The Cure

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CULTURAL
CIENCIAS, ARTES Y LETRAS
Año XXIV ● N° 1222 ● Montevideo, viernes 24 de mayo de 2013

The Cure, 26 años después

El recuerdo de una noche violenta
Fernando García
(desde Buenos Aires)

A

ÑO 1987. Estoy al ras del piso, contra el paredón de la tribuna popular de la cancha de Ferro Carril Oeste. Es el segundo concierto que vino a dar The Cure. Llevo el pelo cortado a cuchillo, endurecido, erecto, por el efecto mágico del jabón blanco. Una musculosa negra desteñida superpuesta a una remera blanca (“The Clash aux stadium”, dice), jeans deshilachados desde los bolsillos a la botamanga, borceguíes militares, un candado como collar. Fui a parar al piso gracias a la puntería de un esbirro de la policía montada que acertó su machete contra uno de mis hombros. Enjaulado, luego, en el camión celular que iba a trasladarnos a la comisaría 13 (el plural es por los ocasionales compañeros de razzia), escuché los acordes dramáticos del la canción “A Night Like This” (Una noche como esta). Nunca tan oportunos. Año 2013. Perspectiva aérea. Desde la platea Belgrano del estadio Monumental de River Plate observo cómodo la miniatura de The Cure sobre el escenario. Las pantallas de video proyectan, agigantan, la carota de mármol de Robert Smith que canta la evanescente “Charlote Sometimes” como en un sueño. Estiro las piernas contra las butacas de la fila inferior igual que en un cine vacío. Hay algo que se cierra, inexplicablemente, sin que lo esté pensando. Como un alma en pena que quedó orbi-

tando en la estratósfera y volvió para cumplir su condena. Alivio, eso es lo que parece sentirse arriba y abajo del escenario. OTRA POLICÍA. The Cure tardó veintiséis años en volver a Buenos Aires. Entre la primera y accidentada visita cambiaron el siglo, la democracia argentina y, aún,

la policía (un poco). La salida masiva del estadio de River es tan mansa que podría confundirse con un espectáculo de Disney si no fuera por el alarido de los vendedores ambulantes que conforman una opereta bizarra, con sopranos y tenores repartidos a lo largo de la avenida Udaondo. No hay esta vez policía montada ni corridas ni botellas rotas ni perros

muertos ni rastros de sangre en el asfalto. Hay gente que pregunta como llegar a las barrancas de Belgrano y policías que, serviciales, explican el camino. Poco ha quedado en pie de aquella especie de carnaval underground que daba vueltas a la cancha de Ferro Carril Oeste. Cuesta encontrar en la marea humana algún vestigio del gótico post-punk que

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David Mitchell 4 I Daniela Tomeo 10 I Rudyard Kipling 6 I Joaquín Torres García 12

Carlos Ruiz Zafón 8 I Stephen King 10 I Casa Daros 5 I Alexander Lowen 11

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llegó a mitad de los ochenta de la mano de The Cure, Echo & The Bunnymen, y Siouxsie & The Banshees. Música inglesa de inspiración siniestra y sombría que era consumida mayormente en discos importados de Brasil. El que no ha cambiado en todo este tiempo es Robert Smith, el alma de una muñeca antigua atrapada en un hombre de cincuenta y tres años. Condenado a representar su papel ad eternum, ha logrado, a partir de esa persistencia estética, cruzar la barrera generacional. Ya en los tempranos 2000 los fans porteños del grupo, que apenas gateaban cuando los shows del 87, juntaron firmas y marcharon pidiendo el regreso del grupo al país. Porque aquella vez el concierto, el segundo sobre todo, terminó tan mal que Smith juró que no volvería a pisar Argentina. Más aún, la fecha que Echo & The Bunnymen tenía programada dos meses después, en el otoño de aquel año, fue levantada rápidamente. El rumor de una ciudad violenta corría como pólvora entre los managers europeos. Echo & The Bunnymen vino luego a fines de los noventa y resultó una caricatura patética. Ahora The Cure, con apenas dos de sus miembros originales (Smith, claro, y el fundamental bajista Simon Gallup), reunió el doble de público que en el 87 y tocó, casi sin descanso, tres horas y media. Si bien la máquina creativa de Smith se detuvo hacia 1992 con el álbum Wish, el repaso en vivo por las gemas de pop somnoliento y dinamismo af ter punk se impone contundente a la necesaria exposición de nuevo material que, salvo los fans acérrimos y acríticos, nadie quiere escuchar (el último disco salió hace cinco años). Hasta el clima ha cambiado de aquella primera vez. En River hizo un frío adecuado al estilo del grupo; en Ferro, el calor de febrero fogoneaba el desafío y la represión. El comienzo en River, con ese cielo titilante, tuvo el efecto de una reparadora siesta polar: tan encandilador. Cuando tocan “Pictures ofYou” o la sensual “Lullaby” se hace patente la concurrencia de texturas oníricas. Las guitarras en cascada, la omnipresencia del bajo, las líneas minimalistas y vaporosas de los sintetizadores, la batería sádicamente fija, sin posibilidad de escape. Todo eso configura un flujo sedante que atraviesa la noche como un misil de morfina. La cura por hipnosis, al fin, funciona. LA TECNOLOGÍA DE UNA ÉPOCA. The Cure, además de una patología adolescente hecha estética, es un sonido. Y aún cuando esté ligeramente datado en los años ochenta y los primeros noventa, consigue afirmarse en el presente. Cuando Simon Gallup anuncia, amaga, las notas básicas de “A Forest” (que en
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guaje de lo inefable de lo que canta Robert Smith. “Oigo tu voz… llamando mi nombre… prof undo… oscuro”. En ese mantra está casi todo lo que define el mundo simbólico que orbita en torno a The Cure, la obra maestra de un Hikikomori (los jóvenes japoneses recluídos en sus dormitorios) inglés. En River sonó casi completa y diáfana la recopilación de simples Standing on a Beach: The Singles 1978-1986. Porque fue precisamente entre 1979 y 1986 que Smith dibujó el plano del cuarto propio que terminó de edificar entre los magníficos álbumes Disintegration (1989) y Wish (1992). Ese cuarto oscuro ha resultado modélico para millones en el mundo que pueden espiarlo a través de los discos y de los shows en vivo. los garajes de Buenos Aires había que aprenderse como se hacía antes con “Smoke on the Water” de Deep Purple) quien ha consumido esta música en tiempo real (no en el modo shuf f le del ipod) no puede evitar una inmersión en aquella noche de los 80 que, a peligros como aquel de Ferro, yuxtaponía intensas excursiones estéticas de aventura. Es curioso pensar cómo la tecnología de una época define además su sonido y, a la larga, el sentimiento que de éste se desprende. Lo primero que se reconoce en ese bajo que parte como un tren (esa síncopa) es el efecto amorfo del chorus. Inmediatamente la guitarra de Smith agrega un tornado módico provocado por el paso de la señal eléctrica a través del f langer. Esos efectos a pedal, creados por osciladores que regulan y desvían el flujo eléctrico como represas, están en la médula del sonido y la idea de The Cure. Si la tecnología llegó a tiempo para una idea artística que ya estaba incubada, o si esa idea se disparó a partir de un desarrollo técnico, es una larga discusión. Lo cierto es que la deformación que esos efectos introducen en el bajo y la guitarra de The Cure se corresponden con dos aspectos fundamentales de la idea de Robert Smith. Por un lado, la introversión. Como guitarrista, Smith es el anti-Hendrix. Sus escalas semejan soliloquios contenidos, un estado de angustia encadenado. Si el wah wah le daba a Hendrix la posibilidad de “hacer hablar a la guitarra”, y su pathos era pura expansión, en Smith todo se comprime y la guitarra no habla ni llora (Harrison-Clapton) sino que murmura. Por otro lado, el maquillaje. Si los efectos maquillan el sonido puro de los instrumentos eléctricos hasta volverlos una especie de turbulencia, los músicos encolumnados detrás de Smith mantienen un aspecto de museo de cera. La blancura extrema de Smith y la sombra de mapache de sus ojos nunca nos dejan llegar al rostro. Hay algo intermedio: su máscara artística. El sonido es definitivamente una metáfora de la idea de The Cure. Lo que dice Simon Gallup con su bajo, en cuya monotonía densa palpita un resabio atávico de la Revolución Industrial, acaso sea la traducción al lenCRUCE DE SIGNIFICADOS. Vuelve a la memoria la violencia de 1987, lo que genera un abrumador contraste con esta platea cómoda, adulta, acicateada por las radios de clásicos. Este público de show internacional que paga muy caro su lugar parece movido solo por los hits y algún destello de nostalgia de discoteca. Muy distintos de aquellos treinta o cuarenta jóvenes que no pasaban los 25 años, arrinconados en una celda de la Policía Federal. Había heavies del oeste bonaerense de rigurosas tachas y cuero negro; barrabravas de Lanús y Boca Juniors; un skinhead perdido; varios punks; un muchacho de mirada perdida y pelo por la cintura al que llamaban “Cristo”; y otro, con claras señales de deterioro mental. También había algunas chicas. La población circunstancial de aquella celda permite, a la distancia, una observación clínica de los síntomas que explotaron en Ferro Carril. Desde 1982 la homogeneidad post Woodstock del público de rock argentino se fragmentó en eso que la sociología urbana llama “tribus”, y que nadie caracterizó mejor que el inglés Dick Hebidge en su libro Revolt Through Style (La revuelta a través del estilo). Un repaso por esa fila de chicos a los que un fiero guardián escudriñaba con detenimiento sádico en la comisaría 13 podría resultar un festival semiótico por la cantidad de signos acumulados en maquillaje, accesorios y actitud. Además de que corrió el rumor de que la cancha de Ferro era fácil para colarse (movilizó a una porción importante del lumpenaje), lo que estalló con la venida de The Cure fue ese cruce de significados. Como si las escaramuzas de fin de semana del underground (heavies contra punks; punks contra skinheads; stones contra punks; heavies y skinheads contra darks y new romantics) hubieran salido a la superficie en este oportuno campo de batalla. Si Queen en 1980 aglutinó a todo el público que heredaba

