecesario. Era y es evidente -para
ello bastaba con leer el periódico todos los días- que la
Sagrada Familia no estaba en venta, que su propietario no
pensaba ni podía «socialmente» vender a una empresa japonesa la obra más emblemática internacionalmente de
Gaudí. No era una cuestión de dinero sino una cuestión
de principio.
141

¡SC abogado!

Así pues, les dije a los japoneses que no podía darles ni
había necesidad de una segunda opinión. Que podían ahorrarse mis honorarios, porque no precisaban mis servicios.
Se resistían a la idea; me interrogaban cortésmente, pero a
la vez, de forma tenaz y desconfiada sobre el por qué de mi
convicción. Me vi forzado, delante de ellos, a hablar telefónicamente con quien tenía autoridad para responder al
interés de los pretendidos compradores quien, después de
valorar y sonreír por la situación, confirmó mi conclusión:
la Sagrada Familia no estaba en venta.
Los clientes agradecieron mi información y se ofrecieron educadamente a pagar mis honorarios. Les contesté
que no estaban justificados porque no había hecho uso de
mis conocimientos jurídicos, sino que me había limitado a
informarles de lo que resultaba de la lectura diaria de los
periódicos. No sé si lo entendieron, pero, eso sí, aceptaron
mi propuesta.
Esta historia también la expliqué con ocasión de mi intervención en el acto de graduación al que me he referido
en el inicio de este capítulo. Al finalizar el acto, durante el
cóctel que le siguió, el padre de un graduado se me acercó
y me comentó, irónicamente, que le había dicho a su hijo
que lo que él debía hacer, de llegarle una situación similar,
era elaborar el informe solicitado y cobrar los honorarios.
Que eso era ser abogado. iY que para eso había estudiado1
Lo dijo amablemente, sonriente, con animits iocandi, pero
sus palabras amagaban una cierta crítica: «No les complique usted la vida a los jóvenes abogados1».
iVaya fracaso el mío1 Pero el joven graduado coincidió
años después conmigo en una sala de justicia y me recordó
la anécdota. Me contó que a la mañana siguiente del día de
142

Leer el periódico todos los días

su graduación, su padre le regaló la suscripción por un año
de un periódico de gran tirada. Y que ét años después, seguía leyendo el periódico cada día porque -sonrió- Lquería saber cuantas Sagradas Familias no estaban en venta!
Sus palabras me emocionaron. Mi consejo no había caído en saco roto Es difícil aconsejar renunciar a unos posibles honorarios cuando el cliente está dispuesto a pagarlos
a pesar de la inutilidad del trabajo que se solicita. Pero el
abogado no puede beneficiarse de una situación de esta
naturaleza. Crear falsas necesidades o imaginar problemas
que no lo son para justificar una actuación profesional es
una práctica que acaba pasando factura al abogado que usa
de ella. No es una cuestión deontológica únicamente, va .
más allá. V a en la línea de la propia dignidad.
A ello también nos ayuda la lectura de los periódicos.
Son demasiados los ejemplos que no deben seguirse. Simplemente por esto, el profesional del derecho no puede vivir al margen de su entorno. Y hoy, su entorno, es el mundo.

143

13

LAS DUDAS DEL ABOGADO

-lNo tengo ninguna duda, esto es así1
Esta frase me da miedo. Y cuando algún compañero la expresa, con contundencia, me pregunto si se lo cree de verdad. El derecho no es, afortunadamente, una ciencia exacta. No siempre -o casi nunca- dos y. dos suman cuatro.
Ciertamente, en muchas ocasiones, el derecho puede ofrecer, y de hecho así lo hace, respuestas exactas y concretas.
Pero normalmente estos supuestos son aquellos que casi
nunca son sometidos a la consulta del abogado; para él se
reservan las cuestiones más complejas o aquellas otras que,
sin serlo aparentemente, pueden devenir problemáticas a
lo largo del tiempo. Y el abogado tiene derecho a dudar; es
más, opino que sin la duda resulta muy difícil avanzar en la
búsqueda de la solución más eficaz.
Al joven abogado, la duda se le presenta como acusación de su falta de preparación. Interpreta el dudar como
sinónimo de incompetencia, pero eso no es verdad. No hay
nada tan peligroso como un joven abogado que no dude:
acostumbran a ser los que cometen los errores más importantes. La duda forma parte· de la manera más eficaz de
145

¡Sí, abogado!

acercarse a la mejor solución. Dudar es exigirse a sí mismo,
es querer explotar todas las posibilidades, conocer todos
los diversos enfoques. Dudar es la mejor manera de vivir la
vocación por el derecho.
En la facultad tuve un gran profesor de derecho Civil, el
doctor Manuel Albaladejo. Recuerdo sus clases con entusiasmo. Más que dogmatizar, nos exponía sus propias dudas. ¿Qué quería decir el legislador cuando añadió el inciso
final del apartado primero del artículo que se comentaba?
¿Cómo armonizar esta previsión con lo que disponía el artículo siguiente? ¿·Cuál.de las varias interpretaciones posibles debía estimarse como la más acertada? Por la vía de la
duda, trasladaba a los alumnos el deseo de conocer, de profundizar, de aprender. Siempre recordaré aquellas clases,
contrastándolas con las de los profesores más dogmáticos:
los que no tenían dudas, los que sólo exponían su conclusión, no el método ni las dudas vividas para alcanzarla.
La duda es buena, pero tampoco vale instalarse en ella.
La duda nos ayudará a sopesar, pero una vez hecha la
elección habrá de servirse la opción resultante con convencimiento absoluto. Pero no nos engañemos: la duda acompaña la vida incluso del mejor profesional. ¿En cuántas ocasiones, en la víspera de un informe oral cuya preparación
ha requerido días y semanas enteros, no te asalta la duda de
si otro enfoque habría sido mejor? Es más, ¿en cuántas ocasiones la duda ha provocado cambiar de arriba abajo la estructura del informe, matizarlo, ampliarlo o modificarlo en
parte? No sería de buen profesional cerrarse a la duda; servir los intereses del cliente nos exige estar abiertos en cualquier momento a la reconsideración que pueda proporcionarle una mejor defensa o argumentación.
146

Las dudas del abogado

Por el contrario, como se ha dicho, la duda es percibida
como señal de poca preparación, especialmente cuando se
trata de jóvenes abogados. La duda sólo debe ceder ante el
convencimiento de que la conclusión alcanzada es la mejor.
Aun así, el convencimiento debe estar abierto a la reconsideración. Cerrarse intelectualmente a otras posibilidades
nuevas no examinadas es una mala actitud profesional. Qué
duda cabe que esto último requiere el coraje de saber rectificar. Y, sobre todo, explicar al cliente el porqué de la rectificación y el sentido de la misma. En muchas ocasiones, la
cobardía -el miedo- de no querer rectificar ante los ojos
del cliente, conduce a seguir estrategias o líneas argumentales que tú sabes que no son las mejores. El abogado debe
identificarse con la causa del cliente, debe tranquilizarlo,
dar -como hemos dicho- confianza. Pero todo ello no
puede excluir el valor pedagógico de la. duda y, especialmente, la honestidad de la rectificación cuando proceda.
La duda no quiere decir inseguridad; el abogado no la
debe vivir así ni el cliente debe confundir una cosa con
la otra. Bien al contrario, dudar es autoexigirse, es no limitarse ni a lo más obvio ni a lo más lineal. Quiere decir contemplar todas las posibilidades y vertientes de un caso para
avanzar entre ellas, rechazándolas o asumiéndolas, según
encajen en la defensa de los intereses confiados. Dudar es
rechazar automatismos simplistas y ·es imponerse el esfuerzo de reexaminarse cada momento, en cada caso. Dudar quiere decir comprobar, contrastar, llegar al convencimiento por la exigencia, no por alardes superficiales de
memoria o de pretendida experiencia.
Debo reconocer que he aprendido más de las dudas de
los demás que de mi propia experiencia. Los jóvenes abo147

¡Sí, abogado!

gados deben saber esto y deben animarse: la duda, inteligentemente utilizada como método puede hacer más corto
el largo camino de la experiencia. Entre un abogado joven y
otro mayor, el debate sobre un tema puede igualarles por la
vía de la duda compartida. En este planteamiento, uno y
otro empiezan de cero y examinan las interpretaciones más
diversas con absoluta libertad. Para ser claros, en estos debates las «tonterías» de los más juniors se parecen mucho a
las que pueden deci.r los más seniors. Es más, a menudo el
más joven tiene el coraje de proponer una vía que la experiencia descartaría pero que una reflexión más profunda señala que en aquel caso, a pesar de todo, podría ser aprovechable.
Los abogados jóvenes, especialmente, deben compartir
entre ellos sus respectivas dudas. Acostumbrarse a exhibirlas, a no ocultarlas. Dudar es sufrir y es imposible servir
apasionadamente el derecho sin sufrir. Explicar las dudas
en paseos nocturnos de jóvenes amigos es lo que ha movido
el mundo hacia el progreso, los cambios, las revoluciones y
las más decisivas transformaciones. El derecho se beneficia
de las dudas de los que lo aplican e interpretan. Someter la
norma al examen de la duda es extraer de la misma todo su
contenido, su esencia, todas sus posibilidades.
En este terreno, los abogados jóvenes nos llevan ventaja
a los de más edad. El abogado consagrado guarda para sí
sus dudas, no las quiere exhibir, porque funda su «maestría» precisamente en que él «no tiene dudas». lLa gran soledad del maestro1 Ensimismado en sus dudas, pero ocultándolas a los ojos de la gente. El maestro no duda. lQué
inmenso error1 El maestro tiene dudas y él también debe
aprender a compartirlas.
148

Las dudas del abogado

Una noche -a las diez- me llamó al móvil un compañero de mi edad. Tenía una duda y quería hablar de ello.
La conversación duró casi una hora. Y o no compartía su
punto de vista; él dudaba. Al final me dijo: «Gracias. Ahora ya no dudo, estaba en lo correcto. iTe equivocas! Gracias, me has logrado convencer de que voy por el buen camino». Y seguramente tenía razón: ganó el pleito con sus
argumentos, no con los míos. Sin embargo, yo sigo creyendo que los míos eran los correctos y quizá con ellos también habría ganado. iLa duda!
No obstante, la duda no puede vivirse como un factor
paralizante de la decisión. La duda es un método para
avanzar hacia la decisión, no puede servir para alejarnos
permanentemente de ella. Como siempre ocurre, todas las
cualidades pueden ser vividas como un defecto. Dudar es
bueno, no resolver en ningún momento la duda es paralizante y perjudicial. El abogado que no alcanza a resolver
sus legítimas y estimulantes dudas no podrá servir bien los
intereses que le han sido confiados. La función del abogado es reclamada para decidir en nombre del cliente, de
acuerdo con éste, si es posible. Pero, en todo caso, para
decidir. Así pues, dudar para decidir mejor. Se atribuye a
Unamuno la frase de que «La verdadera ciencia enseña,
por encima de todo, a dudar y a ser ignorante».
Por eso mismo, al método de la duda debe acompañarle
la capacidad de decidir sin temor. Una cosa es la duda especulativa -intelectualmente sana- y otra muy distinta la
actitud temerosa. El cliente y también los compañeros, de
percibir este temor, pueden perder confianza con el que la
manifiesta y así será muy difícil que la relación -con el interesado o los compañeros- se afiance; al contrario, tende149

¡Sí/ abogado!