Discograf ía
1979 Three Imaginary Boys 1980 Boys Don’t Cry (recopilatorio) 1980 Seventeen Seconds 1981 Faith 1981 Happily Ever After (recopilatorio) 1982 Pornography 1983 Japanese Whispers (recopilatorio) 1984 The Top 1984 Concert: The Cure Live (en vivo) 1985 The Head on the Door 1986 Standing on a Beach (recopilatorio) 1987 Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me 1989 Disintegration 1990 Mixed Up (recopilatorio) 1991 Entreat (en vivo) 1992 Wish 1993 Paris (en vivo) 1993 Show (en vivo) 1996 Wild Mood Swings 1997 Galore (recopilatorio) 2000 Bloodflowers 2001 Greatest Hits (recopilatorio) 2004 The Cure 2004 Join the Dots (recopilatorio) 2006 4play (recopilatorio) 2008 4:13 Dream 2011 Bestival Live 2011 (en vivo) ●

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todavía el “paz&amor” del larguísimo poshippismo argentino, y The Police pasó casi inadvertido, a The Cure, ya en democracia, le tocó ser el emblema de una Buenos Aires que se atrevía a hacer de la noche un teatro de shock y que, sobre todo, volvía con resentimiento sobre cualquier atisbo de autoridad. ANOM AL ˝ A SUE L T A.Cuando en 1987 crucé las vías del Ferro Carril Oeste tuve un instante de duda. Duró poco. La excitación de seguir a una turba esperpéntica pudo más, daba sentido de pertenencia a esa patria clandestina que ventilaban las páginas de la revista Cerdos & Peces. Alguien gritó “¡Para allá!” y el ejército de sombras se movió presuroso hacia la zona de las plateas bajas donde solo había que hacerse ayudar para trepar el muro de ladrillos. La emboscada de la policía montada, cuya ferocidad ya había experimentado de niño en la cancha de Boca Juniors, fue perfecta. Como si nos hubieran enlazado en una montonera terminamos todos contra la pared. Algunos caían, a otros los hacían parar para darles de nuevo en las rodillas y doblegarlos. El agravio recurrente era “maricas”, y la pregunta se volvía sistemática. “¿Qué es ese arito? ¿Por qué tiene un alf iler de gancho en el pantalón? ¿Le gusta pintarse?” Era eso. La Policía era tanto una fuerza de represión como una especie de comando hermenéutico. ¿Por qué todos estos tipos están disfrazados esta noche? ¿Y de qué? No había interpretación posible excepto el símbolo del encierro. Demasiada anomalía suelta en una sola manzana de Buenos Aires. Como la gente en la platea en 2013, que va a ver un espectáculo internacional con menor o mayor nostalgia, los que empezábamos a conocernos en la celda en 1987 llegábamos a la conclusión de que no era tanto The Cure lo que nos había movido hasta Ferro sino la idea de que “iba a pasar algo”. No un gran espectáculo con pantallas de video y escenografía (aunque The Cure solo trabaja con luces y un fondo de video alegórico y por momentos kitsch) sino un momento en la historia. Y al final, esa expresión del underground porteño terminó siendo el Ezeiza (la batalla por el regreso de Perón en 1973) del rock de los 80. Un líder (Robert Smith) incapaz de manejar el pandemonium y que, a pesar de estar en el escenario, parecía seguir en el avión que lo había traído desde Londres. Había tres facciones en pugna dentro de la cancha: la guardia estética del postpunk, el inexplicable río de barrabravas dispuestos al saqueo, y la policía. La segunda noche terminó en un espectáculo dantesco cuyo símbolo mayor acaso haya sido ese perro de policía muerto a palos por una fracción temeraria del público.

La primera noche de 1987, a la que había concurrido con entrada, la mirada de Robert Smith parecía perdida en una visión apocalíptica. Entre los más informados circulaba el rumor de que su catering estaba compuesto de vodka y LSD. Como fuera, Smith estaba viendo el futuro, que era la noche inmediatamente posterior. Una noche que para mí duró dos días casi completos, justificada en la figura legal de “resistencia a la autoridad y desorden en la vía pública”. Dos años después los cargos se retiraron y varios policías del operativo fueron sancionados. No solo por los palos sino porque mantenían vigente el ejercicio de

la tortura psíquica, con este ritual: un preso era separado del resto para “declarar”; se escuchaban gritos y golpes metálicos contra una mesa; no le pegaban pero lo obligaban a gritar por encima del ruido de la chapa para que el resto entrara en pánico. Temblar, eso. M AGDAL ENA ENVENENADA.Escuchar a The Cure ya no fue igual después de aquella experiencia desgraciada. Sobre todo el tema “A Night Like This”, del álbum The Head on the Door, el pasaporte de Smith a la música mainstream (o casi). Quedó para mí un efecto proustiano de magdalena envenenada. Mucho

de lo que The Cure tocó en River, con un Smith inspirado y pleno en su raro caracter soul (esa sensualidad felina arraigada en el revival del Northern Soul de principios de los 70), fue un pasaporte conmovedor a los días de la batalla estética, aunque siempre funcionó en tiempo presente. A medida que pasaba el concierto sentía un extraño regocijo que basculaba entre la eficacia de la música y algo que se nos volvió imperceptible: la libertad. Era necesario que The Cure volviera para que los que estuvimos en tiempo y forma pudiéramos hacer las paces con un momento muy especial de Buenos Aires. Hay quienes dicen que Smith lloró esta vez. Da igual. Para él también debió haber sido un viaje en el tiempo. Solo que esta vez el horizonte le devolvía encendedores como velas, en lugar de fogatas de tablones. Valió la pena escuchar especialmente algunas canciones: “Charlotte Sometimes”, “In Between Days”, “Lullaby”, “Push”, “A Forest”. Pero sobre todo “A Night Like This”, para intentar sacarme de encima aquellos bastonazos. Y no. El exorcismo no pudo ser. Seguirá siendo la banda de sonido de mis (casi) cuarenta y ocho horas en la cárcel. Acaso deba escucharlos para siempre así: pegando la cara contra un camión tan blindado como esa habitación imaginaria en la que vive la idea artística de Robert Smith. ●

Gente en llamas
Jef fA pter
SI [ROBERT] Smith necesitaba una prueba del tamaño que había tomado The Cure, de todo lo que habían crecido como trío post-punk salido de los suburbios de Crawley, quedó en evidencia durante su primera gira sudamericana. Los signos eran evidentes desde el momento en que el jumbo de Aerolíneas se posó en la pista de aterrizaje en Buenos Aires, el 15 de marzo [de 1987]. En lugar del típico engorro de migraciones, esperas del equipaje y amontonamientos en la van que lo llevara al hotel, la banda y [el manager Chris] Parry recibieron un tratamiento propio de los Beatles, conducidos hacia un auto por una puerta lateral y seguidos durante todo el camino a la ciudad por lo que Smith describiría como “una bizarra caravana de autos con las bocinas sonando, gritos y saludos”. Cuando llegaron, ya había unos 500 fanáticos, tal vez más, acampados en la calle frente a las torres Sheraton, incluidos miembros del “Bananafishbones Club”, lo más cercano a un club oficial de fans que tenían allí estas renuentes estrellas de rock. El alboroto se intensificó con el primer show la noche del martes. Allí había, como dijo Smith eufemísticamente, cierta “conf usión” en la venta de entradas: se habían vendido 19.000 para un predio con capacidad para 17.000. Se suscitó un disturbio a gran escala: patrulleros destrozados, varios perros de la policía asesinados —incluso un vendedor de frankurters murió de un ataque al corazón— y todo antes de que la banda siquiera subiera al escenario. “Por casi dos horas tocamos en medio de un disturbio ensordecedor, antes de salir rajando, a los gritos, hacia al auto que nos sacaría de ahí”, apunta Smith. A la siguiente noche, cuando la banda comenzó a tocar la temperatura llegaba a los 38 grados. En lugar de un refuerzo de la seguridad y de barricadas más altas al borde del escenario, tuvo lugar otro motín. (Smith jura que vio a “varios hombres unif ormados prendidos f uego”.) La multitud se expresó arrojando al escenario cualquier cosa que tuviera a mano: monedas, botellas, lo que fuera. El primer golpeado fue [el guitarrista Porl] Thompson, pero Smith se llevó la peor parte al ser impactado en pleno rostro por una botella de Coca-Cola durante “10:15 Saturday Night”. El resto de los temas fue un aporreo punk, tocado tan rápido como les fue posible. “El exterior del estadio”, recuerda Smith, mientras se alejaban del absoluto caos, “no era muy distinto del centro de Beirut”. ● (Tomado del libro Never Enough. The Story of The Cure, Omnibus Press, Londres, 2009. Traducción de A. B.)