rá a debilitarse. Puede ser -así suele ocurrir- el inicio del
final de la relación profesional o interprofesional.
La duda debe servir para convencernos y convencer.
Abiertos, como he dicho, a la rectificación, pero convencidos de lo que defendemos. Sin temor. Saber elegir entre
las diversas estrategias posibles o seleccionar entre los argumentos diversos que la doctrina nos ofrece es una actitud valiente, a veces incluso impresiona. Es lógico que todos los abogados vivan inquietos los momentos anteriores
a su decisión. Especialmente, los más jóvenes -pero no
sólo ellos- tienen el legítimo derecho a tener miedo al
error. Sin embargo, deben superarlo, decidir sin temor y
afrontar desde el convencimiento la línea de actuación que
hayan decidido.
No es un momento fácil. A veces, esta situación previa
a la decisión se vive desde el malhumor. La familia y los
compañeros lo pagan. Pero, finalmente, hemos de decidir
y esto -que hemos de decidir- ha de saberse desde el inicio. Puedo dudar, pero tendré que decidir. Y además, convencido. Sin estar convencido, el abogado no lo hará bien.
Es imposible.
No se trata de convencerse de que se va a ganar el pleito. Se trata de convencernos de que estamos haciendo lo
mejor para intentarlo, aun sabiendo las escasas posibilidades de alcanzarlo. La falta de convencimiento se nota: la
perciben los compañeros, los clientes y -lo que es peorjueces y magistrados. Sin convencimiento hay una relajación de la tensión dedicada al asunto confiado que se nota.
Y también la percibe el propio abogado, que vive el asunto
con angustiado desinterés. Sabe que no está haciéndolo
bien y lo sufre. En estos casos, sin rubor, el abogado debe
150

Las dudas del abogado

meditar seriamente sobre la posibilidad de renunciar a la
defensa y representación de los intereses confiados. Debe
explicar sinceramente al cliente su situación y ofrecerse a
ser sustituido. Defender sin convencimiento es malo, pero
si el abogado no lo percibe así, es aún peor. En este caso,
nuestra profesión se convierte en un simple oficio: cubrir
formalmente una defensa para respetar, también formalmente, la exigencia de la ley o de los usos comerciales. No
hay nada de valor en esta actitud.
Así pues, en defensa de la duda como método, pero
para decidir sin temor. Algunos olvidan que el «sin temor»
no puede confundirse con «sin temeridad». El abogado no
debe ser, en ningún caso, temerario. A veces, el cliente lo
será, pero precisamente nuestra función será la de hacerle
ver los riesgos de su actitud. Incluso para defender los intereses temerarios del cliente, aun si son legítimos, el abogado no deberá olvidar nunca los límites del derecho. La temeridad roza, en la mayoría de las ocasiones, la frontera de
lo prohibido o contrario a la ley. Y, casi siempre, las invade. La excusa de que es el cliente el que acepta o propone
la temeridad, no le sirve al abogado, pues su función es servir el derecho, no violentarlo, evitarlo ni directamente infringirlo.
Dudar es un buen método; decidir sin temor, una nece-

sidad. La temeridad es contraria a la función de un servidor del derecho. Ciertamente, hay gradaciones dentro de
la temeridad. En el campo del derecho tributario, por ejemplo, se toman decisiones que tienen mucho de temerarias
y que, no nos engañemos, están muy instaladas en la práctica profesional. Es más, actitudes temerarias que pueden
salir bien, con el aplauso, reconocimiento y agradecimien151

¡Sí! abogado!

to del cliente, que habrá visto como podía ahorrarse un
importante coste fiscal. Incluso en estos supuestos, debe
afirmarse que esta temeridad -aplaudida y bendecida por
el cliente- no forma parte del bagaje ético de la función
profesional. La temeridad acabará pasando factura al abogado y el cliente instigador se convertirá en agresivo e irascible acusador. El premio de la temeridad acaba por ser
absorbido por los mayores costes de la inevitable sanción
de la temeridad.
Nuestra profesión ha conocido, conoce y, lamentablemente, conocerá abogados temerarios. Los hemos visto
prepotentes y victoriosos; hemos asistido, también, a sus
más espectaculares caídas. Debo señalar que éstas no me
han provocado ninguna satisfacción. Por el contrario, ·he
lamentado sus consecuencias, porque nunca me he podido
sustraer a la idea de que algunos de estos abogados se iniciaron en la carrera de la temeridad a través de pequeñas e
insignificantes cesiones que ni ellos mismos supieron valorar como contrarias a derecho. Era la ambición de servir lo
más eficazmente posible a los intereses confiados lo que
estaba en el origen de su comportamiento. Pero una concesión siguió a la otra y a muchas más; finalmente, no eran
abogados sino simplemente temerarios. No vendían servicios jurídicos sino que ofrecían temeridad. Y el final no podía ser distinto.
Seguramente estos abogados no conocieron de la humildad de la duda. No quisieron «perder el tiempo» dudando, sabían desde el primer momento que harían exactamente lo que no debían hacer. Dudar es intelectualmente
estimulante, invita al estudio, a profundizar. Es, como he
dicho, el comportamiento humilde del estudioso del dere152

Las dudas del abogado

cho que sabe de la complejidad de éste y quiere, honestamente, encontrar la mejor interpretación a favor de los intereses que le han sido confiados. El joven abogado debe
perder el miedo a dudar, de la misma manera que, después,
deberá perder el miedo a decidir. Pero no puede dudar ni
tener miedo frente a la temeridad: debe expulsarla del cuadro de su comportamiento profesional.
lMucho cuidado con esto1 Curiosamente, el joven abogado puede verse tentado por la temeridad. Algunos clientes pueden -de manera absurda- valorar negativamente
las dudas que el abogado honesto les plantea y, en cambio, aplaudir su temeridad. Es más, el cliente temerario
incluso cree encontrar en el abogado joven a una persona más permeable a sus ambiciones por su lógica vocación
de progresar rápidamente. El joven abogado, por su parte, puede llegar a creer que su temerid~d es sinónimo de
competencia. Sería un grave error marcar una vida profesional -en proyecto- con actividades iniciales de esta
naturaleza.
Volvamos, pues, a la duda razonable. La que acompaña
al abogado a lo largo de su vida y la que marca, de manera .
singular, el aterrizaje profesional de los jóvenes abogados.
Expliquemos que, a mayor formación, más a menudo aparecerán las dudas. Me decía un gran abogado de Madrid
que la lectura de la doctrina y de la jurisprudencia incrementan tus propias dudas. «Porque, si lees con detenimiento, verás que el catedrático, el juez o el magistrado
también han dudado para llegar a su conclusión o fallo. Y,
a medida que la sentencia avanza en sus Considerandos, el
juez va eliminando hipótesis de trabajo que ha examinado,
para llegar a la conclusión que se concretará en el fallo. Un
153

¡Sí/ abogado!

buen artículo doctrinal o una buena sentencia reflejan el
escrupuloso íter dubitativo de su autor. Cuando ves esto,
crees en la honestidad del fallo. Cuando todo es muy lineal, tienes la sensación de que se trataba de un trámite,
no de resolver en justicia.»
Esto es así. Y dentro de las funciones de los colegas más
experimentados en relación con los más jóvenes -y, por
tanto, más inexpertos- está la de desmitificar su duda.
Cuando encargas la primera lectura y opinión de un asunto
complejo a un joven colaborador, percibes cómo su inicial
·- entusiasmo por la oportunidad que ello representa va dejando paso a un cierto temor. ¿Cómo enfocar el tema? ¿Será
mejor contemplarlo desde esta o aquella perspectiva? ¿En
qué medida las múltiples incidencias colaterales afectan o
no al núcleo central del problema? ¿Cuál será la fecha a quo
de una posible prescripción? Su cara refleja su inquietud y es
bueno que la sienta. Nada sería tan preocupante como verles
absolutamente tranquilos. Aunque también es bueno explicarles que su inquietud, resultado de sus dudas, es normal.
Que la compartimos y. que sus conclusiones iniciales pueden
reflejar sus dudas, sus estrategias o visiones alternativas; que
no rechacen, de entrada, ninguna de ellas, y que escuchándolas de su voz, decidiremos conjuntamente sobre ellas.
Son los momentos mágicos de la vida profesional: los de
«crear» las bases operativas o argumentales de la actuación
profesional. Después, todo será mera ejecución: compleja,
meticulosa, tediosa y larga. Se necesitará aguantar la tensión y
tener mucha dedicación, pero al final te sentirás satisfecho por
el buen fin de todo ello. Pero el momento mágico será el de la
creación que sólo la duda, como método, habrá alumbrado
e iluminado. iDudar para decidir sin temor, sin temeridad~
154

14

GANAR O PERDER

-Este asunto lo vamos a ganar.
-Este pleito está perdido.
Éstas son frases corrientes en el lenguaje profesional. Se
asocia la intervención eficaz al éxito o al resultado exitoso.
En los procesos judiciales el ganar o el perder puede tener
una referencia clara. La sentencia decidirá quién ha ganado
o ha perdido. En los temas contractuales o de otra naturaleza, el ganar o el perder resulta más difícil de identificar,
pero ¿qué quiere decir ganar en el ejercicio profesional?
Ganar, en una primera aproximación, sólo puede significar
dar satisfacción a los intereses legítimos del cliente, de tal
manera que éste vea conseguido el resultado que se proponía o que, en todo caso, se sienta satisfecho del trabajo realizado por su abogado, al margen de cuál sea el resultado final de su actuación.
No obstante, a lo largo de su vida profesional, el abogado aprenderá que el ganar tiene muchas y muy variadas
acepciones. En primer lugar, aprenderá que ganar es una
situación que se reserva a una pequeña parte de sus actuaciones profesionales. En su intervención, el abogado convi155

¡Sí, abogado!

ve con situaciones que no se asocian con el ganar o el perder; hay intereses muy legítimos y necesitados de la actuación profesional de un abogado, que no pueden reconducirse a la simplicidad del ganar o del perder. Ciertamente,
como se ha dicho, en las actuaciones judiciales el ganar o el
perder resultan más identificables. Pero, incluso en estos
supuestos, no siempre la sentencia desfavorable puede asociarse al perder, por cuanto lo que se perseguía puede ser
que fuera, simplemente, agotar las instancias judiciales para
dejar constancia de que, por parte del cliente, se hallaba
disconforme con la situación que pretendía enmendarse
con el fallo judicial. El objetivo era, claro está, ganar, pero
también manifestar que no se aceptaba ver sustraída la
custodia de los hijos, por ejemplo. El padre o la madre
querían obrar con visión de futuro: querían que sus hijos
supieran, de mayores, que ellos no habían aceptado sumisamente la separación de su custodia.
Los intereses de los clientes son muy variados y a veces el
ganar o el perder están muy alejados de su planteamiento.
Sin embargo, el abogado debe asumir la defensa de aquellos
intereses con voluntad de ganar, con voluntad de poner en
el trabajo todo cuanto pueda aportar para alcanzar un resultado positivo. Así, el ganar se convierte en alcanzar el objetivo que se pretendía por el cliente, sea ésta una actuación
judicial o de otra naturaleza. Lógicamente, en el marco y
con los límites del derecho y del ejercicio ético de la profesión, pero con voluntad de ganar.
No obstante, esta voluntad no puede ni debe justificar
el rechazar la defensa confiada por el miedo de perder.
Toda causa legítima merece su defensa y, ciertamente, hay
causas que, por muchas razones, aparecen como muy difí156

Ganar o perder

ciles de prosperar. Los antecedentes mal dirigidos y errores
anteriores dificultan la defensa de los derechos del cliente.
Tenía o tiene razón, pero será muy difícil demostrarlo. El
límite entre la dificultad y una causa perdida es, a veces,
muy difícil de apreciar. Pero tan poco ético sería generar
expectativas infundadas sobre una causa perdida como rechazar la defensa de causas difíciles sólo por el temor de
perder.
En el ganar o el perder es donde debe establecerse una
mayor complicidad entre cliente y abogado. Es el terreno
donde la sinceridad debe ser totat cruda y duramente expuesta. Aquí, no debe producirse ni engaño ni ocultación.
El cliente debe saber, debe aprobar y debe compartir la decisión de actuar en una dirección en la que el ganar será improbable, pero que no resulta imposible. El abogado debe
hacer comprender al cliente que asum~r una defensa de
esta naturaleza tiene más que ver con la vocación de un servidor del derecho, que con un interés profesional económico. Perder duele, y mucho, pero si se arriesga, vale la pena.
Sin el riesgo de perder, el derecho -en su aplicación
práctica- sería un ejercicio convencional. Los cambios jurisprudenciales y la introducción de nuevas visiones doctrinales tienen mucho que ver con la decisión del abogado
de asumir defensas de asuntos difíciles y complicados. Me
decía un excelente abogado de Lérida que envidiaba aquellos despachos en los que podían vanagloriarse de «ganar
siempre». Me decía: «Yo sólo gano el cincuenta por ciento
de mis pleitos». La diferencia, no obstante, estaba -como
él recordaba- en que en aquellos despachos los temas
eran pequeñas reclamaciones de cantidad o desahucios por
falta de pago; en el suyo, eran pleitos complejos, difíciles,
157

¡Sí( abogado!

enrevesados y cargados de heterogéneas vertientes procesales y sustantivas.
El abogado debe tener siempre voluntad de ganar, aun
asumiendo la posibilidad y la responsabilidad de perder.
Pero, para ello, debe situar esta alternativa -ganar o perder- en la satisfacción del cliente. Su reconocimiento es la
victoria del profesional. Y esto es especialmente necesario
por cuanto, en una parte muy importante de su actividad en
representación de los intereses del cliente, el ganar o el perder no será una perspectiva identificable. Ganar es vender,
en buenas condiciones y con garantías, lo que se quería vender. O fusionar unas compañías en términos que se ajusten
a la voluntad de las partes. O hacer un testamento que responda fielmente a la voluntad del testador. Ganar es eso.
Sin embargo, a veces, puede ocurrir que, para algún abogado, el ganar se traduzca en un absurdo pugilato con el
abogado contrario.·· Se trata de derrotarle: así se pierde el objetivo que interesa al cliente para sustituirlo por una guerra
sin cuartel con el otro compañero. Lo importante es demostrar que se sabe más que él, humillarle, si es posible, ante los
clientes. Se trata de enorgullecerse ante propios y extraños
de que se le ha derrotado, de que se le ha hecho caer en sutiles e irrelevantes trampas. Esto es un error; no únicamente
una falta deontológica frente al compañero sino, sobre todo,
un grave error. Cuando se pierde de vista el objetivo y se sustituye por el del propio abogado, se acaba perjudicando los
intereses del cliente, éste debilita su confianza con el abogado y no encuentra satisfacción en su trabajo. Ya no se gana: se
está perdiendo.
Hay muchas maneras de perder, pero sólo una de ganar.
Esto último sólo se consigue sirviendo, desde la ética y el de158

Ganar o perder

recho, los intereses confiados por el cliente, de manera tal
que éste quede satisfecho y se sienta reconocido por el trabajo que ha realizado para su cliente. Para perder, hay muchas maneras y, en todas ellas, puede haber algún momento
en el que pueda tenerse la sensación de que se está ganando,
pero finalmente se descubre que la derrota es total. La más
eficaz de todas estas maneras es la de creer que, para ganar,
todo vale. No es cierto: cuando el abogado pierde la percepción de lo que puede y debe hacer, está cavando los fundamentos de su derrota.
Son muchos los jóvenes abogados que no entienden
bien la lección de lo que significa la voluntad de ganar. Ésta
no es otra cosa que trabajar con entusiasmo, con dedicación, liberándose de un cierto distanciamiento académico
para buscar en las fuentes del derecho las lecturas más convenientes a los intereses que nos han sido confiados. V oluntad de ganar significa querer ganar: el abogado no es
neutral. Puede ser objetivo, pero nunca neutral. Somos letrados de parte, queremos conseguir los objetivos a que
ésta aspira, nos identificamos con su causa. Hemos valorado que podíamos perder pero, una vez en la ejecución de la
estrategia acordada, ya no tenemos espacio para la tibieza.
Entusiasmo sereno, apasionamiento tranquilo, confianza
siempre mesurada, pero con ganas, con voluntad de ganar.
No obstante, esta voluntad puede convertirse en una obsesión; debe ser un método, una exigencia, un estilo, pero
nunca una obsesión. Servir el derecho desde la obsesión de
ganar puede conducir al abogado por malos y viciosos caminos. Pero, lo que es peor, puede hacer del abogado un mal
servidor del derecho. Puede hacer del forzoso aprendizaje
un auténtico vía crucis. No se puede, obsesivamente, ver en
159

¡Sí/ abogado!

cada asunto una oportunidad para ganar. Cada nuevo asunto debe ser para el abogado una nueva ocasión para hacerse
más abogado, para aprender, para ganar la confianza del
cliente, para fortalecer la propia vocación, para profundizar
en su vocación por el derecho. Además, servirá todo ello
con voluntad de ganar; como exigencia, como método,
pero nunca antes ni en detrimento de los otros elementos
determinantes de su actuación.
A veces se aprende más de los pleitos perdidos y de las
operaciones frustradas que de las victorias judiciales y de
los éxitos contractuales. Y también e1 cliente, perdiendo,
habrá comprendido cuáles son los límites del derecho y, en
muchas ocasiones, que las derrotas tienen orígenes muy
antiguos como consecuencia de malos o inexistentes asesoramientos. Hay errores iniciales que se remontan al pasado, que impiden ganar el pleito a pesar de todos los esfuerzos que se realicen para alcanzar lo que se perseguía.
Valía la pena intentarlo; no fue posible, pero valía la pena.
Y, de esta derrota, se aprende.
Y también cuando las partes al final no alcanzan el acuerdo después de una larga negociación, puede ser que las dificultades que han provocado el desencuentro tengan mucho
que ver con el valor que una y otra parte otorgan a determinados aspectos de la operación, que trascendían de sus efectos y coordenadas económicas. Se descubre que había más
cosas que no se querían perder. La operación no se habrá
hecho, el objetivo no se habrá alcanzado, pero se habrá descubierto que existían otros objetivos ocultos que se han
preservado. A veces perder es también ganar.
Está claro que hay que trabajar para ganar, pero no
todo es ganar o perder. Encerrarse en esta lógica perjudica
160

Ganar o perder

al abogado y, a la larga, su relación con el cliente. No puede ocultarse ni minimizarse la ilusión de la sentencia estimatoria. Un despacho vibra cuando la noticia es ésta. El
procurador adelanta la noticia telefónicamente, el abogado lo comunica al cliente y a todos los compañeros del despacho. En algunos casos, el cliente puede emocionarse:
notas en el tono de su voz un «algo» especial. Lo quiere
compartir con su familia. El abogado leerá la sentencia con
satisfacción y con orgullo: isus tesis han sido estimadas1
iTenía razón1 Se ha luchado y ha merecido la pena.
Pero el abogado también debe estar preparado para perder, para recibir, encajar y superar -desde la disconformidad y a veces desde la irritación- la sentencia adversa. El
cliente debe haber sido preparado para ello para que así entienda que valía la pena haber luchado. La defensa de la razón del cliente era más importante que la adversidad del
fracaso. Dejar de defender, como he dicho, por temor a perder es tanto como dejar el campo libre a la injusticia. Al final, puede ser que ·la injusticia -aquello que el abogado
cree que es injusto-prospere y se imponga, pero se habrá
puesto a prueba el acto injusto. De no haberlo hecho, el derecho se habría sacrificado en su función. La injusticia es el
resultado del error humano; que no sea, en ningún caso,
el fruto de la inhibición acobardada.

Al final, resulta que ganar o perder no es, a pesar de todo,
tan importante. Lo decisivo es hacerlo bien. Y, para ello, deben servirse los intereses del cliente con voluntad de ganar,
entendiendo como tal el alcanzar los objetivos de éste o, en
todo caso, su reconocimiento por el esfuerzo realizado. Hacerlo bien, con voluntad de ganar y aceptando, como hipótesis, que también se puede perder. Hacerlo bien., con cali161

¡Sí/ abogado!

dad, con esfuerzo, con dedicación, con identificación. Esto
es ganar.
A veces, se gana inmerecidamente. El cliente tenía razón y merecía que se la dieran, pero el abogado no ha hecho lo que debía para conseguirlo. A pesar de todo, se ha
ganado. Pero, en estos casos, en su fuero interno el abogado debe saber que no lo ha hecho bien. Debe tener propósito de enmienda, porque no siempre ocurrirá lo mismo.
Y, si un día, pudiendo ganar, se pierde por falta de decidida voluntad atribuible al abogado, la adversidad hurgará
en su conciencia profesional durante muchos años. Y si no
ocurre así, será aún peor: un abogado que no escuche los
lamentos de su conciencia profesional no está preparado
para su función como servidor del derecho. Y, un día, esta
contradicción le pasará factura.
Los jóvenes abogados, actores de una sociedad agresivamente competitiva se preguntan cómo deben entender y
vivir el ejercicio de su profesión. Se les exige mucho y saben que de su trabajo va a valorarse su resultado. Se gane o
se pierda. Los medios de comunicación elogian y mitifican
al ganador: es héroe porque ha ganado. Ganando se convierten en los mejores. Es indiferente saber si son o no son,
realmente, los mejores; han ganado, así que son los mejores. Y ellos, estos jóvenes abogados, quieren ser los mejores.
Así, ganar se convierte en su obsesión, pero ¿cómo ganar? ¿Obteniendo una sentencia favorable? Y, si se pierde,
¿ya no podrán ser los mejores? ¿Cómo serlo en intervenciones puntuales? ¿Cómo saber lo que es ganar o perder en
temas complejos de naturaleza contractual o societaria? Se
les exige, socialmente, que gan·en pero no saben cómo o les
horroriza las consecuencias de perder. Hay que ayudarles
162

Ganar o perder

a comprender que el ganar está situado en otro escenario,
que no se «la juegan» en los resultados, que el ganar es, en
nuestra profesión, otra cosa.
Ciertamente, ganar como resultado no debe confundirse
con voluntad de ganar como método o como estilo profesional. No se puede garantizar el ganar, pero sí puede exhibirse
la voluntad de ganar: voluntad de esfuerzo, dedicación, proximidad e identificación en los términos que ya hemos hablado al referirnos a la relación de confianza entre abogado y
cliente. Voluntad de ganar para generar satisfacción, reconocimiento y confianza del cliente. Voluntad de ganar para
alejar toda asepsia y distancia. Voluntad de ganar para buscar desesperadamente el punto en que apoyar de manera
convincente la defensa de los intereses del cliente.
Aquí la exigencia -la autoexigencia- sí debe ser total.
Sin voluntad de ganar, previsiblemente, . se perderá. Como
los escritos notan la ausencia de aquella voluntad, los informes no trasladan convencimiento. No hay pereza intelectual justificable y, sin voluntad de ganar, aquélla aflora
espontáneamente.
A veces, cuando un joven colaborador presenta el resultado de su estudio sobre una cuestión sometida a su primera consideración, se observa que el examen ha sido exhaustivo, prolijo, meticuloso. Se han contemplado los pros
y los contras, todo está bien. A partir de aquí, sólo falta un
paso más: de todo ello, extraer la voluntad de ganar lo que
a nuestro cliente interesa. La tarea del estudioso ha terminado, ahora empieza el abogado. El caso académico deja
paso al asunto profesional. Este tema hay que ganarlo o,
como mínimo, intentarlo. Los aspectos negativos deben
rebatirse con pasión, los positivos deben destacarse por en163

¡Sí, abogado!