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Las novelas enganchadas de David Mitchell

Buscando las raíces
Álvaro Ojeda
ARAFRASEANDO la definición que brinda el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, una novela es una ficción parcial o total, cuyo objetivo es entretener al lector. El medio para lograr tan noble fin estriba en la descripción o pintura de sucesos pautados por caracteres, pasiones y costumbres. Como en toda definición se suman yunques con mandriles. La esencia de una novela radicaría, de acuerdo con el orden preferencial establecido, en su tono ficticio, no en su destino de maquinaria de entretenimiento que en el peor de los casos se supone y en el mejor, se logra. El lector tiene derecho a pensar que el justo medio entre ficción y entretenimiento indica calidad. No es así, porque la ficción puede ser, como señala la mentada definición, total o parcial en tanto el entretenimiento suele ser veleidoso, cuando no torpe. Es en el segundo inciso en donde debe hacerse hincapié: la pintura humana, el dibujo nítido de los personajes, la competencia que Balzac estableció —y ganó— con el registro civil. Una novela da noticia —esa es precisamente su etimología— de sucesos humanos. Una novela cuenta. LA PRIMERA. David Mitchell (Southport, Inglaterra 1969) es casi un desconocido para los lectores uruguayos. No obstante al menos cuatro de sus novelas fueron finalistas del Man Booker Prize y en 2003 la prestigiosa revista Granta eligió a Mitchell como uno de los veinte mejores narradores británicos. Mil otoños, su primera novela conocida por estas comarcas, confirma una tendencia de escritura y sobre todo de lectura —en rigor, de un tipo específico de lector que quiere que le cuenten en abundancia— que oscila entre lo decimonónico y lo posmoderno con cierta naturalidad, con cierta permanencia de lo mismo con diferente ropaje. El ambiente de la novela es exótico pero reconocible: Japón a fines del siglo XVIII en pleno conflicto entre el aislamiento y el contacto con las potencias coloniales europeas. El roce es dramático porque Japón atisba que esas potencias le darán los medios para crear su propio imperio colonial que en poco más de un siglo sojuzgará a buena parte del Lejano Oriente. La voz narradora —en estricta
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tercera persona omnisciente— refleja las vicisitudes de Jacob de Zoet, un escribano holandés perteneciente a la Compañía de las Indias Orientales. La elección es sabia porque los holandeses son un imperio económico en retirada mientras que Japón es un imperio en plena pubertad. El contraste rinde, porque el descenso de unos y el ascenso de otros permite un acercamiento tan pautado y sigiloso que excluye el prejuicio. Tanto lo excluye que Jacob se enamora de Orito, una joven japonesa que asegura aventura completa y pro-

blemática. Debe señalarse que algo de la vida de Mitchell se cuela en el relato. El autor vivió y enseñó inglés en Hiroshima, y además su esposa es japonesa. Pero el lector no está ante un clásico best seller. Ni la cantidad de páginas ni la morosa descripción de intereses personales y públicos, resultan estrictamente funcionales a la venta. Luego de un denso interrogatorio a un funcionario venal que golpea a Jacob en la nariz, el narrador realiza una serie de reflexiones casi poéticas sobre la función del escribano inquisidor. “El dolor que Jacob siente en la nariz le hace pensar en una f ractura, pero la viscosidad que nota en las manos y las rodillas no es sangre. Al incorporarse se da cuenta de que es tinta. Tinta derramada de su tintero roto, riachuelos añiles y deltas goteantes. Tinta absorbida por las sedientas maderas, f iltrada entre las grietas. Tinta, piensa Jacob, el más f ecundo de los líquidos”. Demasiada literatura para un simple producto de consumo. LAS SEGUNDAS. El archipiélago narrativo —nouvelles, cuentos largos, relatos extensos— que despliega Mitchell en El atlas de las nubes (llevada al cine con el mismo título por Andy y Lana Wachowski en 2012) es, por decir poco, po-

Sólo los ingleses
UNA DE LAS NOUVELLES de Mitchell cuenta la historia de Tim Cavendish, un editor “chanta” que publica el libro de memorias de un ex comisario de la ex colonia de Rhodesia, con el título de Sándwich de nudillos. La obra es horrible por lo que cuenta y mucho peor por la manera de hacerlo. La crítica se ensaña con ella y el ex comisario no tiene mejor idea que asesinar en público a uno de sus críticos. Por fortuna para Tim, la novela se dispara en ventas y logra que su editorial, y en especial su dueño, prosperen. Cierto nefasto día, Tim —que está sentado en el inodoro del cuarto de baño de su casa— recibe la inesperada visita de los tres hermanos del ex comisario, que vienen por la parte que les corresponde por el éxito del libro de marras, y que vuelan la puerta del ahora exitoso editor. La resolución narrativa es digna de Martin Amis. “Luché con todas mis f uerzas pero mi esf ínter se negó a obedecer órdenes y soltó una andanada. Habría soportado el escarnio o la condescendencia, pero la compasión de mis torturadores representaba mi abyecta derrota. Uno de ellos tiró de la cadena”. ● MIL OTOÑOS de David Mitchell. Duomo Nefelibata, 2011. Italia, 631 págs. EL ATLAS DE LAS NUBES de David Mitchell. Duomo Nefelibata, 2012. Italia, 599 págs. Distribuye Océano.

deroso. Ata al menos cinco narraciones escritas en estrictísima primera persona —diarios personales, diarios de viaje, epistolarios— con sesiones de interrogatorio judicial en un mundo futuro y orwelliano, pasando por una pequeña novela policial que se origina en Los Ángeles por los años setenta y culmina en el presente. Lo dicho: un archipiélago. El hilo conductor de estas historias apela al segundo enunciado de la definición de novela con la que se inicia este artículo: pintura de caracteres, pasiones y costumbres confirmatorias de que el hombre, más allá o más acá de sus atuendos ocasionales, ha derivado mucho y ha cambiado poco. De todas maneras, Mitchell conserva ciertos rasgos típicos que lo salvan de la dispersión. Lector efusivo y evidente de Melville, Stevenson y Conrad, abre su novela con el diario de un marinero yanqui. Adam Ewing es un enfermo casi terminal y un aventurero puritano que viaja por un mundo a descubrir y conquistar, al igual que el parásito que lo enferma viaja por su cuerpo real, anticipando cierta conexión entre lo macro y lo micro, no demasiado ajena a los tiempos modernos. Esta especie de paralelismo histórico-patológico (el yanqui invade otras civilizaciones mientras que el gusano que lo corroe invade su organismo), no es menor. Estos toques de sutileza son constantes en Mitchell. En otro relato, Laura Rey, una periodista californiana hija de un ex combatiente de Vietnam, símbolo de la objeción de conciencia y también periodista, se entromete en una investigación sobre contaminación radiactiva que es denunciada por un científico inglés que fue el destinatario de ciertas cartas que otro inglés, un melómano vividor bisexual, le envió en la década de los treinta. Esos mundos distantes y sutilmente paralelos porque son análogos —costumbres, caracteres, pasiones— se resuelven por medio de un estilo verosímil y, debe decirse, sorprendentemente anacrónico con las urgencias de un mundo literario de descarte inmediato. Mitchell escribe para vencer el tiempo, para llenarlo con historias, para evitar que la muerte nos sorprenda hastiados, vencidos, sin relatos. Uno de sus personajes —una trabajadora prefabricada de una cadena de restaurantes de comida rápida— sentencia: “somos lo que sabemos”. No está nada mal. ●

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M uestra Cantos Cuentos Colombianos

En una casa maravillosa
Vi ctori a Verl i chak
(desde Río de Janeiro)

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A RECUPERACIÓN de una construcción neoclásica, convertida en la magnífica Casa Daros de Río de Janeiro, contribuyó a revitalizar el barrio de Botafogo, tal como lo hizo en el puerto el recién inaugurado Museo de Arte de Río, MAR, que unió con una pasarela interna una edificación histórica de estilo ecléctico y otra modernista. La muestra Cantos Cuentos Colombianos inauguró Casa Daros, dependiente de Colección Daros Latinamerica, creada en el año 2000 en Suiza. No es una colección enciclopédica y posee más de 1.200 piezas —de los años 60 hasta la fecha— de 117 artistas que nacieron o viven en Latinoamérica. Son obras que van más allá del “arte por el arte” mismo, capaces de producir sentido y profundizar cuestiones estéticas, sociales y humanas. Daros realiza más de 250 préstamos anuales de sus obras y exhibiciones itinerantes, tal como la notable muestra de Luis Camnitzer presentada en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo en 2012. El cuidado puesto en la recuperación del edificio del siglo XIX, emprendida a partir de 2007, se nota en cada centímetro de Casa Daros, que conservó puertas, molduras, pisos, y fue puesta en valor con estándares museísticos del Siglo XXI. Patrimonio cultural de la ciudad, fue construida por el arquitecto Francisco Joaquim Bethencourt da Silva en 1866 y siempre estuvo ligada a la educación. Perteneció a la Santa Casa de Misericordia; en el siglo XIX fue orfanato de hijas de combatientes brasileños de la triste Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) y a partir del siglo XX fue un colegio. Fue adquirido por Daros en 2006 por 16 millones de reales; su impresionante restauración costó 67 millones de reales adicionales (un total de 43 millones de dólares). Espacio acogedor, lugar de encuentro también para la educación y comunicación, Casa Daros ya entabló vínculos con la sociedad carioca, organizando el Encuentro Internacional de