cima de cualesquiera otros. El abogado se convierte en implacable servidor de los objetivos de su cliente, con voluntad de ganar.
Y cuando todo lo negativo pese más que lo positivo,
pero aun así se decida actuar -porque otras razones lo
aconsejan o lo imponen-, deberá hacerse con voluntad de
ganar. Sabiendo que, en este caso, ganar será o puede ser
una cosa distinta de aquella por la que formalmente se esté
luchando. Cuando se plantea la disyuntiva entre ganar o
perder, se está haciendo referencia más a una actitud y a un
método que a una motivación de resultado. Y así lo deben
entender los jóvenes abogados. De lo contrario, la obsesión
de ganar como vía exclusiva hacia el reconocimiento de su
calidad, perjudicará su formación y creará vicios de futuro.
No todo es posible en derecho y ganar no siempre es posible. Por el contrar,io, la voluntad de ganar puede exhibirse
siempre, incluso cuando se acepta que lo más previsible sea
perder. Esta actitud, esta voluntad, es la que debe vivirse
por el abogado y por los más jóvenes de manera muy significativa, pero, también aquí, corresp.onde a los abogados más
seníors hacer comprender los límites de esta voluntad. Introducir en la formación dosis excesivas de competitividad
puede matar vocaciones o desviar inadecuadamente estilos
profesionales. La obsesión por ganar siempre puede perjudicar la formación del abogado; contemplar el perder como
algo irrelevante, también. Donde debe ponerse el acento,
como exigencia de estilo y de método de trabajo, es en lavoluntad de ganar como aportación indeclinable al servicio de
los intereses que han sido confiados al abogado.
Para éste, la voluntad de ganar no es otra cosa que un
trabajo bien hecho.
164

15
DEONTOLOGÍA Y BUEN HACER

La deontología profesional no ha prescrito. Esta afirmación puede resultar anacrónica, casi identifica a su autor
como un residuo de una época pasada. Hoy se diría que la
agresividad y la competitividad profesional han arrinconado todas las normas deontológicas y de buen hacer. Pero
no sólo no debe ser así, sino que debe afirmarse que si ello
llegara a ser cierto significaría el final de la profesión. Al
menos tal como debe entenderse desde la visión de servidores del derecho. El comportamiento correcto, las normas de relación entre abogados y el buen hacer de los mismos, forma parte de la condición del abogado. Mal puede
servirse al derecho negando las formas que lo acompañan
en su incidencia social.
Hoy, la deontología es un gran extraño. Si a muchos jóvenes abogados se les preguntara sobre lo que significa quizá no sabrían responder o, en algún caso, podrían dar respuestas muy parciales e insuficientes. En las facultades
existe la convicción de que la deontología no forma parte
de la enseñanza del derecho y que, en todo caso, corresponde a los colegios profesionales o a los propios despachos el introducir al joven abogado en el contenido y prác165

¡Sí, abogado!

tica de sus normas. Posiblemente tengan razón. Pero ello
no es excusa para omitir toda referencia a lo que significa
la práctica deontológica para un profesional del derecho,
sea abogado, juez, notario o funcionario público. Debería
saberse, como mínimo, que no puede ejercerse de cualquier manera; debe conocerse que el pacto, como manifestación sublime del derecho entre particulares, requerirá de
normas y comportamientos de actuación que deberán respetarse si se quiere alcanzar el acuerdo.
La deontología y el buen hacer no han prescrito. En primer lugar, con los colegas que asumen la defensa de la otra
parte. Para litigar o para llegar a un acuerdo, debe considerarse al abogado «contrario» un profesional que merece todo
nuestro respeto: está, él también, defendiendo y representando intereses legítimos y ejerciendo, como nosotros, una
función profesional absolutamente necesaria. «Necesitamos» del abogado ·contrario para construir la solución que
afecta a dos partes; en beneficio de los derechos de nuestro
cliente, pero al servicio de una solución justa que necesita
de oír y conocer los argumentos de la otra parte.
Los abogados necesitan entenderse y respetarse entre
sí. En muchas ocasiones será más fácil que se alcance un
acuerdo entre ellos que entre sus respectivos representados. Éstos, enfrentados quizá desde hace tiempo o pasionalmente distanciados, se ven incapaces incluso de dialogar entre ellos. Lo nimio se convierte en fundamental, una
petición puede ser un insulto y, detrás de una frase, siempre se interpreta que existe una intención oculta. Por el
contrario, los abogados respectivos pueden mantener, aun
identificados con la ambición de cada uno de sus clientes,
la relación sosegada y constructiva que al final puede con166

Deontología y buen hacer

ducir al acuerdo que, quizá en secreto, los respectivos
clientes agradecerán.
En ocasiones, esto último puede resultar difícil de entender para los clientes. Cuando ven saludar con amabilidad al abogado contrario temen que se está bajando la
guardia. Se les dirá que no, que no se preocupen. Pero si
no se consigue convencerles de que esto debe ser así, será
necesario demostrar, pura y simplemente, que esto será
así, les guste o no. Atender al abogado de la otra parte
como se merece el colega profesional está por encima de
valoraciones caprichosas del propio cliente." Es una parte
del bagaje que ponemos a su servicio que no puede ser
cuestionada.
Esto parece fácil, pero no debe serlo tanto cuando entre
abogados lo que se comenta, con demasiada frecuencia, son
los ejemplos de actuaciones incorrectas de otros compañeros. ¿Por qué? Seguramente por una maJ entendida pretensión de que los adversarios de mi cliente son mis adversarios, incluido sus abogados. O por agresividad competitiva
o para demostrar una fuerza especial, para amedrentar.
Recuerdo una junta en un despacho de otro compañero, cada uno de nosotros asistidos por nuestros respectivos
clientes. Clima tenso, silencios embarazosos, algún que
otro exabrupto impertinente por parte de estos últimos.
En un momento dado, el abogado contrario, a gritos «me
exige» que no siga poniendo obstáculos a un acuerdo que
no se veía todavía por ninguna parte apoyándome en argumentos «falsos y mendaces» (sic). No sé a quién quería impresionar; a mí, puedo garantizar que no lo hizo y, por
ello, me limité a reproducir los argumentos que venía utilizando para defender los intereses de mi cliente. Éste no
167

¡Sí/ abogado!

veía con buenos ojos mi tranquilidad, me miraba invitándome a levantar la sesión, a marcharnos ofendidos. Finalmente me limité a preguntar al abogado contrario: «¿Qué
haces este próximo fin de semana? ¿Te quedas o te vas
de fin de semana?». Desconcertado, irritado, me contestó:
«¿Por qué? ¿Y a ti que te importa?». «Pues sí, me importa
mucho -le respondí-, porque como buen amigo tuyo,
creo que te conviene descansar. Te veo muy cansado.»
Aquélla vez salió bien, sonrió, su cliente también y, al cabo
de dos horas, alcanzamos el acuerdo que habríamos podido conseguir dos horas antes si él no se hubiera olvidado de
las buenas formas de hacer entre abogados.
¿Cómo definir un comportamiento deontológicamente
correcto? De hecho, desde el inicio de mi actividad profesional (año 1962) hasta la fecha, la sociedad ha evolucionado de tal manera que también muchas reglas que en
aquel momento podían considerarse básicas hoy parecen
haber quedado obsoletas, pero su esencia sigue siendo la
misma: respetar al colega por la dignidad de su función,
que no es otra que la que tú mismo asumes desde otra vertiente. Ciertamente, podrá decirse que no es fundamental
respetar que la primera junta o entrevista entre dos abogados se desarrolle en el despacho del de mayor edad o de
más antigüedad de colegiación. No, eso no es fundamental. Pero, ¿cuál sería el criterio en otro caso? ¿El de la importancia? ¿Vienes tú porque yo soy más importante o vienes tú porque mi cliente es más importante que el tuyo o
tú tienes más deseos que yo de arreglar este asunto? A veces las normas deontológicas no pretenden otra cosa que
evitar introducir en la relación profesional criterios que sí
pueden resultar contrarios al buen hacer profesional.
168

Deontología y buen hacer

Sería igualmente contrario a este buen hacer el no atender al compañero. «¿Qué querrá éste?», «Ya le devolveré la
llamada cuando pueda y, si no, que insista»: mal. Detrás de
la petición de un compañero, existe un interés que no puede defraudarse. Hay que atenderle. En algunos casos puede
ser que innecesariamente, que la llamada no tenga ningún
sentido, ni ninguna finalidad en concreto. Pero el abogado
debe corresponder al interés del compañero.
El respeto de la función nos impone esta actitud. Los
colegios tienen normas establecidas sobre casos concretos
de relación entre abogados, como ocurre con el otorgamiento de las venias. Pero el buen hacer va mucho más allá
de estas normas. No pueden imponerse a ningún abogado
actitudes de respeto sino que deben surgir espontánea- ·
mente de su propia conciencia profesional. Reconozcamos
que, a menudo, para muchos abogados, la primera valoración de la actuación anterior de otro profesional suele ser
crítica y a veces hipercrítica. Con ello se pretende ganar en
falso la confianza del cliente. Es un error y una falta ética
grave. Puede ser que la actuación haya sido incorrecta,
pero tiempo habrá para ponerlo de manifiesto. Lanzarse
sobre el colega con afán de destrucción de lo que puede ser
su mejor apreciación de lo que debía hacerse en ningún .
caso cumple con las exigencias deontológicas de los profesionales del derecho.
Estas actitudes crean un mal estilo que, de reincidir, imprime un carácter negativo y perjudica la propia imagen
profesional. Los abogados cometemos errores y los que
mejor debemos comprenderlos somos nosotros mismos.
Aprovecharse de ellos no es un ejemplo del buen hacer
profesional. También aquí recuerdo -y aprovecho la oca169

¡SC abogado!

sión para homenajear a un compañero- que, en un pleito
que se seguía en Canadá, se remitió, por error, al abogado
contrario un interrogatorio de preguntas cuyo destinatario
debía ser nuestro corresponsal en aquel país. El envío se
cursó a las 18:00 horas; a las 18:05 recibíamos un fax del
abogado contrario «devolviéndonos un documento que, seguramente -decía-, debía de tener otro destinatario y
que hemos procedido a destruir de nuestro archivo». En
ningún momento del pleito demostró tener conocimiento
de la prueba que se proponía ni hizo uso dialéctico de aquel
error. Con error o sin error, ganamos el pleito y jamás, en
vistas y audiencias, el letrado contrario habló de este tema.
El error forma parte de nuestra profesión. Los que digan
lo contrario no son justos con los jóvenes profesionales,
pues así les invitan a desmoralizarse ante los errores que, de
seguro, van a cometer. El objetivo es evitarlos, pero también estar prevenidos para superarlos. Y es de buen hacer
profesional ayudarse en esta práctica.
Lógicamente, costará definir -por escrito- la obligación de mantener la palabra dada, pero el profesional debe
cumplirla, a rajatabla. El abogado debe pensárselo mucho
·antes de comprometerse en nombre de su cliente, pero si
lo hace, la palabra debe mantenerse. El problema puede
surgir, en esta situación, frente al propio cliente, pero la
palabra debe mantenerse. Por ello, todas las reservas, condiciones y prevenciones en este campo nunca resultan
superfluas, lo cual tiene, a su vez, una clara y coherente
consecuencia en la confidencialidad y el secreto de la correspondencia y los cruces de notas entre abogados. En la
búsqueda de un acuerdo, en el intento de alcanzar una
transacción, pueden cruzarse notas y propuestas que sólo
170

Deontología y buen hacer

tienen sentido y eficacia en la medida en que el acuerdo se
alcance. Sin él, la confidencialidad y el secreto de la correspondencia entre abogados debe ser absoluta. Forma parte del secreto profesional y, sobre todo, forma parte del bagaje que el abogado debe retener, al margen de cualquier
actuación posterior. Exhibir como prueba cualquier elemento integrante del secreto profesional es absolutamente
contrario al buen hacer entre abogados.
El abogado tiene una parcela secreta que, en unos casos, es propiedad del cliente, pero en otros, del abogado
contrario. Este tema ha provocado no pocos problemas en
relación con jueces y magistrados que, en ocasiones, han
argumentado que este secreto no puede ser alegado cuando existan razones de orden público que lo exijan. Y tie- ·
nen razón, pero es igualmente cierto que los abogados deberán defender este patrimonio de secreto como base de su
actuación profesional, reclamando que cuando deba revelarse existan garantías corporativas y jurisdiccionales que
amparen su decisión. Éste es un campo en el que todavía
nos queda mucho por aprender y describir y en el que,
precisamente por ello, la máxima prudenci~ se impone.
Lo que sí debe quedar claro es que la deontología no ha
prescrito. Entendida no únicamente como relación entre
abogados que asumen la representación de intereses contrarios sino también entre los que forman parte de un mismo equipo, pertenezcan o no a un mismo despacho. En la
actual actividad profesional a menudo se crean equipos
con abogados pertenecientes a despachos distintos debido
a la necesidad de asumir especialidades distintas o a la existencia de una pluralidad de interesados participando conjuntamente en una misma operación. Aquí, el buen hacer
171

¡SC abogado!

también se impone para hacer frente a prácticas viciosas
que tienen mucho que ver con orgullos juveniles o personalismos excesivos. Estas actitudes perjudican el interés de
los clientes y sólo obedecen a razones que están muy distantes del servicio eficaz que el abogado debe pretender.
Trabajar en equipo es algo que se impone en la profesión, pero no siempre se entiende lo que ello representa y,
sobre todo, no siempre la colaboración sincera y honesta
preside el trabajo del equipo. Esto también es un déficit
deontológico; querer liderar lo que se tiene que compartir
es un mal estilo profesional. Querer aparecer como el que
sabe frente a los que con su «incompetencia» retrasan el
trabajo colectivo, es un mal estilo profesional. Y de todo
esto, y un poco más, podría darse fe de que así ocurre en
más supuestos de los que sería deseable. Al final, la operación se realiza y el trabajo habrá sido brillante, pero la profesión se ha resentido y los abogados habrán aprendido más
vicios que virtudes.
Esto no sólo ocurre cuando el equipo se integra de abogados procedentes de distintos despachos sino que ocurre
· también dentro de un mismo despacho. Y aquí el mensaje
tiene que ser inequívoco: cuando más próximo sea el compañero, más escrupulosamente correcto debe ser el comportamiento del profesional. En este caso, con el plus añadido
de que sin solidaridad con el compañero con el que se comparten tareas y responsabilidades, la falta deontológica que
ello representa se ve agravada con el perjuicio que se causa a los intereses que colectivamente deben asumirse. No
comprender esto ni respetarlo nos aleja del sentido vocacional del derecho. No se puede pretender ser abogado confundiendo los intereses; no se trata de demostrar que se
172

Deontología y buen hacer

sabe más que el compañero o que eres tú el descubridor de
la mejor estrategia para defender los intereses del cliente.
De lo que se trata es de que éste perciba que su caso está
siendo tratado con eficacia, interés y proximidad, desde un
ejercicio responsable, en la mejor interpretación posible
del derecho aplicable. Esto es tarea de todos los que comparten una defensa; no rivalizar entre ellos. Esto último no
es una buena práctica profesional, ni frente a los colegas ni
frente al cliente o frente a la dignidad y responsabilidad de
la profesión.
Una vez más, la deontología no ha prescrito. Y los jueces y magistrados también deben ser destinatarios del
buen hacer de los abogados. Se trata de ganar el pleito, no
de engañarles. Se trata de defender los intereses que nos
han sido confiados, no de establecer un pugilato absurdo
con los administradores de la justicia. Ciertamente, también a éstos corresponde entender que su función requiere
de los abogados como parte fundamental del «hacer justicia». Unos y otros, abogados y jueces y magistrados, son
colaboradores en un mismo objetivo con papeles y funciones distintas. Pero, deontológicamente, están comprometidos por unas mismas buenas prácticas.
Algunos compañeros me han aconsejado que no escriba lo que sigue. No les hago caso. Sería absurdo querer
reflexionar desde la libertad y evitar temas que puedan resultar polémicos. Seguro que hay informes de abogados en
vistas y juicios orales que son objetivamente malos, pero lo
más probable es que el informante haya puesto en su preparación el mejor esfuerzo y la más decidida convicción.
No atenderle durante su intervención no sólo es descortés
sino que es una grave lesión de las normas que adornan,
173

¡SC abogado!

más allá de la letra, el buen hacer jurisdiccional. Esto ocurre y no debería ocurrir.
Los profesionales del derecho, todos ellos, deben recordar que su función es decisiva para garantizar una convivencia ordenada y en libertad. Deben recordar que su
actuación tiene siempre su último origen en derechos y libertades, en deberes que se corresponden, como límite, a la
libertad individual. Servir esta causa no es cualquier cosa.
Como he dicho antes, no puedo creer que sea un mero oficio: es más, mucho más. Y, si así lo creemos, debemos dotar
a su ejercicio de unas formas que no son barroquismos ni
superficialidades, sino la exigencia que resulta de lo que la
función representa.
Existe una ética con el cliente. Existe una responsabilidad frente a la sociedad. Y existe, también, la exigencia de
un buen hacer profesional. Insisto, la deontología no ha
prescrito. Y esto los más jóvenes abogados deben aprenderlo de inmediato: deben entender que su profesión debe
ejercerse de determinada manera. Que deben conocer textos, doctrinas, sentencias y casos concretos: pero también
cómo ejercer la profesión desde el respeto a todos los que
con ellos comparten la misma vocación por el derecho. Y
ésta es una lección que debe aprenderse rápidamente. No
es lícito recibir a jóvenes colaboradores que quieran aprender la profesión a tu amparo sin que la preocupación deontológica figure entre los más prioritarios y urgentes mensajes que aquéllos deben recibir.
Aquí es donde la transmisión del conocimiento responsabiliza a los abogados más seniors. La sentencia se puede
leer, la doctrina permite acceder a la misma, los textos
pueden cotejarse y aprenderse; las buenas prácticas profe174

Deontología y buen hacer

sionales, las normas, las actitudes y los comportamientos
deontológicamente correctos deben explicarse y razonarse. Y si fuera necesario, imponerse; al final alguien debe
asumir esta responsabilidad y, hoy por hoy, los más eficaces para hacerlo serán los propios abogados encargados de
tutelar el aterrizaje profesional de los más jóvenes. Y a estos últimos les corresponde, a su vez, no minimizar estas
consideraciones o, si se quiere, estas recomendaciones. Lamentarían toda su vida no haberlas atendido, porque este
déficit les costará mucho de cubrir más adelante, cuando,
quizá, ya les resulte imposible adaptar su personalidad profesional al estilo que mejor se corresponde a la función que
desempeñan.
Un abogado es un todo, no es un conjunto de parcelas
independientes y autónomas. No conozco ningún abogado
que sea para mí una referencia de calidad -los hay, y muchos- que no aglutine las más variadas características,
presididas siempre por un buen hacer profesional. No, afortunadamente la deontología no ha prescrito.

175

16
PROFESIÓN Y VIDA

Ciertamente, hay muchas cosas que no aprendí en clase,
pero hay una que tampoco aprendí después: cómo conciliar profesión y vida, como compatibilizar profesión y ocio,
profesión y familia, profesión y relaciones sociales. Por lo
que fuere, formo parte de una generación que ha vivido la
profesión con una entrega absolüta y a la que ha sacrificado aspectos muy importantes de su vida y de su entorno,
obsesivamente condicionados por su actividad profesional.
En mi caso, sería más exacto equiparar profesión con «trabajo»; durante toda mi vida -insisto, por lo que fuere- el
trabajo ha ocupado todo mi espacio vital. En un momento
de mi vida, compatibilizando política y abogacía; en otro,
sólo la política, y finalmente sólo la abogacía. En cualquier
caso, el trabajo expulsaba o restringía en exceso la dedicación a otros ámbitos de mi vida, fuera familia, amigos,
ocio, etc.
Lo diré sin rodeos: esto no es bueno. Y, concretamente,
el ejercicio profesional de la abogacía debe conciliarse con
las otras dedicaciones que nuestra condición familiar, personal o de simple ciudadano nos demandan. El abogado
«unidimensional» no es la mejor referencia posible. El ensi177

¡Sí/ abogado!

mismamiento profesional nos separa de la realidad que nos
rodea y desarrolla muy sesgadamente nuestras aptitudes
y cualidades. Por el contrario, el derecho como vocación
requiere profesionales equilibrados, estables, interesados y
comprometidos con otras causas y obligaciones. Aquí estoy hablando desde la autocrítica, seguramente desde un
defecto incorregible, pero con la voluntad de ayudar a reflexionar a los que están todavía a tiempo de corregir este
defecto en beneficio de su propia calidad profesional.
Porque de esto se trata: no se será mejor profesional por
vivir ensimismado en el trabajo; por el contrario, esta obsesiva dedicación hace a quien la practica más extraño al
mundo que le rodea. No atender a las obligaciones familiares no hace mejor al abogado. Ni es un mérito desentenderse de los amigos ni vivir al margen de la cultura o del deporte. No sentirse comprometido con nada más que con el
propio trabajo perjudica la calidad del trabajo profesional
y, singularmente, la capacidad del abogqdo para prestar a
sus clientes lo mejor de sí mismo. Porque esto sólo se consigue desde el equilibrio, desde la visión armónica de los diferentes componentes de la personalidad del abogado.
Muchos abogados valoramos a nuestros jóvenes colaboradores por las horas que consumen en su dedicación profesional. Casi nos emociona saber que sábados y domingos
pasan largas horas trabajando en el despacho, destacando
incluso que «estos días, se trabaja mejor». Lo valoro, lo seguiré valorando e incluso practicando, pero todo tiene un
límite y, muy a menudo, éste se supera, se desborda con
exceso. Deberíamos rectificar, aunque me consta que es
difícil. Pero ésta es la gran asignatura pendiente: la profesión no puede alejarnos de la familia, de los amigos, del
178

Profesión y vida

ocio, de la cultura, del compromiso social. No debería, en
ningún caso, pero especialmente en el caso de un abogado.
Intentaré demostrarlo.
Sin duda, el cliente espera de nosotros -y en ello descansa su confianza- que, identificados con su causa, dediquemos a la misma todo el tiempo y esfuerzo ·que sean
necesarios. V al ora y agradece nuestra entrega, nuestra proximidad, nuestra dedicación. Pero, a través de la confianza
que generan todas estas actitudes y comportamientos, el
cliente descubre la dimensión personal del abogado. La
atención personalizada que debe presidir la relación abogado-cliente revela, lógicamente, la persona que se esconde detrás del abogado. Éste conoce y se aproxima al cliente en la medida en que éste conoce y descubre la «persona»
del abogado. Y éste es él y sus circunstancias: él y su familia, su. forma de entender la vida, sus gu.stos, sus preferencias, sus compromisos. La calidad del trabajo bien hecho y
la dedicación prestada están en la base de la confianza y del
reconocimiento del cliente. Pero «humanizar» al abogado
le hará más próximo y más creíble.
Y, además, el trabajo del abogado descansa en sus conocimientos, pero también en su equilibrio, en su propia
estabilidad. No somos máquinas frías y distantes que, debidamente manejadas, producimos «servicios jurídicos».
No hay automatismos ni productos estándar. Todo es muy
personat próximo; el matiz y la sutileza se introducen de
manera constante en la aportación profesional del abogado. Y todo ello está muy condicionado a la estabilidad y
sensibilidad, a factores que nada tienen que ver con su estricta formación jurídica y que, por el contrario, guardan
íntima relación con su vida personal. La estabilidad emocio179

¡Sí/ abogado!