Casa Daros, en el barrio de Botaf ogo, Río de Janeiro

Educación: Arte y analfabetismo funcional (diciembre, 2008), encuentros de artistas, un esquema de exhibiciones producto de su programa educativo. Un ejemplo es Saber escuchar, inspirada en una frase de Paulo Freire, y Metamorf osis de un registro, documentando las obras de revitalización del edificio, entre 2007-2013, exhibidas actualmente en simultáneo con la gran muestra de apertura. I NTELI GENTE Y CONM OVEDOR. Cantos Cuentos Colombianos se despliega en buena parte de los 11 mil m2 construidos de la Casa, que cuenta con auditorio, área educativa, biblioteca, tienda, restaurante. El curador y director artístico Hans-Michael Herzog eligió instalaciones, videos, fotografías, esculturas, objetos, de alto valor simbólico y estético, para difundir y dar cuenta de la excelencia del perturbador y escasamente difundido (en Brasil) arte contemporáneo colombiano. El conjunto de 75 emblemáticas obras de 10 artistas, inusualmente parejo y sólido, comenzó a crearse mayormente a partir de los años 90, cuando el terror del narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares castigaban a Colombia. El arte colombiano piensa, cuenta y canta acerca de los sucesos de un país cuya violencia

contemporánea tiene como grave antecedente el baño de sangre que siguió al estallido del “Bogotazo”, tras el asesinato del popular político José Eliécer Gaitán en 1948, que cobró al menos 300.000 vidas en los años siguientes, y los choques entre liberales y conservadores (1946-1964). De esto habla Juan Manuel Echavarría en sus fotografías con huesos humanos — dispuestos como ilustraciones botánicas de exploradores del siglo XVIII— de la serie “Corte de florero”, un tipo de asesinato y desmembramiento de cuerpos realizado durante ese período denominado “la violencia”. Bocas de Ceniza es el punto de desembocadura del río Magdalena en el Mar Caribe. En su video de igual nombre Echavarría registra las voces y los rostros de siete desplazados de esa zona (como consecuencia de los enfrentamientos armados) que cantan sus desgracias y su subsistencia. La secuela de la guerra de las drogas está presente en las 12 fotos de la serie David, de Miguel Ángel Rojas, protagonizada por un inolvidable joven soldado mutilado. Emotivo también es el ataúd construido por Fernando Arias con bloques Lego, con los colores de la bandera colombiana surcada por una línea blanca (¿de cocaína?), en homenaje a los niños que no tuvieron infancia. Cosa de niños

parecen las irónicas esculturas de Nadín Ospina que parecen objetos precolombinos pero se hallan coronados con cabezas de héroes de Disney y otros protagonistas del mundo de las caricaturas. En esa pista, Rojas se ocupa del doble discurso que sataniza a los países productores y esquiva juzgar a los consumidores. La instalación Broadway se inicia con el sarcástico título de una obra del artista Richard Hamilton que (en inglés) pregunta “¿qué es lo que hace a los hogares de hoy tan dif erentes y atractivos?”. Las letras de esa leyenda están compuestas con fragmentos de coca pegadas en la pared. Del mundo vegetal también llegan los cachos de banana que José Alejandro Restrepo incorpora a su asombrosa instalación “Musa paradisíaca” (nombre botánico de la banana), que suma tecnología a través de pequeños reproductores de video —emitiendo imágenes de matanzas campesinas— pendiendo de los frutos. La muerte también visita las instalaciones de María Fernanda Cardoso, construyendo bellas formas con restos de insectos y animales grandes en el espacio.

Fernando Arias, Ataúd de Lego (Homenaje a los niños de la guerra de las drogas), 2000

A través de la imagen fotográfica algunas obras de Oscar Muñoz plantean cuestiones de memoria y permanencia. Las conmovedoras performances de Rosemberg Sandoval y las obras sonoras de Oswaldo Maciá, con voces de mujeres y cantos de pájaros, también remiten a la necesidad de recordar y a los efectos de la violencia. Por su parte los muebles intervenidos por Doris Salcedo, sellados con cemento e inutilizados, refieren a torturas y cárceles. Una muestra imperdible, con completo catálogo trilingüe. ●
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Kipling entre India e Inglaterra

La sutil manera de c
Alberto Manguel
“Dicen que una tela, según su extensión, su f orma, su solidez, sus trampas, su hermosura, teje en todo momento la araña que necesita. Las obras inventan al autor que requieren y construyen la biograf ía que les conviene”. Pascal Quignard, Villa Amalia averiguar más, los padres de Kipling se embarcaron con sus hijos en la primavera de 1871 y, pocos meses después, dejaron a Kipling y a su hermana en manos de dos desconocidos y regresaron a Bombay. No se despidieron de ellos, la madre explicaría luego a un Kipling ya adulto, “para no entristecerlos”. Durante cinco años no volvieron a verlos. La dueña del alojamiento era una mujer sádica y avara; su marido, un timorato marino jubilado. Kipling sufrió innombrables vejaciones en ese lugar que más tarde, en el cuento “Baa Baa Black Sheep” apodaría “La casa de la desolación”. En su autobiografía, Something of Myself, escribió: “Si uno interroga a un niño de siete u ocho años sobre lo que ha hecho durante el día (sobre todo cuando éste quiere irse a dormir), incurrirá de manera satisf actoria en varias contradicciones. Si cada contradicción es tachada de mentira y presentada como prueba de tal por la mañana, la vida se vuelve harto dif ícil. He tenido algunas experiencias con matones, pero esto era una tortura preconcebida, tanto religiosa como científ ica. Sin embargo, me hizo prestar atención a las mentiras que muy pronto me vi obligado a decir: y esto, entiendo, es el fundamento de todo esf uerzo literario”. Sólo cuando un amigo de la familia visitó a los niños, cuando Kipling había cumplido ya once años, y descubrió que el muchacho se estaba quedando ciego, los padres vinieron a buscarlo. El primer gesto que hizo Kipling al ver a su madre, fue levantar el brazo instintivamente para que no le pegaran. Kipling adolescente fue enviado a una escuela en el condado de Devon, llamada curiosamente W estward Ho! (“¡Eh, hacia el oeste!”) en homenaje a una novela de Charles Kingsley. La escuela había sido fundada por Cornell Price, amigo de los padres de Kipling, para educar a los hijos de militares ingleses. A pesar de sufrir, durante los primeros años, los malos tratos habituales en tales establecimientos, Kipling se impuso a sus compañeros por su inteligencia y su humor, y en la biblioteca de Price pudo descubrir a autores como Carlyle, Poe y Browning, cuya influencia sintió a lo largo de su vida literaria. La crónica de aquellos años fue publicada bajo el título Stalky & Co. En 1882, terminada la escuela, regresó a la India para trabajar como periodista. No se instaló en Bombay: su padre había sido nombrado director del museo de Lahore y allí Kipling empezó a escribir para la Civil and Military Gazette. Algunas de sus columnas tomaron la forma de relatos breves que al poco tiempo reunió bajo el título Plain Tales from the Hills. Tenía entonces diecinueve años. Son relatos de una calidad y madurez extraordinarias. Cuando Borges volvió a escribir ficciones en 1970, confesó que su inspiración había sido esas “lacónicas obras maestras”. “Alguna vez pensé”, escribió en el prólogo de El Informe de Brodie, “que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el of icio”. LA SELVA EN VERMONT. El éxito de sus escritos hizo que otro periódico, el Pioneer de Allahabad decidiese enviar al joven prodigio a Inglaterra. Kipling partió sin saber que nunca más regresaría a la India, la tierra en la que su imaginación había echado tan poderosas raíces. Al desembarcar, descubrió que, gracias a la lectura entusiasmada que el crítico Andrew Lang había hecho de su obra, el autor de veintitrés años se había transformado en una figura célebre y a la moda. A pesar de la fama, vivió modestamente. En Londres, conoció a un agente literario americano, Wolcott Balestier, con quien escribiría una novela mediocre, The Naulahka, y a su hermana, Caroline Balestier, que poco tiempo después se convertiría en su mujer. Carrie, como siempre se llamó, tenía un carácter fuerte y agresivo. “Carrie Balestier es un buen macho aguado”, fue el juicio del padre de Kipling. Kipling y Carrie planearon un largo viaje de bodas, primero a Vermont, en los Estados Unidos, para que el nuevo marido pudiese conocer a la familia de su mujer, y luego a Samoa, para encontrarse con Robert Louis Stevenson, a quien Kipling tanto admiraba. Pero al llegar a Japón supieron que el banco en el que había depositado sus ganancias había quebrado, y la pareja tuvo que resignarse a volver a Vermont sin un centavo en los bolsillos. La estadía en Vermont fue productiva: allí nacieron sus dos hijas y allí Kipling compuso El libro de la selva. Pero una pelea con su cuñado puso fin a la estadía, y en 1897 Kipling volvió con su familia a Inglaterra, donde nació su hijo. Ese año fue el jubileo de la reina Victoria y Kipling, considerado por el Times como “el poeta del pueblo”, escribió para la ocasión uno de sus poemas más famosos, “Fin de oficio” (“Recessional”), que, más que un canto de elogio al Imperio, es una elocuente advertencia contra el peligro de creerse omnipotente. Su estribillo reza: “¡Dios, Señor de los Ejércitos, permanece a nuestro lado/ Por temor a que olvidemos, por temor a que olvidemos!”. Siguieron años de éxito literario y tragedias personales. Su hija mayor murió de gripe durante una visita a Nueva York; su hijo John, ya adulto, durante la Primera Guerra Mundial. Para purgar su sentimiento de culpa (Kipling había hecho presión para que John entrara en el ejército) se comprometió a escribir la larga y tediosa his-