nal, la capacidad de interesarse y entusiasmarse por otros
temas y el sentirse parte del entorno que rodea su vida y su
profesión ayudarán al abogado para actuar con más eficacia y sensibilidad al servicio de sus clientes.
Puede estimarse que ésta es una apreciación exagerada
o muy subjetiva. No lo creo. Podría decirse, en todo caso,
que lo que se está defendiendo podría predicarse, en términos generales, para cualquier profesional. Esto es cierto,
pero es especialmente relevante en el caso de los abogados.
Si en un anterior capítulo me refería a la «obligación» de
leer el periódico todos los días, ahora corresponde decir que,
además, el abogado se forma en su propia actuación personal. Su familia y sus amigos le acercan al mundo real, al
mundo que aquéllos viven y que tiene su incidencia en las
tendencias del derecho. Para entender la función del derecho hay que empezar por comprender y asumir de qué
manera se desarrolla y vive la sociedad, estar en ella a través de la familia, de los amigos, del ocio, de la cultura.
La evolución de los ritmos sociales llega tarde al derecho; se percibe mucho antes a través de lo que se vive en
sociedad. La cultura, por ejemplo, marca tendencias y corrientes que apuntan hacia dónde irá el futuro. El abogado
debe estar allí. Y no exclusivamente como observador,
sino participando a fin de enriquecer su personalidad. El
abogado no es sólo un profesional: también es compañero,
marido o mujer, deportista, aficionado a la lectura o al
cine, amante de la pintura. Todo esto le enriquece y así
gana estabilidad, serenidad y madurez. Nuestra profesión
nos demanda mucho de todo ello. Estabilidad para no trasladar a los asuntos los déficits de otros escenarios de la
vida, serenidad para decidir, madurez para impedir que
180

Profesión y vida

la precipitación o la improvisación adulteren nuestra responsabilidad.
Nuestra profesión nos exige mucho. Mucha formación,
mucha dedicación, mucha responsabilidad. Pero ello no
debe ser obstáculo para saber buscar -y encontrar- el
equilibrio entre todas estas exigencias y la dedicación que
los demás compromisos de nuestra vida personal nos reclama. En una palabra: desconectar de vez en cuando. Hay
que saber desconectar de la profesión para volver después
a ella enriquecidos y más estables gracias a la dedicación
prestada a otras responsabilidades y actividades. No puede
ser un activo de la profesión el enorgullecerse de que «no
tengo tiempo para la familia». Seguro que esta satisfacción
comporta una inestabilidad que el trabajo profesional percibe en sentido negativo. lCuántos profesionales exclaman
satisfechos que no pueden ir ni al cine, ni al teatro, ni a los
museos, ni practicar deporte1 Su orgullo es el trabajo, sin
percatarse que éste se ve perjudicado por su falta de interés intelectual No es un mérito la ignorancia cultural. Para
un abogado no es sólo un demérito, es un déficit en su for~
mación profesional.
Esta situación tiene que resolverse y ello depende exclusivamente de la voluntad del abogado. Tanto para practicar
«la desconexión enriquecedora» como para comprender y
facilitar la de los demás. En este campo, la mujer profesional vive una clara discriminación. Por un lado, debe constatarse que la incorporación de la mujer a la abogacía ha
sido un factor positivo, no únicamente desde un punto de
vista social, sino también y principalmente desde el más
estricto sentido profesional. La incorporación de la mujer
a la abogacía ha sido masiva y de calidad. Ha elevado el ni181

¡SL, abogado!

vel de la profesión y ha aportado sensibilidades y estilos de
trabajo que han calado en la organización de los servicios
jurídicos profesionales.
Su voluntad de ganarse un puesto en la sociedad, superando una marginación histórica, se ha traducido en que han
estudiado más, han trabajado más, no han escatimado esfuerzos ni dedicación; se han visto obligadas a «demostrarse
mejores» para ser aceptadas en términos de igualdad. Si
hoy miramos la lista de los colegiados, la participación femenina crece exponencialmente, como también ocurre en
la judicatura o en las más relevantes profesiones jurídicas.
Pero, como se ha dicho, no ha sido simplemente una incorporación masiva, sino, además y principalmente, una aportación de calidad.
No obstante, la discriminación no ha desaparecido y elige formas más sutiles pero igualmente eficaces. Quizá incluso un poco más perversas. Así, la incorporación de la mujer
al trabajo es evidente, pero también lo es que socialmente
las responsabilidades de su maternidad descansan todavía
casi exclusivamente en la propia mujer. Hasta tal punto es
ello cierto que cualquier mínima comprobación nos permitirá concluir que en la base profesional la participación de la
mujer no se corresponde con la que, en su promoción, se
traslada a las cúspides profesionales. Resulta muy difícil
compatibilizar mayores responsabilidades profesionales con
la carga de la maternidad. La conciliación de la vida profesional como abogada y su otra vida como madre se hace o
imposible o muy difícil y la mujer acaba sacrificando, al menos en parte, sus legítimas aspiraciones profesionales.
Ciertamente, en este campo se ha avanzado mucho,
pero la sociedad sigue manteniendo hábitos y actitudes
182

Profesión y vida

que lo hacen todavía muy difícil de resolver. No podrá hacerse sólo ni todo desde los despachos profesionales, pero
seguramente sería más fácil si, con independencia del género de cada profesional, se buscara un marco que hiciera
más fácil la conciliación del trabajo y de la vida personal.
Ello no resolvería la manifestación discriminatoria que, en
la práctica, representa la asunción de la maternidad, pero la
pareja encontraría un escenario más idóneo para compartir
esta responsabilidad si la conciliación entre la profesión y
la vida personal fuera más respetada. También esto es difícit pero ya está más al alcance de los-profesionales. Y por
ello debe señalarse este objetivo como algo que beneficiará, sin duda, a la calidad del ejercicio profesional.
Sería absurdo pretender en el marco de esta reflexión general introducir un recetario de medidas posibles. Lo que
pretendo destacar es que, normalmente,.la conciliación entre profesión y vida personal se defiende o articula como un
beneficio para la familia y para los hijos. Es verdad. Pero es
que, además, será un beneficio para la calidad profesional.
Cualquier abogado percibe cómo su compañera de despacho vive con inquietud los problemas domésticos, c.ómo el
teléfono vibra de emoción cuando desde la distancia debe
atender a obligaciones distintas de las profesionales. Creer
que todo esto no afecta a la calidad de la prestación del servicio jurídico profesional sería un grave error. En el marco
de la «desconexión enriquecedora» además hay que saber
conciliar las distintas responsabilidades de los profesionales. Hay que hacerlo, por razones sociales, pero sobre todo
por razones estrictamente de calidad y eficacia.
Desde esta misma perspectiva, el abogado debe asumir
que su trabajo no puede tener siempre la referencia de la
183

¡Sí/ abogado!

contraprestación económica. Tenemos una función social
que desarrollar en beneficio de la convivencia en libertad.
Contribuir a hacerla posible y garantizarla querrá decir
asumir, a menudo, la defensa de intereses o causas que no
guarden relación con el legítimo interés de percibir unos
honorarios por nuestro trabajo. El abogado está obligado a
aportar sus conocimientos y su trabajo a actividades no lucrativas en simple beneficio de la sociedad. Unas veces será
una ONG; otras, un determinado colectivo de gente discapacitada, o también al servicio de causas asociadas al desarrollo cultural del país. Ésta no es una simple cuestión de
solidaridad; también y fundamentalmente tiene que ser
percibida como una consecuencia de la función social del
derecho.
Esta función puede derivar en actuaciones de muy variada índole, pero 1? importante es que el abogado se comprometa con causas que no descansan en una relación de
base económico-profesional. Serviremos dicha causa con el
bagaje de nuestros conocimientos profesionales, pero sin
que la minuta motive nuestra actuación. De hecho, esta
motivación jamás debería presidir una actuación profesional, pero, en cualquier caso, en las que estamos contemplando la razón es muy distinta. La vocación por el ·derecho
encuentra en estos asuntos una manifestación muy especial: servir a la sociedad para que toda ella alcance la función garantizadora del derecho. Ayudar a que esto sea posible debe ser visto como un privilegio.
Porque el abogado es un profesional comprometido. En
todo caso, debería serlo. Cuando nos referíamos al inicio de
la presente reflexión a la necesidad del abogado de compatibilizar el trabajo con su vida personal, apuntábamos que,
184

Profesión y vida

en éste, también existía espacio para no sentirse indiferente ante los acontecimientos que se producen en nuestro entorno. Es bueno no únicamente «vivir y ver» sino también
«ser parte» de lo que ocurre. El abogado puede aportar a
esta participación un plus de conocimientos que pueden
servir para hacer posible que el objetivo que se persigue
se ajuste al derecho y encuentre en éste el amparo que necesita.
Al llegar a este punto, la reflexión -tal como se ha
conducido- impone un punto y aparte. Se defiende un
abogado que sabe conciliar trabajo y vida personal, que se
compromete con causas más colectivas, que vive en su
mundo formando parte de él, no como simple espectador,
pero a la vez se defiende un abogado identificado con el
cliente, dedicado al mismo, que busca su confianza y no
regatea esfuerzos ni trabajo. ¿Todo ello . es posible a la vez?
Sí, sin la menor duda. Hay tiempo para todo y, sobre todo,
es necesario encontrarlo. A menudo un poco más de orden, seleccionar bien las prioridades y actuar de manera
menos dispersa es la solución.
Todo esto sin olvidar que lo que se persigue es la mayor
calidad en el ejercicio profesional. El abogado que se olvida de su dimensión personal creyendo que con ello favorece o mejora su vertiente profesional, se equivoca. Al final,
el ensimismamiento empobrece al abogado, lo convierte
en menos capaz de interpretar el derecho que debe servir
para la defensa de los intereses que le han sido confiados.
En muchas ocasiones de nuestra vida profesional, la solución la hemos encontrado en «la vida», no en el derecho.
Después, éste nos ha servido para construir la solución,
pero ésta estaba en la calle, en el comentario de un amigo,
185

¡Sí/ abogado!

en la opinión de un conocido, en una escena de la última
película que hemos visto, en una frase de un libro, en la luz
de una pintura, en la armonía de una escultura. La vida
ayuda a encontrar la vía del derecho.
Hay días en los que el agotamiento desborda el ánimo
del abogado. Está bloqueado, no sabe cómo avanzar en el
problema que le ocupa. Su mesa está llena de libros, documentos, sentencias, hojas manuscritas y antecedentes del
caso. Hace días que está encerrado trabajando en todo ello
y ... todavía no ve la luz. T~ene muchas dudas y está nervioso porque el plazo se agota y ya no queda mucho tiempo. Debe decidir. Con sus colaboradores la conversación
ya es tensa: todos viven la misma inquietud, todos sufren
el mismo colapso. La solución está ahí, se intuye, se olfatea, pero todavía no ha sido aprehendida. Se impone un
paseo, sólo o con un amigo -ique no sea abogado1- o
una cena familiar. Se trata de hablar sobre otras cosas, sobre lo que pasa en la calle, en la vida. Redescubrir la normalidad, la sencillez de lo ordinario. La cabeza sigue en el
despacho, entre artículos y sentencias, pero poco' a poco la
proximidad del tema de la conversación le integra. Opina
sobre algo que no es su problema Se relaja, se desbloquea.
Y, de repente, la luz. iYa está! Se ha encontrado el discurso, el hilo conductor, el convencimiento que antes se resistía. Desconectar, volver a «la vida» le ha descubierto la solución jurídica.
No hay fórmulas mágicas para que el abogado pueda
encontrar «su equilibrio». Cada uno lo encontrará asumanera y, seguramente, a través de las formas más diversas,
pero lo importante es que sepa que debe encontrarlo. Que
debe buscar el camino para que su vida no se limite a la
186