L

A VIDA DE Rudyard Kipling se divide en dos actos: el primero, brevísimo, ocupa los primeros seis años de su infancia; el segundo se extiende hasta su muerte, en 1936. Kipling nació en la ciudad de Bombay el 30 de diciembre de 1865. Su padre era el director de la escuela de arte municipal; su madre pertenecía a una notable familia británica de escritores y artistas. Su primer idioma fue el hindustani, y su nodriza (una cristiana de Goa) debía recordarle a menudo que hablase en inglés a sus padres. Durante ese período de su vida, Kipling, acompañado de su hermana menor, Trixie, disfrutó de una libertad casi sin restricciones: libre de recorrer con su nodriza los bazares de Bombay, libre de entrar en los templos de dioses y ritos extraños, libre de descubrir el mundo mágico y multifacético de la India colonial. TORTURA PRECONCEBIDA. Poco después de su sexto cumpleaños, su vida cambió por completo. Era habitual que los niños de familias anglo-indias se educaran no en las colonias sino en Inglaterra, en parte por el riesgo cierto de enfermedades tropicales, en parte por temor a lo que llamaban “el contagio cultural”. En un periódico inglés apareció un anuncio proponiendo los servicios de un alojamiento para niños anglo-indios en la ciudad de Southsea, en el sur de Inglaterra. Sin preocuparse por

toria de los Irish Guards, el regimiento de su hijo. En 1907, obtuvo el Premio Nobel. Murió el 18 de diciembre de 1936, en el aniversario de su casamiento. Después de la ceremonia en la Abadía de Westminster, durante la cual la muchedumbre entonó los versos de “Fin de oficio”, Carrie quemó todos sus papeles personales. Vida y obra de un autor no son a menudo complementarios. La historia ha querido que recordemos a un Kipling imperialista, autor de cuentos para niños. Olvidamos que el suyo fue un imperialismo crítico, menos nacionalista que ecuménico, y que su literatura infantil es (como la mejor de su género) para todas las edades. Versos como “Alza la carga del

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contar
Que un muerto es recordado No busquéis otra respuesta Que en los libros que he /dejado”. TODOS LOS HOM BRES.Esos libros contienen algunos de los cuentos más perfectos en lengua inglesa. Su mérito está en la concisión, la sutil manera de contar, la generosidad que permite al lector sentirse más inteligente que el autor. Un gesto discreto, un detalle nimio, una palabra que parece ser casual, revela la verdad sobre un personaje y brinda la clave de la historia. Los ojos de la señora Castorley volviéndose hacia el médico al final de “Dayspring Mishandled”, el cáncer que corroe la pierna de la señora Ashcroft como prueba de su devoción amorosa en “The Wish House”, la primera pregunta que hace la mujer ciega al visitante en “They” y que retrospectivamente aclara todo el cuento, son ejemplos de tal maestría. No necesitamos recordar el Evangelio de Juan 20:15 para entender la oculta relación de Helen con su “sobrino” en “The Gardener”, ni conocer la teoría de la transmigración de almas para sentir, como Charlie Mears en “The Finest Story in the World” o el centurión romano en “The Church that Was in Antioch”, que podemos ser, que tal vez hemos sido, todos los hombres en todas las edades. Incluso en ciertos cuentos complejos, ambiguos, difíciles de entender por completo –uno de los más maduros, “Unprofessional” o uno de los primeros, “The Strange Ride of Morrowbie Jukes”— el lector acaba la última página con la agradecida impresión de que algo, quizás innombrable, maravilloso o terrible, le ha sido revelado. La selección que he hecho responde sólo a mis gustos personales. Otros lectores de Kipling elegirían seguramente cuentos diferentes. En mi selección, me doy cuenta ahora, tienen preeminencia los relatos fantásticos, quizás porque me deleita la manera en la que Kipling logra hacernos creer en una realidad que sabemos imposible y que, sin embargo, nos parece la única convincente. También los relatos de amor (aunque a veces ambos géneros se confunden) en los que priman la devoción erótica y una persistente fidelidad hacia la persona amada, expresadas con una pasión que en ciertos casos se parece a la locura. Otros rasgos de sus cuentos que me atraen: la honestidad con que retrata la crueldad y el odio, el respeto por la inteligencia de sus lectores, la eficacia de los detalles, de las descripciones minuciosas pero nunca sobrecargadas, de casi cada palabra en el texto sin parecer ni exquisito ni ostentoso. Finalmente me gusta la diversidad y la riqueza de su mundo: gente de Europa y de la India, de América y de África, animales domésticos y fieras salvajes, soldados, artesanos, habitantes de las aldeas y de las ciudades, ingenieros, escritores y artistas, madres desoladas o insensibles, hijos rapaces o fieles, maestros, monjes, marinos, aventureros... Después de leer a Kipling tengo la impresión de que toda historia es universal. La obra de Kipling ha tenido fortuna variada. Exaltada en su juventud, criticada después de su muerte, ignorada durante varias décadas, espera pacientemente que nuevos lectores la descubran. La historia personal, la trayectoria política de un escritor suele otorgarle al personaje cierta calidad infame o heroica; por lo general, sus libros no merecen compartir esa suerte. La literatura es despiadada: el sufrimiento o la gloria personal no le interesa, sólo la mágica combinación de palabras que, cuando las estrellas son auspiciosas, permiten a un lector la experiencia profunda del mundo. ●

El periodismo en India
R udyard K i pl i ng
ME INCORPORÉ a la existencia de los hombres respetables, y desempeñaba funciones en una oficina en donde no había Reyes ni incidentes extraños a la diaria redacción de un periódico. Una oficina de ésas atrae a toda clase de personas, en detrimento de la disciplina. (...) Las compañías teatrales en malas circunstancias, acuden a la oficina para declarar que el periódico debe publicar los anuncios, y que en cuanto vuelvan de Nueva Zelandia o Tahití pagarán sus deudas con intereses. Llaman a la puerta los inventores de máquinas para el beneficio de la punkah , de perros para coches, de espadas que dan dos vueltas sin romperse, de ejes... (...) Desempeñaba yo el delicioso deber de llevar el periódico a la prensa, y no había otros redactores en la oficina. Pasaba no sé qué acontecimiento extraordinario. Me parece que estaba un Rey a punto de morir, o si no era un Rey, era un cortesano, o una cortesana. Tal vez lo haya olvidado, y en vez de tratarse de eso se tratara de una Constitución que iba a votarse. El hecho importante es que algo pasaba en el otro extremo del mundo, y que el periódico debería quedar abierto para aprovechar el telegrama de último momento. La noche era oscura, tan horriblemente oscura que parecía de asfalto, y tan sofocante como puede serlo una noche de junio. El loo, viento de fuego que sopla del Oeste, cantaba entre los árboles, más secos que la yesca, y anunciaba que la lluvia le seguiría de cerca. Bien podía, por otra parte, caer aquí y allá un chaparrón de agua hirviente, y precipitarse en el polvo como una rana en el estanque, pero nuestras ánimas atribuladas sabían que aquello era falso. La sala de las prensas tenía un poquitín de ventaja de temperaturas respecto de la oficina de redactores, y yo había ido a refugiarme allí, oyendo el golpe seco de las letras y sintiendo el cosquilleo de un arrullo con aquel ruido metálico, en tanto que los porrones del agua cantaban en las ventanas, y los cajistas, casi desnudos, se limpiaban el sudor de las frentes, pidiendo constantemente agua fresca. La noticia que nos retenía, fuese lo que fuese, no llegaba. Ya el loo había callado, y ya se había compuesto el último renglón. La tierra, deteniéndose en su eje y abrumada por el calor, ponía un dedo en dos labios en espera del acontecimiento. Yo dormitaba considerando el pro y el contra de la invención del telégrafo y haciendo conjeturas sobre la idea que tendría el prócer agonizante o el pueblo en lucha que retardaba nuestro periódico, sobre los inconvenientes de ese retardo. Fuera del calor no había causa especial que me produjese un estado de tensión, pero cuando el reloj dio las tres y las máquinas movieron varias veces sus volantes para que se viera si todo estaba listo y comenzar la faena al dar yo la voz correspondiente, no me juzgué dispuesto para dar esa voz, sino para aullar. ● (en “El rey de Kaf iristán”)

hombre blanco” y “Razas inf eriores sin la Ley” son leídos fuera del contexto que les otorga una feroz ironía, y en la acusación contra Kipling nunca son citadas obras como el poema “Nosotros y ellos” (que termina “¿Puedes creerlo? ¡Ellos nos consideran a Nosotros/ Como otra especie de Ellos!”) y el cuento “Mary Postgate” en el que la insensibilidad de los ingleses es desnudada implacablemente, con una crueldad casi insoportable. A un siglo de distancia condenamos sus prejuicios (por cierto condenables) porque creemos estar libres de ellos. Kipling fue más humilde. Escribió: “Durante el corto, corto /plazo

Ombú

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Con el novelista Carlos Ruiz Zafón

“La escritura es un viaje”
David Serrano Blanquer
(desde Barcelona)

C

ARLOS Ruiz Zafón (1964) vive en Los Ángeles, lejos del mundanal ruido mediático de su Barcelona natal, donde no puede pasar desapercibido lo suficiente para focalizarse en la tetralogía centrada en su enigmático Cementerio de los Libros Olvidados. Su alejamiento de los medios es tan estricto que llega al punto de querer mantener su obra al margen de todas las atractivas propuestas cinematográficas hollywoodenses que le han puesto encima de la mesa. Zafón es coherente con su literatura porque, ante todo, pretende preservar la magia de su universo literario, solo posible en el mundo imaginado que provoca en la mente de cada lector. Con la publicación de Marina (1999) da un giro copernicano a su trayectoria literaria. Novela gótica en estado puro, es la clave para entender el gran proyecto de tetralogía que empezó con La sombra del viento (2001), una verdadera sorpresa en el complejo mundo de la literatura de consumo. Tras siete años de silencio apareció El juego del ángel (2008) y, a finales de 2011, se publica la tercera entrega, El prisionero del cielo, a la espera de la última que cierre la serie del Cementerio de los Libros Olvidados. JUEGO DE ESPEJOS. —Usted ha afirmado que no se sienta a esperar a que le llegue la inspiración sino que tiene que sentarse para trabajar. ¿Hasta qué punto tenía organizadas las tramas de la tetralogía desde su inicio? —La línea general de la trama y la estructura de las cuatro novelas estaba ya bastante organizada desde el punto de partida, de lo contrario hubiera sido muy difícil o imposible planear el rompecabezas, que debe cuadrar y cerrarse al término de la cuarta novela. Por supuesto, como en cualquier proyecto que lleva tantos años en completarse, a lo largo del camino uno va haciendo cambios, reexaminando los planes y haciendo nuevos. Creo que en este tipo de proyecto lo importante es tanto estar preparado al inicio y tenerlo todo planeado, como estar abierto a hacer cambios y a rediseñar el

edificio entero, si es preciso, a medida que se va avanzando en el trabajo. —Italo Calvino reclamaba como requisito de la literatura del siglo XXI la “ligereza”. ¿Se podría aplicar ese adjetivo a esta tercera entrega? —Tal vez, no lo sé. Cada una de estas novelas está concebida para tener su propia textura, su propio tono y personalidad. En este caso, estos elementos vienen definidos por el verdadero protagonista, Fermín Romero de Torres, un personaje que le confiere a

todo una velocidad, una nota de humor e ironía y, sí, una cierta “ligereza” a la textura, que era la que quería conseguir aquí por contraste a la textura más densa de las otras novelas del cuarteto. Esa diferencia de timbre y de espesura forma también parte del diseño general del ciclo. La cuarta entrega, de nuevo, tendrá una consistencia diferente a la de las tres anteriores. —El prisionero del cielo arranca con un guiño a Cuento de Navidad y tiene su eje espacial en otro guiño ex-

plícito a El conde de Montecristo . ¿Cuál es el objetivo final de estas y otras ref erencias metaliterarias? —Es un pequeño juego que el lector puede ir encontrando a lo largo de todos los libros del cuarteto del Cementerio de los Libros Olvidados. Ya que las novelas son, de algún modo, novelas de novelas, historias sobre la literatura, la narrativa, el lenguaje, la lectura y todo aquello que rodea al mundo de los libros, me pareció interesante que uno de los niveles de lectura de estas novelas ofrecieran al lector la posibilidad de entrar en un juego de espejos y referencias con multitud de referencias literarias, desde las obvias a otras más oscuras. Mi idea era que ese juego, esa experiencia, fuera diferente para cada lector y viniese definida por cuál es su bagaje, por cuál es el equipaje de lecturas con el que llega al viaje. No es necesario entrar en ese nivel para disfrutar de las novelas, pero si el lector se anima a entrar puede encontrar un aspecto más dentro del laberinto de historias con el que disfrutar de la lectura. —Daniel Sempere, el protagonista de La sombra del viento, ha perdido aquí su inocencia y usted af irma que ve “sombras de odio y rencor porque quiere saber qué ocurrió”. Le interesa centrarse en las decisiones morales que escogemos las personas, pero, ¿para llegar a qué conclusiones? —Creo que lo interesante en literatura es abrir interrogantes y plantear un diálogo con el lector. Me interesan mucho más las conclusiones a las que puede llegar el lector por sí mismo a partir de esas preguntas e invitaciones a la reflexión, que tratar de condicionar su reacción. Uno de los aspectos básicos de toda novela está en el desarrollo de personajes. Los personajes nos ofrecen espejos y vehículos en los que proyectar nuestras propias inquietudes y en los que descubrirnos a nosotros mismos. Esa reinterpretación es, creo, más interesante si la novela abre interrogantes y formula preguntas que el propio lector hace suyas. En la medida de lo posible, eso es algo que intento propiciar dentro de las historias. —El personaje protagonista de las peripecias es Fermín Romero de Torres, que se inscribe en la mejor tradición de la literatura picaresca: canalla, pícaro, superviviente, seductor de

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Marta Calvo

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brocha gorda, barroco dialogador… ¿Tiene más de personaje (etéreo) que de concreción corpórea? —Probablemente Fermín le diría que él es intensamente corpóreo. Por supuesto, Fermín es un diablillo bondadoso que tiene tanto de vapor como cualquier personaje. Parte de su función es ese guiño al que usted alude a la tradición picaresca, pero buscando humanizar ese rol y añadirle algo de cosecha propia. Todos los personajes que crea un novelista son en gran o pequeña medida una parte de él mismo, o cuando menos de su mundo interior, y en ese sentido a Fermín lo siento muy corpóreo y presente, dentro y fuera de las páginas de las novelas. —Esta es la menos gótica de las tres novelas a pesar de tener en los calabozos de Montjuïc un espacio tenebroso y violento. ¿Hasta qué punto es como consecuencia de las necesidades propias de su trama? —En este caso, efectivamente, la novela tiene mucho menor voltaje “gótico” que, por ejemplo, El juego del ángel, que es la historia de un hombre precipitándose en el abismo de su propia locura y que es un guiño a cierta novela gótica y victoriana. En este caso, Fermín dicta en buena medida la temperatura de la atmósfera y por lo tanto los aspectos góticos quedan más diluidos, aunque forman parte del ensamblaje fundamental del cuarteto. —Usted afirma que la Barcelona descrita tiene más de personaje que de retrato. A pesar de su concreción (c. J. Costa, bar Almirall, restaurante Set Portes, restaurante Casa Leopoldo, bar los Caracoles, local de baile la Paloma, c. M. Arnús), ¿es esa operación de conversión lo que la hace singular y al mismo tiempo universal? —Decía Antoni Gaudí que lo universal está en lo particular. Mi intención desde el principio era crear una Barcelona literaria —mi propia Barcelona, por así decirlo— que fuese más un personaje, una creación de fabulación, que un retrato áspero y “realista” (si tal cosa es factible) de la ciudad. No por ello desdeño las realidades históricas y físicas de la ciudad, muy al contrario. Mi intención es que la Barcelona de las novelas esté tan enraizada en la real que sea casi imposible diferenciarlas, y que ese aspecto más barroco y gótico que tiene en las historias sea una extensión y una exploración de aspectos presentes en su esencia y en su historia. Quien mejor ha hecho esto en literatura ha sido Dickens, que creó un personaje del Londres victoriano que nos ha llegado hasta hoy con una fuerza visual y sensorial tremenda. El espacio y tiempo como personajes y ele-

mentos dramáticos es un aspecto que me interesa mucho en la literatura. —¿Qué cree que continúa teniendo de atractiva la ubicación de las pulsiones humanas en el período de guerra y posguerra después de tantos años y tantas obras de todo tipo? —La literatura, desde siempre, intenta aproximarme a los temas clásicos de la vida y de la experiencia humana. La guerra civil española, así como su preludio y las consecuencias, son un tema fundamental en la historia, ya no española sino europea del siglo XX. Los dramas y conflictos que plantea son tan ricos, tan universales y fascinantes para un narrador como lo han sido siempre, creo. EXPERI M ENT AR LA F I CCI N. —En un país como España, en el que el simple hecho de plantear artísticamente la posguerra genera disputas enconadas, ¿a qué cree que se debe que en su caso no se haya producido? —No lo sé. Tal vez a que mi intención nunca ha sido moralizar ni presentar visiones maniqueas o teledirigidas del conflicto y del drama histórico sino explorar sus consecuencias en la vida de las gentes, dejando que sea el lector quien piense por sí mismo y adopte su propia visión moral. Yo no soy ni un político ni un cura: soy un

novelista y lo que me interesa no es convencer ni sermonear al lector de dogmas o premisas políticas, sino invitarle a que las cuestione y decida por sí mismo a través de la experiencia de la ficción. —¿Tendrá algo que ver la construcción ambivalente (paradójicamente simétrica, despreciable en cualquier caso) del inspector Fumero, sádico bajo mando anarquista y torturador f ranquista? —Tal vez. Ese es un ejemplo del intento de presentar la complejidad de los dobleces morales y de las contradicciones que la historia y los hechos insisten en recordarnos más allá de la versión o interpretación que, emocionalmente, deseemos adoptar por comodidad, condicionamiento o hábito. Hechos como los acontecidos en la Europa de mediados del siglo XX, incluida España, escapan al simplismo y a las interpretaciones moralizantes de todo signo, creo. —David Martín, Osvaldo Darío de Mortenssen, Julián Carax, responsables de todas las intrigas, ¿son un homenaje a escritores de éxito de los 5060, los González Ledesma, Oliveros, Gallardo, García Lecha…? —Son referencias, diría yo, a ciertas figuras literarias de la primera mitad del siglo XX y a los grandes escritores del XIX. Hay en ellos rasgos de

numerosos autores y un pequeño homenaje al oficio del escritor de toda condición. —Uno tiene la sensación de que, siguiendo con su metáf ora de que “la vida nos viene dada por la mitad de la baraja y la construimos con la otra mitad que tenemos entre manos”, más allá de toda peripecia vital, el escritor existe más gracias a la literatura, la mágica experiencia de la escritura y en especial de la lectura, que a su cotidianeidad. —En el caso de los escritores, sí que creo que a veces se produce ese efecto. Los escritores pasamos tanto tiempo dentro de nuestras propias historias, construyendo mundos, imágenes, personajes, texturas y relatos para los demás que a veces corremos el peligro de vivir más en ese imaginario personal que en la realidad de cada día. El propio proceso de la escritura es un viaje interior que nos cambia y nos acerca más a nosotros mismos, al mundo que llevamos dentro y que intentamos comunicar al lector. Ese mundo, al fin, acaba por parecernos tan real o más que el que hay más allá de la ventana. Y quién sabe, tal vez lo es. ● EL PRISIONERO DEL CIELO, de Carlos Ruiz Zafón. Planeta, 2011. Barcelona, 384 págs. Distribuye Planeta.