Profesión y vida

profesión si quiere ser un buen profesional. Parece una
contradicción, pero no lo es. Vivir obsesivamente encerrado en los límites de la dimensión profesional perjudica la
calidad del abogado. A veces, algún compañero manifiesta contundentemente que él «sólo es abogado». iPues no1
También es padre -o debe serlo para sus hijos-, ciudadano inquieto, curioso intelectual o aficionado a lo que sea.
Si se olvida de ser todo esto, también acabará empobreciendo su actuación profesional.
Éste es un campo incómodo para los jóvenes profesionales, por cuanto aun compartiendo este criterio, pueden
encontrarse que quien debe valorar su actividad no sea
sensible a las mismas consideraciones. Ciertamente, es una
situación difícil, pero debe superarse desde posiciones desacomplejadas y no temerosas. Se juegan mucho en este
campo. Los déficits que se acumulan . en estos primeros
años serán muy difíciles de superar más adelante. Ni qué
decir tiene que el coste familiar del olvido por causa de la
profesión puede tener consecuencias graves que tienen
también repercusión en la propia profesión. Abandonar la
cultura en la juventud puede acompañarnos toda la vida.
Cuando, más adelante, aquel joven que fue «quiera estar
en la vida», puede ser que ya no sepa cómo estar en ella.
La formación también es esta actitud. Un abogado tiene necesidad de una formación jurídica y sobre otras materias que van a incidir en el campo de su actuación profesional, pero también integran su formación un conjunto de
actitudes, comportamientos y posicionamientos cuyo escenario principal no es siempre el profesional. En los otros
escenarios de su vida también se configura y concreta la
formación del abogado. Y, de manera singular, en el caso
187

¡Sí/ abogado!

de los más jóvenes. Aquí, también, mañana puede ser demasiado tarde.
Cuentan de un presidente de Estados Unidos que, una
vez retirado, con ocasión de una entrevista televisiva, se
lamentaba de no haber aprovechado más su paso por la
escuela. El entrevistador, perplejo, le decía que lo importante es que él había sido presidente del primer país del
mundo y había ejercido su cargo con dignidad y que era
muy respetado por los ciudadanos. El ex presidente se resistía: no había aprovechado bien su paso por la escuela de
su pueblo. El entrevistador le recordaba los éxitos de su
mandato, las mejoras sociales conseguidas, el respeto internacional, etc. El ex presidente le interrumpió:
Mire usted, en la Casa Blanca yo tenía muy buenos asesores,
me ayudaron mucho, pero si yo hubiera aprovechado mejor
mi paso por la escuela todo habría sido más fácil. Allí me
enseñaban a saludar, a relacionarme, a interesarme por muchas cosas de mi entorno. Yo no hacía demasiado caso, me
parecía todo aquello muy innecesario. En la Casa Blanca lo
eché en falta.

Actitudes, comportamientos. Interesarse y comprometerse. Compartir trabajo y vida personal. Formar una personalidad completa, no parcelada. Desde el derecho romano arrastramos la diligencia de un buen padre de familia
como una referencia de honestidad y probidad. ¿Podrá el
abogado, para mejor servir -equivocadamente- al derecho, desentenderse de la familia? ¿Podrá el abogado ver en
la amistad un obstáculo para su dedicación a la profesión?
¿Podrá el abogado vivir ajeno a la cultura creyendo que
188

Profesión y vida

ésta le distrae de su dedicación profesional? ¿Podrá el abogado observar lo que ocurre sin sentirse implicado por entender que el derecho le reclama una asepsia total? Las
respuestas no pueden ser más que negativas y no por consideraciones éticas -que también- sino por exigencia de
su función social.
El derecho no está en los códigos: está en la vida. Sólo en
la medida que aquéllos se adapten a lo que ocurra en ésta o
de sus aspiraciones, están sentando las bases de la organización de la sociedad. El abogado debe formarse en la ciencia
jurídica y en la vida. No puede separar una cosa de otra y,
por ello, debe dedicar su tiempo a compartirlos. Será difícil, pero es necesario. Son muchos los que lo han intentado
y lo han conseguido. En España, grandes figuras de la abogacía han prestado y prestan importantes servicios de otra
naturaleza: han destacado por su afición cultural, por sus
aportaciones literarias, por integrar vida profesional y vida
personal, a pesar -incluso- de las dificultades que los
avatares de la vida les hayan proporcionado.
A los más jóvenes abogados corresponde -interesadamente- defender esta forma de entender la profesión. De
esta forma serán mejores abogados. Integrarán en su bagaje
formativo todo cuanto les permitirá servir mejor los intereses confiados. Desde un profundo conocimiento jurídico,
desde una identificación plena con la causa del cliente, ganando su confianza, le aportarán la estabilidad y el compromiso de una personalidad plena.
Vida y profesión: un mismo compromiso.
')

189

17
VALE LA PENA

Llego al final de mis reflexiones y me pregunto si, del conjunto de todas ellas, lo que queda refleja más mi pasión
por la abogacía o una presentación de ~a misma que pueda
desincentivar vocaciones de jóvenes estudiantes. Es verdad
que no he querido o_cultar las dificultades que los jóvenes
profesionales deberán superar para avanzar y prosperar
como abogados. Ni me parecía correcto esquivar los aspectos más exigentes de la profesión y, sobre todo, sus límites
y condicionamientos. He querido poner de relieve que ser
abogado nos impone servidumbres singulares y me he querido detener en el fondo humano y humanista de nuestra
profesión.
Pero me gustaría que de todo ello lo que se transmita
fuera el entusiasmo por lo que el abogado es y representa.
Incluso podría decirse que hay cierta exageración en algunas de mis valoraciones sobre la importancia de la función
del abogado en nuestra sociedad. Podría argumentars.e que
a iguales conclusiones podría llegarse desde otras perspectivas profesionales. Ciertamente se podría argumentar, pero
nadie me podría negar que concurre en el abogado, como
servidor vocacional del derecho, una función privilegiada.
191

¡Sí/ abogado!

Asignado al derecho el rol de organizar la convivencia social en libertad, el abogado se constituye en garante de que
esta función alcance a todos los ciudadanos. Es nuestro patrimonio, es nuestro privilegio.
Convencerse de ello es fundamental para vivir la abogacía desde el entusiasmo. Estar convencido de la relevancia de la función ejercida es básico para que esta función
llegue a ser realmente relevante. Sin convencimiento todo
tiende a difuminarse; cuando los actores «no se creen» la
obra que interpretan, los espectadores lo notan. El actor
no sólo lo hace mal sino que consigue, además, que los espectadores achaquen el fracaso, no a la obra, sino a su interpretación. El abogado que «no se cree» su función no
atr~e para ella ningún respeto. Convencerse es empezar a
convencer o, como mínimo, a poder convencer.
Pero si se comparte la relevancia de la función social del
abogado, el ejercicio de la profesión se convierte en una
fuente inagotable de satisfacción. De íntima y casi secreta
satisfacción. Con desfallecimientos y disgustos, pero con
un saldo notable y perceptible de satisfacción. Ello no
quiere decir «éxito»; este concepto tiene otro significado.
Pero lo cierto es que la calidad de la abogacía española descansa en una infinidad de profesionales anónimos y desconocidos a los que, socialmente, no se les ha atribuido la
condición de «exitosos», pero que han vivido y viven su
profesión desde la satisfacción. Éxito y satisfacción pueden
coincidir, pero no es necesario que así sea. Y, en este momento, a lo que me estoy refiriendo es a la satisfacción, a la
íntima, secreta y profunda satisfacción del abogado.
V ale la pena. Sí, vale la pena estudiar y avanzar por el
enmarañado campo de la ciencia jurídica para ir descu192

Vale la pena

briendo poco a poco cómo todo este bagaje de doctrina y
experiencia va sintetizándose en principios y criterios muy
generales que orientan la solución de los problemas. Llegar a extraer, como resultado del estudio y del trabajo, la
«esencia» del derecho, llegar a comprender el porqué de
la norma; descubrir la certeza después de la duda y saber
compensar la humildad con la confianza en uno mismo.
Todo ello genera una extraordinaria satisfacción, una satisfacción que, a veces, no tiene más testigos que la luz de la
mesa de trabajo, el silencio de la noche, el propio cansancio físico e intelectual. Descubrirte abogado, sentirte capaz de afrontar la responsabilidad exigida, no tiene nada
que ver con el éxito. Pero es más, mucho más que el éxito.
Vale la pena el esfuerzo, la preocupación, el sufrimiento, cuando todo ello abre el campo de la esperanza en la
causa previsiblemente perdida. Crear e,l razonamiento de
la ilusión recuperada, fundamentar la excepción con la misma convicción que se apoya lo general, lo normal, lo previsible. Leer el derecho con la obcecada voluntad de darle su
sentido más justo, captar por unos minutos la atención del
juez en el caso desesperado o iluminar los ojos de la víctima
injusta: todo ello vale la pena. Y también aquí el éxito queda muy lejos.
Vale la pena compartir el éxito de los demás. Cuando
una justa causa prospera y con ella el derecho hace posible la justicia, el abogado sabe que su función ha ganado
arraigo en la sociedad, aun cuando él no sea el protagonista. Cuando un abogado devuelve a la sociedad la confianza en el derecho como garantía de convivencia, todos los
abogados ganan. En su intimidad deberían sentirse satisfechos; no habrán intervenido en la actuación, pero sabrán
193

¡Sí/ abogado!

que es su función la que ha hecho posible que la justicia
prospere. Quizá incluso puedan llegar a tener la sana envidia por el éxito de su compañero, pero una envidia que
no oculta el orgullo compartido, la satisfacción -una vez
más- del profesional convencido de _la relevancia de su
función.
Vale la pena tanto disgusto, tanta descortesía; en un
momento determinado, el abogado contempla que su mediación ha prosperado, que su intervención -incluso ignorada por los beneficiarios- ha hecho posible el resultado
estable de una situación que aparecía como insostenible. El
abogado aproxima posiciones, especialmente cuando no se
percibe, pero él lo sabe. Lo conoce y él mismo se congratula de su acierto oculto. Son los momentos de la satisfacción
íntima, que no debe trasparentarse y que quizá muy pocos conocerán, pero el propio abogado la sabe y esto es lo
que vale.
Incluso vale la pena de perder para así aprender. El disgusto, la irritación por un fracaso profesional es difícil de
· superar. El abogado lo vive con angustia especial. Pero,
con el tiempo, al hacer balance de una trayectoria, todos
estos disgustos ·e irritaciones se perciben como elementos
positivos de aquélla. Se aprende mucho de los disgustos.
El abogado se rebela contra su propio fracaso, aprende a
forjar su personalidad a través de la adversidad y se reencuentra con el deseo de superación. Con el estímulo de seguir aprendiendo y, por tanto, con la satisfacción de saberse servidor del derecho, al ver como posible que el fracaso
de hoy no descarte el éxito de mañana.
iVale la pena saberse garante de tantas pequeñas cosas1
Saber que tu función será reclamada para todo lo que el in194

Vale la pena

dividuo percibe como el patrimonio, moral y material, de
su vida y de su familia. Que el abogado es la referencia
para todos y que eso mismo debe servirle de estímulo para
desarrollar su personalidad. Saberse útil para casarse o divorciarse, para testar o heredar, para contratar o negociar,
para construir o derribar, para todo. El abogado sabe que
la sociedad necesita de él, que su función es necesaria, que el
progreso avanza desde la intervención garantizadora del
abogado, que la seguridad y la estabilidad son conceptos
que los abogados definen y construyen con su actuación
profesional, día a día, caso a caso.
Todo esto, y mucho más, vale la pena. Vale la pena sobre todo hacerlo comprender a los más jóvenes abogados,
incluso a los que, simplemente, pretenden serlo. Lamentablemente, en nuestra sociedad, la explicación de la profesión se justifica desde una doble vertiente: la del éxito o la
de la exigen~ia. Desde el éxito como motivación, la abogacía se presenta como una gran opción de progreso individual. Se podrá hacer carrera y se podrá ganar dinero. No
siempre es cierto ni debería ser, en todo caso, la motivación de una dedicación profesional. Es una vía reduccionista de la profesión y una escasa motivación para realizar
los esfuerzos y aguantar los sinsabores que la profesión requiere. Y la exigencia no es, en sí misma, una explicación
de lo que la profesión representa; será, en todo caso, una
condición o un requisito, pero no una característica de la
función.
Se impone hacer comprender que la opción por la abogacía -y esto es lo que se ha pretendido a través de estas
reflexiones- descansa en otras motivaciones. Ser servidor
del derecho, buscador de la justicia, defensor de la liber195

¡Sí/ abogado!