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// ESCRIBEN: PEDRO DA CRUZ / RENÉ FUENTES GÓMEZ / ELVIO E. GANDOLFO

Último Stephen King

Un western artúrico
Silvio Galizzi

I

NSPIRADA EN el poema de Robert Browning, “Childe Roland a la Torre Oscura llegó”, la saga La torre oscura quizás sea la obra más ambiciosa y también la más fallida de Stephen King. Ambiciosa tanto por su extensión —más de cuatro mil páginas distribuidas en siete libros y escritas a lo largo de treinta y cuatro años— como por sus pretensiones mitológicas, filosóficas y metafóricas. Fallida porque tales pretensiones no llegan a buen puerto, en parte por la dispar calidad de los siete volúmenes, pero sobre todo porque a la hora de la verdad no logra colmar las expectativas creadas. La trama se desarrolla en un universo alternativo donde el reino de Eld (¿Camelot?) ha caído. Los otrora caballeros de su corte procuran seguir auxiliando al débil y al necesitado. Sólo que no portan tizonas, sino revólveres de grueso calibre que utilizan con una prodigiosa puntería. A este western repleto de referencias artúricas, King le adiciona elementos fantásticos, mágicos e incluso post-

nucleares, así como la existencia de portales que comunican con otros tiempos y lugares. Por este escenario agonizante deambula el caballero/pistolero Rolando (¿Sir Galahad?) con un único propósito: encontrar La Torre Oscura (¿el Grial?). A un comienzo auspicioso con el volumen La hierba del diablo (reeditada años después con su nombre original, El pistolero) le siguió el mejor tomo de la serie, La invocación. En éste, y a través de los mencionados portales, Rolando recluta en la Nueva York del siglo XX a los integrantes de su ka tet, un grupo unido por el Destino. Si bien la tercera entrega, Las tierras baldías, logró mantener el interés, La bola de cristal supuso un resbalón, al abandonar una narración in crescendo para retrotraerse a la juventud del protagonista. Para colmo de males, la edición en castellano omitió las ilustraciones del genial Dave Mc Kean. El declive se acentuó en el quinto tomo, Lobos del Calla y la serie cayó en forma definitiva con los últimos volúmenes, Canción de Susannah y La torre oscura. El viento por la cerradura, de reciente publicación, se ubica cronológi-

camente entre los tomos cuatro y cinco de la saga original y marca un retorno del autor a dicho universo. Su particularidad reside en su estructura: un juego de muñecas rusas o círculos concéntricos donde una historia se encuentra dentro de otra historia, metida a su vez dentro de una tercera. Comienza con los protagonistas dentro de un refugio subterráneo a causa de un temporal de dimensiones apocalípticas. Las horas pasan, la tormenta arrecia y, para pasar el tiempo, el pistolero comienza a contar una aventura de su adolescencia. Enviado por su pa-

dre debió viajar a los confines del reino para acabar con la amenaza de una especie de licántropo u Hombrepieles, que es como se titula el relato. Cuando la narración está llegando a su momento cúlmine, King recurre a uno de sus trucos favoritos: la interrumpe en forma abrupta para pasar a la historia que da nombre al libro y que ocupa más de la mitad del volumen. En ella, un niño llamado Tim Corazón Tenaz, deberá sortear innumerables peligros en un mundo todavía poblado por dragones. Quienes piensen que sólo se trata de una fábula de corte infantil, se equivocan y olvidan quién es el autor. El nivel de esta novela, que puede leerse independiente del resto de la saga, es muy superior al de las últimas entregas. Y la historia del Hombrepieles, que King retoma al final, confirma por qué sigue siendo el maestro del terror moderno. ● EL VIENTO POR LA CERRADURA. Una novela de La Torre Oscura, de Stephen King. Plaza & Janés, 2012. Buenos Aires, 368 páginas. Distribuye Random House Mondadori.

Arquitectura
LAS CIUDADES. Arte, arquitectura y diseño en los siglos XIX y XX, de Daniela T omeo. Ediciones de la Plaza, 2013. Montevideo, 334 págs. LA AUTORA de este libro didáctico es profesora de Historia (IPA), licenciada en Historia (Facultad de Humanidades/UdelaR), obtuvo diploma en Cultura y Patrimonio y cursa una maestría en Didáctica de la Historia (ambos en el Claeh). Méritos suficientes para emprender la tarea de sintetizar conocimientos sobre
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fenómenos pertenecientes a un lapso histórico de doscientos años. En la introducción, Tomeo afirma que su libro “tiene como objetivo ayudar a los estudiantes de Bachillerato a entender, conocer, valorar y disf rutar la arquitectura y el urbanismo de los siglos XIX y XX.” La lectura del índice, y luego del texto, revela que la materia Arte, primera de las áreas incluidas en el subtítulo, no forma parte del corpus de la temática del libro, el que sí, en efecto, es un estudio de las áreas de Arquitectura y Diseño. Referencias a las artes visuales del período estudiado hubieran sido importantes en

el contexto del trabajo, ya que en los principales movimientos artísticos de esos años las tres áreas mencionadas estuvieron íntimamente relacionadas entre sí. El planteo es cronológico, con capítulos dedicados desde el neoclasicismo de principios del siglo XIX a la ciudad contemporánea. La enorme masa de información y referencias que implica un estudio de características enciclopédicas como el presente es organizado por Tomeo por medio de la presentación de construcciones emblemáticas del ámbito internacional, de la iglesia neoclásica de la Madeleine en París a la posmoderna Torre

Agbar en Barcelona (foto). De acuerdo a los temas, la autora también presenta ejemplos de rigor del área del diseño, por ejemplo sillas diseñadas por Marcel Breuer en la Bauhaus, así como piezas de cristal de Alvar Aalto. Cuando el material lo amerita, la autora intercala en los distintos capítulos ejemplos de arquitectura nacional que reflejan diferentes estilos arquitectónicos. La mayoría de dichos ejemplos están relacionados a la arquitectura de Montevideo, especialmente de la época del Estadio Centenario (hacia 1930), la que es estudiada en un capítulo propio. En los restantes capítulos

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se encuentran tanto referencias a edificios de la capital como a construcciones en ciudades del interior, entre otras Colonia del Sacramento, Melo y Salto. Cada capítulo es acompañado por una selección de textos de las más variadas procedencias, relacionados de distintas maneras a la época estudiada. El primer capítulo, “En busca de la Antigüedad”, es por ejemplo acompañado por el texto “Los gatos del Foro Trajano” de José Enrique Rodó y una cita de la novela Daisy Miller de Henry James. Finalmente, la bibliografía, que contiene cerca de 120 entradas, es muy útil para que estudiantes y lectores en general tengan posibilidad de ampliar sus conocimientos sobre aspectos del urbanismo y el diseño que hayan encontrado interesantes. Como material de consulta, Las ciudades es un libro para tener a mano. P. d. C.

Poesía
NOCHE DE RONDA, de Pablo Galante. Y augurú, 2012. Montevideo, 56 páginas. ÉSTE ES UN POEMARIO curioso. El motivo más evidente es que por momentos parece escrito con y desde el desasosiego y el aturdimiento, pero una o pocas páginas más adelante

aparece el saber de una voz de sobrada calma y cordura. Otra curiosidad, menos notoria pero más relevante, es que aunque el poeta reúne sus textos en secciones que proponen búsquedas expresivas diferentes (incluso los cambios en la diagramación del libro tratan de acompañar y enfatizar este propósito), más por azar que por la forma establecida va confirmándose el hallazgo de algunos poemas despojados casi por completo de artificios retóricos; o por lo menos sin tantas “evidencias” del lenguaje literario ni de esa sobreelaboración tan abusada y abusiva con que muchas veces se pretende escribir poesía. Es precisamente en esos poemas sueltos o escapados del orden elegido por Pablo Galante (Montevideo, 1970) donde de manera intermitente llega una voz clara y sencilla. Por ejemplo: “entrelíneas”, “pan”, “las mesas de luz”, “madreselvas”, “ven” y “relámpagos” son representativos de esta contracorriente de un tono que se aproxima al intimismo coloquial, pero que no ubica al lector como interlocutor indirecto o destinatario de lo que dice el poeta, como sí ocurría en el coloquialismo tradicional. En cambio, en estos poemas parecería que es la situación y no la intención lo que habilita esa efímera instancia donde el hecho poético ocurre o discurre como un asunto existencial, más acorde con estados de ánimo intros-

pectivos y no con estrategias conscientes. Que el poemario se titule igual que una de las canciones más famosas de Agustín Lara, por lo menos apoya esta idea; porque ésta y otras canciones del compositor mexicano hacían de su poesía cantable un modo de compartir intentos de acercamientos y restos de acercamientos frustrados. Y esa “Luna que se quiebra/ sobre la tiniebla” de Lara es un antecedente y un dúctil decorado para ubicar algunas de las coordenadas sentimentales desde donde Galante quiere y mejor se hace oír. Por ejemplo, cuando desea y llama: “V en aquí dolores/ Déjame por un momento/ Envolver tu contorno/ Con mi parca y muda sombra (…) V en aquí Dolores/ Que la noche todavía no te conoce”. El libro fue ilustrado por su autor y es el número 23 de la colección “Todos los gallos están despiertos”, de la editorial Yaugurú; que en menos de un lustro ha publicado una muestra variada y con algunos títulos representativos de la extensa y otra vez extensa joven poesía uruguaya. Como es característico en esta editorial, en Noche de ronda hay un diferencial logrado a través del diseño, quizás tratando de devolverle a los libros su antiquísima belleza objetual. También, como en otros libros publicados por este sello, quedó pendiente pulir la corrección. R. F. G.

Psicología
MIEDO A LA VIDA, de Alexander Lowen. Papel de Liar, 2009. Barcelona, 275 págs. Distribuye Océano. EL AUTOR hizo terapia durante tres años con Wilhelm Reich. Influido por sus teorías, pronto desarrolló y se destacó en el campo de la bioenergética. Sin modificar muchas de las bases de la teoría freudiana, esa corriente “lee” en el propio cuerpo los efectos de la represión de la energía sexual y usa la influencia sobre

modo en que la sociedad del presente da poco oído a los mensajes del cuerpo, e insiste más en tener o lograr, que en ser, o en desarrollar el ser (self ). Todo confluye hacia el último capítulo, titulado “La sabiduría del fracaso”, donde el cruce de teoría y sociedad se hace explícito y preciso. Allí emplea un símil simple con la hamaca de los niños o la montaña rusa, para ejemplificar la necesidad de la caída después de la excitación del ascenso. En otras palabras, la subida, el éxito, no pueden ser eternos. Y la supuesta “caída”, en cambio,

H

ay que leer

The Factory

PORQUE es un valioso documento sobre el singular espacio regenteado por Andy Warhol desde los años 60. En formato álbum, el volumen recopila fotografías, entrevistas y afiches que construyen una ajustada aproximación al ambiente, las perf ormances y las tribus urbanas que se desplegaban en The Factory. Se incluye el ensayo “Relaciones fotográficas”, de Catherine Zuromskis, en formato bilingüe, sobre la relación entre “Fotografía y Comunidad” en Warhol. (La Fábrica/Océano) ●

ese cuerpo (mediante masajes, presiones dactilares, aparatos especiales, o el simple “dejarse caer” para aflojar el control) para ir modificando sus efectos negativos. A su vez las teorías son un poco menos pesimistas (o “adaptadoras”) que las de Freud. Lowen tiene un estilo directo, y a la vez minucioso, muy adecuado para narrar la historia de los numerosos casos que cita. Además se incluye él mismo en el análisis, reconociendo que, incluso en su caso, la terapia no logra un éxito total, la tarea es continua, y de poco sirve encarar el problema mediante la voluntad, o pensar que basta con “hacer” o la acción, para desbloquear las trabas. En opinión de Lowen la necesidad cada vez más amplia de la terapia proviene del

llega como un bienvenido alivio. “La sabiduría es el reconocimiento de que todo lo que sube debe bajar”, dice. Y más adelante vuelve a él mismo como ejemplo: “El f racaso siempre ha tenido un efecto positivo en mí. Hizo que me detuviera y revisar mi conducta autodestructiva. Permitió que volviera a empezar con todo el entusiasmo y la emoción de un nuevo comienzo. Y al aceptar el f racaso, me liberé de la lucha por superar la sensación de ser un f racasado”. En su visión, una terapia positiva no resuelve los problemas del paciente, sino que posibilita que él mismo los enfrente, a partir de la progresiva aceptación de sí mismo tal como es. E. E. G.
24 m ayo 2013

12 / E L P A I S C U L T U R A L / N° 1222

Boceto de New York
Joaquín Torres García
A ENORME CIUDAD de los siete millones de habitantes — aplasta al artista. — Desde la ventana de su estudio — él, forzado al ocio — porque no es utilizable su trabajo — contempla la muchedumbre apresurada — abajo — seriamente ocupada — y, arriba — también — en todas las incontables ventanas de las anchas fachadas — en los millones de agujeros que perforan las tendidas murallas — en las calles, en las avenidas, en las grandes y pequeñas plazas, en el centro y en los suburbios de la ciudad. — Contempla al mismo hombre — ocupado siempre en lo mismo — el teléfono pegado a la oreja — la pluma dispuesta a caer sobre el papel — para anotar un guarismo — una marca — una fecha — el nombre de un objeto — jamás una idea. — Y la misma mujer, siempre — y siempre frente al hombre en mangas de camisa — recibiendo órdenes — recorriendo con sus ágiles dedos (rosados) el aparato mecánico — también para anotar guarismos, marcas, fechas, o el nombre de algún objeto — ¡jamás una idea! — Y ve a toda esa muchedumbre de hombres y mujeres — ocupados en algo aparentemente serio — con envidia. Porque los ve satisfechos en su ciudad — la ciudad de los business, de los negocios — todos en conexión — todos útiles — todos bien remunerados. Y él se siente solo — sin conexión con nada — incomprendido — vejado — avergonzado ante lo útil — ante lo serio — ante el buen sentido común de todos — que lo pone en evidencia: aplastado por la ciudad de los siete millones de habitantes… No comprende, el forastero, que la calidad del trabajo poco importa. Se trata de ganar. No sabe, además, que tendrá compañeros intelectuales — hombres cultos — ocupados en la misma faena — poetas — filósofos — nobles — doctores — hombres de ciencia —

L

ticas construcciones metálicas — y los subways, bajo las calles, en inmensa inimaginable red de miles de kilómetros — y el millón de autos — sin reposo, a todas horas — y los mil vehículos de mil formas fantásticas, insospechadas, destartalados, cosidos, remendados — viniendo de los suburbios — elegantes, brillantes de color, de los inmensos almacenes, de las grandes manufacturas — descomunales, (formidables máquinas, con sus pesadas básculas de descarga) — o interminablemente largos, para el transporte de vigas metálicas, de gruesas enormes ruedas, que achican a cuanto se halla a su alrededor… — Cuando todo eso se tiene ante los ojos — grandeza material, ¡sea! — pero grandeza al fin — quiérase o no, hay que admirarla — y, quiérase o no, reconocer en ella una belleza nueva. — Quiera o no, el artista tiene que perdonar a la inmensa ciudad que lo aplasta. ●
Joaquín T orres García, escena de Nueva Y ork, dibujo

artistas como él. Es forastero — viene de Europa — y no comprende que esto precisamente es América. — Y que nadie encontrará justificada su decepción — y que nadie encontrará razonable que no trabaje, sea en lo que sea, pudiendo hacerlo. — No sabe que todos han comenzado así — que es la historia que cada millonario cuenta con orgullo — porque es lo que debe hacerse. — Aquí todo extranjero ha de adaptarse: — que es, ganar dinero no importa con qué. — América es una ratonera — hay entrada, pero no salida. — En América existe la verdadera democracia. Tan pueblo es el ministro — o el millonario — como el negro que limpia los cristales — o el hombre que distribuye el hielo: — la misma calidad de hombre. — Por esto es la tierra en que la mediocridad vive a su placer — y progresa. — Por esto, en ninguna tierra se ven tantos rostros satisfechos — (de hombres y mujeres) — y esto es terrible, desolador. — Esto es New York — la ciudad de

los siete millones — que aplasta al artista. — Pero New York es New York — única. — Cuando desde BrooklynBridge se la contempla, a través de los mil cables que sostienen el formidable puente sobre el East — abajo, la New York primitiva — detrás, eminentes, los altos skayscrapers de City-Hall y WallStreet — el centro de los business, de los negocios, alma de New York — y, abajo, las innumerables naves surcando el río turbio, — y, a los lados el enorme ensordecedor rodar de los mil vehículos: — autos, camiones, tranvías, carros. — Y, más lejos, otro gigantesco puente, mayor, — con otro piso superpuesto — y, otro, mayor aún — y otros. — Y, del otro lado — bajo el río — se imaginan los tubos de los subterráneos — transportando millones de personas. — Y, los f erry-boats, sin reposo, día y noche — abarrotados de gente, siempre. — Y, a lo lejos — suspendidos — los trenes aéreos — lanzándose a través de las calles — trepidantes — por entre laberín-

El Autor
JOAQUÍN TORRES GARCÍA nació el 28 de julio de 1874 en Montevideo, donde murió en 1949. Maestro de arte y pintura, es uno de los referentes más notables de la pintura moderna. Artista y pensador dedicado a la teoría y la reflexión estética, vivió en Barcelona, Nueva York, París y Montevideo. Dejó escrito entre otros libros: El descubrimiento de mí mismo, Estructura, Historia de mi vida, La ciudad sin nombre y Universalismo Constructivo. El texto y el dibujo seleccionados fueron tomados de sus apuntes durante su estadía en Nueva York, en 1921, publicados por HUM en 2007, con prólogo de Juan Fló. ●

EN EL PRÓXIMO NÚMERO
EDITOR JEFE: László Erdélyi SECRETARIA: Susana Yaquinta

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Este es un suplemento del diario EL PAIS, Plaza Cagancha 1168, Montevideo, Teléfonos 29020115, 29023061, int. 281 al 285. Fax: 29027723 Síguenos en Facebook elpaiscultural Edición en Internet: www.elpais.com.uy Dirección e-mail: [email protected] Depósito legal N° 247.501 Suscripción semestral, vía aérea - 35 dólares

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CULTURAL

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