tad, garante de la convivencia, comprometido con las causas de la sociedad en cada momento de su historia: esto es
lo que debe ser aprendido, interiorizado. Es lo que está en
la base de una vocación por el derecho. Y, sin vocación, resultará muy difícil encontrar en el ejercicio de la abogacía
la satisfacción que ésta nos puede ofrecer.
Eso es lo que no aprendimos en clase. Y eso es lo que
debemos aprender en la vida profesional. No tendría ningún sentido exigir formación, dedicación, entrega, vivir
como propios los asuntos del cliente, asumir la responsabilidad de la garantía del resultado, si todo ello no se pusiera
al servicio de la satisfacción global. Y ésta se encontrará en
el aprendizaje de lo que realmente somos en saber cuál es
nuestra función y qué es lo que de nosotros se espera. Sabernos titulares de una función relevante -privilegiadaes la única causa que, al final, nos permitirá hacer de nuestra vida profesional un depósito de satisfacción.
El «vale la pena» también debe explicarse, también puede aprenderse. Recuerdo un largo paseo con un gran abogado, Francisco Segura de Luna. Compartíamos presencia
en la Junta de Gobierno del colegio de abogados; era junio
y el clima acompañaba. Salíamos del colegio y nos dirigíamos, sin rumbo fijo, hacia el horizonte de la conversación
distendida sobre los problemas de la profesión, de los que
teníamos una visión muy exhaustiva a través de nuestra
participación en la junta. Eran momentos políticos tensos;
los abogados y el Colegio intentábamos preservar espacios
-pequeños- de libertad en un marco contrario a este
afán. Nos cuestionamos el futuro de la profesión y de los
abogados más jóvenes y de los que lo serían en los años sucesivos. Sabíamos de las dificultades de todos, de mayores
196

Vale la pena

y jóvenes; nuestras consideraciones iban en una línea muy

crítica y casi desesperanzada. De repente, mi compañero
se detuvo y casi como en un grito afirmó: «LPero vale la
pena!». Él era consciente de que, por más importantes que
fueran las dificultades, la profesión de abogado encerraba
una misión que representaba una función fundamental
para la sociedad. Y que servir esa función valía la pena. Todavía hoy vale la pena.
En otros momentos, en los que se trataba de recuperar
espacios de libertad, esto se hacía más visible. Pero, en la
actualidad, la esencia de la función del abogado sigue siendo la misma y así debe explicárseles a los jóvenes abogados. Porque deben saber que vale la pena lo que hacen y
por qué vale la pena hacerlo. En este sentido, esta misión
pedagógica corresponde a los propios abogados. Nadie
mejor que ellos podrán transmitir el septido profundo de
su profesión; nadie mejor que ellos podrá, desde la experiencia, hacer comprender el alcance de su función. Motivar acertadamente a los jóvenes profesionales es abrirles la
puerta de su satisfacción, más allá del éxito social o económico. No hacerlo -no explicarles adecuadamente el alcance de su función- es negarles aquella satisfacción y
convertirlos en simples oficiantes de la norma a cambio de
una compensación económica.
Como he dicho, vale la pena que los propios abogados
dediquen parte de su tiempo a explicar a los más jóvenes el
carácter singular y relevante de su función. ¿Por qué? Porque ésta no es una asignatura teórica sino el resultado de
una experiencia, de una vivencia del derecho vocacionalmente servido. Si se trata de explicar motivaciones y satisfacciones, los abogados estarán más preparados que los
197

¡Sí/ abogado!

propios profesores para hacer «SU» explicación. La suya
propia, la que para ellos ha justificado su dedicación al derecho. En este sentido, hay que abrir las puertas de las fa-·
cultades de derecho a los profesionales a fin de que puedan
complementar la formación teórica de los estudiantes desde su visión de la función del abogado en la sociedad.
Podría ser que esta explicación no fuera, en algunas ocasiones, muy coincidente con algunos postulados teóricos.
Ciertamente, las motivaciones que cada abogado ha ido
definiendo para sí mismo como justificación de su pasión
por el derecho pueden··ser variadas y distintas. Es posible,
incluso, que no todos compartan ni la singularidad de la
función del abogado, ni reconozcan en el derecho la garantía de una convivencia pacífica y en libertad. Podría ser,
pero ello no tiene ninguna importancia. Lo significativo es
que los alumnos perciban su futuro como una posibilidad
de vivir de manera entusiasta y con pasión la profesión de
abogado. Y que entiendan por qué, desde el ejemplo, algunos profesionales guardan para sí la satisfacción que su dedicación al derecho les ha generado.
Pero podría empezarse antes. También antes de acceder
a la universidad los estudiantes podrían conocer esta visión
del abogado sobre su propia profesión, sobre todo para que,
al margen de su decisión sobre qué estudios deban cursar,
puedan en definitiva aprender y conocer el valor del derecho en una sociedad moderna y democrática. La enseñanza
del civismo se comprendería mejor si se acompañara de
esta noción elemental del derecho como motor y garantía
de la convivencia. No se trata de despertar vocaciones: eso
es arcaico y huele a desfasado. Se trata de generar interés
por el derecho, no como algo que se impone sino como
198

Vale la pena

algo que conviene. En todo caso, conviene a la sociedad
que los jóvenes conozcan y, si es posible, comprendan.
Los colegios profesionales, en su esfuerzo por colaborar
en la formación de los abogados, deberían completar la docencia teórica y el componente jurídico con visiones comprometidas de abogados en ejercicio sobre el sentido que
ellos mismos dan a su función. Que éstos explicaran su visión del porqué «vale la pena». Pueden haber visiones distintas, seguro. Pero en todas ellas rezumará el factor humanista de la profesión y se hará referencia a la misión del
abogado como garante de los derechos de los ciudadanos.
La abogacía será percibida como algo que trasciende a la
estricta formación jurídica para aterrizar en el campo del
compromiso social, de la ética, de la satisfacción generada
por sentirse útil a la convivencia social.
Pero la gran escuela del «vale la pen~» es el mismo despacho de los abogados. Asumir la- responsabilidad de formar a un joven profesional no se resuelve mediante un
buen contrato laboral o un fantástico plan de carrera. Esto
está bien, incluso resulta imprescindible ética y profesionalmente. Pero formar a abogados va más allá y, entre los
factores que determinan este ir «más allá», está el de demostrar -o ayudar a demostrar- que ser abogado «vale la
pena». Es en la «escuela del despacho» donde el joven abogado descubre que detrás de cada asunto hay una libertad
o un derecho que está en juego. Es en esta escuela que se
descubre la grandeza del derecho como factor de convivencia. Es aquí donde se comprende el sentido humano y
ético de la satisfacción del profesional.
Vale la pena formar abogados. Si la función de la abogacía es relevante, y estamos convencidos de ello, nada
199

¡Sí/ abogado!

puede ser tan emocionante como ver crecer en los jóvenes
colaboradores la pasión por el derecho como marco de referencia de su actuación profesional. Nada puede causar
tanta satisfacción como transmitir estilos más allá de los
conocimientos: pasión más que teoría, compromiso más
que tecnicismo. Esto es fundamental y nadie podría o debería considerarse «formador» sin fijarse este objetivo.
Hacer del despacho una escuela, de mayor o menor dimensión, es una obligación ética del abogado en relación
con sus jóvenes colaboradores. Pero es que, además, nada le
provocará mayor satisfacción. Verse superado por el más
joven o, simplemente, verse comprendido por él, justifica
muchos esfuerzos y toda la dedicación que se le haya prestado. También esto forma parte del «vale la pena». Vale la
pena ser abogado y vale la pena ayudar a ser abogado.
La sociedad en su conjunto también debe entender así
este «vale la pena»·. Para un país que pretenda desarrollar
su convivencia en paz y libertad, que quiera conformar el
interés general en el marco de un estado democrático y de
derecho, contar con abogados que crean en su función y
que vivan con satisfacción el ejercicio de la profesión es un
enorme valor. Es una garantía de estabilidad y de futuro.
Facilitar, pues, y en lo que sea menester estimular la formación de los abogados, vincularlos a la garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos, es un objetivo que la
sociedad debería priorizar.
En pocas ocasiones existe una coincidencia tan absoluta
entre los valores de un ordenamiento jurídico-constitucional y el sentido de una profesión. Los abogados pueden
enorgullecerse de ser actores destacados y privilegiados en
el ejercicio de su profesión; de una función que, desde el
200

Vale la pena

derecho, ayuda y contribuye eficazmente a la consolidación de aquellos valores. Ciertamente, esta coincidencia
no siempre se da y quienes la pretenden deberán exigirse
mucho a sí mismos, deberán velar por su formación, dar a
su ejercicio una dimensión ética y humanista y deberán vivir la profesión como un compromiso con la propia sociedad.
iEn cuántas ocasiones muchos abogados llegados al fin
de su carrera, no siempre exitosa, se han sentido impulsados a reflexionar sobre el balance de su actuación1 Habrán
recordado noches aciagas, disgustos, injusticias y desconfianzas inmerecidas, habrán revivido fracasos y no serán
capaces de recordar sus éxitos. El balance se manifiesta a
veces con crudeza: no fue posible alcanzar lo que se pretendía, siempre se añoró lo que nunca fue. Pero, al final
del examen, se abren pequeñas luces: aquel caso tan importante para un cliente, aquel consejo tan oportuno, una
mirada de agradecimiento, la carta emocionada de un cliente. Afloran pequeños recuerdos, a veces muy pequeños, casi
irrelevantes, pero que dejan al abogado el regusto de que
ha sido útit de que ha contribuido a defender intereses legítimos, de que protegió al amenazado y superó la coacción del prepotente. Recuerda cosas que no se atreve a explicar a nadie, porque sólo él las comprende y sólo a él
interesan. Ha vivido el privilegio de poder ser abogado.
Vale la pena ser abogado. Ha sido, es y será difícil. Así
lo garantiza la función asumida. Vivir la abogacía como un
servicio al derecho, buscando la justicia, defendiendo la libertad, identificándose con la causa que nos ha sido confiada no sólo es difícil sino, a menudo, muy duro. Requiere mucho trabajo, mucha dedicación, navegar en la duda
201

¡SC abogado!

para alcanzar la certeza, construir tu solución, crear la argumentación que haga imbatible el derecho de tu cliente.
Hay que sacrificar muchas cosas -quizá demasiadas- y
no buscar ni encontrar reconocimientos o agradecimientos
fáciles, ser garante de derechos y libertades en los que descansa, nada más y nada menos, que la felicidad de las personas y de sus familias. Es difícil, muy difícil. No obstante,
vale la pena.
En el caso del abogado, una sola injusticia impedida, un
derecho recuperado, una sola estabilidad conseguida o un
solo acuerdo como punto final de una larga y agria controversia, justifica su función. Vivir esta posibilidad es un privilegio. Y vale la pena.
Barcelona, junio de 2007

202

ÍNDICE

Prólogo, por Rodrigo Uría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
l. El porqué de este libro . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. Abogado: el ser y el deber ser . . . . . . . . . . . . . .
. , o pro1eston.
.e . , ") . .................
3 . ¿V ocacton
4. Derecho versus justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
S. En defensa de la libertad ...

. 13
. 25
. 37
. 47
59
Sociedad garantista .................
69
Abogados, administrados y Administración . . . . 81
Legislación y principios generales del derecho . . 91
Cliente y abogado: una misma causa ......... 103
La incomodidad del derecho ............... 113
La formación: exigencia o necesidad . . . . . . . . . 123
Leer el periódico todos los días . . . . . . . . . . . . . 13 7
Las dudas del abogado .................... 145
Ganar o perder ......................... 155
Deontología y buen hacer ................. 165
Profesión y vida ......................... 177
Vale la pena ............................ 191
o

6.

7.
8.
9.
1O.
11.
12.
13.

14.
15.
16.
17.

9

203





























o









Esta obra,
publicada por cRÍTICA,
se acabó de imprimir en los
talleres de Grup Balmes
el 3 de diciembre de 2007

967a13

9

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